Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
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martes, 27 de abril de 2021
De exilios y diásporas
Ver el video del conversatorio aquí. (Hablo sobre la hora y 18 minutos y luegoa las 2 horas y 3 minutos).
viernes, 4 de octubre de 2019
¿Existe una literatura cubana post-exilio?*
Disipado el fervor planetario que trajera el anuncio de la normalización
de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos este entusiasmo ha sido
substituido por pequeñas esperanzas particulares. Y es que el homo sapiens es
más que un animal que sueña con su muerte. El humano es un animal que espera. Que
espera, sobre todo, rellenar la distancia que lo separa de su muerte con alguna
razón para ilusionarse. Frente a la certeza del fin, juega con la posibilidad
de con algo que le dé sentido a lo irremediable. Los cubanos no somos animales menos
ilusos que el resto de los humanos. Si acaso inspiramos en estos días más
ilusión. No es que el anuncio simultáneo de Barack Obama y Raúl Castro el 17 de
diciembre de 2014 haya sido, hasta ahora, infecundo en beneficios. Sucede que
solo ha beneficiado a los mismos de siempre y si acaso a dos o tres listillos
más. Ante esa evidencia habrá que buscarse nuevas consolaciones y, como ocurre
muchas veces, en lugar de ir a buscar el consuelo a su hábitat natural, la
religión, termina buscándose en la literatura.
Ya que la realidad cubana no ha querido inmutarse con los gestos
diplomáticos —piensan unos cuantos— indaguemos en la literatura. Toca preguntarse,
por ejemplo, si existe una literatura cubana post-exilio. O sea, cuestionarse si
la literatura ha sido capaz de superarse a sí misma allí donde la realidad
sigue empantanada en el mismo sitio. Y entonces parece inevitable referirse al
famoso discurso vienés de Roberto Bolaño. Ese en el que decía no creer en el
exilio sobre todo “cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”. O
sea, que si rechazamos la mera asociación del exilio a la literatura ¿de qué
valdrá preguntarnos por un postexilio literario? Pero —nos responderemos,
ladinamente, con otra pregunta— ¿qué podía hacer Bolaño cuando lo invitaban a
hablar de dos cosas (en este caso de literatura y exilio) si no era declarar la
inexistencia de al menos una de ellas? Pero nada mejor para neutralizar a un
Bolaño que otro Bolaño. Contrarrestarlo con lo que dice en el siguiente párrafo
del mismo discurso sobre aquellas personas “que entendieron el exilio como en
ocasiones lo entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud ante la vida”.
El exilio, ya sea como la condición de que hablaba Joseph Brodsky o como la
actitud de la que discurseaba Bolaño, parece resultar un compañero de cama de
la literatura poco creíble a pesar de lo abundante que ha sido su prole. Por
difícil que nos sea imaginar la literatura sin exiliados como Ovidio, Dante,
Voltaire, Victor Hugo, T.S. Eliot, Ezra Pound, James Joyce, Samuel Becket, casi
todos los escritores del Boom latinoamericano o todos los escritores judíos.
¿Qué decir entonces del post exilio? ¿De algo que existe solo en relación
a una mera condición, a una actitud? ¿Qué hacer con un concepto (como
cualquiera que contenga el prefijo post) que con sólo mencionarse resulta
sospechoso? Sospechoso por la comodidad y la pereza mental que produce la
invención de algo nuevo a partir del recurso de añadirle a lo viejo el prefijo “post”.
Sucumbir a la tentación asumir que la realidad ha sido anulada, superada y
rebasada por otra que, cuando menos, tiene la ventaja de la novedad. El prefijo
“post” es una invitación a vivir en el “como si”. De manera que el concepto de
lo postnacional nos invita a pensar o comportarnos como si la nación ya no
existiera en la misma medida en que el postmodernismo nos invitaba a pensar y
comportarnos como si la modernidad ya fuese cosa del pasado. Entonces una
literatura cubana post-exilio nos estaría invitando a escribir o incluso a leer
como si el exilio y las circunstancias que le dieron origen ya hubiesen
desaparecido. Como si ya viviéramos en una realidad post-exiliada y post-dictatorial.
Términos como “post-dictadura” y “post-exilio” han sido utilizados en las
últimas décadas para referirse a buena parte de la producción literaria
latinoamericana tras la epidemia de dictaduras que asoló el continente en la
segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, para que en el resto de Latinoamérica
se hablara de una literatura post-dictatorial o post-exiliada se tuvo la
precaución de esperar a que terminaran las dictaduras en sus respectivos países
y sus exiliados se sintieran perfectamente libres de regresar a sus países
cuando quisieran. En ese sentido un tanto anacrónico (en el de la historia
política, digo) una literatura cubana post-exilio sería una literatura de
anticipación. Hasta podría hablarse de una literatura cubana post-real. Los
escritores cubanos —tan proclives a la novedad— estaríamos iniciando al mundo
en una nueva corriente literaria. Una corriente a la que se le podría llamar
post-realismo: ficciones que serán a la realidad política y social lo que la
ciencia-ficción a la ciencia y a la tecnología.
Visto de cierta manera, el post-exilio, como el dinosaurio de Monterroso,
siempre estuvo ahí. Ese era el discurso del poder duro cubano cuando trataba de
anular la idea misma de la existencia del exilio. Era su manera de convencer al
mundo (y auto convencerse) de que fuera de la Revolución efectivamente no podía
existir nada. De establecer su poder castrista hecho consumado, universal e
irrebatible. Literalmente. Ese discurso de anulación retórica del contrario era
su manera de hacer impensable cualquier acto de resistencia interior (“los
presos políticos no existen”, “la oposición no existe”, “no son otra cosa que
mercenarios”) o exterior (”los exiliados no existen”, “no son otra cosa que
agentes de la CIA, mercenarios del gobierno norteamericano”). Un discurso que
le permitía achacar toda resistencia a su poder a su enemigo favorito que no
era otro que el “imperialismo yanqui”. Esos intentos de despolitizar a la
emigración cubana, de convertirla en ente neutro, han terminado engendrando
hallazgos linguísticos como el de “comunidad cubana en el exterior”. O que incluso
el concepto de emigración —de vieja prosapia emancipadora— se delineara como un
ente que sólo podía encontrar sentido en su reintegración a la Nación. (Reintegración
simbólica porque en el plano de lo real todo se mantenía en su sitio: la Nación
en la isla y la Emigración —incluso la más dócil— en la distancia). Los
noventa, con el pragmatismo forzoso que trajo la desaparición del bloque soviético
obligó al régimen a un cambio fundamental: se pasó de convertir automáticamente
en enemigo político a todo cubano que hubiese optado por emigrar (hubo un
tiempo en que la simple solicitud o tenencia de un pasaporte dentro de Cuba a
título particular era sospechosa) a abrir la posibilidad de que pudieran
existir cubanos que emigraran por motivos diferentes a los políticos. Que no
fueran automáticamente traidores. Ese fue el primer paso hacia la conversión de
todos los emigrantes en económicos. No
obstante se dejaba entrever que cualquier declaración política adversa se castigaría
—entre otras posibles represalias— con la negación del derecho a visitar su país
de nacimiento: o sea, con el destierro más o menos oficial.
Por otra parte la misma condición exiliada ofrece unas cuantas paradojas:
su carácter supuestamente temporal y contingente —algo que debería ocupar el
espacio que existe entre una partida forzosa y un regreso deseado, una suerte
de limbo político, psicológico o sentimental— en el caso cubano ha mutado en
algo muy parecido a la eternidad. Los exilios cubanos han sido los más
desmesurados del continente: sobre todo si se piensa el que transcurrió durante
las últimas ocho décadas de dominación española (1823-1898), cuando el resto
del continente se adentrada en su existencia independiente y en el que comenzó
en 1959 y continúa hasta el presente. La extensión de estos exilios genera la
paradoja de una condición o actitud contingente que se va eternizando,
petrificando, hasta constituir una realidad —o una irrealidad— tan consistente
y duradera como la que genera la geografía nacional. Tal contrasentido ha
producido múltiples variantes de literatura post-exiliada incluidas las que
intentan apartarse de las más evidentes tentaciones que trae la condición
exiliada. No es la menor, desde el punto de vista creativo, considerar al
exilio, en tanto trinchera de resistencia a lo real, como lugar privilegiado
para la creación. Después de todo la creación siempre se ejerce a partir de una
distancia y resistencia a lo real. Pero al mismo tiempo el exilio, más allá de
que le asistan todas las razones y lógicas del mundo, sobre todo si se extiende
demasiado, está abocado a convertirse en trampa política o en trampa moral: la
trampa de la comodidad o la trampa de la pureza. El exilio te mantiene incontaminado
de la realidad, tanto de la que trataste de huir como de aquella en la que
transcurres. Y lo que se gana en infalibilidad política y pureza moral
necesariamente se pierde en capacidad de interactuar (entender, representar,
modificar) con cualquier realidad.
Digamos que una literatura post-exilio existirá siempre que exista
exilio, aunque solo sea como aspiración: la existencia del exilio es
inconcebible sin la fe en un más allá político, económico y social pero también
psicológico, ético o imaginativo. No obstante, escribir desde un más allá
cuando todavía se está en el más acá, desde ese post-exilio un tanto precoz,
contrae varios riesgos y el del ridículo no es el menor de ellos. Al contrario
de la literatura exiliada la del post-exilio no se define ni por la distancia
ni por la resistencia. La escritura post-exiliada puede existir tanto como
crítica o intento de superación de los automatismos y vicios de la condición
exiliada o como mera reconciliación con las circunstancias que dieron origen a
dicho exilio. Lo pueden ser tanto las últimas novelas de Reinaldo Arenas, o los
libros de Juan Abreu o de Néstor Díaz de Villegas como los textos de autores
que escriben como la dictadura que los expulsó en su debido momento fuera un
recuerdo lejano, casi amable. Digamos que en esa versión un tanto anticipada una
literatura post-exilio puede obedecer tanto a un gesto abierta o sutilmente
subversivo como a una rendición en toda regla.
Un acontecimiento político —el anuncio simultáneo de un proceso de
normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos por los gobernantes
de ambos países— si bien no modifica apreciablemente las circunstancias que
produjeron el prolongado y masivo exilio cubano de las últimas décadas ha
afectado, de una manera que sospecho irreversible, el modo en que este se percibe.
Ya sea por entusiasmo mediático o por puro aburrimiento narrativo la ficción de
que la dictadura cubana existía como contrapeso a la agresividad imperial
norteamericana se hizo carne en la convicción de que el restablecimiento de las
relaciones entre Cuba y los Estados Unidos normalizaría a su vez la realidad
cubana. El guión soñado por el exilio durante décadas ha sufrido una
modificación radical: su fin no coincide con la salida de la familia Castro del
poder sino con la normalización de tal poder en términos de aceptación
internacional ante un hecho hace tiempo consumado. De manera que la condición
de post-exilio si no es una realidad política al menos se ha constituido en
moda. La moda de la temporada, vale decir. Poco importa si el régimen cubano
sigue coartando los derechos de sus ciudadanos o si sigue produciendo exiliados:
es difícil en estos días reclamar la condición de exiliado sin sentirse ridículo:
tan anacrónico como un bombín o un zapato de dos tonos. Para declararse
exiliado se requiere una mezcla de audacia propia y de desinterés por la
opinión ajena. Es irrelevante que la realidad no haya cambiado en su esencia
represiva cuando su percepción colectiva se ha modificado de manera radical. O
si ciertos cambios en la dinámica del sistema desde mediados de los años 90 han
estado desdibujando los límites tan claramente trazados treinta años antes. Entre
el allá y el acá. Entre el “ellos” y el “nosotros”. Cierto distanciamiento de
la distancia que ya implica el exilio se impone para que una obra literaria rebase
el mero estado de la nostalgia definido por consignas del tipo “contra Fidel
estábamos mejor”.
En lo personal que me preocupen demasiado las etiquetas no me va a
impedir ser etiquetado. Ahora mismo acabo de terminar una novela que posiblemente
reciba la etiqueta de literatura post-exiliada sin habérmelo propuesto. Mientras
intentaba reconstruir la existencia de una comunidad de exiliados cubanos en un
sitio concreto —a orillas del río Hudson, en la confluencia de los estados de
Nueva York y Nueva Jersey— en un momento concreto —el presente— me di cuenta
que de lo que trataba mi historia era del fin de una época y del inicio —incierto
y desalentador— de otra. Pero en realidad pensaba menos en términos de exilio
político o post-exilio que en el de la rearticulación de una identidad colectiva
fuera de sus límites geográficos. En la resignación o la esperanza de asumirnos
como comunidad más allá de la tierra de origen o de destino.
El escritor Eduardo Mendoza alguna vez ideó la fórmula
“pre-post-franquista” para referirse al franquismo a secas y para de paso
advertirnos de lo ridículo que pueden resultar los circunloquios. El exilio es
un circunloquio: el que eligen los que no tienen prisas por convertirse en
héroes o mártires pero tampoco han perdido del todo la esperanza de ser vistos
como tales. La literatura es otro circunloquio para referirse a la realidad sin
exponerse directamente a ella. O sea, que literatura exiliada es pura
tautología y literatura post-exiliada es algo así como tautología redoblada. Spinoza
afirmaba que todas las cosas tienden a persistir en su ser. Agregar cualquier
adjetivo a lo sustancial literario puede ser relevante o no siempre que no se
le exija renunciar al deber primordial de ser. Incluso cuando el deber
patriótico de los constructores de naciones imponga, como recomendaba Ernest
Renan, el ejercicio voluntario del olvido. Eso sería lo razonable, lo sé. Pero
el día en que lo literario se atenga a los principios de lo razonable habrá
renunciado a lo sustancial que lo ha hecho sobrevivir a las peores
circunstancias que es haber sabido zafarse —a veces sin proponérselo— de las
servidumbres de la razón y la conveniencia.
Enero, 2016
*Respuesta a encuesta que realizara la escritora Lizabel Mónica sobre el tema en cuestión a finales del 2015.
miércoles, 18 de abril de 2018
Estoy muy lejos de creer...
José María Heredia,
uno de los pioneros del exilio cubano, le escribe a la madre el 5 de diciembre de 1823 desde Boston. Todavía no había cumplido 20 años:
“Nada tengo que decirle sobre mis sentimientos. Su merced puede considerar si me ha sido agradable salir de Matanzas y dejar mi familia, mi estudio y mis relaciones. Empero, no me he arrepentido un momento de haber preferido el destierro al crimen y a la infamia. Estoy muy lejos de creer que esto dure, y entonces, cuando vuelva a Cuba, llevaré conmigo la reputación gloriosa que debe seguir a una honradez acrisolada por una prueba tan penosa”
[El énfasis es mío]
miércoles, 28 de marzo de 2018
Nueva York y el tiempo exiliado cubano*
Por Enrique Del Risco
El 25 de septiembre de 1932 el habanero Diario de la Marina publicaba una caricatura de su habitual colaborador, el pintor y dibujante Eduardo Abela en el que dos conocidos personajes suyos, El Profesor y el Bobo miraban un gran reloj público y El Profesor, siempre enterado de las últimas noticias comentaba: “¿No sabes? En New York han atrasado hoy una hora los relojes”. A lo que el Bobo, con su habitual sorna le responde “Ya ves, si estuviéramos allí tuviéramos que esperar una hora más” (Juan.137). ¿Por cuál acontecimiento tendrían que esperar una hora más? Se refería, por supuesto, —y allí radicaba el chiste de la caricatura— a la ansiada caída del dictador Gerardo Machado que no se verificará sino hasta casi once meses después. La mención a la ciudad de Nueva York no es casual y no sólo por la referencia a su adopción del horario normal luego de varios meses del uso del llamado horario de verano. En dicha ciudad radicaba la sede de la llamada Junta Revolucionaria en la que varias organizaciones antimachadistas intentaban ponerse de acuerdo para derrocar al dictador del momento: de ahí la alusión sardónica a que tendrían que esperar una hora más que el resto de los cubanos. Pero si convoco este recuerdo es menos por cómo el caricaturista observaba los entresijos de la política cubana del momento sino porque nos introduce en un tópico no por poco estudiado menos recurrente de la historia cubana que es el de su relación con el tiempo neoyorquino.
Y es que la historia del vínculo de los cubanos con Nueva York lo es también la de la obsesión nacional por sincronizarse con su tiempo. Última de las colonias españolas en América junto con Puerto Rico, cuando ya el resto del continente se había independizado de la metrópoli, último de los territorios americanos en abolir la esclavitud, los cubanos habían visto el transcurrir de su historia como un continuo desfasaje que requería de continuas actualizaciones. No se viajaba a Nueva York para esperar una hora más por los acontecimientos nacionales sino para adelantar los relojes que signaban la evolución del país. Para ello la ciudad de Nueva York se ofrecía como el meridiano cero de la modernidad, aquél por el cual debía poner en hora sus relojes aquella Cuba que, según Carlos Manuel de Céspedes, aspiraba a “ser una nación grande y civilizada” “porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos”. No es fortuito que Nueva York fuese el destino obligado de los exiliados cubanos en el siglo XIX, desde Heredia a Martí y lugar de estudio de generaciones de jóvenes cubanos que se preparaban para asumir los retos tecnológicos de la modernidad. O que fuera aquí donde se forjaran varios de los elementos más reconocibles de la heráldica nacional como el escudo, la bandera, la gran novela nacional del XIX o el Partido Revolucionario Cubano de Martí. Como tampoco es extraño que fuera en esa ciudad donde los músicos del siglo XX vinieran a grabar sus discos, a empaparse de los nuevos hallazgos musicales y a fundirlos con los suyos propios o que algunos de los artistas más renombrados de la plástica cubana vinieran en busca de aprendizaje y reconocimiento.
La fundación de la Nación, fuera de un estricto marco geográfico y en una lengua prestada por el conquistador, forjaría una identidad que tenía menos que ver con el espacio que con el tiempo, un tiempo preferentemente futuro ante la carencia de tradiciones o culturas ancestrales que la hicieran gravitar hacia el pasado (de ahí que el intento nostálgico del siboneyismo —la versión local del indigenismo— durara poco y arraigara menos). Frente a lo peor de la intransigencia española, a su carácter empecinadamente retrógrado (o al menos así se le retrataba en la caricatura patriótica cubana) el estandarte más socorrido solía ser el del progreso y el futuro simbolizados en el vecino del norte y en particular con la ciudad que desde 1886 daba la bienvenida con el más monumental símbolo de la libertad. Cuba era una nación que más que definirse por sus fronteras tan claramente delineadas en torno a los bordes de su archipiélago se definía frente al tiempo. Acaso fuera esa la tradición por futuridad de que hablaba Lezama Lima. No una futuridad impuesta por otras potencias sino importada por los sectores más progresivos de la sociedad cubana: desde la vacuna contra la viruela hasta el ferrocarril, desde el béisbol a la televisión.
Y sin embargo lo que parecía ser en principio una persecución lineal entre ambos tiempos, la búsqueda de una confluencia total entre el tiempo cubano y el norteamericano pronto encontrará resistencias decisivas. Si, al decir de Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos una total sincronía implicaría la desaparición de una de las partes. Somos el ritmo que nos imponemos a contratiempo de la cronología universal. Quiero decir que si en principio a muchos fundadores de lo nacional les pareció necesaria e inevitable la adopción del ritmo exacto de la modernidad pronto se impuso una mirada menos rígida o entusiasta. La modernidad no es un espacio vacío rellenado con cierta noción acelerada y positivista del tiempo. El entusiasmo con que se abrazaba cada novedad tuvo que detenerse en la capacidad o necesidad de digerirla. Entender que esa sustancia de la que estamos hechos, el tiempo, es a la vez la resultante de diversas y a veces contrapuestas velocidades. Esa comprensión —más la propia resistencia norteamericana a embarcarse en la aventura de la anexión— quizás fuera lo que marcara el tránsito del anexionismo al independentismo.
Es curiosa la respuesta literaria que le da Cirilo Villaverde a este problema quien en su propia vida encarna ese tránsito. Cómo pasa de ser el periodista que reseña el desfile de modas —o sea, esa continua persecución del presente— en que se convertían los bailes y funciones teatrales en La Habana de mil ochocientos cuarentitantos al que luego de treinta años de exilio norteamericano se enfrasca, a las puertas del fracaso de la primera guerra de independencia en reconstruir y mitificar episodios de su juventud en su muy personal búsqueda del tiempo perdido. Cómo logró ese prodigio de memoria que fue reconstruir con tanto detalle La Habana de medio siglo antes puede explicarse en parte por ese vicio obsesivo de los exiliados de conservar el pasado como no lo harían los que conviven día a día con los cambios del lugar en cuestión. Villaverde, luego de intentar ofrecerle un futuro distinto a la isla (ya fuera como parte de la Unión Americana, ya fuera como nación independiente), le obsequia un pasado más o menos definitivo, tiempo congelado sobre el que erigir el futuro de la nación, un tiempo remotísimo incluso para aquel Nueva York de fines del XIX en que lo describió.
Para pensar en las fricciones que sufre el tiempo de los exiliados podríamos empezar por ese momento de máximo contraste de velocidades que es el de la llegada. Martí, que luego se erguiría como el fundador del antimperialismo latinoamericano, fue entusiasta como pocos en sus impresiones iniciales sobre la ciudad. “Estoy, al fin en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente, por ser aquí la libertad fundamento, escudo, esencia de la vida” (Martí.1964.106) dice en 1980 con un entusiasmo que nos recuerda las páginas de su Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos iluminadas por su estancia en la tierra de Cuba libre: “Y en todo el día ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado!” (Ibid.217)
Se trata para Martí de un tiempo esencialmente nuevo, no solo para una de las últimas colonias americanas sino hasta para la propia Europa. El Martí disfrazado de español de sus “Impresiones de un español fresco” reconoce en ambos continentes temporalidades distintas y se pregunta cuál de las dos es el futuro de la otra: “¿Va América hacia Europa o viene Europa hacia América?” (Ibid.124) es la cuestión que plantea pero no parece haber dudas cuando confiesa en un texto precedente: “Me detuve, miré respetuosamente a este pueblo, y dije adiós para siempre a aquella perezosa vida y poética inutilidad de nuestros países europeos” (Ibid.107). Su actitud en aquellos primeros meses de su exilio neoyorquino dista mucho de ese antimperialista militante y secreto de su carta a Manuel Mercado. En julio de 1880 reconoce que “Estoy hondamente reconocido a este país, donde los que carecen de amigos encuentran siempre uno, y los que buscan honestamente trabajo encuentran siempre una mano generosa. Una buena idea siempre halla aquí terreno propicio, benigno, agradecido. Hay que ser inteligente; eso es todo. Dése algo útil y se tendrá todo lo que se quiera...”. (Ibid.107)
Eso no significa que Martí fuera acrítico con el sitio donde pasara la mayor parte de su vida adulta, incluso en aquellos momentos de mayor entusiasmo. Reconoce en medio del vértigo neoyorquino un tiempo nuevo pero ni exento de defectos, ni necesariamente mejor. La comunicación misma se le hace difícil a causa de esa aceleración que parece contaminarlo todo, incluso el lenguaje: “Aquí toda conversación es en una sola palabra: no hay respiro, no hay pausa; no hay sonido preciso”. La mayor velocidad significa que se llegará antes al punto de destino sin que este sea más deseable que otros. Sin embargo, varios años después de aquellas impresiones primeras reconoce en su crónica sobre el balneario de Coney Island que
esa movilidad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí. (Martí.1963.125)
Curioso paralelo se puede establecer con las impresiones que tiene a su llegada Reinaldo Arenas casi exactamente un siglo después: “Nueva York” dice “Es una ciudad auténtica. Su autenticidad radica precisamente en el desinterés por esa palabra” (Arenas.2001.300). Otra vez el vértigo, el contraste con la tierra detenida en el tiempo. “Ese torrente que, en hormigueo multicolor y sin igual, se precipita, rápido, rápido, rápido, secretamente no conmina, nos dice en qué consiste la verdadera sabiduría, no te detengas” (Ibid.301).
La presencia de Arenas en Miami, a través del éxodo del Mariel, lo había empujado a percibir los contrastes temporales entre Estados Unidos y Cuba. Basta la llegada de la hora de repartir la comida entre los refugiados acampados en el Orange Bowl para que estos retrocedan a su punto de partida que es a su vez otro tiempo porque
Veinte años bajo la urgencia de la sobrevida, bajo la inseguridad de mantener esa sobrevida, bajo la desconfianza, el escepticismo o la mera burla, ante cualquier promesa que implique asegurarnos la sobrevida, no se olvidan así como así. Por eso, ellos siguen en otro tiempo, —allá—, ahora, llenando jabas de perros calientes y escondiéndolas debajo de la cama (Ibid.299).
Llegado a “tierras de libertad” el tiempo de la isla —el del castrismo todo— se convierte inmediatamente en pasado. Ese pasado es, sin embargo, posterior a otro al que se aferra Miami, el tiempo paradisiaco de la memoria y la nostalgia que se activa en el momento en que la cantante Olga Guillot extiende su voz como una manta sobre los refugiados del Orange Bowl. “Esa voz intentando reconstruir un tiempo, sosteniendo un tiempo, una época, una ciudad, unas noches, una ilusión, que ya sólo existe en el timbre que la emite y en los emocionados que escuchan, existe” (Ibid.300). Es por eso que Miami, a diferencia de Nueva York, es una ciudad heroica porque en ella habita “un pueblo entero” dedicado “a la terca, minuciosa y heroica tarea de reinventar un país” que es lo mismo que reinventar un tiempo que no existe, que sólo existió alguna vez en sus mentes, en sus deseos.
Pero el transcurrir del tiempo de los desterrados es también el de la comprobación de su propia anacronía con el tiempo que lo rodea en la nueva tierra donde viven. El perseguidor de futuros en su patria se hace, ante el vértigo de las nuevas velocidades, súbitamente conservador. (Los hay por supuesto quienes se adaptan muy bien a las nuevas tierras con sus tiempos y velocidades respectivas pero se me hace difícil considerarlos como exiliados: para un verdadero exiliado su tiempo estará siempre en otra parte o más bien en ninguna: un exiliado es alguien que no tiene otro remedio que inventarse su propio tiempo). No obstante ese conservadurismo no se debe sólo al efecto del contraste entre su inercia original y el vértigo de una nueva vida ni a su capacidad —disminuida por la sacudida del cambio— de ajustarse a ella. Para alguien que siente el abandono de su tierra como una suerte de íntima traición hay mejor manera de demostrar su lealtad que rechazando las nuevas nociones del tiempo que se le ofrecen al paso.
El recurso que encuentra Martí para justificar ese rechazo es calificar al tiempo neoyorquino de antinatural y decir, por ejemplo, que “el gran corazón de América no puede ser juzgado por la vida desdibujada, la pasión morbosa, los deseos ardientes y angustiosos de la vida neoyorquina. En esta marejada turbulenta no aparecen las corrientes naturales de la vida” (Martí.19.117). Como si el tiempo del lector americano al que se dirige el escritor emergiera directamente de la naturaleza. El tiempo neoyorquino en cambio puede producirle asombro pero nunca empatía como ocurre en su descripción de ese centro de diversión monstruoso para la época que era el balneario de Coney Island. Sumergirse en el tiempo gozoso que le propone la ciudad, lo sabe bien Martí, es disolverse, dejar de ser lo que se es o, aún más, lo que se quiere ser. Como Ulises con las Sirenas debe rechazar su sibilino atractivo para continuar su rumbo de manera que a puro golpe de palabra debe de convertir el moroso tiempo latinoamericano en superioridad espiritual y la velocidad norteamericana en vacío
es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu (Martí.1963.126)
Y es sobre ese vacío que Martí construye un nosotros que intenta identificarse más que nada en el rechazo simultáneo del tiempo colonial pero también de la modernidad que proponen los Estados Unidos. “Otros pueblos —y nosotros entre ellos— vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria” (Ibid.126) afirma para recalcar en otro momento: “Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase”. Frente al goce democrático de los norteamericanos Martí erige una aristocracia del placer más imaginario que real pero no por eso menos poderoso a la hora de conjuntar espíritus.
Curioso que alguien aparentemente tan distante de la fineza martiana como Reinaldo Arenas tras un idilio similar con Nueva York coincidiera con Martí en el rechazo de la ciudad, un rechazo que también tiene su base en la manera en que en dicha ciudad se escurre el tiempo: “Manhattan es una de las pocas ciudades del mundo donde resulta imposible arraigarse a un recuerdo o tener un pasado. En un sitio donde todo está en constante derrumbe y remodelación ¿qué se puede recordar?” (Arenas.2013.57) dice en su amargo “Adiós a Manhattan” tras constatar una invasión de millonarios y la fuga de trabajadores y la clase media ante el imparable encarecimiento del nivel de vida de la ciudad.
No obstante, en un texto anterior, el relato “Final de un cuento” publicado en el primer número de la revista Mariel, anticipa otros motivos para la fuga de la ciudad. Si un desterrado como Reinaldo Arenas, un eterno candidato a los márgenes, piensa en Nueva York como el último refugio de los apátridas totales como él porque “¿Qué otra ciudad fuera de Nueva York podría tolerarnos, podríamos tolerar?” (Arenas.1983.4) al mismo tiempo presenta un personaje al que la ciudad se le hace insoportable porque allí “no existes, quienes te rodean no dan prueba de tu existencia, no te identifican ni saben quién eres, ni les interesa saberlo; tú no formas parte de todo esto y da lo mismo que salgas vestido con esos andariveles o envuelto en un saco de yute” (Ibid.3-4).
Lo que hace más angustiosa la existencia del exiliado y al mismo tiempo febrilmente productiva es la conciencia de que ese desfase no es nada comparado con su desajuste con su tiempo original: saber o intuir que no hay lugar al que regresar porque aquél tiempo que se abandonó alguna vez no podrá ser recuperado nunca. Ese es, en el fondo, el gran drama del exiliado. No su discordancia con el tiempo vital del sitio en que vive sino con aquel del que tuvo que irse. “¿Cómo va a sobrevivir una persona cuando el sitio donde más sufrió y ya no existe es el único que lo sostiene?” (Ibid.4) se pregunta el narrador del relato de Reinaldo Arenas. Si hemos de creerle a Cabrera Infante (y a otros) la respuesta de Martí fue la más rotunda cuando al regreso a su tierra añorada no encontró otra salida que la del suicidio enmascarado en gesto heroico.
Se ha hablado bastante del peso que ha tenido el exilio en la conformación del imaginario y la identidad nacional pero mucho menos sobre los efectos que puede haber tenido en ese imaginario y esa identidad la asincronía existente entre el tiempo de los exiliados y el de la nación que intentaban diseñar. Eso quizás explique la profunda ansiedad del discurso nacional cubano, su obstinado mesianismo y su insistencia durante décadas en fijar sus metas en un más allá inalcanzable en lugar del retorno a un adánico estado original. Si lo consiguiera equivaldría a explicar casi toda la historia cubana reciente. Porque de eso se trata: definir este o aquel detalle de un evento que ocurrió hace cincuenta, cien, doscientos años antes es apenas un fragmento de una tarea mucho mayor y más importante que es descubrir cuál es la sustancia de la que estamos hechos, cual es exactamente el tiempo que nos rige. Y el tiempo que nos rige a nosotros, historiadores cubanos en el exilio, es esa combinación de tiempos nacionales y personales más la conciencia de lo irreconciliable de su relación. Para comprender todos estos tiempos, para hacerlos inteligibles (que no otra es la tarea del que se dedica a estudiar el pasado) habría que empezar por reconocer la propia temporalidad del exilio cubano no ya como un sitio de paso, como el equivalente historiográfico del purgatorio cristiano, sino como un tiempo en sí mismo, tan definitivo (y tan transitorio) como el del lugar que se abandona o como el de aquel al que se va a parar pero con leyes y prioridades distintas. Los primeros exiliados cubanos (pienso en Varela, pienso en Heredia por poner dos ejemplos ilustres) habrán sido por tanto los fundadores de una patria cuyos herederos no son tanto sus descendientes como las sucesivas y hasta el momento interminables generaciones de exiliados. Fue Borges quien dijo que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” (Borges.65). Nadie como nosotros, en tanto estudiosos de la historia y exiliados, debiera estar más consciente de esa verdad, nadie como nosotros debiera avanzar con más resolución a su encuentro.
*Discurso de ingreso en la Academia Cubana de la Historia en el Exilio pronunciado el 24 de octubre del 2014.
Bibliografía
Arenas, Reinaldo. “Final de un cuento”. Mariel, Revista de Literatura y Arte, Año 1,, Número 1, Primavera, 1983. 3-5.
--------------------. “Un largo viaje de Mariel a Nueva York”. Necesidad de libertad. Miami: Ediciones Universal, 2001. 296-301.
---------------------. “Adios a Manhattan”. Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990). Compilación prólogo y notas Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí. México: CONACULTA/ DGE Equilibrista, 2013.
Borges, Jorge Luis. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. (1829-1874)”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial S.A.. 62-67.
Céspedes, Carlos Manuel. “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba”. http://www.cubamilitar.org/wiki/Manifiesto_de_la_Junta_Revolucionaria_de_la_Isla_de_Cuba
Juan, Adelaida de,. Caricatura de la República. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1999.
Martí, José. Obras Completas, Volumen 9. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.
-------------. Obras Completas, Volumen 19. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1964.
miércoles, 31 de enero de 2018
La puerta
Hasta la semana
pasada, mi hija, al salir para la escuela solía olvidársele cerrar la puerta de
la casa. Se lo recordaba de todos los modos posibles, pero al siguiente día reincidía.
Me inventé una broma. Unos secuestradores habían entrado en la casa y me habían
llevado. Un día incluso me aparecí en casa con la cabeza vendada diciéndole que
los secuestradores me habían cortado una oreja.
Pero nada.
El jueves pasado, de
nuevo. La puerta abierta.
“Tenemos secuestrado
a tu padre. Cuánto quieres pagar por él?” le escribí en un mensaje, en inglés.
Entré en una de mis
clases y al salir me había respondido. En español.
“Volví a dejar la
puerta abierta? Lo siento mucho”
“Me no comprender Spanish” le repliqué y añadí en inglés cuánto estaría dispuesta a
pagar por su adorable padre. Y entré a la siguiente clase.
Y así en medio de la
clase mi mujer se asomó a mi aula con cara angustiada.
La policía se había
enterado de mi secuestro y andaba investigando el asunto. Ahora mi mujer tenía
a la policía al teléfono para que yo los convenciera de que se trataba de una broma.
Trabajo me costó. Al parecer la policía no se deja convencer muy fácilmente
cuando tiene un caso de secuestro entre manos. Pero lo conseguí. Le dije que lo
sentía. Luego dije que no lo sentía. No podía ser que se tomaran en serio algo
que obviamente era una broma. Así de pesado puedo ponerme.
Al colgar mi mujer
me informó que había sido mi hija quien había llamado a la policía. Antes había
intentado comunicarse con la casa, con el abuelo, con la mamá y como nadie le contestó
le anunció a la policía que su padre había sido secuestrado.
Vaya manera de enterarse
que tu hija es definitivamente americana, esa especie tan poco preparada para
lidiar con la incertidumbre. Alguien que no teme llamar a la policía al menor
contratiempo. Diferente a unos padres que se lo pensarían mil veces antes de
inmiscuir a la policía en el asunto. Incluso después de recibir por correo un
dedo cortado y una nota explicando cuánto deberían pagar si esperan ver el
resto del cuerpo.
Es temprano para
cantar victoria pero hasta ahora mi hija no ha vuelto a dejar la puerta
abierta.
lunes, 29 de enero de 2018
Un cementerio del exilio
El ahora conocido como el Caballero Rivero Woodlawn North Park Cemetery and Mausoleum es uno de los cementerios más antiguos de Miami. Fue fundado en 1913 por tres de las figuras más importantes en el desarrollo inicial de Miami ―Thomas O. Wilson, William N. Urmey and Clifton D. Benson― establecida como ciudad menos de veinte años antes, el 28 de julio de 1896. En 1926 un reconocido arquitecto funerario McDonald Lovell fue contratado para diseñar el mausoleo principal del cementerio. La Funeraria Caballero, fundada en la Habana en 1857, que fue reabierta en la calle 8 en los años sesenta luego de que sus dueños se exiliaran desde Cuba, en 1990 se fusionó con Woodlawn Park Cemeteries and Funeral Home. Tres años más tarde, en 1993 la nueva entidad adquirió Rivero Funeral Homes fundada en la Habana en 1946 y que para entonces se había convertido en el mayor negocio funerario de la Florida con lo que asumió su actual nombre: Caballero Rivero Woodlawn North Park Cemetery and Mausoleum. Desde antes de estos cambios ya el cementerio situado en la calle 8 de SW entre las avenidas 32 y 33, corta distancia del concurrido restaurante Versailles acogía restos de cubanos, famosos o no fallecidos, en la ciudad.
Allí reposan los restos de los expresidentes Gerardo Machado y Carlos Prío Socarrás, el de los líderes del exilio Manuel Artime y Jorge Mas Canosa, el del afamado caricaturista Antonio Prohías y del bailarín y estrella del American Ballet Theater Fernando Bujones. El Caballero Rivero Woodlawn North Park Cemetery de la 8 calle con la 32 avenida del suroeste es, en mayor medida que otros, el cementerio del exilio cubano.
Recorrido:
Al entrar al cementerio y tomar la senda de la derecha a unos cincuenta metros de la entrada encontramos el mausoleo de Carlos Prío Socarrás (1903-1977) quien fuera el último presidente de la república elegido en elecciones democráticas (1948-1952) depuesto por el golpe de estado de Fulgencio Batista.
Recorrido:
Al entrar al cementerio y tomar la senda de la derecha a unos cincuenta metros de la entrada encontramos el mausoleo de Carlos Prío Socarrás (1903-1977) quien fuera el último presidente de la república elegido en elecciones democráticas (1948-1952) depuesto por el golpe de estado de Fulgencio Batista.
Algo más adelante se encuentra el mausoleo principal del cementerio.
En este se encuentra el nicho que contiene los restos del caricaturista Antonio Prohías (1921-1998)
El de Gerardo Machado Morales (1871-1939)
Y el del tristemente célebre Esteban Ventura Novo (1913-2001):
Cerca de la salida a mano derecha se encuentra la tumba del bailarín Fernando Bujones (1955-2005):
Muy cerca se encuentra la tumba del coronel Emilio Bacardí Lay (1877-1971), quien acompañara a Maceo en la invasión a Occidente y posteriormente fuera vicepresidente de la compañía de ron Bacardí. No confundir con su padre, el patriota, político y escritor Emilio Bacardí Moreau (1844–1922) quien se halla enterrado en el cementerio Santa Ifigenia de Santiago de Cuba.
viernes, 8 de diciembre de 2017
Déjà vu
Asisto a la
presentación de una novela venezolana. Vale decir: a una reunión de exiliados
venezolanos. Vale decir: a un ritual colectivo de intervención post-traumática.
Todo muy familiar. Los mismos lamentos que uno escucha en las reuniones de
exiliados cubanos solo que el dolor se percibe mucho más fresco, más intenso. Por
lo demás todo idéntico: las mismas preguntas el mismo sentido de culpabilidad “¿Cómo
fue que caímos en esto?”, “¿Cómo no lo vimos venir?”. Igual convicción de que a
nadie le interesa escuchar su unánime desgracia, de que nadie los entiende. Las
mismas añoranzas por un país espléndido que ahora solo existe en sus recuerdos.
El mismo reconocimiento tardío de una grandeza que eran incapaces de reconocer
cuando la tenían frente a sí. Los mismos reproches por lo que se hizo o dejó de
hacer. La misma impotencia.
De pronto alguien
hace notar un mapa gigantesco que preside la sala. Un mapa en relieve del
archipiélago cubano. Yo nunca había visto con tanto detalle el contraste entre
la costa sur de Oriente y las elevaciones de la Sierra Maestra. O entre la
planicie camagüeyana y los lomeríos villareños. Los venezolanos ven otra cosa. Poco
importa que la novelista aclare que se trata del salón de clases de un viejo
profesor exiliado cubano que lo ha cedido para la presentación de la novela: en el silencio tenso que sigue a su aclaración se
palpa que para los allí reunidos aquel mapa equivale a la presencia onerosa del
opresor.
Todo el parecido a
las reuniones del exilio cubano, toda la solidaridad ante idénticos males se
diluyen ante el descubrimiento de que acá yo soy el enemigo.
miércoles, 15 de febrero de 2017
Clarendon Hall
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Anuncio de festividad judía |
[Publicado originalmente en el blog de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio]
Por Enrique Del Risco
Al Clarendon Hall lo llamó Martí “el salón de los desterrados y los pobres”. Era natural que no les fuera ajeno este sitio a los cubanos de Nueva York que se contaban casi siempre entre los primeros y no pocas entre los segundos. Situado en 114-116 East 13th Street no lejos de Union Square sirvió lo mismo como escenario de mítines sindicalistas, anarquistas que para celebrar combates de lucha profesional. O incluso llegó a ser el sitio de curiosas demostraciones como el el caso de un médico que estuvo sentado en un sillón durante cuarenta días sin comer para promocionar las virtudes terapéuticas del ayuno. En el caso de los exiliados cubanos de la ciudad primero con el nombre de Masonic Hall y más tarde con el definitivo de Clarendon Hall acogió diversos actos públicos que incluyeron la presencia de figuras como Ramón Leocadio Bonachea, Antonio Maceo o el propio Martí.
Por Enrique Del Risco
Al Clarendon Hall lo llamó Martí “el salón de los desterrados y los pobres”. Era natural que no les fuera ajeno este sitio a los cubanos de Nueva York que se contaban casi siempre entre los primeros y no pocas entre los segundos. Situado en 114-116 East 13th Street no lejos de Union Square sirvió lo mismo como escenario de mítines sindicalistas, anarquistas que para celebrar combates de lucha profesional. O incluso llegó a ser el sitio de curiosas demostraciones como el el caso de un médico que estuvo sentado en un sillón durante cuarenta días sin comer para promocionar las virtudes terapéuticas del ayuno. En el caso de los exiliados cubanos de la ciudad primero con el nombre de Masonic Hall y más tarde con el definitivo de Clarendon Hall acogió diversos actos públicos que incluyeron la presencia de figuras como Ramón Leocadio Bonachea, Antonio Maceo o el propio Martí.
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Recorte de The Sun |
En el caso del general Maceo, llegado a la ciudad el 12 de julio de 1885 para recaudar fondos se convocó a una reunión en dicho salón para el martes 21 del mismo mes. Sin embargo, de acuerdo con el relato del periodista Enrique Trujillo, director de El Avisador Cubano, el cónsul español en Nueva York Miguel Suárez Guanes trató de impedir dicho acto presentando una denuncia ante el

(He ahí una imagen bastante alejada de aquella difundida por los medios oficiales cubanos en que las autoridades norteamericanas son presentadas como enemigos permanentes de la independencia cubana)
Bastante más dramático había resultado un incidente ocurrido el mes anterior en el mismo salón, que tuvo como protagonista nada menos que al apóstol de la independencia cubana. Dicho drama que constó de dos actos. El primero, ocurrido el día 13 de Junio de 1885 en el propio Clarendon Hall tomó de pretexto una reunión para reconstituir la Junta Directiva de la Asociación Cubana de Socorros. Tal organización había sido presidida por Martí, cargo al que había renunciado tras su famoso desacuerdo con el Plan Gómez –Maceo el añoanterior. El distanciamiento de Martí de dicho plan, por considerar que se estaba conduciendo de manera en exceso autoritaria, había generado continuas maledicencias. Al parecer en dicho acto se comentó que habiéndose apartado del Plan Gómez- Maceo ahora Martí intentaba hacerlo fracasar oponiéndole obstáculos y movilizando gente en su contra. Tales comentarios llegaron a oídos de Martí quien hasta entonces los había sufrido en relativo silencio (a excepción de un famoso incidente en el Tammany Hall con Antonio Zambrano el año anterior). Decidido Martí a acabar de una vez con tales comentarios convocó a una reunión en el mismo donde se le había denostado para dar cuenta de sus acciones. Con tal objeto hizo circular con fecha de 23 una hoja impresa con el siguiente texto:
"A los Cubanos de Nueva York:No tengo más derecho al dirigirme á los cubanos de Nueva York, que el del más humilde de ellos: amar bien á mi patria. Pero han llegado á mí rumores confusos de que en una reunión en Clarendon Hall, el 13 de este mes, se hicieron respecto á mis actos políticos algunas gestiones equivocadas, debidas sin duda á exceso de celo, ó á desconocimiento involuntario de los hechos á que se referían.
Mis compatriotas son mis dueños. Toda mi vida ha sido empleada y seguirá siéndolo en su bien. Les debo cuenta de todos mis actos, hasta de los más personales : todo hombre está obligado á honrar con su conducta privada, tanto como con la pública, á su patria. En la noche del jueves 25, desde las 7 1/2, estaré en Clarendon Hall para responder á cuantos cargos se sirvan hacerme mis conciudadanos.
José Martí"
Según el propio Enrique Trujillo al comentar aquella reunión “La concurrencia fué bastante regular, encontrándose muchas personas que no acostumbraban ir á reuniones políticas”. Ante la los exiliados allí reunidos el “señor Martí pidió que se le acusara”. En los fragmentos de la transcripción que se conserva llega a preguntar: “¿Hay aquí alguien a quien yo haya incitado, a pesar de mis opiniones privadas, a que moviese obstáculos? Que se ponga de pie si lo hay”. De acuerdo con Trujillo solo el “señor M. Rico pronunció algunas palabras con tono de censura, pero se le paralizó la lengua y no pudo continuar”.
No obstante la indignación que debió embargar a Martí los fragmentos que han sobrevivido el discurso permiten apreciar un tono firme y al mismo tiempo contenido y profundamente conciliador:
“¿qué cubano mirará como a enemigo a otro cubano? ¿qué cubano permitirá que nadie le humille? ¿qué cubano, que no sea un vil, se gozará de humillar a otro? Aunque yerre un cubano profundamente, aunque toda el alma nos arda en indignación contra su error; aunque sea un traidor verdadero; aunque llegue a hacernos tan abominable su presencia que nos venga a los labios al verlo o al recordarlo la náusea que producen los infames; aunque arremetamos ante él ciegos de ira, como un padre arremete contra el hijo que lo deshonra ¡ay! cáigansenos los brazos antes de herirlo, porque nos herimos a nosotros mismos. Ha podido errar, ha podido errar mucho, pero es cubano. Que siempre esté la puerta abierta, de par en par, para todos los que yerran. Solo la grandeza engendra pueblos: solo los fortifica la clemencia”
Como resulta común en la oratoria martiana su exposición de sus razones políticas se convierte en lección de su idea ética de lo político:
“Quiero que el pueblo de mi tierra no sea como este, una masa ignorante y apasionada, que va donde quieren llevarla, con ruidos que ella no entiende, los que tocan sobre sus pasiones como un pianista toca sobre el teclado. El hombre que halaga las pasiones populares es un vil. El pueblo que abdica del uso de la razón, y que deja que se explote su país, es un pueblo vil”
Y a continuación expone con toda claridad su posición ante el Plan en marcha, una posición que mantendrá hasta su muerte en el campo de batalla:
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Recorte de agosto de 1883 |
“Yo no necesito ganar una batalla para hoy; sino que, al ganarla, desplegar por el aire el estandarte de la victoria de mañana, una victoria sesuda y permanente, que nos haga libres de un tirano, ahora y después. ¿Que dónde estoy? en la revolución; con la revolución. Pero no para perderla, ayudándola a ir por malos caminos”
Concluye Trujillo en su descripción del evento que “La reunión terminó en completa armonía y el señor Martí muy aplaudido”. El propio periodista le escribirá a Antonio Maceo:
“Yo no esperaba otra cosa de su profundo tacto político. Su discurso nos ha dejado satisfechos. No echó a volar ningún concepto que pueda perjudicar la marcha progresiva de la revolución ni presentarnos divididos. Dijo que eran simples detalles lo que lo había alejado de los jefes del movimiento, pero que él estaba y estaría siempre con la patria”
Fue de esta manera que Martí a pesar de haberse distanciado de los dos jefes indiscutibles del exilio como eran Gómez y Maceo consiguió mantener a salvo e incluso elevar su prestigio político dentro de los emigrados cubanos como una figura de una honradez y valor político a toda prueba.
Hay constancia de otros eventos celebrados por cubanos en el Clarendon Hall pero con los años dicha comunidad comenzó a alquilar con mayor frecuencia los auditorios que ofrecían el Chickering Hall, Hardman Hall y el Masonic Temple para sus eventos. El propio edificio desapareció tras un incendio del que daba cuenta la edición del 28 de enero de 1902 de The New York Times.
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Estado actual del edificio. Foto del autor.
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En 1968 dicho apartamento fue allanado por la policía y Hoffman detenido por posesión ilegal de armas y drogas aunque luego fue absuelto. El conocido actor Tom Cruise fue dueño de un apartamento en el propio edificio entre 1984 y 2013.
jueves, 17 de noviembre de 2016
La América. Revista de Agricultura, Industria y Comercio
Tomado del blog de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio
Por Enrique Del Risco
La importancia intelectual y política de la emigración cubana de Nueva York en el siglo XIX no es asunto casual. Al fin y al cabo la ciudad era el primer destino de las exportaciones cubanas (principalmente de azúcar) hacia mediados de siglo. Debe recordarse que en 1818 la burguesía, azucarera cubana gracias a la habilidad política de Francisco Arango y Parreño, logró que España aprobara el decreto que permitía el comercio directo de la isla con cualquier otra nación, una posibilidad negada por siglos al resto de las colonias españolas en América, entonces en pleno proceso independentista.
Por Enrique Del Risco
La importancia intelectual y política de la emigración cubana de Nueva York en el siglo XIX no es asunto casual. Al fin y al cabo la ciudad era el primer destino de las exportaciones cubanas (principalmente de azúcar) hacia mediados de siglo. Debe recordarse que en 1818 la burguesía, azucarera cubana gracias a la habilidad política de Francisco Arango y Parreño, logró que España aprobara el decreto que permitía el comercio directo de la isla con cualquier otra nación, una posibilidad negada por siglos al resto de las colonias españolas en América, entonces en pleno proceso independentista.
El decreto de 1818, si bien consiguió apartar durante un tiempo a los hacendados cubanos de la tentación independentista convirtió muy pronto a los Estados Unidos en el principal socio comercial de la isla. En dicho intercambio comercial la nación norteña desplazó a la propia metrópoli que ni estaba en condiciones de absorber lo que Cuba producía ni de proveerla con los productos y la tecnología que su progresiva industrialización demandaba. Como complemento a este proceso la ciudad de Nueva York emergió como destino del azúcar cubano. Fue en Williamsburg, Brooklyn, donde se refinaba el azúcar cubano en la American Refinery Company empresa con la que la familia Havemeyer sentó las bases del consorcio que hoy conocemos como Domino Foods y que en 1870 cubría el 70% del consumo de azúcar refino de todos los Estados Unidos.
Tal tráfico por supuesto no era en una sola dirección ni solo de productos. Mientras los Estados Unidos enviaba a Cuba una amplia gama de productos industriales y agrícolas e ingenieros y técnicos que manejaran la nueva tecnología que se iba introduciendo en el país o turistas que viajaban preferiblemente en invierno desde la isla además de las cajas de azúcar llegaba el tabaco tanto torcido como en rama, jóvenes que iban a estudiar carreras eminentemente técnicas en las universidades norteamericanas y no pocos exiliados. Estos últimos no siempre estaban en condiciones de dedicarse en exclusiva a los asuntos de la patria o del alma. Antes de hacer el verso había que ganarse el pan. Y el pan aparecía en muchas de estas ocasiones asociado a empresas de carácter comercial donde su talento para comunicarse con el prójimo, para conmoverlo debía encontrar acomodo.
“El Espejo”, publicación para la que trabajó durante décadas Cirilo Villaverde y en cuya imprenta publicara su “Cecilia Valdés” no es un caso único de talentos literarios asociados o subordinados a empresas comerciales. “La América. Revista de Agricultura, Industria y Comercio” es un caso quizás más ejemplar. Fundada “en abril de 1882 por el cubano Enrique Valiente […] como órgano de la Agencia Americana de New York (The American Agency/ E. Valiente & Co./ Manufactures’ Agents for Export" (Lopez.56) en diferentes momentos de su existencia contó con la dirección o colaboración de intelectuales cubanos como Antonio Bachiller y Morales, Diego Vicente Tejera, Rafael de Castro Palomino, Gabriel Zéndegui y el ubicuo José Martí. The American Agency era “una casa comisionista que representaba a más de 44 empresas del país, entre ellas la compañía de jabonería y perfumería Colgate y la fábrica de máquinas impresoras R. Hoe & Co. Contaba con agentes en cuatro ciudades cubanas –La Habana, Puerto Príncipe, Santiago de Cuba y Manzanillo- así como en Puerto Rico, Santo Domingo, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, España y todos los países de Centroamérica” (Ibid). Su primer director fue el mentado Rafael de Castro Palomino residente en Hoboken, NJ era "the son of a Cuban propietor of a stable in Manhattan and had lived for more than two decades in the New York metropolitan area, acting for many years as spokeperson for the mugrant community" (Lomas.94). hasta junio de 1883 en que José Martí se encarga de la redacción. No es hasta diciembre de 1883 en que Martí aparece oficialmente como director de la publicación puesto en el que se mantendrá hasta finales del verano ese mismo año. La revista, que tuvo entre los sucesores de Martí en la dirección a los cubanos Gabriel Zéndegui y Diego Vicente Tejera y al ex –presidente colombiano, Santiago Pérez Manosalbas continuó publicándose al menos hasta 1893.
Las colaboraciones de Martí en la publicación anteceden y sobrepasan el período en que asumió su dirección comenzando al menos en marzo de 1883 y apareciendo algún artículo en fecha tan tardía como 1887. Por mucho que el estudioso Enrique López Mesa insista en que entre “los años que median entre el 10 de agosto de 1881 –día de su regreso definitivo a Nueva York- y el 14 de marzo de 1892- día de la fundación de su propio órgano de prensa [se refiere a Patria]- José Martí es un pensador en busca de medios de divulgación para sus ideas” (Lopez.54) lo cierto es que el objeto de la agencia que sufragaba la revista era como él mismo reconoce “era ayudar a los fabricantes norteamericanos a exportar sus productos hacia Hispanoamérica”. El propio Martí no se apartó demasiado de dichos objetivos comerciales imprimiéndoles sin embargo su personal densidad literaria. En las páginas de “La América” lo mismo aparecían glosas martianas de las virtudes de la luz eléctrica, o de cierta fábrica de locomotora o de cierta marca de tijeras de trasquilar ovejas que su bello e incisivo artículo sobre la inauguración del puente de Brooklyn. En este sentido si se compara con “El Espejo” del cual Cirilo Villaverde confesaba en una carta que “la política estrictamente mercantil […] no consiente la publicación de artículos amenos ni doctrinarios” las libertades que se tomaba Martí en “La América” resultan notorias.
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Calle Broad en 1929 |
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Sitio correspondiente al 76 Broad |
En sus inicios “La América” radicó en 76 Broad Street en la parte baja de la ciudad. Aquella zona, donde todavía radica el corazón financiero de la urbe era en aquellos tiempos también el lugar de mayor concentración de imprentas y sedes de publicaciones de Nueva York.
Es en enero de 1884 que, coincidiendo con el momento en que "La América" estrena nuevo propietario, que se anuncia en la revista que “el domicilio social ha cambiado para el número 756 de la calle Broadway. Ubicado entonces en un sitio de intenso tráfico de la avenida más importante de la ciudad la publicación se aloja ahora en sede “de la New York Tourists’ Agency, compañía de la que es propietario el cubano Ricardo Farrés, avecindado en la ciudad” (Lopez.59-60). La nueva sede estaba en un área densamente comercial a medio camino entre la céntrica Astor Place y la New York University, una zona llena de lugares asociados con la actividad política de Martí en aquellos años.
Como ocurre con la inmensa mayoría de los edificios relacionados con la emigración cubana en el siglo XIX ambos hace mucho tiempo dejaron de existir. El de 76 Broad hoy es un espacio vacío en que se ha instalado recientemente una pérgola y un jardín mientras que el 756 Broadway fue derribado para dar paso a la construcción de la Wanamaker's Department Store a partir de 1902, tienda que a su vez cerró en 1955. Luego de un incendio en el edificio este “was sold to investors who converted it to offices, showrooms, and manufacturing lofts. The building is now occupied by retail space on the first and second floors, with offices above” (Presa.95).
Como ocurre con la inmensa mayoría de los edificios relacionados con la emigración cubana en el siglo XIX ambos hace mucho tiempo dejaron de existir. El de 76 Broad hoy es un espacio vacío en que se ha instalado recientemente una pérgola y un jardín mientras que el 756 Broadway fue derribado para dar paso a la construcción de la Wanamaker's Department Store a partir de 1902, tienda que a su vez cerró en 1955. Luego de un incendio en el edificio este “was sold to investors who converted it to offices, showrooms, and manufacturing lofts. The building is now occupied by retail space on the first and second floors, with offices above” (Presa.95).
Bibliografía
Lomas, Laura. Translating Empire. José Martí, Migrant Latino Subjects and American Moderties. Durham & London: Duke University Press, 2008
López Mesa, Enrique. José Martí: Editar desde Nueva York. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2012.
Presa, Donald. NOHO historic District Designation Report. New York, 1999.
Lomas, Laura. Translating Empire. José Martí, Migrant Latino Subjects and American Moderties. Durham & London: Duke University Press, 2008
López Mesa, Enrique. José Martí: Editar desde Nueva York. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2012.
Presa, Donald. NOHO historic District Designation Report. New York, 1999.
Wall Street National Register Historic District Report
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