lunes, 28 de agosto de 2023

Viñeta napolitana



Rumbo a Nápoles dos veces le pregunté a un soldado si valía la pena visitar el Quartieri Spagnolo y dos veces me dijo que no. En eso fue terminante pero cuando le pedí razones su única respuesta fue reír. Como si ya imaginara a los tres pobres extranjeros inocentones en manos de los vecinos de uno de los peores barrios en una ciudad ya de por sí con fama canalla.
Pero, por supuesto, que decidimos no hacerle caso. No obstante, tendríamos cuidado. Cosa de no adentrarnos demasiado. Dar una vuelta comando, para no tentar el peligro. Cosa de que cuando los malevos del barrio se dieran cuenta de la clase de berracos que se habían puesto a su alcance ya estuviéramos fuera.
En el mapa habíamos visto la cuadrícula apretada del barrio que alguna vez albergó a las tropas de ocupación española en los tiempos en que media Italia estaba bajo el dominio de Carlos V & Sons. Nada de laberintos sino pasillos estrechos hechos de piedra y sábanas colgantes. Eso era lo que imaginábamos. Encima llegamos de noche que, como cualquiera sabe, no es el mejor momentos para que los tontos curiosos se las den de audaces. Entramos pero, para sorpresa nuestra, en lugar de calles lúgubres y malevos emboscados, dimos con una de las mayores reservas de restaurantes de Occidente. Cuadras y cuadras llenas de mesas con manteles y gente comiendo o esperando por sus platos. En muchos había incluso pequeñas colas de turistas esperando por alguna maravilla prometida por guías o youtubers.
Elegimos un restaurante lo bastante lleno para asegurarse la popularidad pero no tanto como para hacer cola. Para recordarnos que aquello era un trozo de ciudad viva y no un boulevard hecho a la medida del turismo a cada rato un carro pasaba lentamente entre las mesas. Carros caros, típicos de barrios pobres con ganancias ocultas. Los camareros parecían salidos de una extraña obra de teatro que contaba la vida de gente que en su vida anterior se la ganaban de manera muy distinta a la obsequiosidad mecánica de la hostelería. Y con la mala fama del barrio lo más cómodo era imaginarlos como antiguos ladronzuelos y estafadores domesticados por el capitalismo posindustrial y hispster.
Era fácil imaginar entonces una serie en al que un barrio de mafiosos se ha reconvertido para hacer frente a un explosivo aluvión turístico. Allí estaba el maître alto, canoso y de barba cuidada, antiguo artifice de tratos y contrabandos decidiendo en qué mesa sentar a cada grupo de comensales; o su jefe, el nuevo dueño del restaurante ladrándole órdenes a la cocina como mismo antes mandaba a matar rivales o deudores escurridizos. O su hija, camarera de labios estirados por el botox que quería compensar su torpeza en el servicio con la cercanía al poder. O el camarero esmirriado y simpático que le susurra al oído de la hija del dueño requiebros mal recibidos.
Fácil imaginar las situaciones que generarían personajes así en una serie televisiva. Cómo se sentirían tentados a resolver los retos del nuevo negocio con sus viejas mañas de matarifes. Cómo enfrentarían la competencia obstinada de mafiosos tan recovertidos como ellos a la hostelería pero tan tentados a tomar el atajo de la violencia ante el primer inconveniente. Fácil suponer la inesperada aparición en la puerta contigua de un local regentado por tipos procedentes de un país sitio exótico y tenebroso que fuerza a los viejos rivales a súbitas alianzas. Historias que caminan solas con ingredientes y conductores adecuados.
Del lado de acá de la realidad se comió bien y se disfrutó de ambiente tan sugestivo. Sin embargo, a la hora de pagar la hija del dueño, la del botox, nos pidió que pagáramos en efectivo. No era política de la casa, aclaró, solo que se había descompuesto la máquina que procesaba las tarjetas de crédito. Le respondimos que lo sentíamos, que no teníamos efectivo suficiente para pagar la cuenta a menos, claro, que aceptara a reducirla a un tercio. Mágicamente Miss Botox decidió probar suerte con el aparato que un momento antes decía que no funcionaba. Cruzó los dedos de ambas manos y como era de esperar el aparato respondió sin mayores problemas. Si alguna vez se deciden hacer la serie de mafiosos devenidos en hosteleros en barrio de antigua mala fama les recomiendo enfáticamente a Miss Botox para uno de los protagónicos.

Deja vu o, como decía un catcher de los yankees, todo pasa de nuevo

 Por Francisco García González


Les hago corto el cuento largo.

Nuestra hambre en La Habana, Editorial Plataforma, Barcelona, 2022, más que memoria o recuento es pura arqueología social. Su autor, Enrique del Risco, escarba en las ruinas de un pasado que hubiese quedado en categoría de mal recuerdo, si no fuese por su actualidad en la fecha que escribo esta reseña, doce de agosto de 2023. El Hambre en Cuba aún no ha alcanzado el estatus de memoria, vergüenza pasada. Todos desean marcharse. Dejarlo atrás. En cada puerta parece leerse: Hambre, esta es tu casa.

La revolución, su más alta dirección, es decir, el finado Comandante en Jefe, siempre fue ─sus sucesores aún lo son─ pródigo en denominaciones eufemísticas. Razón que explica, a nivel nominal, por qué al desastre ocasionado tras el colapso de la Unión Soviética y el cese de la emisión de subsidios, a lo que no era ni mejor ni único ni finito en términos de fecha de caducidad, el Primer Nominalista lo nombró Periodo Especial en tiempos de paz.

El Periodo Especial, o Perpetuidad Insufrible, ha sido un continuo en el acontecer de la isla en los últimos treinta y tres años.

En estas condiciones se dibuja el panorama que enmarca la realidad cubana a partir de los tempranos noventa. Panorama en que aparece el Hambre en dimensión inédita. Una escasez, o falta de que llevar a la mesa, tan fresca y robusta, razones por la que todavía hoy el periodo de marras es vulgar cotidianidad.

Pero no hay que adentrarse en las causas de ese estado de cosas que aún perviven e impiden que el entrañable Hambre no pretenda abandonar unas coordenadas en las cuales le ha ido de maravillas.

Comienza el PE y como por arte de magia, un truco digno de David Copperfield pero de autoría local atribuido exclusivamente a ya saben quién, se esfuman el pollo, la leche, los cárnicos, el pescado y un frondoso etcétera. El truco del Primer Mago es tan bueno que en lugar de comida aparece la polineuritis, si bien su intento de achacar la nueva calamidad a la CIA no tiene el mismo éxito que su acto de magia. Pero, querido lector, no se desanime la historia sigue.

Se volatiliza la jama… ─durante el machadato había harina de maíz y boniato, recuerdan los más ancianos─ y, no aparece Pánfilo, no: aparecen los escritores. No vienen racionados. Los hay por montones. Los poetas se dan como la verdolaga más profusa. (La verdolaga por cierto se sirve en el restaurante del Jardín Botánico como una suerte de tomate o pepino de repuesto, con la diferencia, aseguran los nuevos chefs adjuntos al Noticiero Nacional de Televisión, supera a estos hasta en vitamina Ñ, descubierta en los años noventa por José Luis Cortés.) Los vates eran una plaga más resistente que las cucarachas. Sin comida y después de la catástrofe que fuera, aún los bardos cantarían.

Y en el caso de los narradores, sin llegar a ser hemorragia imparable, también los hay a montones. A un crítico, mitad académico mitad asere del barrio de Buena Vista, se le ocurre bautizarlos con el mote de novísimos. Los últimos serán los primero, los inflama el citado asere. Y en la larga fila Enrique del Risco es uno de ellos.

Exacto a lo que sucede con la carne de cerdo y el pescado en la mesa familiar, las editoriales pasan de ser “las más lentas de Occidente cristiano”, a desparecer por completo. Poetas y narradores no se amilanan. La actividad editorial se reduce a la mínima expresión y florece la “industria” del plaquete, que venía a ser a las ediciones lo que el picadillo de soya y la masa cárnica al cerdo o al pollo. Ambos exuberantes, plaquete y el picadillo de soya, en vitamina Ñ. El plaquete, no el novísimo picadillo, consistía en una serie de hojas sueltas o presilladas en la que muchísimos de estos autores dan a conocer sus primeros trabajos.

Ahora bien, la pregunta se cae por su propio peso. ¿De qué escriben estos escritores emergentes?

Una serie de temas inéditos irrumpen en el panorama de la literatura cubana. Balseros, jineteras, homosexuales, soldados internacionalistas, sida, mucha hambre y mucho sexo. Y de repente sucede algo también inédito.

Ha cambiado la mesa del cubano, se ha extinguido el transporte y ha hecho su debut la polineuritis, ha cambiado la vida para siempre, ha cambiado la literatura. Lo único que permanece inalterable es el periodismo al servicio del gobierno. Da lo mismo el soporte que sea en papel, radial o televisivo. El triunfalismo alcanza cotas jamás vistas anteriormente: Se puede subir escaleras sin cansarse y librarse del viejo truco del elevador. Ambulancias de tracción animal, último grito de la modernidad durante la Guerra franco-prusiana de 1870. Lo importante es el cepillado, no la pasta dentífrica. La Habana y Ámsterdam, ciudades de ciclistas. La brecha entre periodismo oficial y realidad aumenta como nunca antes. La abismal distancia es cubierta por la ficción. Los novísimos, sin ser su designio, ocupan el rol de cronistas de los tiempos que corren. Si usted desea saber qué sucedía en Cuba en aquellos años, no vaya al Granma ni consulte ningún otro periódico archivado. Las voces de los novísimos acallan el triunfalismo de la prensa oficial.

EDR es uno de ellos: “Letras en las paredes”, “Posépica”, Pérdida y recuperación de la inocencia. Aún se leen, no sólo como brillantes relatos, sino en tanto ejemplos magníficos de crónicas sobre aquellos duros años. Genealogías, a diferentes niveles, de Nuestra hambre en La Habana.

Retomar el Periodo Especial como argumento era demasiado arriesgado. Recordarnos más hambre en medio del Hambre sería placentero sólo para masoquistas. Revisitar la realidad de los noventa a la manera en que EDR lo asume posee algunas ventajas que lo exoneran de la mera letanía repetitiva. El autor de Siempre nos quedará Madrid se decanta otra vez por el género autobiográfico y testimonial. Y en esta ocasión lo hace desde el humor. Por supuesto, el novísimo narrador ha madurado, cada página de Nuestra hambre… es testigo de una vivacidad y rotundez estilística que nos hace perdonarle a su autor el dolor intrínseco de lo que nos obliga a recordar.

Aunque Nuestra hambre… está escrito desde la experiencia personal es válido reconocer que también lo es de toda la nación. En definitiva el Hambre impulsada por su artífice principal (hablo de quien tú sabes) es única e indivisible, adquiere tanto dimensiones míticas (la pizza de preservativos y el bistec de colcha de trapear el suelo) como reales (el picadillo de cáscara de toronja y de plátanos).

El hecho de abarcar a todo un país desde el epicentro habanero nos lleva directo a esas zonas temáticas tan caras a la literatura de los novísimos que decíamos: balseros, jineteras que pululan en la órbita turística, gente hambreada y sedienta de sexo en calidad de sucedáneo alimenticio… Pero, ojo, estos temas vistos desde la distancia y la madurez de un narrador sobrado en recursos tienen la levedad y la desfachatez artística que jamás tuvieron.

Es precisamente esa desvergüenza la que nos permite leer Nuestra hambre… como una novela picaresca. Que habita muy cerca de esa obra maestra de la picaresca cubana que es El color del verano. La diferencia entre ambas es precisamente la involución del pícaro. En Arenas los pícaros desean ser libres. En EDR los pícaros solo desean comer. Y ante la gran frustración ambos acuden al mismo paliativo: el sexo.

La picaresca nacional como estrategia de supervivencia se extiende a lo largo y ancho de la isla. El suceso del Maleconazo es recreado por EDR de manera tangencial. Mas, nos queda claro que la picaresca, esa estrategia de salida de emergencia, sustituye a la alternativa de una sublevación masiva de ciudadanos en contra del sistema que los hambrea sin piedad. En este sentido, y también a lo largo y ancho de la isla, Nuestra hambre… puede leerse como un road book, un libro de carretera, género impulsado por Julio Cortázar con Los autonautas de la cosmopista, pero sin fotografías.

Carretera adentro EDR, acompañado de su Carol Dunlop, se aventura en plena Hambre por los territorios orientales de la ínsula. Las páginas dedicadas a este viaje, además de lo dicho, nos comunican una inesperada ternura expresada en el encuentro con personas a las que el Hambre y su creador (saben de quien les hablo) no han logrado segarles la generosidad, el amor y el desinterés.

Confieso mi gran resistencia a leer Nuestra hambre…

Bastaba con mis recuerdos y experiencia. Conocía muchos de los hechos que EDR recrearía en sus páginas. Sabía que volvería sobre la idea de que si eres joven puedes ser feliz donde quiera que estés. Que leería de cómo traer de vuelta al Bobo de Abela a pesar de la censura. Sabía que allí aguardarían amigos que aún hoy lo son.

Una noche abrí el libro…

Abrí el libro. Pensé. Nuestra hambre en La Habana haría las delicias de Salvador Redonet, el asere de Buena Vista. Otro artífice. Porque si quien tú sabes nos obsequió el Hambre y la etiqueta Periodo Especial, Salvador Redonet, repito, les puso el nombre. Novísimos. E hizo lo imposible por visibilizarlos en el panorama de la anquilosada literatura cubana. Algo infinitamente más noble que lo primero.

Pensando en retrospectiva en la obra de EDR. Después de varios volúmenes de relatos, premiados en su mayoría. Después de tantos y tantos ensayos. Después de haber publicado su premiada novela Turcos en la niebla. Creo que finalmente con Nuestra hambre en La Habana estamos en presencia de su libro más logrado desde cualquier punto de vista. Las novelas recrean universos cerrados en los cuales se resuelve o no la tensión entre lo verosímil y lo real, de ahí su éxito o no. De ahí el triunfo o no de lo literario. El secreto de ese éxito lo percibo en la fluidez. Y Nuestra hambre… es fluidez absoluta.

¿Y el Hambre? ¿Qué es lo que tiene que, como Los Van Van, sigue ahí? ¿Vitamina Ñ?

Sobra el Hambre. Pero ya no hay novísimos. Hay youtubers, periodistas independientes.

Quizás sobre la literatura.

Montreal, agosto de 2023

miércoles, 16 de agosto de 2023

Unanimidad y verdad



Todo es relativo. Cuando pienso que me he vuelto demasiado apocalíptico con la situación en las universidades miro a mi alrededor. Y descubro, por ejemplo, que mi querida amiga y admirada escritora Marina Perezagua, de vuelta a la universidad tras años de ausencia, escribe espantada: “el mundo académico que conocí, respeté y me ayudó a crecer, está desapareciendo […] El contrato es un pacto propio de un jardín de infancia: “Colorea sin salirte”. [En las universidades] no hay riesgo, no hay progreso, solo somos una pieza más del mismo puzle cuya imagen es incuestionable: el silencio. El sistema actual fomenta el pensamiento único, castiga la queja justa y saludable, aniquila al más débil (o al más fuerte, según se vea), no da lugar al desacuerdo constructivo”. Leo sus palabras y pienso que, lejos de ser apocalíptico, todos estos años en la universidad me han ido acostumbrando a esas servidumbres que tan claramente capta mi colega a su regreso a las aulas. Que el asunto es mucho peor de lo que pensaba.

Cuesta asumir una situación así cuando se acepta la idea generalizada de que la humanidad tiende a la mejoría. ¿Cómo explicar entonces la nueva condición medieval de los centros de enseñanza? ¿Cómo se ha llegado hasta ese punto? Y lo que es más importante aún: ¿cómo escapar de la trampa perfecta de un mundo reaccionario en nombre del progreso? Entonces me viene a la mente el escritor checo Milan Kundera, eterno aspirante al Premio Nobel, quien se ha liberado de la tensión anual de esperar por la llamada desde Estocolmo muriéndose a sus 94 años. Especialista en analizar el regimen totalitario que aherrojó su país durante décadas Kundera escribió con claridad y agudeza sobre el antagonismo que ocupa el centro de la queja de Perezagua: la sorda discordia entre la unanimidad y la búsqueda de la verdad.

Por grande que fuera su inquina contra el totalitarismo, Kundera no creía que la unanimidad fuera exclusiva del régimen que sufrió y estudió en carne propia. En la Europa medieval —cuna, por cierto, de la universidad tal y como la conocemos— se creía en la verdad única revelada por un único Dios. Sin embargo, cuando la reforma protestante puso en cuestión la interpretación católica de las revelaciones divinas el mundo moderno comenzó a abrirse paso en la forma de una dudosa ambigüedad y “la única Verdad divina —explica Kundera— se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron”. La condición moderna supuso desde entonces asumir que la búsqueda de la verdad —ya al margen de revelaciones divergentes en las que no había consenso posible— consistiría en la interacción conflictiva de diferentes puntos de vista, cuestionables todos. Pero incluso antes que ese sistema fuera afirmado por la duda cartesiana o practicado por la ciencia empírica ya había sido representado en Don Quijote de la Mancha, la primera novela moderna que exponía un modelo del mundo “fundamentado en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas” ajeno a las tercas certezas provistas por las religiones.

La universidad del pensamiento único que describe Perezagua, donde no cabe el disenso sobre las nuevas sacralidades promueve, lo quiera o no, la renuncia a la búsqueda de la verdad en nombre de la unanimidad. Nadie aceptará, por supuesto que está renunciando a buscar un conocimiento verdadero pero cuando el punto de partida son ciertas “verdades” incuestionables se abdica de hecho a cualquier comprensión distinta y más profunda de lo real.

Cuando quien difiere del consenso actual pasa de simple cuestionador a la condición de hereje se está cancelando tácitamente la esencia de la modernidad, esa que está en la base de la búsqueda del conocimiento, de la tolerancia, de los derechos humanos y de la justicia social que decimos defender. Decía Kundera que si “en lugar de buscar «el poema» oculto «en alguna parte ahí detrás», el poeta se «compromete» a servir a una verdad conocida de antemano (que se ofrece de por sí y está «ahí delante»), renuncia así a la misión propia de la poesía”. Sustitúyase “poema” por “conocimiento”, “poeta” por “investigador”, “profesor” o “estudiante” y “poesía” por “universidad” ya se sabrá a qué atenernos.

Escribo estas líneas en mi doble condición de profesor y novelista, dos profesiones ligadas, en sus acepciones más fecundas, al desafío y a la transgresión de ideas preconcebidas. Quisiera pensar que me equivoco, junto a mi colega Perezagua, cuando veo a mi alrededor tantas señales de forzada unanimidad. Quisiera pensar que se trata de puro alarmismo de señor mayor que le va perdiendo el ritmo a un mundo que acelera su avance hacia el futuro. Pero entonces observo el frío entusiasmo de quienes no parecen conocer la duda —o el miedo de quienes están llenos de dudas pero no se atreven a expresarlas— y me inquieto más aún. Porque no se trata de que unos tengamos o no la razón sino de que la razón misma deje de tener sentido. Y de que hasta la irresponsable imaginación de las ficciones se vea como peligrosa y, por tanto, digna de exterminio. Puede que lo que esté en juego no sean mis prejuicios generacionales o personales sino la propia Edad Moderna tal como la entendemos Kundera, Perezagua o yo. Con su incertidumbre, pero también con su libertad y sus pequeñas verdades. Todo por el miedo de no parecer lo suficiente sintonizados con nuestro tiempo, por no quedar fuera del juego de la respetabilidad académica o social.

Seguiremos informando.