Venían a chocar Alemania y México.
México, el país que no gana nada desde los tiempos de Moctezuma, cuando las
victorias se contaban por corazones sangrantes. El país del “sí se puede” esa
frase que suena a rendición disfrazada. De los comentaristas deportivos más
insoportables de la cristiandad. Un país que hay que ser muy mexicano para
apoyarlo. O no tener nada más que apoyar. Del otro lado el campeón, con sus
jugadores de hace tres mundiales que conservan rostros tan juveniles como para
que los contrate una compañía de maquillaje y cuidado de la piel.
Los mexicanos más optimistas decían
que su equipo sería capaz de evitar una goleada. Pero fuera de eso no se
hablaba ni siquiera de empate. Una derrota digna sería suficiente. “Y viva
México hijos de la chingada”. Los primeros minutos con una Alemania impecable y
precisa parecía darle la razón a los más optimistas (o sea, que en el mejor de
los casos evitarían una goleada). Pero entonces el equipo mexicano aguantó la
presión alemana con un aplomo inusual y empezó a contragolpear hasta que en uno
de esos contraataques consiguieron marcar un limpio gol.
Luego del gol el plan no cambió. Los alemanes atacaban
y los mexicanos contraatacaban. México estuvo más cerca de ampliar la ventaja
que Alemania de empatar el partido. El tiempo se acababa y al técnico alemán no
se le ocurrió algo mejor que sacar una de esas momias en perfecto estado de
conservación -Mario Gómez- cuya principal arma es reclamar penaltis
inexistentes. Y así llegaron al final, con los mexicanos victoriosos. Lo más
difícil queda por delante: convencerse de que en realidad ganaron, que no es un
espejismo. Que no jugaron como nunca para perder como siempre. Que ser mexicano
no es una justificación perfecta para la derrota.
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