Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
Hace apenas unos días, cuando me enteré que el cineasta iraní Muhammad Rasoulof había sido condenado a ocho años de prisión más una salvajada de latigazos, me puse a buscar sus películas. Algo más que agradecerle a la infatigable revolución iraní. Tuve suerte, en Kanopy, el servicio de streaming de las universidades está la mayoría de su filmografía.
He visto un par de películas de Rasoulof. “Isla de hierro” y “Los manuscritos no arden”. La primera es sobre una comunidad de gente pobrísima del sur de Irán que sobrevive en un enorme barco abandonado. Nada de realidades paralelas ni distopías simbólicas. Gente pobre que malvive en condiciones infrahumanas comandadas por un tipo que coordina la miseria e imparte la idea de justicia que tiene que no es tal sino lo que cree para contener la amenaza del caos. Algo ridículo y risible si no se contara con la honestidad y la tensión con que lo hace Rasoulof.
“Los manuscritos no arden”, en cambio, cuenta las peripecias de un padre con un hijo enfermo que se gana la vida persiguiendo a disidentes del régimen, torturándolos, o asesinándolos cuando es necesario. No se puede humanizar más a un verdugo que verlo preocupado por la salud de un hijo y aún así no le resta un ápice al horror de las atrocidades que comete. En este caso se trata de la persecución de un grupo de escritores “desafectos” mientras la mujer se pregunta si la enfermedad del hijo no se debe a las maldades que comete el padre para sobrevivir, auna suerte de castigo divino. Por lo demás nada que no conozca quien haya vivido bajo una tiranía: las burdas justificaciones del poder para justificar su represión -en este caso se trata de serle agradable a Alá- y el empeño que ponen los perseguidores en demostrar que sus perseguidos son gente inmoral.
De un tiempo a esta parte he visto bastante cine iraní -anterior y posterior a la revolución de 1979- y encuentro una cualidad notable en él: su libertad conectada a una seria y profunda comprensión del mundo que describe. No es un cine que parezca preocupado por las mismas cosas que desvelan a buena parte del cine mundial: entretener y asombrar. Las tomas pueden llegar a ser dolorosamente lentas, casi pornográficas, pero no se les puede acusar ni de frivolidad ni de esnobismo. También llama la atención otro detalle: la insalvable distancia que guardan los cineastas con el poder. No hay ningún guiño a viejos sueños compartidos. Ni siquiera nostalgia por una vieja luna de miel entre intelectuales y poder, si alguna vez la hubo. Puede que se deba a que el cine es la más moderna de las artes mientras que la revolución que condujo el ayatollah defendió desde un principio valores eminentemente reaccionarios frente a la modernidad que proponía el gobierno del sha, que incluso opresiva no dejaba de ser moderna.
Hoy me entero que el cineasta Muhammad Rasoulof ha respondido al inminente cumplimiento de su condena exilándose. Se rumora incluso que puede que aparezca en el festival de Cannes -estremecido ahora mismo por las denuncias del Metoo- para presentar “The Seed of the Sacred Fig” (La semilla del higo sagrado) cuyo estreno en el festival quería impedir el gobierno islámico de Irán a cambio de anularle la condena al cineasta. Una decisión tremenda para cualquier cineasta en cualquier parte del mundo por lo complejo que resulta reanudar una carrera técnica y financieramente tan exigente. Pero la tiranía iraní se la ha puesto demasiado fácil. La cárcel y los latigazos no son necesariamente la última parada del horror iraní. Hace apenas unos meses el legendario cineasta Dariush Mehrjui fue asesinado a sus 83 años junto a su esposa durante un supuesto robo en su casa con un modus operandi similar al que retrata Rasoulof en “Los manuscritos no arden”. Esperar que la realidad no retrate a la ficción que a su vez se inspira en la realidad es ser demasiado ingenuo incluso para un artista.
Advierto que el título contiene propaganda engañosa. Nunca vi, que recuerde, cine iraní en La Habana. Allá, no dejaba de ir a festivales, semanas de cine internacional del país que tocara y era espécimen notorio de la fauna que asistía casi a diario a la cinemateca. Pero hasta 1995, fecha en que me convertí en especie migratoria, el cine de la hermana república islámica de Irán todavía no se había puesto de moda en Cuba. Las buenas relaciones políticas con la hermana república islámica no habían pasado aún al plano cultural.
Sin embargo, asistir al ciclo de cine iraní previo a la revolución islámica de 1979 que se proyectó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) hace algunas semanas tuvo para mí mucho de experiencia habanera. El encuentro con caras repetidas, la complicidad entre cierta parte del público, el cómodo aislamiento del mundo exterior con el que, al mismo tiempo, se trazaban curiosos paralelos. Todo tenía mucho en común con lo que experimentaba en los noventa en las butacas del Chaplin y de La Rampa. Apenas siete u ocho películas. En cambio, mi mujer vio casi cuarenta.
Había de todo, desde melodramas de jóvenes ingenuas pretendidas por malvados que culminaban en peleas que harían palidecer las de Bruce Lee hasta descarnadas denuncias sociales, pasando por inmersiones en la vida tradicional del campo iraní amenazada (o no) por la modernidad o por la influencia extranjera que allá venía ser lo mismo. En conjunto, las películas trazaban el paisaje de un mundo que, al menos en las ciudades, se occidentalizaba y no dejaba de resentir la asfixia que le imponía el régimen de su Majestad Imperial Mohamed Rezha Pahlevi.
En una de las últimas películas que vi, El ciervo (Gavaznhā, 1974), del director Masud Kimiai, el régimen del Sha aparecía retratado de cuerpo entero en forma de censura. La proyección comenzó con las palabras y la imagen de Kimiai en una declaración grabada especialmente para el ciclo del MoMA. Comentó la extrañeza de hablar de una película filmada hace medio siglo y de sus tribulaciones con la censura. Los censores querían convertir la historia original de un revolucionario —Ghodrat, quien asalta un banco para conseguir fondos para la resistencia contra el régimen y busca refugio con Seyed, un antiguo compañero de estudios— en la de un simple asaltante de bancos por cuenta propia, sin ideología redentora. Para lograrlo, los censores forzaron a Kimiai a introducir diálogos que insinuaran que el protagonista era un delincuente común sin otro fin que el de enriquecerse, aunque tal actitud contradijera el altruismo con el que se comportaba durante el resto de la historia.
A los ojos de los censores del Sha, el otro gran «problema» de la película era el final. Originalmente, se representaba al revolucionario Ghodrat atrincherado en el apartamento de Seyed, a punto de ser asaltado por la policía. Su huésped, drogadicto redimido por las arengas de su amigo, convence a los adustos agentes del orden para negociar la rendición de Ghodrat. Sin embargo, al comprender que su amigo no piensa rendirse, Seyed corre hacia el apartamento mientras la policía abre fuego y lo hiere en el hombro. Seyed se une por fin a Ghodrat y juntos resisten el asalto hasta inmolarse en una gran explosión de tintes heroicos. Antes de la traca final, el yonki emancipado le dice a su amigo revolucionario —para que no se sienta culpable de su muerte inminente—: «Prefiero morir de un balazo aquí, en mi habitación, contigo, que vivir solo bajo un puente durante años». Puro realismo socialista persa.
Los señores censores la tenían difícil. No se trataba de cambiar los diálogos en el doblaje. Había que cortar el final original y filmar uno distinto. Así tuvo que hacerlo el director. Justo al terminar de ver el explosivo final original —el que no vio el público iraní en tiempos del Sha— le comenté a mi mujer que habría preferido que pasaran el final impuesto por la censura. Sospechaba que sería mucho más interesante. Tuve la suerte de que los curadores del MoMA decidieran complacerme. Después de los créditos de la película, proyectaron de inmediato el final diseñado por los censores. Era digno de verse.
El revolucionario, rebajado a simple asaltante de banco, aparece igualmente rodeado por la policía, aunque esta vez los rostros de los agentes del orden eran menos duros y las órdenes de rendición parecían casi una súplica. Los fieros agentes del final original cambiados por policías de Tras la huella, el realismo socialista de cuando los revolucionarios llegan al poder y se perciben como policías amables.
El amigo drogadicto igualmente pide a los policías que le permitan negociar la rendición de su amigo. Los policías acceden y Seyed se para frente a la ventana bajo la que se atrinchera Ghodrat para dirigirle sus súplicas. Ghodrat se niega a creerle. Está convencido de que fue Seyed quien lo traicionó. El debate se enciende y el acorralado le dispara a su amigo en el estómago. Aun así, Seyed insiste en convencer al asaltante de bancos de su lealtad. El delator ha sido un estudiante al que le han dado refugio antes (el amaneramiento del chivato encaja en otro tópico, el de la intrínseca deslealtad de los homosexuales que tanto se explotó en el caso de «Marquitos» en 1964 juzgado por delator de los masacrados en Humboldt 7).
El disparo que le ha hecho Ghodrat en el estómago no impide que Seyed siga hablando sin pausa sobre cómo podrán continuar la amistad una vez que salga de prisión, lo que obliga al público a una suspensión de su credulidad —tanto para creer que Seyed sobrevivirá al disparo como que a Ghodrat le alcanzará la vida para salir de la prisión—. Credulidades aparte, la película termina con una nota de esperanza.
No recuerdo haberme reído tanto en mi vida como con el final apócrifo de El ciervo. Me carcajeé al punto de que se me contrajo un músculo del abdomen y tuve que pararme para esperar que se distendiera. Todo era escandalosamente risible en la versión de la censura: la poco convincente actuación de los protagónicos, lo absurdo del diálogo y de la situación e, incluso, el aspecto físico de los personajes.
A diferencia de la cuidada puesta en escena original, en la versión de los censores cada detalle estaba imbuido de un desaliño que me recordaba los seriales de mi infancia en los que los compañeros del Ulises homérico resbalaban en el piso de granito del estudio televisivo o en los que Guillermo Tell desgarraba con su espada el muro de cartón corrugado del castillo. Hasta el pelo y las gafas de intelectual revolucionario Ghodrat parecían fuera de lugar, como si intentara sabotear el final impuesto por la censura. En este caso, a la famosa definición de Woody Allen de que «comedia es igual a tragedia más tiempo» puede añadírsele una variante, comedia también puede ser igual a tragedia más chapucería.
Pero carcajadas aparte, quiero insistir en el privilegio que tuve de confrontar los dos finales de la misma película. La del artista y la del censor, pero sobre todo esta última. Normalmente, la obra de los censores opera apenas por substracción, nos enteramos menos de lo que piensan ellos que de lo que no quieren que piensen (y digan) los demás. Esta vez, sin embargo, gracias al celo de los curadores del MoMA tuvimos acceso a la visión del mundo de los censores y en verdad no es muy distinta —salvo notables excepciones— de la que nos entregaban el ICRT o el Icaic. Porque en Cuba la censura, por lo general, operaba distinto que en el Irán del Sha, desde hacía tiempo había quedado integrada en la psiquis de los creadores que sabían anticiparse a los deseos del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) o la Seguridad del Estado antes de que los enunciaran. Unos y otros buscaban la representación de un mundo esencialmente armónico en el que todo desajuste provenía del exterior o del pasado y al que nunca le faltaban recursos para restaurar el orden natural de las cosas. Incluso en las situaciones más insolubles, ahí estaba el emocionado abrazo de David y Diego en Fresa y chocolate para que no pensáramos en que, de seguir la lógica de la época, a David le quedaba poco para que lo expulsaran de la universidad.
El final impuesto de El ciervo puede verse sin esfuerzo como metáfora del arte bajo la opresión. Lo que en Cuba siempre se ha entendido como arte revolucionario, la creatividad ajustada al perfil preestablecido por el Estado, el régimen, el sistema, la moral socialista, you name it.
Contra ajustes de ese tipo, supongo yo, debería estar encaminada la Asamblea de Cineastas Cubanos, sean conscientes o no del destino lógico de su actual rebeldía. Porque en la práctica del correoso totalitarismo caribeño cualquier intento de emancipación artística debería empezar por separar el creador del censor que lleva integrado en sí mismo, el censor que por tanto tiempo intentó compaginar los impulsos creativos, la lógica del poder y la realidad y que ahora intenta pactar con el censor externo. Que llama a la represión sistemática de la creación artística «política errónea» cuando tan buenos resultados le ha dado al Poder.
Llegado a este punto, me debo llamar a capítulo y reconsiderar mi actitud tan provinciana que convierte un exquisito ciclo de cine iraní pre1979 en Nueva York en un triste asunto habanero. Debo recordarme que cuando se ven películas en el MoMA, deberían asumirse con un espíritu cosmopolita para el que el Sha o el singao Díaz-Canel no serían más que meras abstracciones.
El pasado diciembre, durante el estreno del documental Landrián en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, su director, Ernesto Daranas, se permitió un gesto que, aunque muchos encontraron valiente, alguno se atrevería a calificar de oportunista.
Daranas, de pie en el escenario donde se proyectaría el documental, leyó de la pantalla de su teléfono una declaración en la que afirmaba que la persecución sufrida por el fallecido cineasta Nicolás Guillén Landrián no era “un caso del pasado; todavía hoy la censura y la exclusión es ejercida sobre obras y cineastas”.
Para concluir, añadió que le gustaría pensar que Landrián sería hoy parte de la acosada Asamblea de Cineastas de la que el propio Daranas es parte.
Eso hizo Daranas: reclutar fantasmas del pasado para las batallitas del presente.
“No, compañero. Juegue limpio” dirán los mismos que achacan los problemas de Cuba al embargo y las represiones pasadas a un funcionario de poca monta que ahora vive en Miami.
Ni Landrián, ni los responsables de su marginación, están por todo esto. La Revolución es experta en combinar su visión monolítica de la historia con periodizaciones autocríticas.
Los abusos siempre son cosa del pasado. Para eso a los 65 (o 150) años de lucha se le han asignado períodos de excesos, de errores de aprendizaje, quinquenios grises y ofensivas mal calculadas. Así se van explicando y relativizando las inevitables víctimas que el proceso ha ido dejando atrás.
Además, no se hagan los agraviados. Que a ninguno de ustedes les han metido veinte electroshocks.
Landrián, el sobrino arrebatado del otro Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, era en mis tiempos universitarios una leyenda urbana en toda regla. Una leyenda que reunía terror y desmesura hasta hacerla increíble.
Sabíamos de los electroshocks con que le frieron el cerebro a Landrián como sabíamos de la tenebrosa sala “Juan Pedro Carbó Serviá” a donde remitían a los disidentes para ensayar el máximo orgullo de la gastronomía psiquiátrico-revolucionaria: el seso frito.
O sea, no sabíamos nada.
Trasegábamos esos rumores sin demasiada convicción. Porque la imaginada maldad del régimen podía terminar siendo una patraña de la CIA para confundir nuestras juveniles y calenturientas mentes.
Los electroshocks a Landrián y la “Carbó Serviá” debían ser como el cocodrilo sin dientes de Villa Marista: una invención sin fundamento alguno en el mundo real. Un infundio que revelaba la impotencia de quienes intentaban desprestigiar tanta gloria acumulada por la Revolución.
Pero resulta que sí. Que la mente más original del cine cubano sufrió dos decenas de electroshocks. Y que pasó entre cárceles y hospitales psiquiátricos doce o catorce años.
“Eso sucede en todas partes”, nos susurraría la misma voz que antes acusaba a Daranas de oportunismo.
Cualquier sociedad occidental reserva destinos parecidos a mentes demasiado inquietas, demasiado excéntricas, como bien nos explicaba Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975). El libro que hace parecer las cárceles, los manicomios y las escuelas como parte del sistema coercitivo del capitalismo, parecería ser la respuesta de la izquierda francesa al escándalo de la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn, apenas dos años antes.
Sin aludir al sistema carcelario soviético —era demasiado inteligente para maniobra tan grosera—, Foucault nos explicaba que, mucho antes del Gulag, el mundo burgués, con su panóptico ubicuo y su persecución discreta y reglamentada, había creado un sistema tan o más terrible.
Y así —con esta descripción del mundo burgués como un totalitarismo discreto—, Foucault consiguió alimentar de por vida el inconformismo occidental. Y, quien dice el inconformismo occidental, también puede hablar del conformismo de los lectores de Foucault de este lado del Muro: soviéticos o cubanos que se apaciguarían pensando que en Occidente a un Siniavsky o un Landrián les aguardaría un destino parecido.
Todo poder es idéntico. Basta traducir KGB, PNR y DSE como FBI y CIA para conseguir una equivalencia si no perfecta, al menos creíble. Cierto que ICAIC o CDR resultan intraducibles al mundo burgués, pero ya pueden llevarse una idea.
Landrián y su esposa Gretel Alfonso Fuentes
Sucede que, más o menos en los mismos días en que Ernesto Daranas hacía su declaración redentora en el festival de cine habanero, en Nueva Jersey le hacíamos nuestra periódica visita a un viejo amigo cubano-judío. Hace un cuarto de siglo, su esposa y él, dueños de una distribuidora de libros, fueron los primeros en ofrecernos a mi esposa y a mí trabajos decentes en nuestra entonces nueva vida americana.
La novedad en la visita del pasado diciembre fue que la nueva cuidadora de nuestro amigo es una médico cubana, llegada a Estados Unidos hace apenas un año. Nuestro amigo sigue siendo fuente de trabajo de recién llegados.
La médico-cuidadora, además de mejorarle el carácter a nuestro antiguo benefactor, resultó una excelente narradora. Nos habló de sus experiencias en Angola. De la rabia que allá es epidemia, con miles de perros callejeros contagiados, que muerden a niños que mueren acosados por sufrimientos terribles y por el impulso de morder a quien tuvieran cerca, incluyendo a nuestra interlocutora.
Pero la historia que nos tenía reservada la doctora no era africana, sino cubana. De cuando era Médico de la Familia y trabajaba y vivía en una casa-consultorio del extrarradio habanero.
La doctora mencionó al principio —de manera que entonces nos pareció inconexa— a un personaje gris. Literalmente gris, quiero decir, que es el color de los uniformes de los inspectores de posibles refugios de mosquitos: esos tipos encargados por el Estado de entrar a las casas y localizar dónde los transmisores del dengue y otras enfermedades pueden tener sus criaderos.
Luego, la narración de la doctora regresó a su cuadra, donde vivían un par de parejas de disidentes, matrimonios dedicados al desacato apacible a las autoridades, misioneros de un futuro democrático que quizás no llegue nunca.
El asunto es que, con frecuencia, los disidentes cocinaban una caldosa en una gran cazuela que ofrecían a todo el hambreado barrio y al que acudían, recipiente en mano, los vecinos, incluyendo nuestra doctora. La disidencia puede entrar por el estómago.
Un mal día, la doctora es citada a la Dirección Municipal de Salud. Al entrar en la oficina, además del jefe de los médicos del municipio, se encontró al gris perseguidor de mosquitos que nos mencionó al principio. Fue entonces que el personaje reveló su condición de agente de la Seguridad del Estado, con la coartada perfecta para registrar hasta el último rincón de las casas de la vecindad.
Al recibir la citación, la médico había pensado que la convocaban por atreverse a aceptar la sopa disidente. Pero en aquella reunión no se habló de caldosas ni de ningún otro producto de la gastronomía subversiva. A la doctora se le pedía más bien su colaboración.
El jefe municipal le extendió un documento afirmando que una de las disidentes de la cuadra tenía serios problemas psiquiátricos y debía ser hospitalizada. Sólo faltaba su firma.
La médico se negó de plano. Argumentó que conocía a la disidente desde niña y que estaba segura que no tenía ningún problema psiquiátrico. Más bien, al contrario. Viniendo de una familia disfuncional, la muchacha había conseguido continuar los estudios en la universidad y graduarse de ingeniera.
Como era de esperar, tanto su jefe como el falso inspector insistieron con una presión que en esos casos suele ser irresistible. Quedaba claro que, de no colaborar, la doctora no sólo se quedaría sin trabajo, sino que sería expulsada de la casa-consultorio donde vivía.
Pero la doctora resistió. Le propuso a su jefe que, ya que el certificado necesitaba la aprobación de un médico, que la diera él mismo. Pero que supiera que ella rechazaba ese dictamen.
Al final, la doctora fue expulsada de su consultorio. Pero, en medio del desorden reinante en el sistema de salud, pudo encontrar trabajo en otro municipio, antes de emprender su aventura angolana.
Una historia así lo hace pensar a uno en todas las ocasiones en que un régimen como el cubano disimula sus crímenes con la firma de un profesional. En las muertes por golpizas convertidas en una pancreatitis súbita. Demasiados casos como para realzar el tranquilo heroísmo de nuestra confidente.
Por cada valiente que se niega a colaborar, siempre habrá decenas a quienes conseguirán convertir en cómplices. Pero incluso en Occidente, ¿cuántos profesionales —sin DSE ni CDR— arriesgarían trabajo y vivienda por defender los derechos de sus pacientes?
Volviendo a nuestro Landrián y a todos los landrianes anónimos que desfilaron por la “Carbó Serviá” y el resto de los infiernos alternativos creados por el castrismo: se requiere de algo más que del capitalismo imaginado por Foucault, para procesar los elementos incómodos a la sociedad con la limpieza con que el socialismo cubano, tan chapucero en todo lo demás, pudo disponer del cuerpo, la mente y hasta la memoria del cineasta.
De la breve y brillante filmografía de Landrián apenas se encuentran copias en buen estado. Y algunas de sus obras han desaparecido por completo.
Frente a la odisea de Nicolás Guillen Landrián, las sutilezas de Vigilar y castigar parecen una mala parodia. Incluso frente a un privilegiado como Landrián —no deben obviarse las consideraciones que se le debieron tener por el detalle de ser sobrino del Poeta Nacional—, el Estado se vio en la obligación de poner en marcha su maquinaria monstruosa y aplastar la extraña sensibilidad del cineasta.
La acción coordinada del ICAIC, los CDR, el MINSAP, el MINCULT, el MININT y otras decenas de siglas, puede destrozar a cualquiera.
No insistan. La exquisita coreografía con que el Estado socialista convierte hasta al último de los doctores o archiveros en meras piezas de su dispositivo de moler gente y memoria, nunca podrá ser replicada en Occidente. A menos que se emprendan transformaciones fundamentales que hagan irreconocible su geografía simbólica.
En pocos sitios he aprendido más en menos tiempo como a bordo de los Uber de Miami. Allí los compatriotas, desdoblados en taxistas de ocasión, al menor amago de simpatía, te desembuchan su biografía tan distinta a la tuya y, sin embargo, ajustada al mismo eje esencial.
Da igual que se trate de uno que acaba de recorrer medio continente para llegar a la ciudad de la que lo separaba la misma distancia que existe entre La Habana y Santi Spíritus; o del hijo de un escritor oficialista —mediocre hasta quedarle grande el adjetivo— que te revela los privilegios asirios que su padre gozaba en la Cuba miserable de los 90; o del primo del que alguna vez fue el tercer hombre de la nomenclatura cubana, quien, al descubrir que compartía hotel con su pariente exiliado, apenas se atrevió a enviarle una nota que era todo un monumento a la cobardía.
Miserias, miedos, hastíos, peripecias diversas, anudados en un destino abrumadoramente común. A bordo de un Uber los cubanos somos historias que ruedan.
Rodar historias también puede ser sinónimo de filmarlas y, en ese sentido, las historias cubanas del exilio han tenido menos suerte en el cine que en los carros de alquiler. La razón principal es, como casi siempre que se atasca el tráfico de la idea a su concreción, el dinero. Eso, y lo difícil de recuperar la inversión —por la relativa pequeñez del mercado y por la dispersión del público potencial— hacen del cine cubano en la diáspora una empresa que emula en dificultad con la cacería de dragones. Sobre todo si se trata de largometrajes de ficción, género bastante más caro y complejo que el documental.
Existe otro obstáculo que, aunque de orden emocional y psicológico, no parece menos insuperable que la falta de fondos: hablo del imperativo de, antes de contar una buena historia, denunciar a la madre de todas las causas que nos han expulsado a los cubanos, choferes de Uber incluidos, a la variopinta geografía del destierro.
Ese deber de gritarle al mundo una verdad tan sencilla como que el castrismo es un régimen criminal, estéril e inhabitable. Una verdad que, por sencilla, es indigerible para un mundo que no quiere renunciar al polvoriento mito de la Revolución cubana.
Pero rechazar la propaganda castrista no garantiza renunciar a la idea del cine “con mensaje” propugnado por Mosfilm o el ICAIC. El resultado —aunque ideológicamente opuesto— suele compartir el mismo tono estentóreo y parecida ausencia de matices. Todo lo anterior, sospecho, explica que en la diáspora siguieran sin aparecer largometrajes que emularan con el sencillo y conmovedor drama del exiliado que contaron Orlando Jiménez Leal y León Ichaso en El Súper, a partir de la obra teatral homónima de Iván Acosta.
Por suerte, ya el cine cubano extramuros parece ir saliendo de su atasco. Una nueva generación, que dentro de la Isla hizo sus armas al margen de la raquítica industria del ICAIC, sigue contando sus historias en el exterior. Historias que rehúyen tanto el panfleto como el llamado cine experimental, que con frecuencia termina siendo refugio de la autoindulgencia y la pereza mental.
El mal llamado cine experimental, con el pretexto de la búsqueda de nuevos lenguajes, se exime de la tan humana necesidad de contar historias para entregarnos flashazos de la supuesta genialidad del autor sin interesarse en concretar ningún hallazgo. Como si Luis Buñuel no hubiera hecho ya El perro andaluz o La edad de oro, los cineastas experimentales persisten en descubrir la incoherencia. Para explicar la abundancia de cine experimental bajo el castrismo basta la advertencia del poeta Joseph Brodsky: “nada engendra más esnobismo que la tiranía”. Si de experimentos se trata, es preferible la vieja consigna de Picasso: “yo no busco, encuentro”.
Realizadores como José Luis Aparicio Ferrera, Carlos Lechuga, Carlos Quintela, Patricia Pérez y Heidi Hassán han conseguido escurrirse de las tenazas panfleto-experimento, convencidos de que para enviar mensajes están los teléfonos. Y, para experimentar, los laboratorios.
Sobrepasado el instante Lumière en que el cine era mera maravilla tecnológica, desde hace mucho es otro medio del que se valen los humanos para contar historias.
A Eliecer Jiménez Almeida se le podría ubicar, con algunas especificaciones mediante, dentro de esta generación. Autor en Cuba de cortos documentales con una mirada devastadora y a un tiempo llena de empatía como Persona y Usufructo, Jiménez Almeida ha realizado en Miami el documental Veritas, con sobrevivientes de la invasión de Bahía de Cochinos y ahora nos trae su Havana Stories.
En su primer largometraje de ficción, Jiménez Almeida parece haberse propuesto superar todas las trampas que acechan a los realizadores de la diáspora: la del dinero, la del panfleto, la de la autoindulgencia y la de la irrelevancia.
Para la primera, que es objetivamente la más complicada, Eliecer echa mano a la imaginación y la mezcla de géneros: apela a los códigos del documental —el género más feliz de la diáspora cubana— para construir una narración a partir de entrevistas a diferentes personajes.
Se trataría de las típicas historias que se escuchan a bordo de un Uber, si no fuese por la inteligencia con que las va entretejiendo, en complicidad con el escritor y guionista Francisco García González (autor de libros como Historia sexual de la Nación, Asesino en serio y Nostalgia represiva; y de los guiones de Lisanka, La cosa humana, Boleto al paraíso, Efecto dominó y Oscuros amores).
El hilo narrativo de Havana Stories se construye alrededor del personaje de Daniel Faz, objetivo central de la llamada Operación Payret. A Faz, intelectual público y homosexual de clóset, la Seguridad del Estado le tendió una trampa en un conocido cine de la capital cubana para sorprenderlo en la comisión de su pecado secreto y mortal.
La trampa, muy común en las décadas del 60 y 70 en un régimen enfermizamente preocupado por la sexualidad de sus súbditos, no solo marca toda la existencia posterior de Faz sino que sirve de pretexto para la entrada en escena del resto de los personajes de la trama: Santiago Segura, el agente que planeó la operación y desde Tampa lamenta que ya ni el castrismo es como el de antes (“¿Dónde está Fidel? ¡Nos dejó huérfanos!”); Roxana Pérez, eterna frustrada tanto dentro de Cuba como fuera: en Cuba porque envidiaba el éxito de su hermana gemela, la actriz Susana Pérez, y en Miami, por los trabajos duros y mal pagados que debe afrontar sostenida por la fe que le alimentan iglesias con nombres como “Pare de Sufrir” y “Dios te Sacude” (“El cubano es malo, malo. Es capaz de sacarse un ojo con tal de ver al otro ciego”); María Félix, hija de Roxana, pero de carácter opuesto y con diferentes ídolos: soñadora y romántica, es admiradora de Leonardo Padura, Paulo Coelho y Ricardo Arjona; Carlos Lazio, cubano-americano a quien sus padres sacaron de Cuba desde pequeño, es miembro del Club Martiano de Hialeah, profesor y cruzado del castrismo light. Para esto se asocia a los Pastores por la Paz de Lucius Walker en la tarea de enviar soga y condones reciclados a Cuba (“Para entender ese país hay que empezar por entender la sexualidad de los cubanos. Y de las cubanas, claro.”); Claudia Vigoa, jinetera con experiencias terribles y carácter indómito que rehúye de la política y al mismo tiempo admira al influencer Otaola (“Yo en política no me meto. El preso que lo ponga otra”); y Yunior Mendosa, chulo y jinetero todoterreno, el típico cabrón de la vida que se las sabe todas y actúa en consecuencia o, si es preciso, inconsecuentemente (“Hay preguntas que no se hacen y respuestas que no se dan”).
A medida que se desarrollan las entrevistas, se descubren las conexiones inmediatas entre los personajes. María Félix fue esposa de Daniel Faz; Roxana Pérez fue su suegra, a pesar de sí misma, de quien califica como “maricón”; Lazio, el luchador antiembargo, está casado a distancia con Claudia Vigoa —residente en Cuba—, quien a su vez es amante de Yunior. Y Segura, policía al fin, ha perseguido con su único ojo a varios de los anteriores.
Pero ese aire de familia que envuelve a los personajes va más allá de sus lazos familiares o dramáticos. Son ellos algunas de las más frecuentes variantes del cubano de estos tiempos. Sobre todo, tal y como los cubanos se manifiestan una vez salidos de la incubadora que es Cuba: con el recelo, la ingenuidad o el resentimiento a flor de piel. Y la inadaptación al medio exterior, resumida en la consigna “¡Es que aquí hay que trabajar!”.
Como si las colas, el forrajeo o la prostitución no costaran esfuerzo. Una vez fuera de Cuba, las frustraciones se convierten en nostalgia por un país que confunden con su régimen y viceversa.
Se ha hablado demasiado de ese Castro que todos llevamos dentro. En cambio, Havana Stories habla del castrismo que llevamos por fuera, a flor de piel y no deja salir aquello que alguna vez soñamos ser. O que ni siquiera nos atrevimos a soñar.
A pesar de esto, no creo que Havana Stories sea una película política. La política simplemente está en la parálisis que acompaña a sus protagonistas y que expresan hasta sin querer, empezando por ese “no quiero hablar de política”.
Abrumadoramente político sí es el mundo del que han surgido estas historias. Havana Stories trata de seres humanos que, como la mayoría de la especie, sucumben a una realidad que adquiere para ellos la forma de la costumbre. Ayudados por el magnífico sentido del humor del guion, los personajes se exhiben con naturalidad y gracia contando lo que en otro caso sería la materia prima de una tragedia. Y su credibilidad se complementa con el lujo tremendo de que, para dar vida a tales personajes, utilice actores de la talla de Albertico Pujol (uno de sus papeles más divertidos, que es mucho decir), Susana Pérez (sorprende su desparpajo para autoironizarse), Gerardo Riverón (un clásico de la televisión de los 70s y 80s en un papel lleno de sutilezas), Carlos Acosta Milián (poderoso, intimidante), Judith González (recupera la dulzura de Magdalena La Pelúa pero sin lo grotesco) y Laura Alemán Satorre (¿De dónde ha salido ese monstruo? Cada palabra que dice, cada pausa, es un curso de actuación.) Hasta Landy Alvero, sin experiencia alguna como actor, consigue hacer creíble su Yunior Mendosa.
La mayor virtud de Jiménez Almeida al crear su primer largo de ficción es el descaro —para no usar una palabra más altisonante como “coraje”. El de atreverse con las limitaciones de presupuesto, las sutilezas del guion y con actores legendarios, cada cual en su campo. Construir una historia que sea al mismo tiempo compleja, auténtica, fluida y divertida. Y saber complementarla con un uso inteligente de la edición y de la exquisita banda sonora compuesta por Alfredo Triff con colaboraciones de músicos de la talla de Xiomara Laugart, Horacio “El Negro” Hernández o Roberto Poveda.
Si algo echo en falta en Havana Stories es no haber jugado un poco más con los tópicos del género documental: el uso de películas de archivo, el de fotografías manipuladas a lo Ken Burns o el empleo del archivo sonoro que se anunciaba al inicio de la película con los coros de “¡Que se vayan!”; recursos que hubieran ayudado a refrescar el enfoque convencional de las entrevistas que componen la historia.
Quizás la falla del cine de denuncia no sean las denuncias en sí mismas, sino el priorizarlas por encima de las historias que cuenta, impidiendo que estas hablen por sí solas al imponerles un discurso, un “mensaje”.
En cambio, las historias de Havana Stories, minúsculas y plurales, consiguen resistirse a las obligaciones de la Historia con mayúsculas, esa tirana. De ahí que la sensación general que deja Havana Stories sea de sorpresa satisfecha. Quizás sea verdad que, como dice Yunior Mendosa, “en Miami no se singa”. Pero al menos se hace cine, que ya es algo.
Vale la pena ver
el documental Nota a nota sin dolor por más de un motivo. El más obvio es el de
repasar la vida del músico y compositor Alejandro Frómeta, alguien a quien es
difícil exagerarle sus talentos y al que los que lo hemos conocido nos sentimos
inevitablemente en deuda. Fue él uno de los principales responsables de que aquella
juntamenta semanal en la confluencia de las calles 13 y 8 en El Vedado empezara
a tomarse a sí misma más en serio y trascendiera como lo que fue: uno de los
gérmenes de la música y hasta de la cultura que vino después. Porque no se
trataba solo de los que iban allí a mostrar sus creaciones sino del público que
se agrandaba semana a semana atraído por esas voces distintas que le iban haciendo
suyas.
El documental Notaa nota sin dolor también es necesario porque documenta como ninguno que haya
visto hasta ahora el surgimiento y desarrollo de aquella generación que de no
contar con tales testimonios es como si no hubiera existido nunca. En ese
sentido las imágenes que comparte, milagrosamente salvadas de archivos
personales, da una fe de vida de una generación que justo por su condición
marginal, fue especialmente escasa en documentación gráfica. Siguiendo a su
protagonista Alejandro Frómeta no solo en su actual vida en España sino de
vuelta a Cuba podemos entender mejor el ambiguo legado de aquellos días: el de
un grupo de músicos que le dieron un notable giro a una de las tradiciones
musicales populares más relevantes del planeta -la cubana- y a los que por
olvido o ignorancia no se les menciona lo suficiente. Esta generación de
músicos -al que muchos creadores contemporáneos les deben muchísimo- fue, al
decir de la musicóloga Elsida González Portal en el propio documental el germen
de todo lo que vino después.
Esa vuelta a la
raíz tan repetida en documentales similares en los últimos tiempos tienen en el
caso de Nota a nota sin dolor un sentido pleno, elocuente. Frente al tono
siempre cuidadoso y calmado de Frómeta al visitar la sede de la peña que les
dio nombre contrasta la desfachatez de los funcionarios que no dejan al músico
entrar a filmar en el interior del edificio. En lugar de sentirse honrados por
su visita le cierran el paso. Por ignorar ignoran que tienen frente a sí una de
las razones por las que ese rincón de la ciudad va a trascender alguna vez.
Cierto que al
final del documental se resiente en algo el ritmo que había conducido la
narración hasta entonces. Que se abusa de los tópicos del genio incomprendido,
del triste destino del emigrado, de la lejanía sin paliativos. Como si no
bastara la presencia y la palabra siempre sabia de Frómeta, la audición de su
música, el impacto de sus letras. Pero ahí está ese documento en que el
biografiado habla una vez más por tanto de nosotros y eso debe bastarnos.
Hará unos quince
años que un amigo muy querido me pidió un guion para un corto de ficción que
quería realizar. Sería una producción muy modesta con pocos personajes y locaciones, todas en Miami. Se me ocurrió situar la historia en esos asilos de ancianos
que acá llaman “homes” y que desde que los describiera Guillermo Rosales en
Boarding home han pasado a ser carne literaria de la más íntima posible. Supuse
un grupo de cubanos viejos, muy distintos entre sí aunque con un par de
obsesiones comunes en torno a una mesa de dominó. Hastiados de los malos
manejos del “home” casi sin querer terminan tomándolo y secuestrando al
administrador. Viven en un Miami post-Castro aunque los
han mantenido durante medio año ignorantes de la muerte del dictador. De más está decir que el guion nunca se llegó a filmar y desde entonces dio vueltas en los archivos de mis computadoras sucesivas hasta que lo perdí de vista.
Lo que
siempre me gustó de la historia era el personaje de Osvaldo Rodríguez que -si lo lográbamos convencer- sería interpretado por él mismo.
Daba este guion por perdido pero anoche lo rescaté. Ahora, para evitar que
desaparezca de nuevo, lo publico aquí.
Home Paraiso
(Mientras ruedan los créditos aparece en una pantalla de televisor una escena de un talk show. Unos guardias del programa aguantan a un hombre que le grita a su padre).
Hombre: Como te vuelvas a meter en mi vida te mato.
Enfermero: No hay más televisión por hoy. Órdenes de Gutiérrez.
(Fin de los créditos. Se oscurece la pantalla y luego el plano se abre y muestra a cuatro viejos jugando dominó. Mientras juegan hacen comentarios).
Hatuey: La comida está mala. El siete.
Antonio: Sí malísima. Me doblo. Ese pescado era sólo espinas.
Hatuey: No. Hablo de Cuba. Allá la comida sí está mala. Un sobrino me escribió.
Máximo: Ya se está dando importancia. Un sobrino le escribió.
Hatuey: Envidia que me tienes que a ti no te escriben ni en la historia clínica.
Máximo: Claro porque no tengo todos los achaques que tú tienes.
Antonio: Pues la comida aquí también está malísima. Paso.
Camilo: ¿En Miami?
Antonio: No, aquí en el home. Me doblo en el ocho. Yo creo que Gutiérrez se ha puesto de acuerdo con el gobierno para cogerse todo el dinero que nos mandan.
Máximo: No tiene sentido. Que el gobierno se ponga de acuerdo con Gutiérrez para robarse el dinero que el gobierno nos manda, digo.
Chibás: [es el más viejo de todos. Está sentado, a diferencia de los demás, en una silla de ruedas] ¿Quién es Gutiérrez ese? ¿Otro comunista?
Osvaldo: ¿Otro comunista? ¿No les basta conmigo?
Antonio: Osvaldo, ¿tú no decías que le cantabas a los comunistas obligado?
Osvaldo: Sí, pero ya estoy tan acostumbrado a que me digan comunista que siempre pienso que es conmigo.
Máximo: No te cojas todo para ti Osvaldo. Hay gente que estuvo allá hasta última hora y luego vienen acá a que el gobierno les dé acogida.
Camilo: Si lo dices por mí yo no le pedí acogida al gobierno. Yo vine a visitar a mi hijo y me quedé. Luego el apartamento que tenía él era muy chiquito y tuvo que mandarme para acá.
Chibás: ¿Y entonces? ¿Te entregó a los comunistas?
Máximo: Chibás, Gutiérrez no es comunista. Gutierrez es el dueño del home. Comunista es Antonio que se pasa la vida criticándolo todo.
Antonio: Si tú lo dices.
Hatuey: Oye, tú no puedes decir eso de Antonio que ese sí que está probado. A ver Antonio enséñale la cicatriz. Veinte años nos metimos juntos en prisión. Antonio fue el que me puso Hatuey.
Máximo: ¿Por qué? ¿Por el indio?
Antonio: No, por la cerveza. Siempre decía que lo primero que iba a hacer cuando saliera era tomarse una Hatuey.
Hatuey: Total, que cuando salimos no se podía encontrar una Hatuey por ningún lado.
Osvaldo: Antonio, déjame palpar la cicatriz.
Antonio: Oye Osvaldo, con el cuento de que eres ciego te pasas la vida tocando a todo el mundo.
Osvaldo: ¿Cuento de qué? Díganme comunista pero si me quitan lo de ciego ahí mismo me fajo.
Camilo: ¿Eso cuándo te lo hiciste? ¿Cuando estabas alzado contra Batista o contra Fidel?
Antonio: Contra uno de los dos. Fue hace tanto tiempo que ya me da igual.
Máximo: No da igual. Cuando Batista por lo menos se podía comer bien.
Chibás: ¿Y quién es Batista? ¿El anterior dueño del home?
Máximo: No Chibás. Batista era el presidente de Cuba.
Hatuey: Presidente no. Dictador. Que yo he estado siempre contra las dictaduras.
Máximo: Sí, un revolucionario. Por eso estamos como estamos.
Hatuey: Estamos como estamos no por revolucionarios sino por aguantones.
Antonio: Sí. Ahora deberíamos alzarnos contra la dictadura de Gutiérrez.
Chibás: ¿Pero el dictador no es Fidel?
Hatuey: El de Cuba. Gutiérrez es el del home.
Osvaldo: Hace un tiempo yo oí que estaba enfermo.
Máximo: ¿Quién? ¿Gutiérrez?
Osvaldo: No. Fidel.
Antonio: Hay que hacerle caso que los ciegos tienen muy buen oído.
Hatuey: Tengo unas ganas que se muera…
Antonio: ¿Fidel o Gutiérrez?
Hatuey: Da igual.
(Chibás hace ademán de preguntar por Fidel o por Gutiérrez pero se arrepiente)
Máximo: No da igual. Con Gutiérrez por lo menos podemos hablar lo que nos dé la gana. Fidel ni siquiera nos deja regresar a Cuba.
Hatuey: No le digan Fidel, díganle Castro que parece que es amigo nuestro.
Antonio: Gutiérrez no nos deja ni ver las noticias.
Máximo: No es lo mismo. Él lo hace para no darnos disgustos. El mundo está del carajo. Si Castro se muere podremos regresar a Cuba, pero si Gutiérrez se muere nos quedamos en la calle.
Hatuey: Eso sí estaría bueno.
Máximo: ¿Vivir en la calle?
Hatuey: No, que Castro se muera y pudiéramos regresar a Cuba.
Antonio: ¿Y de qué tú piensas vivir allá Hatuey?
Hatuey: Me voy para casa de mi sobrino que era mi casa antes. Con mi pensión de aquí allá vivo como millonario.
Antonio: Ya me imagino. Contratando enfermeras jovencitas para que te den atención todo el día.
Hatuey: Yo te digo que nada más que la sola idea de salir por las mañanas a comprar el pan
me hace agua la boca.
Camilo: No te hagas ilusiones Hatuey, que cuando aquello cambie tus 400 dólares no te van alcanzar para nada.
(Entra Gutiérrez)
Gutiérrez: ¿Cómo está todo por aquí?
Máximo: Bien señor Gutiérrez. Aquí, hablando entre amigos.
Gutiérrez: ¿Seguro que por aquí no hay ningún comunista?
Hatuey: Bueno, para ser hijo de puta y ladrón no hace falta ser comunista.
Máximo: Eso mismo es lo que dicen todos los comunistas.
Gutiérrez: Eh, ¿qué pasa? No se vayan a fajar ahora. Reserven esas fuerzas para cuando sea necesario.
Camilo: ¿Es verdad que Castro está enfermo?
Gutiérrez: Esos son rumores. Pero díganme, ¿qué les parece el juego de dominó que les compré?
Antonio: Está bien para matar el tiempo. Algo hay que matar.
Gutiérrez: Bien pero no se peleen ni me armen bulla que van a molestar al resto de la gente.
Máximo: Usted dirá revivir. Porque esos viejos están casi muertos.
Gutiérrez: Bueno, los veo dentro de un rato. (se va)
Chibás: ¿Ese era Gutiérrez? Yo lo hacía con barba.
Máximo: El de la barba es el otro, el dictador.
Antonio: Bueno, este también es un dictador.
Hatuey: Qué clase de pendejo me has salido. ¿Así que ahora dictador? (imitando a Antonio). “Está bien para matar el tiempo. Algo hay que matar.”
Antonio: ¿Y tú? “Para ser hijo de puta no hay que ser comunista”. Si eres tan guapo por qué no le dijiste que el pescado que dieron hoy era una mierda.
Hatuey: Él se dió cuenta que lo de hijo de puta y ladrón era con él.
Antonio: Sí, claro…
(Se asoma a la puerta vestido con traje y corbata que trae un niño de la mano y un ramo de flores en el otro).
Hombre: ¿Saben dónde se encuentra Genaro Martínez?
Camilo: Sí, está en la habitación 12. Pero él no se ha muerto todavía. (ante la cara de sorpresa del hombre añade). Lo digo por las flores.
Hombre: (con una sonrisa falsa): Ok, gracias.
Antonio: Coño Camilo, se te fue la mano con eso de que Genaro no se había muerto todavía.
Camilo: ¿A quién se le ocurre llevarle flores al padre?
Máximo: Yo lo que creo que tú estás celoso.
Camilo: ¿Celoso yo? Es que me da la sospecha de que ese no es el hijo de Genaro nada.
Hatuey: ¿No? ¿Entonces quién es?
Camilo: Yo creo que ese es un tipo al que Genaro le paga para que lo visite.
Hatuey: ¿Y para qué?
Camilo: Para darse importancia con nosotros. Fíjense que cada vez que viene nos pregunta donde está Genaro para que lo veamos bien. Si tuviera la edad nuestra yo lo entendería ¿pero un muchacho de esa edad con tan mala memoria…?
Máximo: Coño Camilo no exageres. Tú sabes que los muchachos estos de ahora siempre están comiendo mierda y para todo tienen secretaria o un aparatico.
Antonio: Sí, en este país los muchachos siempre terminan medio jodidos. Yo creo que es algo que le echan al agua. La gente del gobierno, tú sabes…
Máximo: Volviste a empezar Antonio.
Antonio: Si el que empezó esta vez fuiste tú.
Hatuey: No, si el que va a terminar soy yo. Tranqué el juego. Y gané porque tengo el doble blanco.
Antonio: Por eso no porque yo también tengo un doble blanco.
Chibás: En mi época se jugaba con un solo doble blanco.
Hatuey: No viejo. Es que el dominó que nos compró el cabrón de Gutiérrez es una mierda. Dos dobles blancos, ¿dónde se ha visto eso?
Antonio: Y falta el doble seis. Esto es un experimento de Gutiérrez para volvernos locos.
(El niño que había aparecido anteriormente de la mano del hombre se aparece ante la puerta de la habitación.)
Camilo: ¿Qué le pasa a ese niñito? ¿Estás aburrido? ¿No quieres un juguetico?
Antonio: Déjalo. ¿Tú no ves que ni siquiera habla español?
Camilo: Tú quieres un juguetico. ¿Sí?
Hatuey: Ya esto es lo último que tengo que aguantar. Lo de las noticias o el pescado lo dejo pasar pero un juego de dominó defectuoso sí que no… ese cabrón de Gutierrez me va a oír. ¿Quién me sigue?
Máximo: Deja eso Hatuey. No te desgracies por una bobería.
Hatuey: ¿Bobería? Yo le aguanto que me robe el dinero, pero esto sí que no se lo dejo pasar…
(Camilo se aparece con una pistola en la mano)
Antonio: De dónde sacaste esa pistola.
Camilo: Es de juguete. La compré por si mi hijo me traía a mi nieto.
Antonio: ¿Y qué edad tiene tu nieto?
Camilo: No sé. Nunca viene. La pistola la compré hace años. A ver nene. Coge esta pistolita. Es un regalo.
Niño: Déjame tranquilo viejo comemierda.
Camilo: ¡Pero qué lindo! Si hasta habla español.
(El padre del niño al ver al viejo encañonar a su hijo se asusta y empieza a gritar)
Hombre: Deje a mi hijo tranquilo. Le daré lo que usted quiera.
(En ese momento sale Hatuey y sin querer empuja a Camilo a quien se le cae la pistola al suelo)
Hombre: Vamos Brian corre para acá.
(El niño corre a reunirse con su padre quien se encierra con él en la habitación más cercana. Desde allí llama por el celular a la policía).
Hombre: Policía. Aquí hay una emergencia. Un hombre ha amenazado a mi hijo con una pistola y ahora nos tienen rodeados. Envíen ayuda pronto por favor.
Hatuey: Muchacho cálmate que no te queremos hacer daño. Nuestro problema es con el dictador…
Hombre: ¿Qué dictador? Castro se murió hace seis meses.
Hatuey: No, yo hablo del dictador Gutiérrez… ¿cómo? ¡¿Que Castro se murió?!
Hombre: Sí, se murió hace seis meses.
Máximo: No, Gutiérrez no puede habernos hecho eso.
Antonio: Pues parece que sí.
Máximo: Entonces el escándalo ese que oímos meses atrás no era porque los Marlins habían ganado un campeonato.
Chibás: ¿Los Marlins? ¿Y quiénes son esos?
Camilo: Es el equipo de pelota de Miami.
Chibás: ¿Los peloteros mataron a Fidel?
Camilo: No le digas Fidel. Dile Castro.
Chibás: No me jodas que me vas a confundir.
Hatuey: ¿Dónde está Gutiérrez?
Máximo: ¿Tú crees que Gutiérrez lo sepa?
(Close up de la cara de Gutiérrez aplastada contra su escritorio)
Gutiérrez: Yo lo sabía pero no lo dije por evitarles la molestia. Ustedes están a mi cargo y no quería que les diera un infarto masivo.
Máximo: ¿Tú ves? No lo hacía por malo.
Antonio: Coño Máximo. ¿A ti qué otra prueba te hace falta?
Máximo: No si lo digo por…
Camilo: Lo primero es que nos devuelva todo el dinero de los cheques del retiro.
Osvaldo: Sí, que no he visto ni un centavo de todo ese dinero… (todos lo miran con severidad) fue un chiste. Es que no me puedo contener.
Antonio: Con ese dinero podemos alquilar un yate y desembarcar en Cuba.
Osvaldo: Sí, a mí todavía me queda público por allá.
Hatuey: Lo primero que hay que hacer es tomar el control del home. Y encerrar al cabrón de Gutiérrez.
(Ahora los viejos avanzan por el pasillo del home. Hacen un alto y Hatuey dice:)
Hatuey: A partir de ahora nosotros somos los que vamos a decidir lo que se come aquí, lo que se hace y lo que se ve. ¿Me siguen o no?
(todos asienten)
Chibás: Tú sabes que yo tengo mis problemas pero si me empujan te sigo.
Osvaldo: A mí ponme de ministro de cultura.
Camilo: A mí de ministro del interior.
Máximo: Y a mí del exterior.
Antonio: Pues ya lo único que queda libre es el jardín y el patio. Déjamelos a mí.
Hatuey: Y como primer acto de gobierno propongo ir a ver la televisión.
(Imagen de televisión)
Máximo: Por lo menos pon un canal latino.
Antonio: (al ver un reportero en pantalla) Coño ¡noticias!
Reportero: En lo que parece ser un nuevo caso de lo que se ha dado en llamar síndrome de locura cubana los pacientes de un asilo de ancianos se han rebelado en el interior de la institución que los acogía se han atrincherado en el interior de esta sin que todavía hayan hecho pública sus demandas … (esto último es casi inaudible por el comentario de Hatuey.)
Hatuey: Nos acogía un carajo, nos chupaba la sangre.
Reportero: Como pueden ver en nuestra cámara que está en este momento recogiendo imágenes del interior del asilo en donde se encuentran atrincherados un grupo de pacientes. (Se ve en el televisor la imagen de los viejos mirando la televisión).
Antonio: Mira para eso.
Osvaldo: Yo no veo nada.
Camilo: Sí, primera vez que podemos ver las noticias y la noticia somos nosotros.
Reportero: Mientras tanto, grupos especiales del FBI toman posiciones rodeando el asilo, listos para entrar en acción en cualquier momento.
Antonio: Mira, el FBI. Seguro que detrás de eso está el gobierno americano.
Osvaldo: Claro que está el gobierno. Ellos son el gobierno. A menos que Máximo diga que el FBI es una fundación sin ánimo de lucro.
Reportero: Acaban de llegar los nombres de los principales implicados en los hechos. Estos son Angel Díaz Tamayo alias Hatuey, Osvaldo Rodríguez, Camilo Valderrama, Máximo Muguercia, Antonio Alvarez y Rubén Chibás.
Máximo: Eh, pero cómo supieron nuestros nombres.
Hatuey: Seguro que fue el cabrón de Gutiérrez que está llamando por el celular del padre del niño. Camilo, ve y quítale el teléfono.
Camilo: ¿Por qué yo?
Hatuey: Porque tú eres el ministro del interior.
Camilo: Bueno, pero por lo menos dame la pistola.
Aparece en la pantalla del televisor Camilo pistola en mano gritando a las cámaras:
Camilo: ¿Y ustedes qué miran?
Imagen de apartamento pequeño donde hay una mujer con un niño en brazos.
Mujer: Yoyo, ven acá a ver esto.
Aparece Yoyo con la cara embadurnada de crema de afeitar.
Yoyo: ¿Qué cosa?
Mujer: ¿Ese no es tu padre?
Yoyo: No, qué va a ser... coño ¿qué hace mi padre ahí?
[Corte a la habitación donde están encerrados Gutiérrez y el padre y el hijo. Gutiérrez está hablando nerviosamente por el celular. Entra Camilo pistola en mano.]
Camilo: Dame acá el teléfono.
Gutiérrez: Pero si yo no...
Camilo: No, si ahora me vas a decir que estabas encargando comida china. Dámelo.
Hombre: ¿Y que van a hacer con nosotros? ¿Matarnos?
Camilo: (irónico) En realidad teníamos pensado violarlos, pero luego nos dimos cuenta que no estábamos para esos trotes. (cambiando de tono) Esténse tranquilos y no inventen nada y ya verán cómo todo sale bien. (Sale y se asegura que la puerta quede bien cerrada)
Corte a la entrada del restaurante Versailles.
Reportero: Aquí nos encontramos a la entrada del restaurante Versailles para recoger las opiniones sobre la toma de un asilo de ancianos de la Pequeña Habana por parte de sus propios pacientes, suceso que ha conmocionado a toda la ciudad de Miami y a la comunidad cubana en particular. (Dirigiéndose a un viejo que toma café en el Versailles) ¿Qué piensa usted de este acontecimiento?
Entrevistado: ¡Qué voy a pensar! Que son agentes enviados por Castro para desestabilizarnos.
Reportero: Pero es que Castro murió ya hace un año.
Entrevistado: ¡Eso es mentira! Fidel se ha hecho el muerto para que nos descuidemos y bajemos la guardia y entonces penetrarnos por todos lados. Eso no es la primera vez que lo hacen.
Otro: ¡Qué infiltrado ni infiltrados! Esos viejos son unos verdaderos patriotas que están dando un ejemplo a los cubanos de Miami para que acaben de despertar.
Otro más: Pues si no nos despertamos con este café yo no sé con qué nos vamos a despertar.
Apartamento del hijo de Camilo.
Mujer: ¿Y ahora que va a decir todo el mundo? Que tiramos a tu padre en el primer asilo que encontramos y ahora se volvió loco y está secuestrando gente a mano armada.
Yoyo: Pero Yolanda si tú misma decías que por culpa de él teníamos a la niña durmiendo en la cama y que a ese paso más nunca íbamos a tener sexo...
Plano de la pantalla del televisor;
Locutor: Según se acaba de confirmar entre los secuestradores se encuentra el conocido cantante Osvaldo Rodríguez, famoso décadas atrás por sus canciones altamente comprometidas con el régimen castrista razón por la cual a su llegada a Miami tuvo una acogida hostil.
Aparece en pantalla una imagen de archivo de Osvaldo cantando “que viva mi bandera, viva nuestra nación, viva la revolución”. La voz de la imagen de archivo es coreada por la del actual Osvaldo Rodríguez.
Máximo: Coño ciego, no sigas con esa canción de mierda.
Osvaldo: Es que la oigo y no me puedo contener. La verdad que es pegajosa.
Locutor: Otro de los secuestradores identificados es Máximo Muguercia.
Un hombre que mira la televisión desde su casa y se atraganta con el vaso de jugo que está tomando.
Mujer: Manny... ese... ese es tu padre... No cambies de canal que ese es tu padre...
Manny: Yo creo que...
Mujer: Si ahí lo dice, Máximo Muguercia, cabrón. ¿Tu padre no había muerto el año pasado en Puerto Rico?
Manny: Déjame explicarte...
Mujer: ¿Qué? ¿Me vas a explicar con quién te pasaste una semana completa en Puerto Rico? ¡Degenerao! [empieza a tirarle cosas por la cabeza. En dependencia de los actores que se consigan se puede hacer una discusión bilingüe, en el caso de que sea cubanoamericana o americana o con acentos y palabras diferentes en el caso de que sea de otro país latinoamericano]
Corte a la pantalla de la televisión.
Locutor: ... hace algunos años fue llevado a juicio por estar implicado en torturas a opositores en el hospital psiquiátrico de La Habana pero atendiendo a su avanzada edad fue puesto en libertad.
Hatuey: ¡¡Acusando a todo el mundo de comunista y tú eras uno de ellos!!
Máximo: Caballeros déjenme explicarles...
Corte a Manny el hijo de Máximo que trata de convencer a la mujer.
Manny: La verdad de todo es que yo soy agente secreto. Trabajo para la CIA y aquella vez me habían asignado una misión en Puerto Rico...
Corte al asilo.
Hatuey: Así que un infiltrado de la CIA, cabrón. Y por eso le dabas electroshocks a la gente... (lo agarra por cuello)
Camilo: Déjalo Hatuey. Ahora no. No podemos darles una imagen de desunión a la gente allá afuera.
Corte a casa de Manny.
Hija de Manny: Sí mami, déjalo que se vaya...
Corte a pantalla del televisor.
Reportero: Ya han pasado más de seis horas desde que un asilo de ancianos de la Pequeña Habana fuera tomado por un grupo de pacientes y todavía no se ha resuelto la situación. Se teme por la seguridad de los rehenes, pero hasta ahora los secuestradores no han expresado ninguna demanda. Se espera que las fuerzas de seguridad actúen de un momento a otro...
Aparece en pantalla una imagen televisiva de los viejos en el interior del asilo y luego un corte a los rostros de los viejos. Se les nota entre cansancio y desesperación.
Hatuey: Antonio, yo tengo algo que confesarte...
Antonio: (distraído) Sí...
Hatuey: ¿Te acuerdas de aquél intento de fuga que se frustró cuando estábamos presos en la Cabaña?
Antonio: Sí claro. Si hasta me metieron cuatro meses de solitaria...
Hatuey: Yo fui el que los delató. Me presionaron y me dijeron que si quería volver a mi familia tenía que contárselo todo.
Antonio: ¿Y?
Hatuey: ¿Cómo que “y”? Que te digo que te chivatié.
Antonio: ¿Y qué? Yo siempre lo supe. Los guardias mismos me lo dijeron.
Hatuey: ¿Y cómo en todo este tiempo no me habías dicho nada?
Antonio: ¿Para qué? Bastante ya tenías con tus remordimientos.
Hatuey: Pero ¿cómo has podido ser mi amigo durante todo este tiempo?
Antonio: Es que tampoco había mucho que escoger y a ti los remordimientos te convirtieron en el mejor amigo del mundo. Además si te voy a decir la verdad: el plan de fuga era una mierda.
Hatuey: Y hay otra cosa más.
Antonio: ¿Qué cosa?
Hatuey: Las cartas de mi sobrino. Eran un invento mío.
Camilo: Yo ya me lo había imaginado. De lo contrario te habrías enterado que Fidel estaba muerto.
Osvaldo: Yo también tengo algo que confesarles. Yo cuando cantaba aquellas canciones me entraba tremenda emoción.
Camilo: Si eso lo sabe todo el mundo. Nada más que hay que ver la cara que ponías.
Osvaldo: Pero es que a mí lo que me emocionaba era lo bien que rimaba “revolución” con “nación”. Era como si encajaran perfectamente y entonces todo tuviera sentido.
Máximo: Así que todo encajaba. ¡Qué maricón tú me has salido!
Osvaldo: Mira tú: “maricón” también rima con “nación”. ¡Qué curioso!
Corte a interior de carro. Una mujer maneja y un hombre está al lado. Hay un embotellamiento de tráfico.
Hombre: Yo te dije que cogieras por el Palmetto.
La mujer sin hacerle caso cambia de emisora de radio donde dan la noticia del asilo. Mencionan el nombre de Hatuey. La mujer empieza a girar el carro en “U”.
Hombre: ¿Qué tú haces?
Mujer: No oíste, que mi padre ha tomado por las armas un asilo junto a un grupo de viejos locos. Tengo que ir.
Hombre: ¿Estás loca? Ahora que íbamos a cerrar el negocio con esta gente ¿Qué tú vas a hacer allí?
Mujer: Lo que sea, pero tengo que ir.
Hombre: Tú si quieres ve, pero yo no pienso perderme el negocio de mi vida.
Mujer: Como quieras. Bájate.
Hombre: Pero ¿aquí?, ¿en medio de la carretera?
Mujer: Aquí mismo, bájate.
El hombre se baja mientras la mujer se aleja en dirección contraria chirriando gomas.
Corte a asilo.
Hatuey tratando de colgar el teléfono celular.
Hatuey: Ya está ¿Dónde se apaga esto?
Antonio: Aprieta el botoncito rojo.
Hatuey: Dice el oficial que nunca había tenido que negociar con gente más difícil que nosotros.
Antonio: Claro, si no oyes la mitad de lo que te dicen...
Hatuey: Bueno pero lo que sí le entendí es que están dispuestos a darnos lo que sea con tal de que soltemos a los rehenes.
Antonio: ¿Lo que sea?
Máximo: Pídele un yate para ir a Cuba.
Osvaldo: Un yate no, que me marea. Un avión que es más cómodo. Yo allá tengo a mi público...
Hatuey: De aquí no se va nadie. No hay manera que nos dejen ir así como así. Y aunque nos dejaran ir ¿qué carajo vamos a hacer en un país donde ya no nos queda nadie? Además ¿No ven que con el control del asilo en nuestras manos podemos hacer de esto un paraíso?
Antonio: Eso, el paraíso.
Chibás: (despertándose) ¿El paraíso? ¿Qué? ¿Ya nos morimos?
Máximo: ¿No podríamos pedir que nos mandaran unas enfermeras jovencitas? ¿Y bonitas?
Osvaldo: O unas masajistas. Y me da igual que no sean bonitas pero que las manos sean suaves.
Hatuey: Déjense de boberías que les tengo una idea mejor...
Corte al exterior del asilo. Frente a una barrera policial hay un grupo de personas. Entre ellas están el hijo de Camilo y el de Máximo. Entre la multitud se abre camino hasta llegar hasta ellos la mujer que conducía el coche.
Mujer: ¿Dónde están ellos?
Manny: Adentro, pero de aquí en adelante no dejan pasar.
Policía: Ustedes. Vengan conmigo.
Corte a reportero situado frente al asilo.
Reportero: Acaba de ser confirmada la noticia de que los secuestradores ya han hecho sus peticiones a cambio de liberar a sus rehenes. Según nos han informado se han comprometido a liberar a los rehenes con tal de que les envíen a sus hijos y una ficha del doble seis para poder continuar la partida de dominó que estaban jugando.
Mientras el reportero sigue hablando se observan imágenes del interior del asilo donde se abrazan los hijos con los padres.
Reportero: Todo parece indicar que estos ancianos han arriesgado sus vidas y las de algunas personas más con el único objetivo de estar un rato con sus hijos. Estos, seguramente debido a sus múltiples ocupaciones no habían podido visitarlos en mucho tiempo. Unas escenas realmente conmovedoras estimados televidentes están teniendo lugar en estos momentos. Algo que nos recuerda la necesidad de estar cerca de los seres queridos al precio que sea. Por eso yo también quiero decirle a mi padre, donde quiera que esté, que lo quiero mucho y que tan pronto como termine esta transmisión iré a buscarlo. No te preocupes papá, que te encontraré, aunque tenga que remover cielo y tierra. Ardo en deseos por darte un abrazo como los que se están dando padres e hijos ahora mismo en el interior de ese asilo.
Como suele suceder en situaciones similares en las películas aparecen diferentes imágenes de padres e hijos que se abrazan mientras ven las imágenes que aparecen en la televisión.
Corte a escena de juego de dominó. Esta vez la hija de Hatuey y el hijo de Camilo están jugando con sus respectivos padres.
Hijo de Camilo: Cuatro días aquí y lo único que hemos hecho es jugar dominó y mirar televisión.
Camilo: No te quejes que tú nunca te habías visto en la televisión. Ya eres famoso.
Hijo de Camilo: Famoso y todo voy a perder el trabajo.
Hija de Hatuey: Quien tendría que quejarme soy yo que por venir para acá me perdí el negocio de mi vida.
Camilo: [empujándola suavemente con el cañón de la pistola] No protestes más y acaba de jugar.
Hatuey: A mi hija no me la estés amenazando.
Camilo: [pasándole la pistola a Hatuey] No hay problema. Amenázala tú. A ver si te hace caso.
Antonio [al hijo] A ver, cuéntame de nuevo lo que pasó el día en que se murió Fidel.
Hijo: ¿De nuevo papi? Que te lo he contado más de veinte veces.
Antonio: Ya lo sé, pero disfruto tanto oírlo. Cuéntamelo de nuevo, anda.
Hatuey: ¿No te dije Antonio? Esto es el paraíso.
Chibás: ¿El paraíso? ¿Entonces ahora sí estamos muertos?
Manny: No estamos muertos pero es como si lo estuviéramos.
Hatuey: Cállense la boca y no hablen mierda. Malo es estar aquí y que nadie venga a verte. Eso sí es estar como muerto.
Va bajando el volumen de la conversación al tiempo que va subiendo el del televisor al que se le va acercando la cámara. En el televisor están dando un talk show hispano en el que aparece el reportero de la televisión reencontrándose con el padre.
Animadora: Esto es para que ustedes vean lo importante que es que los hijos le presten atención a los padres. Piensen en los viejitos rebeldes del asilo que salió en las noticias el otro día. Si siempre fuera así todos seríamos un poco más felices.
Hatuey: (apuntando con la pistola a la hija pero sin parecer demasiado amenazador, casi con cariño) Acaba de jugar, dale.
Siguen hablando pero las voces se hacen inaudibles.