domingo, 17 de junio de 2018

Rebelión en el teocalli

Venían a chocar Alemania y México. México, el país que no gana nada desde los tiempos de Moctezuma, cuando las victorias se contaban por corazones sangrantes. El país del “sí se puede” esa frase que suena a rendición disfrazada. De los comentaristas deportivos más insoportables de la cristiandad. Un país que hay que ser muy mexicano para apoyarlo. O no tener nada más que apoyar. Del otro lado el campeón, con sus jugadores de hace tres mundiales que conservan rostros tan juveniles como para que los contrate una compañía de maquillaje y cuidado de la piel.
Los mexicanos más optimistas decían que su equipo sería capaz de evitar una goleada. Pero fuera de eso no se hablaba ni siquiera de empate. Una derrota digna sería suficiente. “Y viva México hijos de la chingada”. Los primeros minutos con una Alemania impecable y precisa parecía darle la razón a los más optimistas (o sea, que en el mejor de los casos evitarían una goleada). Pero entonces el equipo mexicano aguantó la presión alemana con un aplomo inusual y empezó a contragolpear hasta que en uno de esos contraataques consiguieron marcar un limpio gol.
Luego del gol el plan no cambió. Los alemanes atacaban y los mexicanos contraatacaban. México estuvo más cerca de ampliar la ventaja que Alemania de empatar el partido. El tiempo se acababa y al técnico alemán no se le ocurrió algo mejor que sacar una de esas momias en perfecto estado de conservación -Mario Gómez- cuya principal arma es reclamar penaltis inexistentes. Y así llegaron al final, con los mexicanos victoriosos. Lo más difícil queda por delante: convencerse de que en realidad ganaron, que no es un espejismo. Que no jugaron como nunca para perder como siempre. Que ser mexicano no es una justificación perfecta para la derrota.

No hay comentarios: