martes, 1 de octubre de 2024

Inventos




En clase hablábamos de los grandes inventos en la historia de la humanidad: el fuego, la rueda, la imprenta, el internet, cosas así. Entró Elon Musk en la conversación y el rechazo fue casi unánime. Casi por una estudiante se atrevió a decir que le era indiferente mientras el resto de sus compañeros declaraban su odio entusiasta por el billonario sudafricano. Les pregunté entonces por inventos que al principio parecían gran cosa y después habían resultado todo lo contrario. Mi mente andaba por la dinamita o el teflón pero un estudiante -el más audaz, de esos que tratan de subirte la parada pero terminan mejorando la clase- me suelta: “¡El fascismo!”.
-¡Por supuesto! -le respondí agradecido. Me había dado la oportunidad perfecta para añadir- ¡Y el comunismo!

Al estudiante y a mí no nos costó ponernos de acuerdo en que el comunismo -o “socialismo”, que es su actual nombre comercial- nunca ha funcionado pero la gente siempre decide que la próxima vez sí va a salir bien. Rusia, China, Kampuchea, Cuba, Venezuela, les recordé. El resto de la clase permaneció callado. Por lo visto y oído Elon Musk es mucho mejor tema de conversación.
Luego recordé la caricatura de arriba.

sábado, 28 de septiembre de 2024

Niños náufragos


 

El otro día un amigo decidió emboscar a su novia para ofrecerle matrimonio. La emboscada tendría lugar en la cocina de mi casa con el pretexto de una una comida repentina a la que los debía invitar. La sorpresa que tenía preparada mi amigo no funcionó tal como había pensado y tuvo que aparecer mi mujer a "descubrir" la cajita con los anillos que la novia debió haber encontrado entre las copas de vino. Mi amigo, arrastrado por el ejemplo de las películas y de Tik Tok, arrodilló su corpachón enorme frente a la novia y ahí fue que apareció la duda: no le quedaba claro en qué dedo colocarle el anillo a su -ahora- prometida.
Yo, que me casé de emergencia en un registro civil días antes de irme de Cuba y pertenezco a la generación que se apareó inceremoniosamente sin el ritual de los anillos apenas atiné a decirle que creía que de novios los anillos se usaban en la mano izquierda y, ya casados, en la derecha. Por suerte en ese momento apareció una señora mayor, de las de antes -en mi casa siempre aparece alguna señora mayor dispuesta a compartir su sabiduría- para confirmar mis sospechas, para darle a mis sospechas la firmeza de la tradición.
Cuento esto como una de las tantas instancias en que se revela nuestra condición de náufragos. Ni siquiera de náufragos adultos sino niños náufragos como lo eran los de aquella famosa película “La isla azul” donde a cada paso enfrentaban las circunstancias más elementales como si fuera la primera vez. Sin siquiera la presencia de una señora mayor para recordarnos cuáles eran los dictados de la tradición que una vez violentaron nuestros padres -y acaso también aquella señora- para luego quedarse con las manos vacías e hijos que no recuerdan ni las rutinas de la costumbre ni el sentido profundo de rebelarse contra ellas.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria


Cuando titulé mi artículo "Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria" sobre el libro Una amiga en París no sabía que su autor estaba muriéndose. La salvación a la que me refería en el artículo no era cuestión literal ni medianamente metafórica sino la salvación abstracta que nos proporciona la escritura haciéndonos distintos a nuestras circunstancias en lugar de sus víctimas. Ya le había hecho saber a través de nuestra amiga en Miami y editora común de Ediciones Furtivas, Karime Bourzac, lo mucho que me había gustado Una amiga en París pero sin avisarle que planeaba escribir una reseña. Quería darle la sorpresa a Reinaldo pero la sorpresa me la dio él a mí. Para cuando apareció el artículo ya Reinaldo se encontraba hundido en un coma del que solo salió para morir.

No puedo decir que fuera especialmente cercano a García Ramos ni que lo conociera más allá de las intimidades que se permiten los escritores con sus lectores. Sí hablamos bastante cuando vivía en Nueva Jersey y nos encontrábamos en la guagua camino a Nueva York. Hablábamos sobre todo de Mariel, revista de la que fue editor y que, para mí, hasta hacía poco era más mito que realidad palpable de papel, tinta y polvo. Porque Reinaldo no se había limitado a darle aliento a la revista mientras esta existió sino que se empeñó en conservarla en formato digital. Hablábamos tanto de los pormenores de su redacción, los cambios de sede (que no era otra que el apartamento de quien se hiciera cargo de la edición correspondiente) y de la batalla que libraba para defender el archivo digital de la revista de los ciberataques del mismo régimen que en Cuba se dedicara a hacerles la vida literalmente imposible a los futuros creadores de Mariel. El mismo régimen que ideara el éxodo epónimo para sacarse de arriba una crisis que empezaba a escapar a su control ahora se dedicaba a intentar destruir el archivo creado por los fugitivos.

A Reinaldo no había que convencerlo de la importancia preservar la memoria colectiva o personal. Aunque fuera por pura reacción al empeño que ponían sus antiguos perseguidores en borrarla. Años después nos reencontramos en Miami Beach a donde íbamos a vacacionar que es otra forma de llamarle al maratón de encuentros con amigos entre sol, playa y cervezas. Venía a ver a mi suegra, Teresita Valladares, quien trabajó por largos años en ese refugio de los parias de la cultura que fue durante tanto tiempo la Biblioteca Nacional. En esas ocasiones todo era más familiar. Ni literatura ni Mariel. Sencillamente dejarse llevar por el vaivén del verano enfático de Miami Beach.

Pasaron los años sin vernos. Solo mensajes ocasionales con el pretexto de algún proyecto o presentación. Hasta que con la publicación de Una amiga en París me llegó el pretexto perfecto de asomarme a su vida anterior a la que le conocía, de admirar la discreta y trágica firmeza con que se resistió a aquello que otros aplaudían aunque lo repudiaran en secreto, su renuncia al remedio fácil y perverso de engañarse a sí mismo. Admirar la persistencia y convicción con que finalmente Reinaldo publicó las cartas de medio siglo atrás. Publiqué el artículo, llamé a Karime para hacérselo llegar y entonces me enteré que Reinaldo, ese que se me había hecho tan presentes en las cartas recién publicadas estaba yéndose sin remedio. Como consuelo Karime me dijo que le habían leído mi reseña cuando ya estaba en coma. La manera que había encontrado de darle las gracias por esa existencia ejemplar por tranquila pero firme le llegó tarde. Tampoco es que le hiciera mucha falta, pienso. Gente como Reinaldo García Ramos no necesita de esas confirmaciones para vivir como viven. Somos nosotros, más débiles en el más profundo de los sentidos, a los que siempre nos queda algo por decir, algo por escuchar.

Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria

Los pueblos ya vienen de por sí olvidadizos. Por eso cuando un estado totalitario acomete su habitual borrado de la memoria colectiva no hace más que acentuar un proceso natural, si es que hay algo natural en lo que respecta a los pueblos y su memoria. Son por lo general esos seres melancólicos llamados intelectuales —cuando no cosas peores— los que se empeñan en dejar por escrito el testimonio de un pasado que no le importa a casi nadie hasta que es demasiado tarde y no queda más remedio que convertirlo en mito.

En cuestiones de memoria los cubanos hemos ido mejorando nuestra suerte. Desde que Aldo Baroni —en un libro que muchos citan el título pero que pocos parecen haber leído— definiera la isla como “Cuba, país de poca memoria” en 1944 se ha avanzado bastante en la restitución del pasado. Sobre todo, a través de la palabra escrita como en buena parte de la obra de Guillermo Cabrera Infante, uno de los primeros en darse cuenta luego del “Affaire PM” de que ese presente que se deshacía en las manos para convertirse instantáneamente en pasado merecía ser retenido a través de la literatura.

Los soviéticos resumieron muy bien la arbitraria administración de la memoria por un régimen comunista con la frase: “nadie sabe el pasado que le espera”. Bastante sabían ellos de eventos desvanecidos en las cronologías, personajes que desaparecían de fotos icónicas o de la misma memoria colectivizada en diccionarios o relatos oficiales después que el pelotón de fusilamiento, el Gulag —cuando no el exilio en el caso de los afortunados— hubiera dispuesto de la materia inservible para la historia oficial. No es casual que sea la generación de Mariel —la primera en constituirse como grupo de resistencia literaria y cultural contra el asedio totalitario— la que con más conciencia se empeñó en dejar constancia casi notarial del pasado escamoteado a todos. No solo pienso en Reinaldo Arenas y su famosa autobiografía Antes que anochezca. También está José Abreu Felippe y su pentalogía “El olvido y la calma”, un quinteto de novelas que abarca desde la infancia del protagonista en la década de los cincuenta hasta entrados los ochenta cubanos. O su hermano Juan que con sus memorias Debajo de la mesa y la suerte de diario que tituló A la sombra del mar donde reconstruye su vida desde su infancia hasta los durísimos años setenta, esos en que de ocuparle aquellos escritos en el fondo de una gaveta podía haberle acarreado unos cuantos años de cárcel. (Lo anterior me hace recordar otro chiste soviético. Aquel en que en una conversación de condenados en el Gulag le preguntan a un recién llegado cuál es su condena. “Diez años” responde este. “Y ¿por qué estas preso?”. “Por nada” vuelve a responder. “Mientes”, le dicen “porque por no hacer nada solo te meten cinco años”. Igualmente, en los años en que Juan Abreu escribe las páginas que luego irán a parar a A la sombra del mar no hacer nada era un delito que la famosa Ley contra la Vagancia castigaba con el envío a un campo de trabajo conocido entonces con el bucólico nombre de “granja”. Por escribir te tocaba un poco más).

Ahora Ediciones Furtivas nos trae una reconstrucción arqueológica de hace más de medio siglo con el libro Una amiga en París (Cartas 1968-1972) de Reinaldo García Ramos. García Ramos es una figura clave de la generación de Mariel, recordado tanto por sus poemarios como por su participación en la revista que recogiera el nombre del éxodo que el castrismo había convertido en carne de infamia. Lo natural es que las páginas de Una amiga en París se hubieran perdido entre otras tantas que los cubanos nos hemos exprimido dentro y fuera de la isla con la misma vocación de náufragos. Porque lo que recoge García Ramos en Una amiga en París es una selección de 33 de las más de doscientas cartas que este le escribiera a la poeta Ana María Simo miembro de la generación agrupada alrededor de Ediciones El Puente, la editorial fundada por el también poeta José Mario y una de las tantas víctimas del ansia castrista de control absoluto. Simo es la amiga en París a que se refiere el título y a quien García Ramos le escribía para coordinar las gestiones para sacarlo de Cuba, la isla donde la homofobia de Estado y la persecución ideológica la habían vuelto inhabitable para el autor de las cartas.

Las cartas de Una amiga en París van desde abril de 1968 hasta septiembre de 1972. Son años de triste recordación que incluyen la mencionada Ofensiva Revolucionaria; el escándalo que fueron objeto los libros Fuera del juego de Heberto padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat tras recibir los Premios UNEAC de 1968; la devastadora Zafra de los Diez Millones; la detención del propio Padilla por la Seguridad del Estado; el feroz Congreso de Educación y Cultura de 1971 y el subsiguiente proceso de “parametración” con que expulsaron del mundo de la cultura a todo el que no les pareciera lo suficientemente adecuado política, sexual o estéticamente. A todos estos sucesos se refiere García Ramos en medio de sus tribulaciones burocráticas ya sea para gestionar su salida como para encontrar algún oasis en el desértico mundo laboral cubano, árido sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba poca simpatía por el régimen o “desviaciones” ideológicas o sexuales que por aquellos años venían a ser más o menos lo mismo.

Gracias a la sensibilidad y a la acuciosa disciplina con que García Ramos reporta desde las incidencias del Salón de Mayo en La Habana hasta un artero ataque de ladillas nos vamos haciendo una idea íntima y tremendamente compleja de aquellos años. García Ramos no es lánguido burgués de Memorias del subdesarrollo y cuyo distante reporte se interrumpe en la Crisis de los Misiles de 1962. El protagonista de Memorias al menos vivía de las rentas y sus amoríos eran vistos con cierta comprensión por los mismos encargados de vigilarlo. El reportaje de García Ramos viene de años tan terribles como los de Memorias pero todavía más oscuros, menos iluminados por el recuerdo colectivo. Encima, en su doble condición de “gusano” y homosexual, García Ramos era doblemente marginado, vigilado y sus aventuras sexuales debían ser tan clandestinas como sus lecturas. Uno puede entender lo importante que fueron para el autor estas cartas donde podía expresarse con una libertad y una lucidez imposibles en su vida cotidiana. Lo mismo da cuenta de las últimas medidas tomadas por el gobierno para apretar las clavijas económicas o políticas que de su propio embrutecimiento y alienación y del “espectáculo de mi propia depauperación individual”.      

Se puede pensar que cualquiera con dos dedos de frente y con ojos y oídos para percibir lo que ocurría a su alrededor podría haber escrito una crónica honesta de aquellos años. Pero sucede que no. Donde los Carpentier, los Vitier o los Eliseo Diego sobornados por las imposiciones de la Historia o incluso los Lezama o los Piñera, atenazados por el miedo, no se atrevieron a confesar en sus cartas más íntimas lo que sentían y pensaban, la coherencia intelectual y la integridad ética de un García Ramos (auxiliado por cierto candor juvenil) fue capaz de dar cuenta honesta de tiempos en que tantos aplaudían a los verdugos de su libertad. Aún consciente del peligro de hablar por lo claro (“No puedo manifestar ni un segundo, con nadie, mis preferencias políticas o sexuales, por ejemplo. Me liquidarían sin contemplaciones”) el autor de las cartas no incurre en el pecado mayor de mentirse a sí mismo y rechaza el régimen en el que sobrevive no por sus fallas circunstanciales sino por su propia esencia: la de “encasillar en patrones abstractos los deseos y necesidades de millones de criaturas vivas y darles (o pretender darles) a todos ellos por igual, la misma supuesta satisfacción”. 

La estrecha vigilancia ética a la que García Ramos somete al régimen que lo constriñe se redobla cuando juzga sus propias tácticas de supervivencia. Reconoce que por mucho que se refugie en su ironía y sus lecturas

cuando llega la hora de celebrar chistes y comentarios mediocres, cuando es preciso perder tiempo y hacer concesiones (porque hacer lo contrario, rebelarse, carece absolutamente de sentido), todas esas lecturas se van a la mierda. y un diálogo genial de una obra de Camus no penetra sino nominalmente en nuestra sensibilidad y sólo tenemos escasamente unos segundos para darnos cuenta, con un estremecimiento de sorpresa y de confirmación a la vez, que estamos siendo tragados por ese personaje que nos hemos visto obligados a inventar, y que nuestros actos ya no se corresponden ni en lo más mínimo con nuestro ser más íntimo ni con nuestras aspiraciones ni con nuestra inteligencia.

Hundido en los intestinos del castrismo García Ramos no renuncia a entender el régimen más allá de sí mismo. Sobre todo en relación con el mundo occidental que todavía veía el comunismo con simpatía. Pero no por ello acepta el relativismo “de que la existencia es prácticamente insoportable en cualquier parte” para hacer de su vida en Cuba algo más aceptable. En los mismos días en que Michel Foucault se declara admirador de Mao Zedong en el París al que García Ramos sueña escapar, el cubano acepta con orgullo su condición de desertor de la Gran Marcha de la Humanidad hacia el Porvenir. Al escribir estas cartas se resiste a que su experiencia sea reducida a lo que aparezca en “los sesudos ensayos de periodistas ladinos y experimentados, ni en los discursos, ni en las estadísticas, ni en los libros de historia académica, vida que sólo se puede captar por la expresión desgarrada del que la sufre”. El corresponsal se resiste a ser mero objeto de la descripción de los que peregrinan al paraíso revolucionario. Como Padilla en su famoso poemario García Ramos se sale del juego en el que solo tienen derecho a ser escuchados los devotos de la religión del progresismo. “Quizás, sí, me he convertido sin remedio en un reaccionario ajado y sin gran dosis de vitalidad: no me importa. No es de los libros ni de las creencias políticas en boga de donde tengo que sacar una verdad; es de mí mismo, de lo que con mi torpe existencia pueda llegar a descifrar”.  

En todo caso, a pesar de contar con todas las disculpas posibles Una amiga en París evita caer en el patetismo. El humor que recorre estas cartas se lo impide. Un humor entendido no como el impulso de tirar a broma incluso lo más terrible sino el esfuerzo por distanciarse de su propio sufrimiento para poder apreciar mejor el profundo sinsentido que lo produce. Al fin y al cabo la tragedia siempre termina dignificando sus causas. En cambio, todo el acoso y la marginación por los que pasa García Ramos no le impiden apreciar la ridiculez y el absurdo del régimen que lo oprime. Comprende, por ejemplo, que de aceptar los principios sobre los que erige el “hombre nuevo” guevariano él mismo quedaría despojado de todo rastro de dignidad.

Digámoslo: sobrevivimos sólo para que sobre nuestros huesos pasen las sonrosadas piernecitas de estos gozadores del futuro. Ellos son la pureza. Ellos son la garantía de una salvación. Nosotros no; nosotros somos un rebaño de seres monstruosos y deformes, viles y cínicos, que apenas logramos por momentos convencernos de nuestra inservible condición histórica. Por eso estamos (sí, desde luego, dichosa y divinamente) preparados para desaparecer. [...] Somos criaturas, repito, convencidas de su próxima, necesaria e inexorable desaparición.

En el episodio más humillante que recogen estas cartas, el del interrogatorio por el que debe pasar su autor sobre sus preferencias sexuales conducido por militares que supuestamente evalúan su incorporación al Servicio Militar Obligatorio, termina convertido en una falsa teatral titulada El golpetazo del oprobio. En dicha farsa, mientras que el autor se reserva el papel de “El Incomprendido”, le asigna a sus interrogadores personajes nombrados “Primera Señora” y “Segunda Señora”. No obstante, las hilarantes escenas que describe no le ahorran al lector lo vejatorio de una situación que incluye parlamentos (tomados del natural) dignos del orwelliano interrogador de 1984:

Aquí tenemos nosotros toda la información, pero queremos que seas tú mismo el que nos hables del asunto y ver hasta qué punto podemos confiar en ti. Nosotros no queremos destruirlos a ustedes [los homosexuales, se sobreentiende], sino ayudarlos. Cuando tú termines de hablar, nosotros te vamos a dar un consejo. Nosotros no hacemos nada con pasar este expediente tuyo al departamento de lacras sociales…

Hay que agradecer la escritura, rescate y publicación de estas cartas de cuya importancia el autor estaba consciente incluso a medida que las redactaba. En algún momento, García Ramos al revisar correspondencia acumulada reconoce quedar impresionado por su volumen: “¿es así como se escriben esos enormes libros que leemos? ¿Esas novelas alemanas interminables? […] ¿Te imaginas que en esas trecientas cuartillas puede haber por lo menos cien de un interés más permanente?”. La edición de estos cinco años de confesiones epistolares, interrumpidas por el traslado de la destinataria a Estados Unidos, suma 161 páginas que nos traen, junto con noticias fresquísimas del pasado, una pequeña epopeya de la dignidad humana. La de un escritor que, abandonada toda esperanza de expresarse públicamente, no renuncia al deber fundamental de todo ser humano de ser honesto consigo mismo, cualesquiera que sean las circunstancias. Y pocas circunstancias pueden ser más asfixiantes que las de un ser inteligente, honesto, independiente y sensible en medio de una sociedad que ha optado por la necedad y la obediencia.

Interrumpida la correspondencia en 1972 a García Ramos todavía le faltarían ocho años para poder escapar de Cuba a través del éxodo de Mariel. Uno puede lamentar la pérdida de lo que el autor pudo haberle contado a su confidente en aquellos años pero también vale preguntarnos si estamos dispuestos a padecer tanta verdad.


sábado, 10 de agosto de 2024

Hoy en WNY: conferencia de Ranfis Suárez

 


Medallas contra materia



-¿Viste la medalla de Mijaín?

-Por supuesto. Cinco oros seguidos. Un gigante, un extraterrestre, un fuera de serie…

-Son admirables sus capacidades físicas, su grandeza deportiva, su congénita modestia, los valores que porta, el apego a su tierra…

-Lo del apego a la tierra es impresionante. Ni un boniato le hace nada. Y lo digo con admiración, por supuesto. El boniato era un tubérculo mambí. Mucha hambre que mató en las guerras de independencia.

-Su verbo florido…

-No quiero burlitas.

-Si lo digo en serio. ¿Viste cómo le dedicó la medalla al Comandante?

-Por supuesto. Y hasta recalcó que el Comandante había traído el deporte a nuestro país.

-Bueno, ahí se le fue un poco la mano. ¿Dónde metemos a Kid Chocolate, a Ramón Fonst, a Rafael Fortún, a Martín Dihigo…?

-Eran profetas que anunciaban la llegada del comandante y del deporte.

-Como Martí y el asalto al Moncada.

-Eso mismo, pero en una talla deportiva.

-¡Qué claridad la de Mijaín!

-¡Y qué autocontrol!

-¿Lo dices por los rivales a los que se enfrentó? Yo más bien vi que los descojonó como siempre. Con ese ímpetu revolucionario que lo caracteriza.

-No, hablo de la contención que mostró ante los que le gritaban “Patria y vida”. Pudo haber sacado unos cuantos dientes.

-Bueno, recuerda que por eso mismo tuvo un juicio en Chile. Los juicios enseñan.

-Pero hay que ver la vileza de esa gente. Patria y vida. Con lo linda que se ve la patria al lado de la muerte.

-Y ese cambio artero de la “o” por la “y”. Negando la superioridad moral de las conjunciones disyuntivas sobre las copulativas.

-Sí, esa “y” copulativa es una indecencia.

-Luego están los vendepatrias que ganaron las medallas en triple salto para potencias europeas. No una ni dos, sino tres. Unos jineteros deportivos.

-Unos parásitos. Unos insectos dañinos que le roen el hueso a la patria que los nutre. En lugar de ser tubérculos nutritivos como nuestro Mijaín.

-Y hablando de eso… ¿tú sabes para qué es esta cola?

-A mí me dijeron que iban a sacar papas. O pollo.

-A lo mejor son los dos. El tiempo que hace que no me como un pollo con papas.

-Te veo flojito. Aquí lo importante es resistir. Y no dejarse llevar por esos cantos de sirenas de que si las proteínas son importantes. O los carbohidratos. Lo importante son las medallas. Sobre todo de oro.

-¿Oro? Te veo demasiado materialista. Además, la cosecha de medallas no ha sido como la de otros años.

-¿Y qué? Así y todo nos viene tocando un 0.0000002 de medallas por habitante. Más que a los españoles, por ejemplo que solo tienen el doble de oros pero más de cuatro veces nuestra población.

-Y si la gente se sigue yendo tocaremos hasta más.

-No me hables de eso que la semana pasada se me fue la hija con el novio.

-Igual. Le mandas su 0.0000002 de medalla y ella que te mande todo lo demás. Peor lo tiene Argentina. 45 millones de habitantes y una sola medalla de oro.

-Sí, pero tienen carne.

-¡¿Carne de qué cojones?! ¡Aquí lo que importa es el espíritu! El espíritu de Mijaín, el espíritu de …

-Yo me imagino que Mijaín también tiene carne. Un cuerpo así no se cría solo con boniato.

-¿Qué tú quieres decir? ¿Vas a hacerle caso a la propaganda imperialista?

-Yo solo decía que Mijaín tiene un cuerpo que se ve que no come lo mismo que…

-Es más, que me voy de la cola que con gente como tú no se puede ni hablar de deporte. Siempre tienen que meter la política por medio.

martes, 6 de agosto de 2024

La izquierda y Venezuela

 


-¿Qué vamos a hacer con Venezuela?

-No sé. ¿Regocijarnos con el buen papel desempeñado en la Copa América?

-No. Hablo de las elecciones.

-Ah sí. Maduro dice que ganó y nuestro deber como gente de izquierda que somos es creerle.

-Es que ya a Maduro no le cree...

-¿Ni la abuela?

-Iba a decir Noah Chomsky que es más o menos lo mismo.

-¿Qué dijo San Chomsky?

-No dijo nada. Eso lo dice todo.

-¿Y qué hacemos nosotros?

-No sé, pero algo habrá que decir, aunque sea en X.

-¿En Equis?

-Sí, Twitter hasta que Elon Musk eliminó al pajarito.

-Ya, acusaremos a Elon Musk de homófobo.

-Y luego Le Observatorie Genérique nos acusa de homofobia por asociar el pajarito a los gays. Hay que usar otra táctica.

-¿Le Observatorie Genérique? ¿Que es eso? ¿Francés?

-No, lenguaje inclusivo. 

-¿Qué han dicho Zizek y Agamben?

-Nada.

-Pues eso mismo diremos nosotros. Nada.

-Nos van a acusar de falta de criterio. En estos días nos hemos complicado con las olimpiadas. Cuando defendimos a la boxeadora argelina diciendo que era mujer nos acusaron de heteronormativos y manexplainers.

-Sí, hay que hilar fino.

-Pero sin que nos acusen de apropiación cultural del trabajo de las hilanderas.

-Podemos hacer un llamado a la concordia.

-Ya el copyright de eso lo tiene el Papa.

-Triste que se nos haya adelantado el cartel eclesiástico, el mayor expendedor del opio del pueblo.

-Bueno, el papa Francisco es un compañero de viaje, casi un compañero de armas.

-Compañero de almas querrás decir.

-Pero seguimos sin tener qué responder al asunto de Venezuela. Podemos…

-¿Qué dice Podemos?

-Podemos no dice nada. Yo decía que podemos simplemente denunciar el fraude de Maduro…

-¿Y quedar a la derecha de la iglesia? Eso nunca. Recuerda qué es lo más importante para alguien de izquierda.

-¿La justicia social?

-No seas tonto. Lo más importante para alguien de izquierda es que se sepa que es de izquierda. No puede quedar ninguna duda.

-Pero podemos decir que Maduro se ha convertido en un agente de la reacción, del imperialismo, del fascismo internacional.

-No, eso no va a funcionar. Menos cuando llevamos tanto tiempo defendiéndolo.

-O decimos que Elon Musk lo ha abducido y ha puesto en su lugar a un clon imperialista para confundirnos. La gente cree cualquier cosa que se diga de Musk, sobre todo si tiene que ver con la tecnología.

-Maldito yanki ese…

-Elon Musk es sudafricano.

-Entonces no nos sirve.

-Pero es blanco, capitalista y multimillonario que es como si fuera un yanki de pura raza.

-No. Si queremos salir bien de esta tenemos que buscar la guía más firme que nos ha iluminado el camino.

-¿Marx?

-No.

-¿Lenin?

-Tampoco.

-¿Stalin? ¿Mao? ¿Kim Il Sung? ¿El NTV Cubano?

-No, nuestra guía más firme es el gobierno norteamericano. Ellos dicen una cosa y nosotros decimos lo contrario.

-Pues el gobierno americano ha sido ambiguo al principio y luego ha protestado por el fraude.

-Supuesto fraude.

-Eso. Supuesto fraude.

-Es muy complicado responder a eso. Yo creo que lo mejor es no hablar del asunto.

-Ya te dije al principio que el silencio que el silencio no nos conviene. Nos van a acusar de plagio.

-Pero nuestro silencio va a ser diferente. Será un silencio combativo.

-¿Combativo?

-Sí. Hablemos de Palestina, de los crímenes de Israel.

-No es mala idea.

-Pongamos imágenes matando niños.

-No tenemos imágenes muy recientes.

-¿Y eso que importa? Tik tok está lleno de videos del Barcelona ganando la Champions hace nueve años. Los nuestros serán más frescos.

-¡Qué sería de nosotros sin Palestina!

-Eso digo yo. A los palestinos hay que hacerles un monumento.

-¿Cuándo tendrán país, los pobres?

-Mejor que se queden así. Nunca se saben cuándo los volveremos a necesitar. Así, como están ahora.

miércoles, 31 de julio de 2024

Comunistas




-¿Y Bill Gates?

-Comunista.

¿Y Zuckerberg?

-Comunistón, ñangaroso, como todos los millonarios. Como Jeff Bezos, como Soros. Todos comunistas.

-¿Bezos, el dueño de Amazon?

-Claro.

-¿El comunismo no era cosa de proletarios…?

-Ahora es cosa de multimillonarios. Como Taylor Switf. Y su novio el futbolista. Reunes unos cuantos millones y de inmediato te vuelves comunista. 

-¿Y Trump?

-No, el único de esos millonarios que no es comunista es Trump que abandonó los intereses de clase y se ha unido a nosotros para combatir el comunismo.

-Entonces los pobres somos los únicos que no son comunistas.

-No, los pobres también son comunistas. Sobre todo los que viven del welfare que es el último grito del comunismo desde que lo inventó Roosevelt, tremendo comunistón como casi todos los presidentes americanos, empezando por Lincoln. Y los universitarios todos: profesores y alumnos. Y los negros, los mexicanos. Comunistas de nacimiento.

-¿El Chapo también?

-Ese es comunista doble: por millonario y por mexicano.

-Bueno, nos quedan las mujeres…

-Todas las mujeres son feministas que es su forma de ser comunistas.

-Los gays…

-Los gays son comunistas. Y las tuercas. Los hípsters y los que les gusta el jazz y el reguetón. Y los que toman café en Starbucks que es un nido de comunistas. Y los que van al gimnasio. No hay invento más comunista que un gimnasio: pagas para sudar. Y los periodistas y los intelectuales: todos esos que escriben sin faltas de ortografía son comunistas porque esa es la forma secreta en que se comunican ellos mientras los demás ni nos enteramos.

-Sí esos que saben diferenciar "hay" de "ahí" y "haber" de "a ver" son indetectables. Peor que si hablaran navajo.

-Por cierto, los indios también son comunistas.

-¿Cuáles indios? ¿Los de aquí o los de allá?

-Todos. Y las estrellas.

-¿También en el espacio?

-No, hablo de las estrellas de Hollywood. Y los extras, que tienen sindicatos para repartirse el dinero que ganan las estrellas.

-Luego están los rusos y los chinos. Esos siempre lo fueron.

-Putin quizás no, pero el resto de los rusos son comunistas. Y los ucranianos, que nos quieren llevar a la ruina con la guerra esa. Y los chinos, los árabes y los judíos, todos comunistas. ¿Tú no sabes lo que es un kibutz?

-Entonces, el comunismo ganó. Cayó el Muro de Berlín pero han terminado infiltrándose por todas partes.

-Yo creo que el muro no se cayó. Lo tumbaron los comunistas para que nos distrajéramos y así terminar derrotándonos. Luego Faucci se puso de acuerdo con los chinos para contagiarnos con el virus comunista ese.

-¿El covid?

-Claro que el covid. Que no existió nunca y a la vez acabó con todos nosotros. Y desde entonces ya no levantamos cabeza. Y están a punto de conquistarlo todo y acabar con nosotros si no nos ponemos duros.

-¿Quiénes somos nosotros?

-¿Quiénes vamos a ser? Trump, tú y yo.

-Pues van a ser Trump y tú porque lo que soy yo me hago comunista ahora mismo.

-¿Cómo va a ser? ¿Cómo te vas a unir a gente tan horrible?

-Es que ellos son muchos y nosotros muy pocos.

-¡Traidor!

- Piénsalo como una retirada estratégica. Me caso con una comunista y la convierto. Luego tenemos un hijo, lo preparamos, lo mandamos a la universidad para que convierta a los muchachos de nuevo al capitalismo. Así, poco a poco…

-¿Y nos vas a dejar solos a Trump y a mí?

-No, háganse pasar por comunistas y los derrotamos desde adentro, como ellos hicieron luego de tumbar el muro de Berlín.

-¿Y qué vamos a decir? “Proletarios de todos los países uníos”?

-Nah, sigan con “Make America Great Again”. Eso suena supercomunista. Y la gorra no la cambien de color. Así roja está perfecta.

-Eso es genial. ¡Ahora sí vamos a construir el capitalismo!

domingo, 28 de julio de 2024

Bill Mlawer (1929-2024)



El viernes 26 de julio de 2024 tuvo lugar el entierro de Bill Mlawer, mi primer empleador en Estados Unidos y, desde entonces, amigo para toda la vida. Durante décadas fue dueño de la librería Lectorum, la más importante en español en Nueva York hasta su cierre en 2008. Bill era hijo de judíos rusos que habían escapado de los progromos, de la Primera Guerra Mundial o de la revolución. A los judíos nunca le han escaseado los motivos para huir a otra parte. Sin saber de la existencia del otro sus futuros padres escaparon de puntos distintos del imperio ruso para confluir en La Habana donde se conocieron y con algo de suerte hicieron fortuna y familia, aunque sin exagerar. Bill me contaba cómo el mismo día de su desembarco en La Habana el padre se encontró con un paisano, de los muchos que plantaron tienda, literalmente, en la calle Muralla, que se puede traducir también de manera literal como Wall Street y ayudó a introducirlo en el entonces dinámico mundo de los judíos aplatanados a los que los locales designaban con el mote caprichoso de polacos.

Bill nació el 17 de febrero en 1929, meses antes de aquel famoso lunes negro de la otra calle Muralla, la Wall Street literal, que puso al mundo a hacer colas para buscar sopa en calderas comunales. De las repercusiones cubanas de la crisis mundial y los años finales del machadato, Bill no recordaba nada, por supuesto. Recordaba su infancia como la de un niño cubano cualquiera a pesar de que a juzgar por las fotos su protectora madre le encasquetaba a él y a su hermano Boris sendos suéteres en pleno verano. Madre protectora y padre férreo, combinación que, de tan habitual, da pena mencionar. El caso es que Bill iba a la escuela y jugaba como los otros cubanitos de su tiempo, aunque entre sus compañeros de pelota callejera estaba la futura estrella de las grandes ligas, Camilo Pascual, que era su motivo de orgullo. Eso, y que una vez en el estadio, muchos años después, el jugador lo reconoció en las gradas y lo fue a saludar. El tipo de recuerdos que un hombre trae a las conversaciones mientras conserve la memoria.

Viajó a Estados Unidos a los veinte años donde se estableció el resto de su vida. Allí estuvo en el ejército como correspondía a cualquier hombre en aquellos años y estuvo destacado en Alemania, el mismo país que tanto dolor causó a sus correligionarios. Nunca me habló de ello, pero al encontrar después de muerto unas fotos vestido de soldado junto a unas señalizaciones en alemán supuse que era un tema que su memoria evitaba como mismo evitó, entre los muchos viajes que dio por el mundo, ir a Rusia.

Estudió, trabajó, se casó, tuvo tres hijos, se divorció. En 1971 se alió a un amigo para comprar una librería en español. El amigo puso el dinero y Bill el conocimiento y el trabajo para mantener a flote una librería en una ciudad con un cuarto de hispanohablantes que no eran necesariamente grandes lectores. Ya en la madurez, conoció a Teresa, una cubana exiliada desde joven, editora y traductora, con quien se casó, y quien llegó a ser parte esencial de Lectorum y de la vida de Bill. Juntos convirtieron a Lectorum en librería de referencia en la ciudad y en sello editorial especializado en textos infantiles originales o traducidos principalmente por Teresa. Vivieron juntos el resto de su vida, una vida plena y generosa.

Teresa, bastante más joven que Bill se le adelantó en la muerte, hace cuatro años. Predeciblemente, Bill quedó desolado, desnortado, sin saber qué hacer con su vida y con su tiempo. Yo le insistía que escribiera un libro con sus memorias, pero mi insistencia equivalía a la suya en que yo escribiera un bestseller, como si el acto de escribir me capacitara automáticamente para producir uno. En la escritura, Bill y yo teníamos una diferencia irreconciliable. Bill nunca le vio sentido a escribir un libro que no se vendiera bien mientras que yo le insistía en la necesidad de darle sentido a la existencia, la suya incluida, por escrito. Ya los lectores se encargarán de decir si mis libros o los recuerdos de un viejo judío-cubano valían el esfuerzo de escribirlos.

En Cuba Bill solo vivió las primeras dos décadas de sus noventa y cinco años de existencia pero, teniendo las opciones del judaísmo milenario de sus padres o la nacionalidad del país que le había concedido oportunidades y un pasaporte, el hombre que conocí se sentía cubano por sobre todas las cosas. No una cubanidad estentórea pero sí diáfana y elegante, como el cuadro de Humberto Calzada que presidía la sala de su casa. Como la generosidad que ejercía alguien que por otra parte nunca tuvo fama de botarate. (Su saldo vital es tan limpio como sus libros de cuentas: no conozco a alguien que lo tratase que no tuviese algo que agradecerle, como no conozco a nadie que le reprochara algo más que ser demasiado directo). Aquellos primeros veinte años de vida habanera habrán pesado mucho en sus recuerdos, o la costumbre del español o la complicidad con Teresa. Quizás insistiera en ser cubano por mera compasión. Por sentirse parte de un pueblo que, como el de sus padres, trata de recomponerse en medio de su naufragio como nación. Fue de él la iniciativa de vender unos viejos billetes cubanos que le había entregado otro exiliado para ayudar a los nuevos compatriotas que siguen llegando por la frontera, por la misma causa que había expulsado a su esposa y a tantos otros.

El caso es que Bill era un viejo cubano de los de antes, con sus canas peinadas con esmero y el cinturón de sus pantalones ajustados a una altura imposible. Cubano en la fruición incansable con la que asaltaba los frijoles, la ropa vieja y los tamales que le traíamos desde el barrio o el dolor mezclado con un hálito de esperanza con el que me preguntaba por el futuro de Cuba. El viernes, mientras lo despedían con frases en hebreo, todavía Bill impuso su deseo póstumo de que su yerno le tocara un viejo bolero. El bolero, “La historia de un amor”, es obra de un panameño, pero no hay nada más cubano (o de cualquier nacionalismo en general) que esas imprecisiones geográficas. Porque cuando se trata de ligar los sentimientos con un sitio conocido o una tribu de miembros solo conocidos en una mínima parte, vale cualquier subterfugio. Basta que te recuerde un momento y unos seres muy concretos. Un bolero como cualquier otro que remita a ciertas cadencias, ciertas complicidades. Cadencias y complicidades similares a las que disfrutaron mis padres y abuelos al bailar o cantar “La historia de un amor”. Una manera de decirnos -como el kadish que luego entonaron en la lengua del Antiguo Testamento- que no estamos solos del todo. Ni en la vida ni en la muerte.

martes, 23 de julio de 2024

La universidad ¿un espacio seguro?*


 Albert Einstein, cuyas teorías cambiaron nuestra concepción del universo, tenía más reservas ante los poderes de la teoría de las que pudiera pensarse. De él es la afirmación de que “en teoría, la teoría y la práctica son lo mismo, pero en la práctica no lo son”. Esto es válido especialmente en las universidades, un espacio donde se intenta acortar las distancias entre las ideas y la realidad mientras la segunda se mantiene elusiva ante los intentos de la primera por aproximársele. Esto vale no solo para las teorías que continuamente propugnan las diferentes disciplinas que se estudian allí sino también para las ideas sobre las que se asienta la organización de los centros de educación superior en estos tiempos.

Tomemos por ejemplo el concepto de “safe space” o espacio seguro. Hace tiempo las universidades se proclaman orgullosas como espacio seguro para los estudiantes, entendiendo el concepto de “safe space”, de acuerdo a la definición del diccionario Oxford, como “un lugar o ambiente en el cual una persona o una categoría de personas pueden sentirse confiadas de que ellos no serán expuestos a discriminación, crítica, acoso o cualquier otro tipo de daño físico o emocional”. Incluso a temperatura y presión normales este concepto, por deseable y noble que parezca, ha encontrado grandes dificultades a la hora de ser aplicado sin que a su vez amenace la posibilidad de expresarse libremente en el ambiente académico. Sobre todo, en tiempos en que las mismas nociones de discriminación y acoso se han expandido de tal manera que se ha hecho demasiado fácil ofender a cualquiera sin siquiera pretenderlo. Quien lea mis artículos para esta columna puede pensar que su autor vive aterrorizado ante la posibilidad de que sus estudiantes lo acusen por algún delito de lesa incorrección. Todo lo contrario: ya sea porque he logrado crear un ambiente de confianza en mis clases o porque he tenido la suerte de tener estudiantes especialmente comprensivos, mis clases transcurren en un ambiente relajado donde no se excluye la polémica. Y hasta ahora ninguno se ha sentido ofendido. Todo lo contrario: en las evaluaciones que se realizan al final del curso las cuestiones referidas a la inclusividad o a mi capacidad para hacer sentir a todos parte de la clase reciben las notas más altas. Pero al mismo tiempo soy consciente de que esa no es la regla en la universidad actual. Conozco demasiados casos de colegas y estudiantes, atrapados en las férreas tenazas de la corrección política como para ignorarlo. Equivaldría -y me excusan lo extremo del símil- a negar en una dictadura la existencia de abusos simplemente porque estos no hayan afectado a tu familia.     

El tema del “safe space” se ha vuelto especialmente relevante en las universidades en los últimos meses a propósito de las manifestaciones estudiantiles contra la invasión de Gaza por parte de Israel. Habiendo vivido mis años de estudiante bajo un estado totalitario valoro como el que más la necesidad de los ciudadanos de expresar públicamente sus puntos de vista y protestar contra todo aquello que consideren injusto. Especialmente los estudiantes, seres que atraviesan un momento de sus vidas en que la conciencia y la sensibilidad ante los problemas del mundo se aguzan como nunca, antes de que, más tarde en la vida, los compromisos y el natural egoísmo los sumerjan en un estado de abulia permanente. Más, como en este caso, cuando se trata de la muerte de seres inocentes atrapados entre dos lógicas políticas antagónicas e implacables.

Como he dicho antes en esta misma columna, las manifestaciones motivadas por el conflicto en Gaza han revelado la endeblez de todo el aparato teórico sobre el que se sostiene la universidad actual y la enorme distancia que existe entre su teoría y su práctica. Entre todas las concepciones teóricas que imperan en la universidad en estos tiempos ninguna se ha mostrado más inoperante que la del “espacio seguro”. Se ha pasado sin transición de considerar la mención de una palabra sin destinatario concreto ni abstracto como una señal de acoso a que amenazas de muerte hacia destinatarios concretos sean vistas como modos legítimos de expresar indignación. De pretender proteger a los estudiantes de ofensas imaginarias a ser incapaces de protegerlos de insultos y humillaciones. De consentir los más mínimos caprichos de los estudiantes más hipersensibles a llamar a la policía antidisturbios ante el mínimo amago de protesta organizada (en mi universidad al menos fue así), a amenazarlos con la expulsión o a forzarlos a dejar por escrito su arrepentimiento por haber participado en las protestas, como en los mejores momentos del camarada Stalin.

Frente a este panorama me parece particularmente alarmante la insistencia de administrativos y profesores de que las universidades sean un “espacio seguro”. ¿Seguro para qué? ¿Y cómo? Porque, al margen de su buenismo teórico, el “safe space” en la práctica coarta la libertad de expresión, la capacidad de los estudiantes de entender la realidad e interactuar con ella y de debatir con civilidad posiciones contrapuestas y prioriza unas concepciones del mundo sobre otras sin la posibilidad de ser confrontadas por otros puntos de vista o por las propias evidencias que continuamente provee la realidad.

La idea de espacio seguro no se propone preparar a los estudiantes para los desafíos que enfrentarán en medio de lo real sino justamente en lo contrario: con la idea de’ “safe space” se le promete al estudiante que en la universidad no encontrará nada que lo contraríe o lo perturbe. Una promesa que, si en tiempos relativamente apacibles es imposible de cumplir sin prejuicio para el libre intercambio de ideas, en el presente revuelto en que estamos resulta, además de irreal e hipócrita, decididamente enajenante. ¿Cómo hablar de espacio seguro cuando a los estudiantes se les escupe y empuja, se los amenaza o reprime? ¿Cómo priorizar la idea de “safe space” en medio de los acontecimientos actuales sin pensar en la imagen del avestruz enterrando su cabeza en el suelo?

No se trata solo de que la idea de “safe space” proponga un espacio sin conexión con el mundo real. La ilusión de un espacio que asegure la ausencia de incomodidad y conflicto supone asumir que todos coincidimos en nuestras nociones del bien y del mal a un extremo tan minucioso que hace imposible la discrepancia en cuestiones que nos importen. Como tal cosa es irrealizable en la práctica equivale a ejercer una discreta pero interminable violencia sobre todos nosotros con el solo objetivo de apaciguar la conflictiva naturaleza de lo real.

Más valdría recurrir al viejo concepto de tolerancia de John Locke que en su famosa carta partía de una básica petición de humildad: esto es, el reconocimiento de que ninguna institución humana o individuo puede evaluar de manera confiable las afirmaciones de verdad de los diferentes puntos de vista en competencia. Porque la búsqueda de la diversidad no solo equivale a aceptar a personas de diferentes razas, orígenes étnicos o nacionales sino a reconocer las inevitables diferencias entre nuestros puntos de vista. Y la tolerancia, más que una forma de condescendencia, consiste en el derecho de todos a exponer sus opiniones dentro de límites básicos de civilidad y respeto. Nada que no se haya dicho antes millones de veces pero, en vista de las actuales circunstancias, no está de más recordar.


*Aparecido originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

miércoles, 17 de julio de 2024

La conjura de los frívolos

 


El lamentable atentado a Donald Trump el sábado pasado ha sido, como era de esperar, la señal de arrancada para un festival de teorías conspirativas. Del lado republicano proviene la más obvia: la de que se trata de una monstruosa conspiración demócrata para impedir que Trump regrese a la Casa Blanca. Del bando demócrata imaginan una no menos monstruosa conspiración republicana para, exhibiendo a su candidato como víctima de la violencia de los adversarios, reforzar sus opciones de triunfo electoral en noviembre.

Sin embargo, ambas teorías tienen que enfrentarse con la terca simpleza de los hechos. De un lado, si bien fallas injustificables del sistema de seguridad permitieron que se atentara contra Trump tanto por el arma usada como la propia identidad del perpetrador no permite pensar que se trate de asunte de profesionales. Por otra parte, que las balas pasaran a unos centímetros del cráneo del candidato bastarían para descartar la teoría de un autoatentado pero ¿cómo oponerle a la fértil imaginación de los conspiranoicos de ambos bandos las diezmadas fuerzas del sentido común?

 Lo que no es recomendable en ningún caso -y esto lo digo pensando sobre todo en el bando demócrata- es tomarse a la ligera -de una manera frívola e inconsecuente quiero decir- el propio hecho de que uno de los candidatos a la presidencia del país haya sido víctima de un ataque de ese calibre. Si bien de naturaleza distinta, esta agresión comparte con el asalto al congreso del 6 de enero de 2021 la condición de ataque directo a la propia idea de democracia y el reforzamiento de la noción de que es lícito que la violencia substituya el pasado o futuro resultado de las elecciones. Piénsese por un momento en la posibilidad de que el atentado a Trump hubiera tenido éxito. ¿Les parece poco pensar que por unos centímetros nos hemos librado de momento de una guerra civil en toda regla? ¿Tan atractiva les parece esa posibilidad que no les permite pensar en la gravedad de sus consecuencias? ¿No se les ocurre pensar que hubiera tenido consecuencias tan desastrosas como las que hubiera podido tener un supuesto éxito del asalto al congreso? Luego de hacerse esas preguntas uno termina sospechando que ninguno de los bandos en pugna se toma en serio las amenazas apocalíticas con las que nos bombardean.  

Más que los hechos mismos, no ver la terrorífica gravedad que suponen para la propia idea de dirimir pacíficamente los desacuerdos que existen en la sociedad supone ahondar en la mayor crisis que ha sufrido el sistema democrático desde hace un siglo, cuando el fascismo y el comunismo se propusieron como las alternativas naturales a las democracias burguesas. Ninguna teoría conspirativa alcanza para explicar cómo ambos extremos parecen sincronizarse para destruir el peor sistema de convivencia social que se ha inventado a excepción de todos los demás. Tal parece que hubiera una conjura bipartidista para -empeñado en ver al bando contrario la encarnación de todo el mal del mundo- no tomarse en serio la gravedad de la situación actual y poder seguir alimentando alegremente el fuego de sus rencores. Porq uesiempre será más fácil creer en conspiraciones que hacerse responsable de las paranoias propias. Que como dioses minúsculos pero tenaces el mundo está hecho a la medida de nuestros más retorcidos deseos.

martes, 2 de julio de 2024

Fidel, tirano tímido*



Antes del encontronazo en Córdoba en 2006 con el periodista exiliado Juan Manuel Cao, que terminó sacándolo de circulación, uno de los mayores berrinches públicos protagonizados por Fidel Castro fue en una reunión con aprendices de periodistas en la Universidad de La Habana en octubre de 1987. Digo público y exagero. En realidad, la reunión ocurrió a puertas cerradas en la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (ese que los cubanos llamamos «El Partido», para abreviar, a falta de otro). A pesar de que el suceso contó con la mayor concentración de periodistas por metro cuadrado que conociera la república por aquellos días, no trascendió a la prensa.

Por suerte existen los rumores. Gracias a ellos nos enteramos de que en la reunión los pichones de periodistas, soliviantados por los aires de apertura que soplaban desde la Unión Soviética, se cuestionaron la realidad nacional al punto de que el Comandante en Jefe, primer secretario del Partido y presidente del Consejo de Estado y de Ministros, llegó a dar un puñetazo en la mesa. Si los rumores son fidedignos, lo que detonó la explosión del Máximo Líder fue la afirmación de que en la prensa cubana circulaba rampante el culto a su personalidad.

Fidel Castro siempre fue especialmente sensible con el tema. No solo decía haber combatido el culto a la personalidad, sino que afirmaba —con su modestia característica— haber marcado nuevas pautas universales al respecto. «En nuestro país nos cabe a los dirigentes revolucionarios la honra de haber establecido un precedente único hasta hoy —dijo el 13 de marzo de 1966—, que fue una ley de la Revolución, una de las primeras leyes de la Revolución, estableciendo la prohibición de ponerle el nombre de ningún dirigente vivo a ninguna calle, a ninguna ciudad, a ningún pueblo, a ninguna fábrica, a ninguna granja; prohibiendo hacer estatuas de los dirigentes vivos; prohibiendo algo más: las fotografías oficiales en las oficinas administrativas. Le cabe a esta Revolución ese honor».

Cuando hacía un resumen de sus primeros 20 añitos en el poder, el Comandante en Jefe aseguró: «Nuestra Revolución jamás devoró a ninguno de sus hijos, porque no hubo culto a la personalidad ni dioses sedientos de sangre. La más estrecha unión, respeto y camaradería reinó siempre entre todos los revolucionarios». Cuando se había retirado de sus cargos oficiales de secretario general, etcétera, se ufanaba de que «Nunca se practicó tampoco en nuestro país el culto a la personalidad, prohibido por nuestra propia iniciativa desde los primeros días del triunfo». Cierto que luego del fusilamiento de Ochoa y el curioso infarto de Abrantes hablar de «estrecha unión, respeto y camaradería» se hacía incómodo y el retirado Comandante en Jefe prefirió ser discreto al respecto.

Usemos su estilo rotundo para decir que nunca un hombre de Estado se vanaglorió más de su humildad. Incluso llegó a decir que «El ejercicio del poder debe ser la práctica constante de la autolimitación y la modestia». ¡Ya habría querido Marco Aurelio tanta contención para sí! Pero preguntémonos, en serio, ¿por qué tanto comedimiento en una personalidad desbordada por naturaleza? Deberemos recordar entonces que, a diferencia de Mao Tse Tung o Kim Il Sung, el reinado de Castro I se inició cuando todavía resonaban los ecos del XX Congreso del PCUS de 1956. Allí, el entonces secretario general Nikita Khrushev había resumido una de las carreras criminales más brillantes en la historia de la humanidad bajo la acusación, más bien tenue, del culto a la personalidad. De las conclusiones del histórico congreso soviético, el Comandante en Jefe, etcétera, extrajo una de sus más importantes lecciones para el ejercicio del poder en nombre del comunismo. Podías mandar a la muerte a 20 millones de personas —si la demografía de la nación lo permitía, claro—, pero lo verdaderamente imperdonable para una ideología tan arraigada en la humildad sería llenar el país de estatuas y retratos tuyos.

El culto de la personalidad del líder tal y como lo había ejercido en vida Stalin era, además de poco pragmático, un atentado a la estética. Instalar en cada población del país una estatua en bronce de al menos el doble del tamaño natural era, por una parte, un despilfarro de materias primas y, por otro, una obscenidad.

Eso no no impedía que cada vez que el Comandante en Jefe tomaba la tribuna para lanzar un discurso —de al menos dos horas y media— todos los canales de televisión y las estaciones de radio lo transmitieran en cadena y todos los periódicos lo reprodujeran al día siguiente en su totalidad. O que no hubiera recurso más socorrido para adornar ciudades, fábricas o carreteras que empapelarlas con frases tomadas de los mismos discursos acompañadas de un retrato de su modesto autor. O que las menores insinuaciones lanzadas en sus discursos tomaran desde la mañana siguiente fuerza de ley inapelable, sin importar siquiera que contradijera lo dicho por el mismo orador en una ocasión anterior.

Muy pronto, el Comandante etcétera le tomó el gusto a tan esforzado ejercicio de autocontención y timidez. ¿Para qué aparecer como el origen de las decisiones y medidas que se tomaban en el país, si bien podía presentarse como el intérprete y ejecutor de los deseos del pueblo? ¿O por qué no permitirles a sus ciudadanos expresar libremente lo que su líder había decidido por ellos? ¿Era necesario eliminar el estipendio que recibían los estudiantes universitarios? Se le daba la tarea al deportista más popular del momento —el inefable Alberto Juantorena— para que en nombre de los estudiantes del país renunciar a unos pesitos que nadie en su sano juicio hubiera rechazado.

¿Había que revitalizar las milicias? Se le daba la palabra a un humilde ciudadano para que les recordara a los asistentes en algún magno evento la necesidad de defender la patria y usar los fines de semana en infinitos entrenamientos. ¿Cometía el Comandante un error de cálculo sobre la cantidad de gente dispuesta a irse del país en 1980? Dejaba que el pueblo se lanzara «espontáneamente» a asediar a los que optaban por irse. ¿Se empezaban a multiplicar las voces disidentes? El pueblo, tan autónomo siempre, creaba grupos parapoliciales nombrados «Brigadas de Respuesta Rápida» que se encargaban de los famosos actos de repudio.

Todo lo anterior fue iniciativa popular, si no me cree busque en los discursos del Comandante las expresiones «Brigadas de Respuesta Rápida» y «actos de repudio» y no los encontrará ni una sola vez. (Sin embargo, fui testigo en 1990 de cómo un «seguroso» vestido de civil montaba en una guagua para animarnos a participar en un acto de repudio «espontáneo» contra «los que nos quieren quitar las escuelas y los círculos infantiles». ¿Estaría actuando el «seguroso» por cuenta propia? Los que sin dudas no lo hacían eran los estudiantes de la Universidad de La Habana, a quienes ese día los dispensaron de ir a clases para que pudieran hostigar al disidente Gustavo Arcos Bergnes en su apartamento en El Vedado).

El autoritarismo recatado y tímido se empezó a ensayar muy temprano. En otro artículo he mencionado el caso del discurso del 6 de febrero de 1959 cuando el líder de la «revolú» triunfante «sugirió» un boicot a una publicación por el simple hecho de haber incluido en sus páginas una caricatura suya. (Para asegurar el cumplimiento del boicot, la madrugada siguiente, miembros del Ejército Rebelde requisaron los ejemplares de la publicación recién salidos a la venta). Apenas un año más tarde, el Comandante fue interpelado en medio de un discurso a sindicalistas por una mujer que se quejaba de «que le estaban haciendo igual que en la época del Gobierno de Batista». Con su habitual contención, el orador le pide a la multitud que se calme y que invite a la señora «a que se retire buenamente» porque «aquí en una tribuna no se vienen a plantear problemas personales de ninguna clase; y cuando una persona viene a un acto o a una tribuna a plantear un problema personal, es por dos razones: o porque quiere sabotear el acto o porque no está muy bien de su salud». Minutos más tarde comenta que le han informado que «la señora está mal de salud mental». Resulta totalmente lógico, porque al decir del orador «nadie que esté cuerdo se atreve a venir a provocar al pueblo aquí».

Paradójicamente, saberte en posesión de un poder tan vasto e infalible, tan incontestable que solo se atreverían a desafiarlo quienes están fuera de sus cabales, puede hacerte perder la cabeza. Fue lo que le ocurrió al camarada Stalin. Fidel, en cambio, poseía un control sobre sí mismo que, aun sabiéndose sobrehumano, renunció a sembrar la isla con estatuas suyas. (Algún guasón argumentará que al Comandante siempre se le dio tan mal la escultura como la agricultura, pero no vale la pena contestarle).

Más importante y duradero fue esparcir sus ideas y sus frases con la esperanza de que echaran raíces en su pueblo. En efecto, nunca su pensamiento ha estado más presente entre los cubanos. Sobre todo, por aquello de «no los queremos, no los necesitamos» que tanto compatriota ha tomado de paternal consejo para irse de la isla. Que ahora se haya creado un esplendoroso Centro Fidel Castro Ruz, dedicado a su pensamiento o que abunden las referencias públicas al «Dios Fidel» no es traicionar la infinita modestia comandántica. Fidel, en su infinita sabiduría, no se oponía a homenajear «a los que ya rindieron su vida por la causa».

Es hora de que, tras su muerte, demos rienda suelta a la adoración que merece. Porque si las cosas en la isla no marchan como debieran, seguramente es por no seguir fielmente su guía infalible.

*Publicado originalmente en El Toque


viernes, 28 de junio de 2024

Una revuelta sorda: entrevista a Jorge Brioso*



Jorge Brioso y yo llevamos media vida en los Estados Unidos. Llegamos por caminos distintos con un año de diferencia, él en 1996 y yo en 1997, pero vinimos a lo mismo. Nada de sueños americanos. Vinimos a descansar. A huir de la maldición de vivir tiempos interesantes en Cuba, a enterarnos de qué se aburrían en el primer mundo. A mi llegada a Estados Unidos, Brioso me repitió lo que ya le habían advertido: «Los yumas no son tan yumas». Traduzco, para los que no se educaron en los mitos de nuestra generación antiamericana y profundamente admiradora de todo lo norteamericano: los americanos no eran el epítome del swing, la desinhibición y la gozadera que suponíamos.

Además, la Yuma de nuestra realidad no se ha compadecido de nuestra necesidad de descanso histórico. Primero la sopa boba de los noventa fue revolcada por el estremecimiento que provocó el derribo de las Torres Gemelas. Luego el wokismo, el trumpismo, el asalto al Capitolio y las revueltas raciales y universitarias nos han abocado irremediablemente a vivir tiempos interesantes. Son varias las maneras con las que hemos intentado responder a nuestro estupor. Una de mis preferidas ha sido emprender un diálogo con mi viejo amigo.

No solo se trata de que Brioso posea la mente más brillante e inquisitiva que conozco y la mejor alimentada en cuestiones filosóficas. Al mismo tiempo, Brioso —profesor de Carleton College y autor de libros como La destrucción por el soneto. Sobre la poética de Nestor Díaz de VillegasEl privilegio de pensarLa lucidez confrontada: La filosofía política de Ortega en contrapuntoAl modo de Narciso. Especulaciones estéticas— posee las virtudes esenciales que le servían para sobrevivir en su natal Buenavista: sentido común, conocimiento directo de la realidad y nociones claras de sus fuerzas y sus límites.

Ahora comparto con ustedes un fragmento del extenso diálogo virtual con mi particular oráculo de Minneapolis sobre esta América que hemos ido haciendo nuestra a lo largo del último cuarto de siglo.

En una entrevista anterior hablábamos —además de la plaga que asolaba entonces el planeta y del sentido que tenía la poesía por entonces— de ira y revuelta a propósito de las revueltas raciales que se desataron en 2020 precisamente en Minneapolis, la ciudad en que vives, a raíz del asesinato de George Floyd. Ahora quiero retomar el hilo de la ira y la revuelta para referirme a una ira menos circunstancial y a una revuelta más sorda pero más sostenida: esas que suceden desde hace años en los campus universitarios y que se van extendiendo por el resto de la sociedad. Me refiero a la cultura woke, desvelada por la Justicia Social. Si antes dije sorda, solo es en comparación con movimientos estudiantiles anteriores, como aquellos de los años 60 que se expresaron a través de protestas públicas, tomas de universidades y otras manifestaciones más en consonancia con la idea tradicional de revuelta. En este caso, además de algunas protestas físicas puntuales, el malestar se verifica a través de las redes sociales y el ejercicio continuo de la cultura de la cancelación —con la cooperación entusiasta de las autoridades universitarias y el profesorado en buena parte de los casos—. En tu opinión, ¿responde este malestar a un repunte objetivo de los problemas sociales —incluida la desigualdad—, a una nueva manera de interpretar las cuestiones sociales —y una nueva conciencia de sus desigualdades— o se trata simplemente de la expresión política de la generación más mimada de la historia —como afirman Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro The Cuddling of the American Mind—, dominada por un rapto de neopuritanismo? Digámoslo de manera más elemental: ¿se trata de crisis generalizada, una sensibilidad especial o de mera y literal malacrianza?

Me gusta el término «revuelta sorda», aunque yo le añadiría el término táctil o digital, pues son revueltas que se producen a partir del constante textear o filmar —también esto producido gracias al dedo que aprieta un botón que permite grabar todo lo que se ve.

Malcriado es todo aquel que no se doblega ante la norma y la costumbre y las figuras que encarnan estos valores. La malcriadez se convierte en un factor político al menos desde que los jóvenes irrumpieron en el espacio público. Si le creemos a Stefan Zweig, esto empezó con su «generación de jóvenes [que] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros». Pero incluso este gesto se podría retrotraer al Sapere Aude kantiano que definía la mayoría de edad en la capacidad de liberarse de cualquier guía, forma de tutelaje: «Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo». El joven sale de la minoría de edad, según esta definición de Kant, antes que sus propios padres, pues se atreve a renegar de todo el peso muerto de la tradición. Se podría afirmar, y aquí exagero un poco para que te diviertas, que en la modernidad solo arriban a la mayoría de edad los malcriados. Por lo tanto, no creo que ese sea el camino para explicar a los wokes.

Me interesa el woke como un nuevo tipo humano, quizás el último vástago de la modernidad y el primer espécimen de la era que se avecina. El woke no es moderno porque para ellos el tiempo de la revolución y del futuro se ha acabado. Los woke vuelven a atrincherarse en filiaciones y buscan en el pasado, entendido aquí no como la tradición sino como una infinita historia de opresiones y exclusiones, una nueva forma de vincularse. Del futuro solo esperan una gran catástrofe ecológica a la que aspiran poder detener regresando a formas de vida premodernas. Por otro lado, comparten con los modernos el hecho de que no aceptan que la necesidad sea entendida ni como las formas de convivencia que terminaron imponiéndose en la historia ni por las limitaciones orgánicas que nuestro cuerpo y realidad física imponen. Aspiran a lo posible pero lo posible, para ellos, ya no habita más en el futuro. Derrumban lo que el pasado consagra para ver si descubren en sus escombros una posibilidad inédita de sentido. Aspiran, y en esto son claramente premodernos, a un monoteísmo de los valores: unir lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero. Pero creen, y en esos son herederos de la modernidad, que solo pueden reconstruir esas nociones a partir de lo que la tradición negó, descartó, silenció.

Me detendré solo en dos aspectos del ideario de este grupo: su noción de la equidad y de lo que llaman «lenguaje inclusivo».

Ya el propio Platón, en el libro VI de Las leyes, distingue entre la igualdad aritmética y la geométrica. La aritmética no reconoce jerarquías, es ciega, indiferente ante cualquier distinción de calidades. Igualdad que señala la idéntica cantidad, la uniforme distancia que se mantiene respecto a un paradigma o unidad de medida. Por ejemplo, la igualdad ante la ley propone un principio, al menos a nivel ideal, que señala la posición equivalente y la responsabilidad que todos deberían tener ante el aparato normativo del Estado. Para Platón, la igualdad absoluta es aritmética (aquella que define lo hermanado por la medida, el peso y el número) y es la que se usa para distribuir las magistraturas; pero hay otra, la que él cree mejor, que es la proporcional (la geométrica), mucho más difícil de discernir. Don de Zeus, el dios que mide la justicia, ya que otorga a cada uno lo apropiado según su naturaleza: «da mayores honras a los más virtuosos», «mientras que otorga a los que tienen lo contrario de la virtud y la educación lo conveniente cada uno de manera proporciona».

La igualdad geométrica es proporcional en el sentido que define tanto la correlación entre lo que no es igual como la igualdad entre los pares. Pongo un ejemplo más reciente. El antiguo régimen, tal como existía antes de la Revolución francesa, concebía tres Estados o Estamentos: la nobleza, el clero y el tercer estado o estado llano (el resto de la población). El rey, el soberano, el vicario de Dios en la Tierra, debía tratar a sus súbditos en condición de igualdad, lo que significaba tratarlos como igual con sus pares, los que pertenecían al mismo estamento, pero también reconociendo la jerarquía, la debida proporción, los privilegios que cada estamento poseía: reconocer el valor que tiene cada uno de los que poseen el mismo estatus, las diferencias en mérito que cada rango conlleva.

La Revolución americana, en su Declaración de Independencia, mezcla ambos principios. Reconoce la dignidad moral de todos en pie de igualdad por el simple hecho de ser humanos, «All the men are created equal», pero a la vez respeta el derecho, la libertad de cada cual a buscar su felicidad y bien vivir según sus propios méritos y posibilidades.

«All animals are equalbut some animals are more equal than others»podrían replicar los wokes con claros ecos orwellianos. Y este sería un reclamo legítimo contra una república que necesitó una guerra civil para abolir la esclavitud y que mantuvo la segregación racial hasta los años sesenta del siglo pasado. Valga la pena aclarar, además, que no hace falta pertenecer al grupo que pretende estar siempre alerta para notar esta contradicción. El propio Samuel Johnson, en fecha tan temprana como 1775, ya lo había señalado: «¿Cómo resulta posible que oigamos los gritos más fuertes por la libertad de aquellos que trafican con negros?».  No obstante, la postura de los wokes es mucho más radical. Alegan la existencia de un racismo y sexismo sistémicos que corroen todas las instituciones democráticas. Y como arma de combate contra este sistema de opresión continua proponen su noción de equidad. Esta noción mezcla de forma inédita las dos nociones de igualdad que delineé anteriormente.

Desde su postura se radicaliza el concepto de igualdad geométrica al tratar de encontrar una proporción para todo aquello que había vivido, hasta este momento, fuera de las normas, en los extramuros del sentido común. Se aspira a un concepto de igualdad proporcional que sea capaz de convertir a las excepciones en la única regla. Hay que apresurarse a aclarar que solo adquiere el estatus de excepción aquello que fue negado, descartado, expulsado por los sistemas normativos imperantes. Se acomodan todas las excentricidades —todo aquello que los parámetros de juicio valorativo que se habían impuesto entendían como déficit— pero se veta cualquier noción de mérito que se equipara siempre al privilegio. En este sentido, la equidad de los woke es aritmética, pues no reconoce ninguna diferencia de calidad, de excelencia, que no haya sido impuesta por un sistema de poder y sujeción. Su concepto de lenguaje inclusivo parte de su noción de equidad.

Los woke aspiran a monopolizar el lenguaje, y el marco valorativo que les es inherente, imponiendo nuevas formas de denominar las cosas. Lo radical del gesto que ellos emprenden es que se le pretende dar certificado de ciudadanía, de realidad, a lo que es simplemente una percepción subjetiva: se pretende convertir en norma lo que es solo idiosincrasia individual. Alguien se auto percibe de cierta manera y aunque no exista ningún dato —ni social, ni biológico— que lo corrobore se intenta imponer esa visión sobre la realidad. Eso es lo que se logra cuando se fuerza el cambio de lenguaje: se impone lo que se ha denominado como lenguaje «inclusivo».  En cuanto un grupo designa de cierta manera alguna cosa, incluso si esta es solo una autopercepción, lo designado empieza a adquirir realidad. El lenguaje le abre un espacio en el mundo a todo aquello que empieza a ser designado de forma similar por un grupo de personas.

Los que se rebelan contra los wokes se percatan, a su manera, de que lo que se ha secuestrado es el sentido común. Por eso se han disparado las teorías conspiratorias. Estos sienten que se les obliga a vivir en la ficción que han construido otros. No queda otra opción entonces que vivir en la intemperie de ese nuevo sentido común en el que no se reconocen. Al imponerle al lenguaje formas de percibir la realidad cuya única validación es una sensación, sin necesidad de ningún otro referente externo, los wokes ha convertido el lenguaje en una quimera. Esa es la conspiración de la que hablan los trumpistas. Y, al menos en eso, tienen razón.

Concuerdo con quien haya que hacerlo en que existe ahora mismo un secuestro del sentido común, pero este no ha sido reemplazado por otro. Luego de décadas hablándose de incorrección política ya nadie tiene idea de por dónde pasa la línea de lo correcto ahora mismo, pues la noción de incorrección política se está renovando a diario. La idea de que se trata de una conspiración me parece menos sostenible: las conspiraciones y sus respectivas teorías implican acuerdos secretos, una estructura más o menos delineada con sus líderes (a menos que le echemos a Soros la culpa de todo) y objetivos concretos que cumplir mientras. En el caso de la actitud woke (que excede los límites de una generación específica y que incluso de aquellos que uno consideraría wokes suele ser una actitud bastante intermitente, echándose una que otra siestecita en medio de su vigilia) no parece haber un acuerdo prefijado, ni líderes políticos o intelectuales más o menos consistentes ni objetivos concretos: fuera de dar la voz de alarma ante el descubrimiento de nuevas formas de opresión, de agresiones o microagresiones, esa actitud woke no parece buscar otra cosa que un estado de sitio digital permanente.

Al referirme a un nuevo tipo humano no hablo de un grupo social específico, ni de una generación, sino de un nuevo horizonte desde el que se produce sentido, desde el que se prescribe lo que se puede decir y, por extensión, pensar, hacer y desear. Es por eso que hablo de la producción de un nuevo sentido común: la configuración de los enunciados que pueden ser expresados en cierto momento histórico, la imposición de cierto vocabulario, y el veto de otros, y de las actitudes valorativas que le son inherentes a ciertas palabras. El filósofo español Higinio Marín, en una de las mejores definiciones que conozco al respecto, lo define como hábitos del corazón, siguiendo la bella expresión de Alexander Tocqueville: «cartografías de las relevancias vitales [que] dibujan los supuestos cordiales de la razón y del sentido que incluyen lo que se tiene por concebible y real». A ti y a mí nos parece insensato mucho de lo que ellos afirman porque estamos instalados en otro espacio vital y afectivo-valorativo, pero hay que reconocer que nuestra postura, al menos dentro de la universidad, que es nuestro espacio de trabajo, es cada vez más marginal e incluso anacrónica. Se podría argüir que la universidad es un espacio minoritario (aunque según las últimas estadísticas en los Estados Unidos, el 45% de la población se gradúa de la universidad), pero en ella se forman casi todos los que están a cargo de la educación sentimental de la ciudadanía. Un buen ejemplo de cuánto ha permeado a la sociedad en general estos nuevos parámetros respecto a lo que se puede decir, hacer, sentir, es que el reguetonero—  tomo el ejemplo de un género musical que no se caracteriza ni por su carácter reverencial ni por su corrección política— y músico más exitoso, Bad Bunny, no se atreve a desoírlos: la clave del éxito, y creo que esto es un signo muy importante, pasa por ahí. La industria editorial— incluidos los libros de textos que se utilizan para alfabetizar a la población— y el mercado del arte responden, para solo citar otros dos ejemplos, a estándares parecidos. Si algo define a un nuevo sentido común es la propuesta de un nuevo concepto de gusto; aquello respecto a lo cual se considera apropiado desear, fantasear. El sentido común define lo que una época entiende por cordura y lo que se afirma, piensa, desea fuera de este espacio adquiere el carácter de la quimera o el delirio; y ni lo uno ni lo otro, al menos en estos tiempos, se consideran marketeables. Yo creo que el sentido común que se está configurando delante de nuestros ojos todavía no es hegemónico, ninguno debería serlo en una sociedad que se considere democrática, pero reconozco que muchos no comparten mi postura.

Lo que siente una parte no despreciable de la población norteamericana es que se ha producido un rapto de las principales instituciones que constituyen el aparato normativo de un país: los medios de prensa, el sistema educativo, el propio sistema judicial e incluso las autoridades a cargo de la salud pública del país. Este rapto es lo que ellos definen como una conspiración. No obstante, la única forma de combatir esa conspiración es asociarse a una nueva conjura. Cuando se produce sentido al margen de las instituciones antes señaladas, se necesita conspirar, pues se hace fuera de los límites de lo que una sociedad legitima como lo público. No solo se trata, por tanto, de escapar de un lenguaje en el que no se reconocen, sino que están convencidos que la única forma de liberarse del mismo es producir sentido fuera de los espacios controlados por el Estado, que, desde el punto de vista de ellos, son casi todos. Los que conspiran, respiran juntos —viven, desean, piensan, actúan— pero lo hacen fuera de los espacios consagrados para ello. El trumpismo tiene la estructura de una conjura, de un complot. Lo que sucedió el 6 de enero es y no es una anomalía. Lo es, pues nunca desde que se instauró la República la propia población había asaltado uno de los centros simbólicos del poder. No lo es, pues este movimiento que no acepta que los aparatos normativos del Estado moldeen sus afectos, piensa que solo pueden tomar el poder por asalto: vía una rebelión que aspiraba a ser un golpe de Estado.

La del trumpismo también es una revuelta sorda, a pesar de toda la algarabía que la acompaña, pues vocifera desde espacios que quedan —respecto al nuevo sentido común que se está configurando— en las lindes de lo inteligible.

No debe olvidarse que hay una buena parte de la población que se siente atrapada entre esas dos revueltas, la radical y la conservadora, que se acusan mutuamente de intolerancia, de querer apropiarse de la plaza pública de discusión, de imponer sus normas y que de hecho están dejando menos espacio a los que no compartimos ni las aberraciones woke ni el reaccionarismo trumpiano, y nos aferramos a cierta idea de entendimiento, de cordura que ya empieza a parecer anticuada pero que consideramos no solo la esencia de una sociedad democrática, sino del entendimiento entre individuos, grupos o incluso sociedades diferentes, eso que define la RAE como «sentido común». O sea, la «capacidad de entender o juzgar de forma razonable», que es el tipo de definición que haría decir a Mark Twain que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Por cierto, cuando Tocqueville analiza la sociedad norteamericana desde su punto de vista europeo, todo el tiempo está apelando a lo que entiende la RAE por «sentido común». Ensalza o critica lo que ocurre en la sociedad norteamericana, no en la medida en que se acerca al modelo de la sociedad de donde proviene —o la que podría considerarse de buen o mal gusto—, sino en los efectos positivos o negativos que estas diferencias causan en el desarrollo de la sociedad, una sociedad que aunque podría repugnar a su público europeo, también le podría parecer después de todo, razonable. A los que estamos en esa tierra de nadie, que no sé si somos o no mayoría, ¿no nos quedan otras opciones que sumarnos a una de esas dos revueltas o ver cómo ese espacio de sensatez desaparece bajo nuestros pies?

«Definible solo es lo que carece de historia», afirmaba Nietzsche con ese toque de desmesura y verdad que acompaña a sus grandes intuiciones. El sentido común posee, como muchos de los grandes conceptos de la filosofía moral y política, una historia tupida y enmarañada. Me llevaría demasiado espacio esclarecer aquí todos los matices que este concepto tiene en la tradición filosófica, así que utilizaré, para explicarme mejor, los dos ejemplos que señalas.

La definición que privilegia la RAE, y que Mark Twain parodia en la frase que citas, es conocida en la tradición como sensus communis naturae, concepto que alude tanto a la naturaleza racional de todos los humanos como al acuerdo que esto supone respecto a ciertos principios o verdades que se consideran auto evidentes y, por ende, aceptables por todos, al menos en potencia. El problema, y a eso es lo que alude Mark Twain, es que cuando tratamos de darle sentido a la realidad, no somos ni tan racionales ni nos ponemos tan fácilmente de acuerdo respecto a lo que se supone sea evidente. Thomas Paine, por ejemplo, tituló Common Sense al panfleto en el que abogaba por la independencia americana, a pesar de saber muy bien que las ideas que defiende allí, esas que define como constitutivas del sentido común, no «están lo suficientemente en boga para gozar del favor general». Estaba incluso convencido de que existían formas de gobierno, como la que sufría el pueblo inglés o las que eran impuestas a sus colonias, que vetan el acceso a ciertas verdades definidas por él como naturales. Así, solo a través de la guerra podría el pueblo americano liberarse de ese yugo, pletórico en perjuicios y obnubilación, que le impedía acceder «a la sencilla voz de la naturaleza y de la razón».

La propia ambigüedad inherente al concepto de sentido común se refleja en las afirmaciones que hace Jefferson respecto a la escritura de la Declaración de Independencia de 1776: «El objeto de la Declaración no era descubrir nuevos principios o nuevos argumentos, nunca antes pensados, ni incluso tratar de decir cosas que nunca antes habían sido expresadas, sino poner ante la humanidad el sentido común de los sujetos […] Intentaba ser una expresión de la mentalidad americana». Por un lado, al apelar al sentido común se rebaja el carácter revolucionario del documento. No se trata de pensar, ni expresar nada nuevo — romper radicalmente con lo ponderado y dicho por la tradición— sino de articular, de forma clara y definitiva, lo que ya estaba en la mente de todos. Sin embargo, lo que Jefferson define como «mentalidad americana» no existía de forma plena hasta la firma de este documento; existían las trece colonias, pero no había nación americana a la que le pudiera corresponder una mentalidad específica. Además, faltaba mucho camino por recorrer, incluso en la emergente nación americana, para alcanzar el pretendido consenso que Jefferson postula respecto a la idea más importante que portaba su documento: «All men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness».

El concepto de sentido común que he defendido en estas páginas parte de la noción aristotélica de koinḕ aísthēsis —que se suele traducir al latín como sensus communis—: el lenguaje común de los sentidos, de la sensibilidad. Ahí se asume que cuando se dota de significado a la realidad no solo lo hacemos con la razón, sino que también participan del proceso nuestros sentidos, nuestras percepciones, nuestros afectos y pasiones; con los hábitos del corazón y con los del espíritu. Lo que una época entiende por cordura, y no otra cosa es el sentido común, implica tanto a la razón como a nuestra sensibilidad e imaginación. La locura es tanto la sinrazón como un desarreglo de los sentidos, las pasiones y de nuestra facultad imaginativa. Además, esta postura asume que la razón y los afectos se declinan de forma distintiva en los diferentes momentos históricos —la comprensión se produce siempre dentro de una tradición, desde los propios prejuicios (entendiendo esta última noción en el sentido reivindicativo que le otorga Gadamer y la hermenéutica al concepto)—. Se dota de sentido a la realidad con los pies hundidos en el fango de la historia.

Me explicaré con el otro ejemplo que citas. Lo que aspira a encontrar Tocqueville en los Estados Unidos de América es un nuevo sentido de lo común: la revolución democrática se ha realizado en el viejo continente a nivel material, sin que en las leyes, en las ideas y en las costumbres hubiera ocurrido el cambio necesario para hacer útil esta ruptura abrupta con el Antiguo Régimen. La revolución reventó el viejo sistema de creencias, pero no fue capaz de implantar uno nuevo. Tocqueville describe la quiebra del sentido común que percibe en Europa en los siguientes términos: «es como si en nuestros días se hubiera roto el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que en todo tiempo se observó entre los sentimientos y las ideas parece destruida y se dirían abolidas todas las leyes de la analogía moral».

En la posibilidad mejor que Tocqueville descubre en los Estados Unidos se crea una síntesis entre la tradición y la innovación, entre «el genio religioso y el genio de la libertad» que cree imprescindible para poder construir el nuevo sistema de afectos, la sensibilidad compartida necesaria para vivir en este nuevo régimen político. Lo que busca en los Estados Unidos de América es un modelo civilizatorio que permita salvar a un gobierno y sociedad civil dominado por la igualdad de condiciones y predispuesto por ende al destino democrático de los dos grandes peligros que, según cree, acechan a esta nueva forma política: la tiranía de la mayoría o la anarquía.

Creo que el desvanecimiento del suelo en el que se sostenía el centro —«el middle o common ground»— tiene que ver con la crisis de los relatos fundacionales que nutrían la nación americana. Estos mitos dotaban al país con una religión civil que, aunque fuera interpretada en muchas ocasiones de forma diametralmente opuesta por los dos partidos políticos que se turnan el gobierno del país, proveía al menos a nivel formal un espacio común para potenciales acuerdos, por tenues que fueran, y disensos que respetaban, al menos, el derecho a la existencia de la fuerza política opositora. En un artículo clásico, Bertrand Russell reflexionaba sobre la debilidad de las democracias occidentales ante los totalitarismos, debido a sus carencias de grandes mitos. Los mitos encauzan las pasiones hacia un mismo destino, garantizan a las naciones el anhelo de un futuro en común. La única excepción que mencionaba el filósofo británico era los Estados Unidos de América. Pero, como ya se adelantó, vivimos en otro momento histórico. No me imagino a nadie hoy en día, en ninguno de los polos del espectro político, repitiendo la frase que incluye Whitman en su prefacio a la edición de 1855 a The Leave of Grass: «The Americans of all nations at any time upon the earth have probably the fullest poetical nature. The United States themselves are essentially the greatest poem».   Dos de los grandes mitos que cohesionaban la Unión Americana, el mito del país en el que casi todos pertenecen a la clase media, o al menos se perciben como tales, y el mito del individuo que se inventó a sí mismo y al hacerlo fundó la libertad moderna —la primera nación donde la ley es el único rey, para decirlo de nuevo con las palabras de Thomas Paine a quien ya he citado—, se han visto muy erosionados en los últimos años. El movimiento 1619, que le otorga al año en que se comienza la trata de esclavos el estatus de acontecimiento fundacional, y el slogan alrededor del cual se organizó Occupy Wall Street (el 99 por ciento contra el uno por cierto, el pueblo contra la oligarquía), son claros ejemplos de ello. El movimiento MAGA (Make America Great Again), por su parte, es una retrotopía—para usar el neologismo de Zigmunt Bauman— un intento reaccionario (en el sentido literal y metafórico de la palabra) de restituir una supuesta edad de oro perdida para que los grandes mitos de la nación americana vuelvan a hacerse realidad.

Hay momentos históricos, como el que vivimos ahora y atestigua la historia europea del siglo XX, en los que la búsqueda de un centro, independientemente de la cantidad de personas que aspiren a ello, tiene algo de quijotesco: tratar de construir un mundo donde ya no lo hay y con materiales, un sistema de creencias, que se consideran anacrónicos, obsoletos. El bombardeo a la línea de flotación que sostenía al centro se expande, además, desde otros frentes. Es muy probable que en este siglo Estados Unidos deje de ser la primera potencia económica mundial —hace ya un tiempo que ha dejado de ser la brújula moral de Occidente—, aunque seguirá por un buen tiempo siendo la primera potencia militar. Históricamente, siempre que la primera potencia militar y económica no coinciden, el conflicto se ha dirimido con la guerra. Serán guerras indirectas (proxy wars), como las que suelen tener las potencias que poseen arsenal nuclear. No obstante, el potencial impacto que tendría sobre la opinión pública norteamericana la pérdida de su protagonismo a nivel global podría ser devastador, pues le daría el tiro de gracia al mito quizás más arraigado en la nación americana: el rol mesiánico que América ha creído tener respecto al resto del mundo.

¿Será el trumpismo solo una anécdota en la historia política norteamericana o ha de rearticular un nuevo sujeto político que redefinirá al partido republicano y lo obligará a rediseñarse o escindirse en varias fuerzas políticas? ¿Logrará sobrevivir la primera república democrática de los tiempos modernos un segundo mandato de Donald Trump? ¿Podrá el partido demócrata interpelar a la población americana con nuevas nociones de comunalidad, como no se cansa de pedir en sus libros y artículos Mark Lilla, y dejar atrás las políticas de la diferencia inherentes a la agenda identitaria y la implosión de los aparatos normativos en miríadas de excepciones? Y otra de mayor alcance: ¿podría los Estados Unidos volver a reactivar las esperanzas de sus ciudadanos y cautivar su imaginación desde una percepción de su destino y su historia totalmente secular, asumiendo la crisis de sus mitos fundacionales?

Intentaré definir a nivel normativo —para recuperar el centro hay que restaurar el prestigio emotivo y conceptual de las normas, de la normalidad— qué significa ese centro o punto medio. Daré un salto en el tiempo, hacia la primera polis democrática, Atenas, y su primer gran legislador, Solón. Para Solón el centro o punto medio —es meson en mesoi— es el lugar donde se funda lo común, lo público. Hay que apresurarse a aclarar que este espacio no debe ser confundido, en ningún sentido, con una noción de neutralidad, que llevaría a no tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados. Entre las leyes de Solón destaca una que Plutarco, en sus Vidas paralelas, califica como la más extraña y singular de todas: aquella que condena a la atimia, a la pérdida de los derechos políticos y civiles —participación en la asamblea, derecho a reclamo ante un jurado, poder ser elegido a una magistratura, etc.— a quienes se mantuvieran neutrales en una guerra civil.

Las facciones privatizan la ciudad, la escinden en intereses incompatibles. El medio o centro se construye para postular un espacio común, para alojar las partes que litigan. La stasis, la escisión de la comunidad política en diferentes facciones o bandos, conlleva la privatización del espacio público. El arconte se sitúa con su escudo, como dice el sabio ateniense en uno de sus poemas, en el medio de los ejércitos listos para la batalla. El centro nunca es un espacio cerrado, aunque sí queda limitado por los litigantes que lo circundan. El concepto que define este territorio, metaíkhmion, el espacio que se erige entre dos ejércitos en pugna, expone la labor del magistrado y las instituciones que pretenden instaurar un terreno público para dirimir los conflictos sin que se aspire, desde un consenso ficticio y artificial, a anularlos. Esto impide que las instituciones se cierren dentro de un sistema de creencias que se pretende inamovible o se diluyan en querellas, en disensos, y que nunca arriben a un punto de encuentro. El centro —el espacio desde el cual una sociedad articula lo que considera común— es el lugar imaginario a partir del cual se fundan las instituciones del Estado. En él se intentan encontrar los marcos normativos que permitan hacer inteligibles y compatibles los diferentes reclamos de justicia que nacen de la sociedad civil. Desde ese espacio o tierra de nadie, como tú lo defines en tu pregunta, del cual ninguno de los bandos se ha apropiado todavía, desde ese no man’s land, se funda lo común, lo público.


*Entrevista aparecida en El Estornudo