martes, 28 de febrero de 2023

La trampa Padilla


Mi primer encuentro con los versos de Heberto Padilla tuvo el dulce aroma de clandestinidad con que uno debe acercarse a palabras libres en un país esclavo: en una clase de la universidad, escritos a mano en la libreta de un condiscípulo, sin indicaciones de quién era el autor. Se trataba de “En tiempos difíciles” y mi la complicidad con aquellos versos fue instantánea. Yo era un creyente de aquella tiranía a la que todavía le llamaba “Revolución” pero, bastó el guiño irónico con que el poeta hablaba de las constantes exigencias de tiempo, mano, labios, piernas, ilusiones -y sobre todo de la legua- que se le hacía a "aquel hombre" a quien luego pedían que echase a andar, para que me identificara con él. En mi vida de creyente ya había experimentado de sobra la paradoja de un régimen que hablaba en nombre de la liberación de la humanidad y al mismo tiempo te pedía que le entregaras todo lo que te hace humano. Aquellos versos escritos a lápiz bastaban para demostrar que Padilla, como Sócrates, tenía la capacidad de corromper a la juventud y, por tanto, merecía darse un buen trago de cicuta.


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Antes de seguir con el "caso Padilla" dediquémosle unos instantes al poema “En tiempos difíciles”. En pocos sitios he visto tan bien sintetizados la tragedia del creyente, cualquiera que sea la fe de que se trate. Porque toda fe conlleva continuas mutilaciones: de la racionalidad, la libertad, los instintos. Peor aun resulta la tragedia de los creyentes de una fe que se pretende racional y liberadora. Peor incluso cuando se trata de seres que poseen algún talento creativo a quienes se les exige mutilaciones continuas con tal de que sus ocurrencias encajen en el canon estrecho y oportunista de un sistema político. No puedo pensar en una sola personalidad notable que haya intentado fructificar bajo esos sistemas sin someterse a penosas mutilaciones, incluso cuando las asumiera con todo el entusiasmo del mundo. Desde el pelotero que renunciaba a mostrar su talento en el mejor beisbol del mundo al cantautor que extirpaba de sus canciones su amor por el rock.

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Una confesión: leer la transcripción de la autocrítica de Padilla pronunciada la noche del 27 de abril de 1971 en la sede de la UNEAC fue una de las razones principales de mi salida de Cuba. La leí en las páginas de la revista Casa de las Américas. Para entonces no creía ni un ápice en aquella tiranía pero, a falta de otras evidencias, fue toda una revelación comprobar qué era capaz de hacer aquel sistema con un ser humano. No se trataba de que pudiera asesinar al poeta, como había hecho con tantos cubanos, porque adelantarte la muerte, algo que va a ocurrir de cualquier manera, será un incordio y una descortesía sobre todo cuando se tienen ciertas ilusiones sobre la vida, pero hay niveles de humillación que a la mayoría de los seres humanos nos son impensables. El hecho de que alguien se pudiera rebajar a los niveles a que llegó Padilla en su autocrítica -al punto incluso de denunciar a varios de sus amigos y a su esposa- me resultó nauseabundo. ¿Cómo se puede vivir después de eso? me preguntaba. “Hay un punto desde el que no hay regreso y ese punto puede ser alcanzado” advertía Kafka y yo no quería llegar a ese punto. Porque más disuasorio aún que la autocrítica fue leer el cuestionario que respondió Padilla en 1966 a propósito de Pasión de Urbino, la noveluca de Lisandro Otero. En aquella encuesta Padilla denostaba el libro del funcionario en favor de la novela de su amigo Guillermo Cabrera Infante sin la menor reserva, sin el más leve temor. Si a alguien capaz de tanta audacia -pensaba- pueden humillarlo como lo hicieron con Padilla en 1971 ¿Qué no podrían hacer conmigo, un pobre humorista a quien ni yo mismo tomaba en serio?

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Llegué a los alrededores de Nueva York en 1997, a tiempo para asistir a la presentación de la edición del treinta aniversario de Fuera de juego al año siguiente. En aquel lanzamiento me enteré por boca del poeta que lo que ocurrió en la UNEAC aquella noche de 1971 fue una trampa que le había tendido al régimen cubano. Allí no hizo más que aparentar una reedición habanera de los juicios de Moscú de 1937. Su miedo era, si no fingido, al menos exagerado para darles sus colegas dentro y fuera del país una evidencia clara de los extremos stalinistas a los que había llegado el régimen cubano. Más adelante tendría otros encuentros con el poeta en Nueva York y Nueva Jersey en ambientes más distendidos. Hablamos de temas que ya no recuerdo. Lo que sí me queda claro es que nunca le pedí cuentas por mi decisión de irme de Cuba. Ya para entonces había acumulado suficientes razones como para hacer innecesarias aquellas que encontré en su autocrítica. Y tampoco tenía sentido atormentar a alguien que debió sufrir mucho más de lo que yo era capaz de imaginar.
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En estos tiempos se hace mayoritaria la lectura de aquella autocrítica que le escuché a Padilla en 1998. Más que una retractación forzada se trata de una brillante trampa que le tendió Padilla a sus captores. Una burla, dicen. En 1971 el periodista argentino Rodolfo Walsh, tras leer la transcripción de la autocrítica, insinuó la posibilidad de que “Padilla, conocedor de la resonancia que un texto como el suyo iba a tener, haya elegido esa vía para librar una nueva batalla contra el Gobierno de su país”. El propio ex ministro de cultura Abel Prieto, funcionario especialista en hilar fino en cuestiones donde otros funcionarios del castrismo apenas pueden lidiar con sogas de barco traspasa la responsabilidad de lo que ocurrió la noche del 27 de abril de 1971 al propio poeta diciendo: “En realidad, en una actuación minuciosamente preparada, Padilla había representado una parodia caricaturesca de los procesos de Moscú de los años 30, que contenían, como ingrediente esencial, la confesión de las culpas del acusado y la denuncia de otros «traidores»”.

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Existen buenas razones para que gente tan dispar coincida en interpretar la autocrítica de Padilla como una trampa creada por el escritor. Por una parte, a los defensores del castrismo les permite presentar al régimen como víctima ingenua de las mañas del poeta. Por otra, le permitió tanto a Padilla como a sus valedores el consuelo último de exaltar la capacidad de un poeta y de sus palabras para desnudar a cualquier régimen, por poderoso que sea, en las circunstancias más adversas. Esta versión de los hechos, no obstante, contradice lo que declaraba el poeta a su salida de la isla en 1980. Según Reinaldo Arenas en un discurso que pronunció el poeta ese año en la Universidad Internacional de la Florida (FIU) “Padilla dijo, aludiendo a su obligada retractación, que tuvo que hacerla; "porque cuando a un hombre le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede; ya que esas manos son más necesarias para seguir escribiendo”. La versión tardía del poeta que le escuché en 1998 contradice a su vez la manera terrible y devastadora con que impactó en su personalidad y conducta el hacer de Heberto Padilla en la noche que lo hizo famoso. La escritora Mabel Cuesta en su libro In your face, papi! habla de sus conversaciones con la poeta Lourdes Gil "en nuestros oscuros cubículos de Baruch College. Allí aprendí de la soledad y el llanto de Padilla, su arrepentimiento por el mea culpa entonado durante su comparecencia en la UNEAC". ¿Por qué arrepentirse de una jugada que le había salido tan bien? ¿A razón de qué llorar? Otros testimonios recogidos aquí y allá contradicen la leyenda hermosa pero falsa del poeta que consiguió burlar a sus captores.



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Hace años tuve la oportunidad de ver buena parte del metraje original de las tres horas que se filmaron de aquella noche infame. En aquella ocasión recuerdo que me impresionó la “actuación” de Padilla durante su autocrítica. La manera casi alegre y desinhibida con que se refería a ese otro Padilla que criticaba a la Revolución en privado. Me impresionó eso y el sudor copiosísimo que contradecía el entusiasmo con que se denunciaba a sí mismo y a sus amigos. Entonces entendí por qué el mismo régimen que no tuvo reparos en difundir el texto de la autoinculpación prefirió mantener bajo llave las imágenes: estas desmentían el tono apenado y contrito que le atribuiría a las palabras de Padilla cualquiera que las leyera. Si lo que quería mostrar el régimen era el arrepentimiento del poeta aquel tono jubiloso con que hablaba de sus fechorías terminaba por negarlo. Si lo que pretendía demostrar era que hacía su autocrítica con plena libertad y paz de espíritu, el sudor que le inundaba la cara y la camisa anulaba esa pretensión. (Lo otro que me impresionó de aquellas imágenes fue la declaración sosegada del poeta Manuel Díaz Martínez, miembro del jurado que premiara Fuera del juego en 1968, quien conminado por Padilla a imitarlo se atrevió a responsabilizar al régimen de haberse negado a dialogar con los intelectuales. Consolaba que en medio de tanta farsa y autodegradación alguien se atreviera a salirse aunque fuera mínimamente del guion que todos debían saberse de memoria. El guion que les había trazado el régimen desde las “Palabras a los intelectuales”: frente a la Revolución ellos no eran nada).

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En estos días la circulación extraoficial pero incontenible del documental El caso Padilla del realizador Pavel Giroud ha reabierto el caso y el debate. Son muchos los que tienen por primera vez acceso a la autocrítica del poeta, en su propia voz y animada por sus propios gestos. Muchos los que perciben en los gestos y la cadencia de la voz de Padilla una parodia descarada del mismísimo Fidel Castro. Ni el propio Padilla se atrevió a tanto cuando en 1998 quiso presentar su autohumillación como una burla al régimen. Los que ven en los gestos y la voz de Padilla en el documental una parodia del fundador del castrismo ignoran, como jóvenes que son en su mayoría, que en aquellos años todos, intelectuales o no, cuando se trataba de hablar en público con cierta autoridad, terminaban imitando a Fidel Castro. Así de invasiva era su presencia en el discurso público. Si, ya fuera de Cuba, alguien hubiera felicitado a Padilla por su imitación de Fidel durante su autocrítica sospecho que Padilla volvería a sudar tan profusamente como en aquella noche infame.

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Sobre la autoría de la puesta en escena del caso Padilla tanto la versión del poeta amenazado y torturado que repite a pie juntillas lo que le fue dictado como la de que Padilla consiguió burlarse de sus captores resultan insuficientes para explicar lo visto en las imágenes de archivo. Cierto que para mostrar un auténtico arrepentimiento hubiese convenido un Padilla menos histriónico, más apagado y dócil. Pero sospecho que si de Padilla hubiera dependido difícilmente habría escogido delatar a sus colegas, sobre todo al gran ausente en aquella cita, el poeta José Lezama Lima. Demasiado peso para llevar sobre su conciencia el resto de su vida. Todos los testimonios que existen sobre Heberto Padilla a su salida de Cuba coinciden en la profundidad de las lesiones que dejó aquella noche sobre su espíritu. En cambio, la actitud mostrada por el régimen tanto aquella noche como en las semanas siguientes lo muestran muy complacido con su resultado. Téngase en cuenta que a única muestra de descontento con lo ocurrido durante la confesión del poeta fue la del funcionario Armando Quesada -entonces 
director del Departamento de Artes Escénicas del Consejo Nacional de Culturaal interrumpir la defensa de Norberto Fuentes contra la acusación de contrarrevolucionario que le habían hecho. Quesada, revelándose como el director de escena de aquella representación, solo reaccionó molesto cuando uno de sus actores decidió apartarse del sumiso papel que les había asignado a todos.

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Hay que agradecer a Giroud que -aunque contra su voluntad- la circulación de su documental haya traído de vuelta el debate sobre ese repugnante capítulo de nuestra historia. Que lo que antes fuera conversación de catacumbas sea en estos días discusión pública y viral. También es de agradecer el cuidado que puso el director en dar el contexto apropiado para que dentro y fuera de Cuba se entendiera mejor el trasfondo y la resonancia de lo que estaban viendo. Pero en esa preocupación porque el documento mostrado fuera comprensible estriba -en mi opinión- la mayor falla del documental: no confiar lo suficiente en las imágenes que mostraba por primera vez y dedicarse a sobreexplicarlas. Es entonces cuando Giroud echa mano a toda la cacharrería documental al uso: desde la llegada de los rebeldes a La Habana, al Mayo del 68, la matanza de Tlatelolco o los bombarderos de Vietnam. O cuando pone a hablar a Guillermo Cabrera Infante (“la revolución en su primer año fue un año de extraordinaria libertad”, en referencia al año en que más alegremente se fusiló en la Cabaña) y al chileno Jorge Edwards ("las revoluciones cuando se sienten atacadas tienden a desarrollar un sistema de seguridad que en principio es necesario"). O al colocar los intertítulos casi finales que dicen “Heberto Padilla muere en Alabama en el año 2000, tras verse obligado a abandonar Miami”. Giroud intenta ubicar su “caso Padilla” en el contexto de las tensiones de la Guerra Fría y el debate ideológico de izquierdas y derechas sin considerar que el stalinismo no necesitó de bombardeos en Vietnam para para llevar a cabo los procesos de Moscú. Como la Santa Inquisición lo demostró en su momento, los chivos expiatorios y los mea culpa son parte de la dinámica interna de los cultos milenaristas, sean religiosos o ateos. Casos como el de Padilla son la aplicación del viejo sistema que Mao Zedong resumía como “Matar al pollo para asustar a los monos”. Giroud quiere dejar claro que no es hombre de derechas pero al insistir en insertar el caso Padilla en el contexto de la Guerra Fría y oponer Miami a La Habana parece olvidar que aquel evento fue solo un capítulo de la guerra sorda que el régimen establecido el 8 de enero de 1959 ha llevado a cabo para instaurar y mantener el control sobre la nación: los polos del conflicto cubano no están -como lo demostraron el 27N y el 11J- entre La Habana y Miami sino entre el gobierno y el pueblo. Pero tanto si la tesis del caso Padilla como episodio histórico de la Guerra Fría o la que lo considera parte del costumbrismo totalitario están en lo correcto la mejor opción -incluso artística- que pudo tomar Giroud fue confiar en la elocuencia de las imágenes de aquella noche de abril del 71.
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Paso a contradecirme y hacer algo de historia. Si se trata de darle contexto a los hechos, falta un elemento decisivo en aquella puesta en escena. Se trata de la comprometida situación en que se encontraba el régimen cubano desde el fracaso de la Zafra de los Diez Millones del año anterior. Dicho fracaso lo había empujado a abandonar ciertos aires de autonomía respecto al bloque soviético y asumir una posición más obediente y subalterna, renunciando a ciertas alianzas que mantenía hasta entonces con el mundo occidental, especialmente con su intelectualidad. El apoyo soviético que salvó al régimen de la bancarrota tras el fracaso de la zafra exigía renunciar a ciertas muestras de liberalismo exhibidas hasta entonces. Como no haber encerrado a Padilla por presentar el poemario Fuera del juego a un concurso nacional. O al jurado que se atrevió a premiarlo. La detención de Padilla y la consiguiente reacción de la intelectualidad occidental serían el pretexto perfecto para cortar lazos con aquellos que no estuvieran dispuestos a dar su apoyo más incondicional. Y una vez descalificados los que salieron en abierta defensa de Padilla el régimen se sintió más cómodo y libre para castigar a sus intelectuales más indóciles o menos comprometidos. Las palabras de Fidel Castro en el tristemente famoso Congreso de Educación y Cultura contra los que “creen que los problemas de este país pueden ser los problemas de dos o tres ovejas descarriadas que puedan tener algunos problemas con la Revolución” muestran su alivio al desembarazarse de una alianza tan incómoda. Son esos “señores liberales burgueses” a los que califica directamente de agentes de “espionaje del imperialismo”. El "caso Padilla" fue también detonante del famoso proceso de “parametración” que a partir de entonces expulsó a miles de artistas, intelectuales, maestros y estudiantes de los espacios culturales y educativos del país.

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Hablemos entonces de ese fenómeno complejo que llamo “la trampa Padilla”. El paso inicial en esa trampa lo dio el propio poeta al creer que le bastaba el uso de la palabra, de su inteligencia y de sus conexiones con el exterior para enfrentar a una maquinaria represiva tan implacable como aceitada y minuciosa. Pero incluso cuando comprendió que todas sus mañas de enfant terrible no bastaban para mantener saludable distancia de las celdas de Villa Marista pensó que podía salirse de estas huyendo hacia adelante: esto es, mostrando más miedo incluso del que ya tenía e interpretando exageradamente el papel del arrepentido, el sumiso, el abyecto. El delator. Al hacerlo -trataría de convencerse- infamaba a sus carceleros y de paso podría encontrar una salida a su situación. Demasiada sutileza para circunstancias tan brutalmente ciegas a los matices. La fingida cobardía de Padilla solo sirvió, de momento, para atribuirle a los agentes de Villa Marista mayor poder de intimidación del que ya tenían. ¿Qué poderes terribles -se preguntarían muchos en ese momento- ocultaban sus mazmorras para convertir al más atrevido de los intelectuales de la isla en esa piltrafa humana, sudorosa y temblona? El segundo paso hacia el interior de “la trampa Padilla” fue el que dieron muchos, entonces y ahora, al suponer que el poeta tenía muchas más opciones que la de actuar como lo hizo. Al creer que Padilla tendría otra libertad que la de inmolarse secretamente en las celdas de la Seguridad del Estado donde las cámaras del ICAIC no podrían recoger su hazaña. Algo tan iluso como la creencia del poeta de que podría salir de aquella farsa con el alma ilesa.

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Hubo valientes que resistieron torturas mucho peores que las que pudieron infligirle a Padilla. Como aquellos de los que da testimonio uno de los entrevistados en el documental Nadie escuchaba de Néstor Almendros y Jorge Ulla. Hablo, por ejemplo, de los prisioneros sometidos a un sistema de tortura conocido como “la gaveta”. Según contaba uno de ellos “la gaveta” consistía en una celda no más alta ni ancha que un ser humano y de dos metros de profundidad en la introducían de cinco a ocho prisioneros durante semanas o meses mientras se orinaban y defecaban encima por carecer estas celdas de servicio sanitario. Contaba el testimoniante que los prisioneros se empeñaron en resistir para convencer a sus captores de la impotencia de esa tortura para quebrantarlos y así evitar que se la aplicaran a alguien más. El testimoniante también contaba que, compadecido por el sufrimiento de los prisioneros, uno de los guardias accedió a sacar de la prisión el testimonio escrito de los prisioneros sometidos a las "gavetas". Y, sin embargo, al llegar al exilio la denuncia fue desatendida por inverosímil.

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La trampa Padilla es inmensa y nos puede engullir a todos. La trampa que empieza por creer que de haber estado en la situación de Padilla hubiéramos reaccionado de mucho mejor manera (y hasta nos creamos valientes por puro contraste entre nuestro yo imaginario y el Padilla real). Es una trampa mortal pensar que esa reacción imaginaria podría haber tenido algún impacto en el esquema general de las cosas. Como si las prisiones castristas (o las de la KGB o las de la Stasi) no hubieran conocido muestras de heroísmo de las que, si alguna vez se enteró el mundo exterior, siempre llegaron demasiado tarde como para influir en los acontecimientos. También Padilla -y con él muchos de nosotros- cayó en la trampa de creer que se podía pasar de listo frente a un poder totalitario. Que bastaba ganarle esta o aquella partida retórica a un poder que controla los medios de producción de realidad, y es dueño del bate, el guante, la pelota, el terreno y sobre todo del marcador. Padilla fue atrapado por el espejismo de que basta el buen uso de la lengua frente a un poder que controla miles de lenguas junto a un ejército de pistolas y estacas. Una trampa avalada por la falacia martiana de las trincheras de ideas, o de que bastaba una anunciada desde el fondo de una cueva para derrotar ejércitos porque Martí desconocía la potencia de un poder que consigue apropiarse de la Historia que es lo mismo que apropiarse del Tiempo. Pero la trampa se ensancha y nos envuelve a todos cuando creemos poseer la interpretación correcta del asunto -sí, como la que trato de desplegar acá- y que basta que esta resplandezca por encima de las otras para que al fin demos con la clave que derrotará al monstruo. Una creencia tan rotunda que terminamos convirtiendo a todo el que se aparte de nuestra versión en colaborador consciente o inconsciente del régimen. La trampa se expande cuando creemos que vale la pena pelearse eternamente por esta o aquella y razón porque siempre habrá tiempo para derrocar al poder cuyo único objetivo es dejarnos a los demás fuera del terreno donde el juego se decide. La trampa continúa ahondándose cuando vemos el caso Padilla como un evento que tuvo lugar una noche de 1971 y no como la rutinaria esencia del sistema. Esa que empieza llamarle voluntario al trabajo que no deseas hacer y que te hace negarle el saludo al amigo marcado como disidente. La trampa se activa al "filtrarse" un video que nos revela un supuesto acto de debilidad de un Luis Manuel Otero Alcántara o un José Daniel Ferrer y nos hace debatir hasta el infinito su condición de traidor a la causa. También está la trampa de tomar el asunto de la autocrítica demasiado en serio -más en serio que Padilla, por ejemplo- y atribuirnos culpas que nos superan como individuos y hasta como pueblo. Cierto que somos muchos los que hemos colaborado con lo que el poeta Jorge Salcedo llama "esta inmensa obra de cobardía". Pero la mayoría de nosotros somos apenas colaboradores part time que no podemos competir con los malvados y los cobardes a tiempo completo a menos que nos domine la soberbia. La soberbia del Bien y la Razón, quiero decir, que también existe y hasta en eso se debe ser humilde, sobre todo cuando nos escondemos tras las espaldas de todo un pueblo. Pero la mayor trampa de todas es que desviemos por un segundo la atención del hecho de que ha sido ese sistema montado en Cuba -al igual que en países muy distintos del nuestro- el máximo culpable -y no Padilla o Pavel Giroud- de que tantos seres humanos se hayan visto enfrentados a opciones tan terribles como las que tuvo frente a sí aquella noche el poeta. Y distraernos del hecho de que un régimen que solo ofrece la libertad de elegir entre el martirologio o la humillación cotidiana es tan inaceptable como difícil de desmontar.

viernes, 24 de febrero de 2023

El caso y el ocaso de Padilla

Pedro Yanes, Heberto Padilla y Reinaldo Arenas en la librería Lectorum de Nueva York. | Imagen: Archivo de Pedro Yanes


Por Reinaldo Arenas

     Una de las grandezas del pueblo cubano es que se desprende más fácil de la vida que del sentido del humor. Sentido del humor que contiene casi siempre un profundo sentido crítico e irónico.
     El castrismo, con su secuela de represiones, crímenes y escaseces, no ha podido sin embargo, disminuir nuestro sentido del humor. Muy a pesar suyo (del castrismo) el sentido del humor se ha vuelto aún más mordaz; aunque los chistes ahora tengan que decirse en voz apagada y en forma cautelosa. Recuerdo uno de ellos, muy popular en Cuba: Pregunta -- ¿Cuál es el colmo de un dictador? Respuesta --. Matar a un pueblo de hambre y no cobrarle el entierro --.
     Ese sentido del humor -- esa ironía -- es también un arma que han sabido esgrimir (a veces muy sutilmente) los escritores cubanos. Recuerdo el trabajo de Virgilio Piñera publicado en 1969 en la revista UNIÓN, con motivo de la muerte de Witold Gombrowicz; ya que "aunque los escritores cubanos no tenemos derechos, sí tenemos deberes" -- aludiendo irónicamente a la supresión de la propiedad intelectual por Fidel Castro en discurso recientemente pronunciado en Pinar del Río, con motivo de la inauguración de varias cochiqueras.
     Ese astuto sentido de la ironía (y hasta de la burla); esa habilidad para decir entre líneas, fue también un arma que utilizó Heberto Padilla en el momento dramático y caricaturesco de su retractación.
     El 20 de marzo de 1971, el poeta Heberto Padilla (junto con su esposa Belkis Cuza Malé) fue arrestado y conducido a una de las celdas del Departamento de Seguridad del Estado. Estas celdas son unos espacios de dos metros cuadrados, herméticamente cerrados, con un bombillo y una escotilla en la puerta de hierro, por la que a veces suele asomarse el carcelero de turno. En las mismas se aplican diversos grados de tortura que van, desde los golpes hasta el suministro de incesantes baños de vapor y luego baños congelados (las celdas están equipadas para estas y otras eventualidades).
     El propósito de Fidel Castro al enviar a Padilla a este sitio espeluznantemente célebre en toda Cuba, era lograr que el poeta, que había mantenido una actitud crítica ante el sistema, se retractara y quedara de ese modo desmoralizado, tanto ante los jóvenes escritores cubanos que ya comenzaban a admirarlo, como ante las editoriales extranjeras que comenzaban a publicarlo, y ante todos sus lectores. Para lograr esa humillación o retractación se acudió al no por antiguo menos eficaz método inquisitorial, puesto en práctica con tanta pasión por los monjes medievales: la tortura. Por treinta y siete días Padilla fue sometido a sus diferentes grados, entre los que se incluyeron el ingreso en un hospital de dementes, golpes en la cabeza, torturas psicológicas, amenazas de exterminio o una condena infinita. Al cabo de los treinta y siete días los diligentes oficiales obtuvieron lo pedido por Castro: la flamante retractación firmada por Heberto Padilla, en la cual se contemplaba la mención a sus amigos íntimos, incluyendo, también a Lezama Lima quien había premiado el libro Fuera del juego y a la propia esposa de Padilla.
     El método, que de tan burdo hubiese causado quizás la repugnancia de Torquemada, no podía ser más práctico.
     Castro, pródigo en ignominias y abruptas sorpresas, creó el "caso Padilla" con el propósito de provocar su ocaso, desmoralizándolo y neutralizándolo, aterrorizando de paso al resto de los intelectuales cubanos que tenían las mismas inquietudes. Pero no lo logró. Como en el caso del llamado "Cordón de La Habana", como en el caso de la cacareada industrialización nacional, como en el caso de la Zafra de los Diez Millones, como en el caso de las innumerables y delirantes leyes creadas con el fin de adoctrinar y estupidizar a todo el pueblo, además de aterrorizarlo, el tiro le salió por la culata: no fue Heberto Padilla el que quedó manchado ante la Historia, sino el propio Fidel Castro, por haber obligado a un escritor, a un ser humano (a través del chantaje y la tortura) a retractarse públicamente de su propia condición humana, de lo que más profundamente justificaba y enaltecía: su página querida.
     Si el arresto y prisión de Padilla provocó urticaria en los intelectuales del mundo entero, la obligada (y filmada) retractación que tuvo que representar al salir de la celda de Seguridad del Estado, puso al descubierto el verdadero rostro de la tiranía cubana. Sus llagas se abrieron de tal forma que hoy en día sólo los mediocres útiles y los inescrupulosos bien remunerados (entre los que hay que incluir naturalmente a los agentes disfrazados de intelectuales) se atreven a visitar ese cadáver blindado al estilo soviético, que hace muchos años se llamó revolución cubana.
     La astuta ironía de Padilla (su sentido del humor aún en circunstancias tétricas) ayudó a mostrar, a quien tuviese alguna duda, lo aberrante de aquella detractación.
     Fui uno de los cien escritores "invitados" a presenciar la confesión de Padilla aquella noche del 27 de abril, en los salones de la UNEAC. Allí estaban también Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Miguel Barnet, José Yánez, Roberto Fernández Retamar y muchos más. Milicianos armados cuidaban afanosos la puerta de la entrada de la antigua mansión del Vedado, ocupados en constatar que todo el que llegase estuviese en la lista de "invitados". Hombres vestidos de civiles, pero de ademanes y rostros ostensiblemente policiales, preparaban diligentes la función. Allí estaba también Edmundo Desnoes. Se encendieron las luces, las cámaras cinematográficas del Ministerio del Interior comenzaron a funcionar. Padilla representó su Galileo. Sabía que no le quedaba otra alternativa, como en otro tiempo lo supo el Galileo original, como en otro tiempo lo supieron tantos hombres, quienes, mientras las llamas los devoraban, tenían que dar gracias al cielo por ese "bondadoso" acto de purificación... Pero esta vez el espectáculo era además filmado; lo cual de paso nos enseña que el avance de la técnica no tiene por qué disminuir el de la infamia.
     Fue entonces cuando Padilla, en medio de aquella aparatosa confesión filmada y ante numeroso público oficialmente invitado, puso a funcionar su ironía, su hábil sentido del humor, su burla. Entre lágrimas y golpes de pecho dijo "que las numerosas sesiones que había mantenido por espacio de más de un mes con los oficiales del Ministerio del Interior, había aprendido finalmente a admirarlos y a amarlos".
     Para cualquiera someramente versado en literatura y represión, era evidente que Padilla estaba aludiendo aquí a los numerosos interrogatorios y torturas que había padecido a manos de esos oficiales de la Seguridad del Estado. Y en cuanto a la expresión "admirar y amar", no por azar Padilla la empleaba, sino por tétrica coincidencia. Dicha expresión traía a la memoria el terrible momento final de la obra 1984 de George Orwell, donde el protagonista, luego de haber sido sometido a todo tipo de torturas, luego de haber sido "vaporizado" al igual que lo estaba siendo Heberto Padilla en ese momento, terminaba diciendo que "amaba al Gran Hermano".
     Durante diez años, Padilla, al igual que el Winston de Orwell, vivió vaporizado en Cuba, hasta que en 1980 logra trasladarse a Estados Unidos. Recuerdo sus palabras en el discurso pronunciado en la Universidad Internacional de la Florida en 1980. Allí Padilla dijo, aludiendo a su obligada retractación, que tuvo que hacerla; "porque cuando a un hombre le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede; ya que esas manos son más necesarias para seguir escribiendo".
     Los que hemos padecido los eficaces métodos implantados, para lograr sus propósitos, por los que en Cuba manejan las ametralladoras, no tenemos nada que objetar a Heberto Padilla; quien debe avergonzarse es el inquisidor, no el confeso; el amo, no el esclavo.
     Lo que resulta realmente inconcebible es que Edmundo Desnoes, para neutralizar la efectividad del mensaje en la poesía de Padilla contra el castrismo anteponga, como introducción a esos poemas, fragmentos de la obligada detractación obtenida por la Seguridad del Estado. Esta "coincidencia" entre el aparato inquisitorial de la Seguridad del Estado cubana y Edmundo Desnoes, no se puede pasar por alto.
     "Hay clichés del desencanto" -- dijo Padilla durante su autocrítica dictada por la policía cubana y vuelta a utilizar por Desnoes --, "y esos clichés yo los he dominado siempre. Aquí hay muchos amigos míos que yo estoy mirando ahora, que lo saben. César Leante lo sabe. César sabe que yo he sido un tipo escéptico toda mi vida, que yo siempre me he inspirado en el desencanto".
     La visión desgarrada y real que nos da Heberto Padilla en sus poemas sobre la represión, los crímenes, y el fracaso del castrismo y del comunismo en general. Desnoes (y naturalmente las autoridades cubanas) quieren neutralizarla, presentándonos al poeta como un ente pesimista y escéptico... Al parecer, ante los campos de trabajos forzados, las prisiones repletas, el hambre crónica y los jóvenes ametrallados en el mar, el poeta debe entonar loas optimistas y agradecidas al Estado, que impone tal situación. En este caso, al propio Fidel Castro.
     Si quisiéramos establecer una comparación entre la represión padecida bajo la lamentable tiranía batistiana y la actual, bastaría trazar un paralelo entre la forma burda e ilegal en que fue arrestado y tratado Padilla hasta obtener su retractación, en la cual se llamaba a sí mismo un criminal por el simple hecho de haber escrito un libro de poemas, y la manera en que se llevó a cabo el juicio contral el propio Fidel Castro por haber atacado, minuciosamente armado, al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, donde murieron decenas de hombres. Para demostrar esas diferencias vamos a citar textualmente a un testigo excepcional y jefe del asalto armado, a quien ni siquiera Desnoes ni Fidel Castro podrían poner en tela de juicio. Se trata del mismo Fidel Castro: "A los señores magistrados mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente, sin mezquinas coacciones, no os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido humanos, y sé que el presidente del tribunal, hombre de limpia vida, no puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinante, que lo obliga a dictar un fallo injusto".
     Esas "mezquinas coacciones" que no padeció Fidel Castro en la prisión y que por lo tanto no le impidieron hablar libremente en su defensa, se convirtieron en "el caso Padilla" (dirigido por el mismo Fidel Castro) no sólo en mezquinas, sino en sórdidasineludibles e inhumanas, a tal extremo que Padilla tuvo que aprender a "admirar y amar" a sus carceleros y torturadores.

jueves, 23 de febrero de 2023

Jairo Alfonso y el sabor del mundo*

 

‘Siboney III, Jairo Alfonso, de la serie ‘Endoscopic Landscapes’, 2022, (FOTO Etienne Frossard)

“Una parte de la naranja sabe a toda la naranja”, me contó hace muchísimo tiempo un amigo que había dicho Goethe. Desde entonces usaba la frase cada vez que me encontraba un detalle lo bastante sintético para representar todo un universo. Reconozcamos que es más elegante que decir “para muestra basta con un botón”. Ahora, cuando no encuentro por ningún lado el origen de la frase del alemán, podría atribuírmela, pero ¿qué sentido tendría calzar una idea tan básica con una firma tan poco ilustre como la mía? Echemos mano entonces a Ricardo Reis, aquel poeta que a veces era Fernando Pessoa, cuando decía: “Líbrenme los dioses en su arbitrio superior y urdido a escondidas de amor, gloria y riqueza […] pero déjenme la conciencia lúcida de las formas y de los seres. Poco me importa amor o gloria. La riqueza es metal, la gloria un eco y el amor una sombra. Mas la concisa atención puesta en las formas y en las maneras de los objetos tiene abrigo seguro. Sus fundamentos son todo el mundo, su amor es el plácido universo, su riqueza la vida. Su gloria es la suprema certeza de la solemne y clara posesión de las formas de los objetos”.

Ya sé. De la falsa naranja de Goethe al poema de Reis-Pessoa va un mundo, pero de eso se trata justamente la exposición Objectscapes del artista cubano Jairo Alfonso –inaugurada en enero de 2023 en el Visual Arts Center of New Jersey–: de determinar el sabor de un mundo poseyendo las formas de sus objetos.

Lo que presenta Jairo en buena parte de la obra expuesta allí es algo misterioso y diáfano al mismo tiempo: los extraños paisajes posapocalípticos que resultan de ampliar decenas de veces el interior de viejos aparatos electrónicos. Sus títulos son los de las marcas con que se comercializaban tales aparatos en su país: Taíno, Caribe, Siboney. Todos nombres de pueblos indígenas antillanos. No hay casualidades. Tales nombres se corresponden con la época que llamaría del “nacionalismo guanahatabey” que llevó a la revolución de 1959 a nacionalizar el imaginario local dándoles nombres aborígenes a sus productos industriales. (Incluyendo las pelotas de béisbol marca Batos con las que intentaban convencernos de que el deporte nacional, pese a ser un invento de nuestro enemigo favorito, los Estados Unidos, en realidad tenía su origen en el juego de batos que practicaban los taínos asentados por toda la cuenca del Caribe hasta el Oriente cubano. Eso a pesar de que si se lee la descripción que hace del juego el padre Bartolomé de las Casas le recordará el voleibol y el fútbol antes que al béisbol). Si a la principal etiqueta discográfica del país se la llamó Areíto, aludiendo una fiesta ritual taína, a las emisoras de radio nacionales también las atacó esa fiebre aborigen y recibieron nombres como Radio Guamá y Radio Taíno.

No era la primera vez que en Cuba programáticamente se levantaba la bandera de la autoctonía apelando a los pobres indígenas. Ya había surgido un movimiento de poetas siboneyistas en la primera mitad del siglo XIX. Y el compositor Eduardo Sánchez de Fuentes llegó a componer, inaugurada la República, la ópera de tema aborigen Yumurí, y encima reclamaba en un falso areíto el origen de la cultura musical cubana. Estos esfuerzos fueron vistos en su momento –sobre todo en el caso de Sánchez de Fuentes– como intentos de ignorar el legado africano en la conformación de la nacionalidad cubana. El pacto sellado alrededor de lo indígena, que por desaparecido resultaba menos conflictivo, explica por ejemplo que la cerveza nacional antes de 1959 se llamara Hatuey y no Cimarrón o Palenque. Una variación de un viejo truco: se simula autoctonía apelando a lo que ya no existe para disimular las tensiones de lo que realmente existe.

Por todo lo anterior resulta sintomático que la nacionalizada industria post 1959 eligiera ese ya fatigado repertorio de nombres aborígenes para nombrar sus productos. Más curioso resulta aún que los radios y televisores cuyas intimidades han sido retratadas por Jairo Alfonso en realidad fueran ensamblados en el país con piezas fabricadas en la Unión Soviética. En aquellos falsos indígenas compuestos por transistores venidos de alguna remota provincia rusa, en ese nacionalismo compuesto con piezas made in USSR, late una moraleja transparente.

Por su lado paisajístico, los Endoscopic landscapes de Jairo Alfonso se entroncan al menos con un par de tradiciones. Por una parte, están esos paisajes metafísicos urbanos fijados por el trazo de un Giorgio de Chirico y en los que han insistido contemporáneos desde el cubano Gustavo Acosta hasta el grafitero alemán EVOL (sobre todo en su serie de apartamentos comunitarios de Alemania Oriental impresos en los cimientos de un matadero en Dresde). Pero justamente la obra de EVOL también se conecta con la otra tradición a la que aludía antes: la de la representación de las abundantes ruinas que ha dejado atrás el más ambicioso proyecto de ingeniería social ideado por el hombre, ese que engendró sociedades dizque inspiradas por la “victoriosa doctrina” –decía la constitución cubana de 1976– del marxismo-leninismo.

Tal es la capacidad de estos regímenes para producir ruinas que pareciera –de acuerdo con la teoría que expone el escritor Antonio José Ponte en el documental La Habana: el arte nuevo de hacer ruinas— que se empeñan en construir directamente ruinas sin alcanzar nunca una plenitud. Así ocurrió con el Instituto Superior de Arte –de donde egresó el propio Alfonso– cuyos edificios, inacabados, son una ruina perpetua, tal y como recoge prolijamente el documental Unfinished Spaces (Espacios inacabados) de Alysa Nahmias y Benjamin Murray. Esa también fue la suerte de muchos otros proyectos escolares llevados a cabo entre los sesenta y los ochenta. O también puede pensarse en la Ciudad Nuclear de Juraguá, Cienfuegos, que ha sido escenografía de narraciones de Francisco García González (“Reactor uno” y “El capitán (me a) Tormenta”) y de la película La obra del siglo del realizador Carlos Quintela. Tampoco deben olvidarse las instalaciones construidas para los Juegos Panamericanos de La Habana de 1991, convertidas en flamantes ruinas apenas concluyó la competencia, a excepción del estadio olímpico que ya en plena inauguración era una ruina incompleta.

El gesto de Jairo Alfonso es, al mismo tiempo, más íntimo y ubicuo que el de los artistas citados. No se trata de representar vastos proyectos constructivos sino de penetrar en aquellos aparatos que habitaban la mayoría de los hogares cubanos. De rastrear las tripas de aquellos artilugios que representaban una suerte de modernidad diferida, anacrónica y por los que penetraban a diario las imágenes y sonidos que conformaron la conciencia de todo un pueblo: dibujos animados, radionovelas, programas de humor, música preferentemente local, telenovelas nacionales e importadas, películas casi siempre extranjeras –porque la producción nacional nunca alcanzó a cubrir las necesidades internas–, mucha propaganda política y, sobre todo, aquellos discursos del máximo líder que se transmitían al unísono por todas las cadenas televisivas y emisoras radiales fundiendo toda esa chatarra soviética disfrazada de indígena bajo un mismo hombre y una misma voz.

Las posibles lecturas políticas de las piezas exhibidas, no obstante, solo se justifican en el contacto entre las obras, sus títulos y el conocimiento de la intrahistoria de los objetos retratados. La política –o, más bien la lectura política– es un recurso socorrido pero limitado para entender el arte que se resiste a entregarnos de una vez sus misterios. Porque al esquivar la chapucería del diseño externo –extrema en el caso de los televisores– y sumergirse en el interior de los aparatos que retrata, Jairo Alfonso entra de lleno en “la conciencia lúcida de las cosas”, lo que equivale a representarlas con toda la honestidad posible. Y con honestidad me refiero a resistirse al soborno de la grandilocuencia y la estridencia. Mucho esfuerzo debió costarle al artista –tras descartar otras posibilidades– alcanzar la textura exacta de sus Endoscopic landscapes, la serie que constituye el momento culminante de Objectscapes. Al conseguir el acabado perfecto de lo que sabe a definitivo Jairo alcanza “la certeza de la solemne y clara posesión de las formas de los objetos” de que hablaba Reis-Pessoa.

Porque para llegar a sus Endoscopic landscapes Jairo debió pasar primero por los dibujos de acumulaciones de objetos de los que la exhibición nos ofrece dos soberbias muestras: los dibujos a lápiz 494 (los números que dan título a las piezas de esta serie se corresponden con el de los objetos que aparecen en ellas) y 362 que tiene como objeto central un automóvil Lada de fabricación soviética, símbolo máximo del prestigio social en la Cuba de los años setenta y ochenta. Esas acumulaciones se explican por sí solas: si los regímenes inspirados por la victoriosa doctrina del marxismo-leninismo estimulan alguna virtud en sus súbditos es la incapacidad de deshacerse de cualquier tareco, por inútil que sea. (Durante el comunismo, nos dice el poeta polaco Adam Zagajewski, “nada se tiraba. Incluso si alguien compraba un frigorífico nuevo –pues también eso podía ocurrir– no se deshacía del viejo, por si acaso”). A estas piezas les siguen cronológicamente en la exposición las realizadas con lápiz violeta acuarelable con las que Jairo inicia su aventura de retratar el interior de aparatos electrónicos, pero sin todavía utilizar el óleo y manteniéndose en una escala más discreta. Son estas tituladas también con el nombre de las marcas de los aparatos representados: SylvanniaEmersonTelefunken.

‘TELEFUNKEN’, Jairo Alfonso, 2012

Es precisamente en los Paisajes endoscópicos, con sus escalas desatadas y su paleta ajustada alrededor de los tonos terrosos, donde Jairo consigue imponerse del todo a las formas que venía acechando desde hacía tiempo. Con la misma curiosidad infantil y penetración adulta, exhibida en el resto de su obra, en esos objetos-paisajes Alfonso se expresa con todas las herramientas de su lenguaje artístico. Dichos Paisajes endoscópicos son piezas que se perciben al mismo tiempo como resultado de una larga destilación y con la naturalidad y soltura de una huella dejada en la arena.

Resulta heroico que Jairo Alfonso acuda a objetos tan humildes para construir su idea de un mundo, del mundo. Y es más heroico aún que las representaciones de esos tarecos consigan deslumbrarnos e inquietarnos a la vez: me refiero a la inquietud radical que deja la pregunta de si hasta ahora le habíamos prestado atención a la realidad. Heroico es que Jairo acuda a los despojos de un mundo fallido -aparatos electrónicos del pasado socialista en este caso- para explicarnos el sabor del universo o, si se prefiere, el de la naranja de la falsa cita de Goethe. Un ademán con el que Jairo nos vuelve a recordar en qué consiste el auténtico arte, y encima nos lo recuerda con una humildad que resalta su grandeza. De estos Objectscapes se deduce la postura de su creador que es, al decir de Pessoa, la del que nada desea “salvo el orgullo de ver siempre claro, hasta dejar de ver”.

*Tomado de Rialta Magazine

miércoles, 15 de febrero de 2023

Aprendizaje*



Enrique Del Risco

Que la humanidad no aprende de sus errores es una verdad aceptada por todos pero sin intenciones serias de enmendarla. Como si algo en la constitución de nuestra psiquis nos impulsara a reincidir en viejos errores y no quedara más remedio que aceptarlo. Pero si el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra no es por ser la especie menos capaz de aprender sino porque tiene más recursos para engañarse a sí mismo. Mientras el conocimiento no tropiece con nuestras pasiones o creencias estamos dispuestos a aceptarlo, pero basta con que contradiga nuestros deseos o fervores más arraigados (incluida la necesidad de hacernos notar) para que insistamos en que dos más dos es igual a cinco.

Una encuesta de la Universidad de New Hampshire publicada el año pasado anuncia que solo el 58% de los encuestados aceptaba la teoría de la evolución de las especies y el 83% que la Tierra giraba alrededor del sol. El propio estudio arroja que el 9% de los encuestados cree que con las vacunas se nos implantan microchips, una décima parte está convencido de que la Tierra es plana y un 12% piensa que el desembarco en la Luna de 1969 fue una simulación. Si a esto se suma el número de los inseguros solo un 71% cree en la hazaña de la Apolo 11 y un 80% en que la Tierra es esférica. Más curioso aún resulta que los mayores creyentes de que la tierra es plana, la llegada del hombre a la Luna un montaje o que las vacunas venían con microchips eran los millennials (o generación Y) seguidos de la generación Z. O sea, las últimas generaciones parecen más propensas a creer en disparates anticientíficos o teorías conspirativas mientras que los más viejos se muestran más conformes con los dictámenes de la ciencia o del sentido común.

Por fortuna, hasta donde sé, en ningún centro de educación superior se enseña que la Tierra es plana, que no gira alrededor del sol o se niega la teoría evolutiva, pero en lo que concierne a la enseñanza de la Historia humana, esa en que pasiones y creencias están constantemente en juego, la capacidad de autoengaño se multiplica. Tomemos, por ejemplo, el caso del socialismo. No como teoría política sino como realidad histórica. Pocas lecciones tan convincentes ha recibido la humanidad en vivo, en directo y todo color como la implosión del socialismo en Europa del Este hacia 1989. Luego de décadas dando muestras de su vocación represiva o su inviabilidad económica los súbditos del Bloque Soviético, hastiados de tanto sinsentido, desmontaron el sistema sin encontrar apenas oposición. La parte de la humanidad que no había sufrido el socialismo en carne propia pudo apreciar a través de noticiarios, documentales y libros el absurdo cotidiano que significaba vivir bajo aquel sistema cuando no apelaba a la represión más brutal de todo aquel que se atreviera a disentir.

Sin embargo, más de tres décadas han sido tiempo suficiente para olvidar las lecciones recibidas entonces. En las sociedades occidentales, enfrentadas a sus periódicas crisis, cada vez se hace más frecuente invocar la palabra “socialismo” como el talismán que resolverá todos los problemas actuales. Poco parece importar lo que quieran decir con “socialismo”: ya sea el capitalismo redistributivo de los países escandinavos o el monopolio del estado sobre toda la sociedad tal y como funcionaba en los países del llamado “socialismo real”. Lo peligroso es cómo ese injustificado entusiasmo por una palabra ha afectado nuestra comprensión del pasado.

Así, las tremendas lecciones de la caída del Bloque Soviético han sido desechadas en las universidades por una versión del pasado en la que el fracaso del socialismo fue el resultado de una aplicación defectuosa de principios perfectamente válidos. Poco importa que esos principios arrojaran los mismos resultados funestos en sociedades tan distintas como la extinta Unión Soviética, Alemania del Este, China, Corea del Norte, Albania, Etiopía o Cuba. Cuando se analizan aquellos regímenes que llegaron a controlar entre un tercio y la mitad de la humanidad se minimizan sus peores efectos o se ensalzan ciertos logros sin tomar en cuenta sus costos terribles. Un concepto tan descriptivo y útil como el de totalitarismo —que permite analizar estos regímenes por su capacidad de control de la sociedad al margen de su signo ideológico— es demonizado por muchos académicos como invento de los laboratorios de propaganda de la CIA. Y el resultado es que para muchos estudiantes preocupados por los derechos humanos, el medio ambiente, el trato a las minorías o la pobreza tomen como referencia un régimen que —al margen de su derrumbe final— tuvo un expediente criminal en todas esas áreas.

Hay esperanzas, no obstante. Este semestre en una de mis clases, compuesta por estudiantes de origen hispano, uno de ellos exaltaba la importancia que, según le enseñaron en otro curso, tenían los sindicatos en la URSS. Cuando le comenté del papel ornamental de los sindicatos soviéticos mi estudiante me explicó que se refería no a su existencia real sino a lo que hubiera sido aquellos sindicatos si en los comienzos del régimen se hubiesen tomado medidas distintas de las que se aplicaron en realidad. De manera que más que explicar los hechos reales aquel curso asumía la trágica historia soviética como un ensayo, un work in progress que podría mejorarse en la siguiente ocasión, contorsión académica inimaginable en un curso sobre la Alemania Nazi o la Italia Fascista.

De inmediato le propuse a la clase iniciar una discusión sobre la idea de socialismo, por lo mucho que el tema parece inquietar a toda una generación. Mi invitación, sin embargo, recibió un obstinado silencio. Luego de insistir, por fin una de mis estudiantes se compadeció de mí y, en nombre de todos, explicó que no debía esperar el mismo entusiasmo por parte de estudiantes hispanos que de los “gringos”.

—Mire profe, cuando los gringos hablan de socialismo piensan en Suecia y Dinamarca, pero cuando los hispanos hablamos de eso lo primero que nos viene a la cabeza es Cuba o Venezuela.

Y, viendo que no había nada más que decir al respecto, pasamos a otro tema.



*Tomado de Hispanic Outlook on Education Magazine

martes, 14 de febrero de 2023

Un manuscrito de Antonio Benítez-Rojo


 Cuando conocí a Antonio Benítez Rojo (1931-2005) ya era una vaca sagrada literaria del exilio. Incluso entre hombres de negocios que no lo leían despertaba asombro su erudición y el que ocupara una cátedra de literatura en la Universidad de Amherst cuando sus estudios universitarios los había hecho en Ciencias Comerciales y en Estadísticas. Para mí Benítez Rojo era el autor de libros como Tute de reyes, El escudo de hojas secas, En el mar de las lentejas, pero sobre todo de su ensayo La isla que se repite, que tanto nos había deslumbrado a inicios de los noventa en su intento de anudar en un mismo gesto al Caribe desgarrado en tres lenguas distintas. Tampoco olvidaba que su cuento “Estatuas de sal” había servido de inspiración a la película Los sobrevivientes de Tomás Gutiérrez Alea.  

Sin embargo, cuando me lo encontré en casa de amigos comunes hacia 1997 en el estado de Nueva York de nada de eso le interesaba hablar al escritor. Benítez Rojo era una combinación rarísima: una vaca sagrada septuagenaria menos interesada en hablar de lo que había hecho que de lo que planeaba hacer. Ya La isla en peso le parecía un libro desfasado con el que no conseguía ponerse de acuerdo. Prefería hablar de sus próximos proyectos.  Recuerdo en especial uno en el que estudiaría a Cuba como punto de conexiones de artículos, personalidades e ideas procedentes de todas partes del mundo. Un proyecto monstruoso que tan bien le sentaba a aquella mente omnívora y eternamente curiosa.  

Una de las últimas veces que vi a Benítez Rojo fue el día en que le tocaba dar una conferencia en NYU sobre la Excursión a Vueltabajo de Cirilo Villaverde, uno de los libros más curiosos de todo el siglo XIX cubano y de los que se leen con más placer. Antes de su presentación estuvimos un buen rato sentados en un banco del Washington Square Park, hablando como si nada más importara en este mundo: como amigos viejísimos o como niños que se acaban de conocer. Hablamos del siglo XIX cubano sobre todo, tiempo por el que Benítez Rojo se movía con soltura y con la despreocupada alegría que a veces se permite gente muy joven o muy vieja. Después de todo el siglo XIX cubano a pesar de la esclavitud y las tres guerras de independencia es una época bucólica si se le compara con el XX. Antonio y yo hablamos hasta que le llegó la hora de dar su conferencia. Benítez Rojo presentó su ponencia ante un público nutrido y atento y al despedirse me debió regalar la copia del texto que había leído con anotaciones de su puño y letra. Más que recordarlo lo deduje al encontrar aquellos papeles entre los míos hace unas pocas semanas.

El título de la ponencia es “Touring In-Country an Out: Reflections on Traveling”. En realidad no se trata de un texto rigurosamente inédito sino de una versión ampliada en inglés de un artículo que publicara en español en 1990 en la Revista Iberoamericana bajo el título “Cirilo Villaverde, fundador”. No obstante, la introducción del texto en inglés difiere mucho del original en español. En la nueva versión a Benítez Rojo le interesaba más abordar el libro de viajes como género que fijar la importancia de Excursión a Vueltabajo dentro de la obra de Villaverde. En cambio el desarrollo de la ponencia coincide bastante con el original en español excepto por añadidos al final de los párrafos que muestran una maduración de ciertas ideas y observaciones. O la necesidad de establecer conexiones que antes no había hecho.

Lo realmente inédito en este manuscrito respecto al artículo “Cirilo Villaverde, fundador” son las tres últimas páginas que contienen según el autor “la segunda parte de mi ponencia”. Allí se aparta del análisis del texto de Villaverde para presentar dos ejemplos de lo que llama la “creolization on the Caribean-diaspora stage”.  El primero de estos ejemplos es el del surgimiento del fenómeno musical conocido como salsa. Benítez Rojo fija la aparición de la salsa en el momento en que el boricua Mon Rivera añade a la sección rítmica del son cubano una sección de trombones usando como modelo “the 1950’s trombone duets of J.J. Johnson y Kai Winding, two well-known jazz musicians”. El otro ejemplo de criollización de la diáspora caribeña que da Benítez Rojo en su texto es la refundación de la santería cubana en Estados Unidos “under the name of Yoruba Church”. No hay en el texto una conclusión que justifique que insertara esa parte al final de su análisis sobre Excursión a Vueltabajo. Esto me hace sospechar que en realidad se trataba de ideas que Benítez Rojo planeaba desarrollar más adelante y que incluyó allí como memento para otros y para sí mismo de que tenía otros intereses que lo seguían esperando. 

Sirva esta publicación a los interesados en todos los temas que aborda este manuscrito y como homenaje a una mente eternamente inquieta como fue la de Antonio Benítez Rojo.


P.D.: Para ver el manuscrito pinchar aquí

lunes, 6 de febrero de 2023

Crece la colección online de dibujos del Bobo de Abela

 




Hacía tiempo estaba por subir al blog Pohías Político las caricaturas que tenía pendientes del Bobo de Abela procedentes del libro de Adelaida de Juan Caricatura de la república (La edición que tengo es la de Ediciones Unión de 1999 aunque la original es de 1982). Con la caricatura que encabeza esta nota y que se refiere a la caída del dictador Gerardo Machado ocurrida ese mismo día -como para que pensemos que en la era digital nos damos mucha prisa- son 49 caricaturas añadidas a las 117 anteriores tomadas en buena parte del libro de Enrique Gay- Calbó El Bobo. Ensayo sobre el humorismo de Abela. Evité repetir los dibujos de las entregas anteriores aunque no descarto que se me haya escapado alguno. También excluí (de momento) aquellas caricaturas sin texto por alejarse un tanto de la estética del resto de la colección aunque no descarto incluirlas en un futuro.

Si en 1992 Armando Tejuca, Ernesto Enrique Hernández y yo hicimos una expo sobre el Bobo 31 años después tengo el placer presentarles el que debe ser el archivo digital más completo online. Faltan, no obstante, una buena cantidad de dibujos que Eduardo Abela produjo en aquellos años. Las 177 caricaturas presentadas en Prohías Político -sospecho- representan apenas una sexta parte del total que Abela publicó entre 1930 y principios de 1934. Esas son las fechas en las que se enmarca la presencia del Bobo tal y como lo recordamos hoy (lenguaraz, incisivo, tremendamente político, lejos de los chistes un tanto elementales y de doble sentido de los inicios) aunque los orígenes del personaje se remontan a 1926. Se agradece cualquier contribución de material no incluido dicho blog. Los esperamos.

sábado, 4 de febrero de 2023

Antiguas y nuevas aventuras del racismo revolucionario*

 


Antes de que, en medio de la conversión del castrismo a la fe capitalista, el fragor de la economía y los números terminen ahogando los ya apagados gritos de la ideología convengamos en una cosa: pocos regímenes como el inaugurado el primero de enero de 1959 ―si bien frustrado en lo esencial económico― puso de moda tantos productos del espíritu. Desde las barbas y melenas de sus héroes a la imagen de su Santidad Guerrillera atrapada por Korda y difundida por Feltrinelli; desde los logros deportivos a los educativos (por más que bastara ponerle un micrófono en frente a un deportista para empezar a dudar de la eficacia del sistema educativo que lo formó). De todos ellos pocos han tenido un impacto tan duradero en la conciencia universal ―les recuerdo que escribo desde una era hipster en la que han regresado las barbas aunque despojadas de melenas― como la llamada política racial de la Revolución Cubana. Poco importa que ―como señalara Sir Hugh Thomas― en el texto programático del castrismo temprano, “La Historia me absolverá” no hubiera la menor alusión al tema racial o ni siquiera se mencionara la palabra “negro” una sola vez, ni siquiera como parte del espectro cromático. O que en los albores de aquella Revolución nada anunciara que la cuestión racial se iba a convertir en leitmotiv de los primeros años de poder revolucionario. 

Visto a cierta distancia se entiende. No se hubiera visto del todo coherente que un blanco hijo de inmigrante español llamara a una revolución en nombre de la equidad racial contra un gobernante mestizo ―negro en las estrictas categorías raciales norteamericanas― que mal que bien había llevado adelante una discreta política racial y que fue discriminado ―como insiste la versión oficial hasta el día de hoy― por parte de la burguesía cubana incluso después de haber llegado al poder. El mismísimo Fidel Castro ―a pocos días del triunfo de la Revolución que encabezara― diría a un periodista norteamericano que la “cuestión del color” en Cuba “did not exist in the same way as it did in the U.S.; there was some racial discrimination in Cuba but far less; the revolution would help to eliminate these remaining prejudices”[1]. Pero no insistamos demasiado en declaraciones de la misma época en que el líder máximo de la Revolución insistía ―con persuasiva vehemencia― en que no era comunista. Apenas un par de meses después, en marzo de 1959 llamará a hacer “una campaña para que se ponga fin a ese odioso y repugnante sistema con una nueva consigna: oportunidades de trabajo para todos los cubanos, sin discriminación de razas, o de sexo; que cese la discriminación racial en los centros de trabajo”[2]. Poco o mucho el racismo que hubiese en Cuba antes de 1959 a la Revolución (o a Fidel Castro, si es que hay alguna diferencia) le iban a bastar menos de tres años para declarar, el 4 de febrero de 1962, suprimida “la discriminación por motivo de raza o sexo”[3]. Y la humanidad al completo necesitada de finales felices, parecía creerlo.

Luego de eso, el silencio.

(El estudioso Alejandro de la Fuente afirmaría en un texto fundamental sobre los temas raciales en Cuba: “La campaña inicial contra la discriminación decayó después de 1962, conduciendo a un creciente silencio público  alrededor del tema –excepto para destacar el éxito de Cuba en esta área”[4]).

Esa sería una versión de los hechos.

Existe otra. La que afirma que la Revolución Cubana más que suprimir el racismo lo revolucionó. Engendró, por así decirlo, un racismo revolucionario. Mientras el racismo tradicional hace todo lo posible por conservar y justificar las desigualdades sociales, económicas y políticas el racismo “revolucionario” se empeñaría en eliminar cualquier modo obvio de discriminación para a continuación prohibir toda referencia crítica al tema de la discriminación racial o de la raza en general como no sea una referencia folklórica. Como lo reconoce el profesor Alejandro de la Fuente “Si los actos abiertamente racistas era juzgados como contrarrevolucionarios, cualquier intento por debatir públicamente las limitaciones de la integración cubana era considerado igualmente como obra del enemigo”[5]. Y así fue. Todas las sociedades “negras” existentes en el país fueron clausuradas junto con aquellas sociedades “blancas”. La represión automática y sin atenuantes contra intelectuales negros críticos con la política racial de la Revolución como Walterio Carbonell y Carlos Moore no fue precisamente un aliciente para crear asociaciones con un perfil racial más o menos autónomo. Nada de lo ocurrido en aquellos años induce a pensar que la aparición de un Partido Independiente de Color como el fundado en 1908 y aplastado en 1912 habría provocado en el Gobierno Revolucionario una reacción distinta a la del presidente José Miguel Gómez.

De manera que las “minorías” hasta entonces discriminadas no les quedó otra opción que delegar su capacidad de reclamo en la vanguardia “revolucionaria”, depender de la bondad y el grado de empatía de dicha vanguardia para con sus problemas. Aunque no compartiera con el racismo tradicional su discurso público sobre la inferioridad manifiesta de la minoría en cuestión el racismo revolucionario coincidiría con este en que tal minoría no podía ni debía decidir por sí misma lo que le convenía o no hacer. Como si a pesar de las declaraciones públicas de igualdad la Revolución sugiriera implícitamente que en cuestiones de autonomía y autoconciencia social tales minorías eran decididamente ineptas. Se puede objetar, no sin razón, a esta visión del racismo revolucionario que la mencionada “vanguardia revolucionaria” no se caracteriza por reconocer autonomía y autoconciencia social a nadie más que a sí misma. Que si se trataba de libertad de expresión, de asociación y de crítica todos los componentes de las denominadas masas están igualmente limitados por su puntillosa suspicacia. Que llegado al punto de la coerción y ejercicio represivo un régimen como el cubano es indiscriminado e igualitario.

Tal igualdad en la represión sería cierta si no fuese porque en el caso de la población afrocubana pesara la obligación adicional de agradecer la infinita generosidad de la Revolución Cubana para con ella. Como si más que restituirles derechos inalienables en un acto de pura justicia se le hubiese hecho una concesión exagerada. Como si en el fondo se considerara a dicha parte de la población, inferior. De manera que a partir de concedida tan inmerecida igualdad la Revolución le exigirá, aparte de la cesión absoluta de su capacidad de expresar y defender sus reclamos particulares, incansable devoción y eterno agradecimiento.

Es allí donde el racismo revolucionario, a diferencia del tradicional, sí hace una distinción entre las personas pertenecientes a la raza negra. La distinción entre negros útiles y negros imperdonables. Útiles como todas las figuras negras que, tras una demostrada obediencia, son exhibidas, de manera más simbólica que real, como legítimos representantes de la Revolución. Esos serían los casos de Juan Almeida en los albores de la Revolución o Esteban Lazo en la inacabable agonía de esta. Negro imperdonable sería el disidente Orlando Zapata Tamayo ―muerto tras más de ochenta días de huelga de hambre en la cárcel en 2010― por su alevoso intento de dañar la imagen de la Revolución con su muerte. Tan imperdonable que, pese al reconocimiento de organismos internacionales como prisionero de conciencia, fue acusado, tanto en vida como póstumamente, de ser un “delincuente común”[6]. O como lo atestiguaba el recientemente fallecido escritor Jorge Valls en sus recuerdos de su paso por las cárceles cubanas de 1964 a 1984: “...los negros eran objeto de un trato especialmente malo: ‘tú, negro’ decía el vigilante, ‘¿cómo pudiste rebelarte contra una revolución que está haciendo seres humanos de ustedes?’. Siempre acababan con más golpes y pinchazos de bayoneta que los demás”[7]

Pero si algo distingue al racismo revolucionario de su variante tradicional es en su pragmatismo. En su comprensión de que no reconocerle todos los derechos a un grupo humano no significa renunciar a utilizarlo en beneficio propio más allá del simple rédito económico. En explotar el valor simbólico de ciertas concesiones que no garantizan la igualdad pero la simulan con bastante eficacia. Y la Revolución, ese ente que funciona como sobrenombre de algún Castro, no es sólo es responsable de que la población negra tenga dignidad sino también la única garantía para que la conserve. Así en las primeras horas de la invasión a bahía de Cochinos Fidel Castro firma un comunicado llamando a combatir la invasión declarando que los invasores “vienen a quitarle al hombre y la mujer negros la dignidad que la Revolución les ha devuelto” mientras “nosotros luchamos por mantener a todo el pueblo esa dignidad suprema de la persona humana”[8]. O en el interrogatorio a los miembros negros de la brigada invasora ―una vez capturados― cuestiona los ideales de los que luchan “contra una Revolución que ha establecido la igualdad social, y que le ha dado al negro el derecho a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a ir a una playa y el derecho a crecer en un país libre, sin que se le odie y sin que se le discrimine”[9].

Ese enfrentamiento epidérmico y retórico al racismo servía además para contrastar el igualitarismo de la naciente Revolución contra unos Estados Unidos que todavía se debatían contra la segregación racial en el sur del país. Así Fidel Castro se permitía hablar compasivamente de “los negros semiesclavizados de Estados Unidos”[10] en contraste con los cubanos. Todo conflicto entre raza y nación se resolvía con dos frases: una de Martí y otra de Maceo. La de Martí diseccionada en un seminal ensayo de Enrique Patterson[11] (“En Cuba no hay temor a la guerra de razas. Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro”) quedaba contraída por la rutina política a un “cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”. Y la de Maceo “quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha” (en este caso el único cambio que le ha hecho el uso político es el de cambiar “apropiarse” por “apoderarse”) ni siquiera mencionaba el tema racial. La única frase de Maceo presente en el repertorio político cubano dejaba claro que la principal preocupación del más importante prócer nacional de ascendencia africana era el peligro de intervención extranjera. El racismo cubano debía resolverse pues entre cubanos y como se sabe cubano es más que blanco, más que negro, más que…

Pero el tiempo pasaba y a la acumulación de problemas sociales de todo tipo en la sociedad cubana ―entre los que estaban la fusión entre los remanentes del racismo tradicional con la práctica del racismo revolucionario― no la atenuaba la idea de que toda crítica tenía su origen en los cuarteles generales de la CIA en Langley, Virginia. Si en el presente las condiciones de vida de los afrocubanos no dan señales de mejorar al Ministerio de la Verdad local siempre le quedará el recurso de empeorar el pasado. Mientras que para Fidel Castro en enero de 1959 la “cuestión de color” no existía “en la misma manera que en Estados Unidos” y apenas había “cierta discriminación racial” y “prejuicios remanentes” que la revolución eliminaría sin dificultad, de acuerdo con la actual versión de enciclopedia digital oficialista “En La Habana de los años cincuenta del siglo XX los estudios universitarios eran parcela prácticamente vedada a negros y mestizos” pese a todas las evidencias en sentido contrario. Allí se afirma que “la política era también negocio de blancos” y que el “único partido político en el que los negros podían desarrollar sus cualidades de dirigentes era en el Partido Socialista Popular” ignorando detalles como que Fulgencio Batista llegó incluso a la presidencia del país sin ser rubio ni comunista. En el pasado que maneja Ecured en estos días se afirma que “los negros podían ser obreros agrícolas, trabajar en artes y oficios, ser obreros de la construcción. Para las mujeres, el trabajo como empleadas domésticas [sic]. Los cuerpos de policía eran casi solo de blancos, al igual que las fuerzas armadas, sobre todo la oficialidad”. Al parecer la dificultad para transformar a Benny Moré y Celia Cruz en caucásicos los lleva a afirmar que “El único sector que mantuvo la tradición existente desde el siglo XVIII con amplia participación de negros y mestizos fue la música”[12]. Que antes de hacerse cantante profesional Celia Cruz se recibiera de maestra normalista debe de ser un infundio de la gusanera de Miami. (De hecho, si vamos a ser estrictos Celia Cruz y su carrera toda son un infundio de la gusanera de Miami)[13].

Pero si el pasado cubano no es difícil de modificar el presente de la comunidad afroamericana en los Estados Unidos complica esa visión idílica y señorial del racismo castrista. En parte porque las imágenes de perros pastores alemanes atacando a manifestantes negros han pasado un poco de moda, en parte porque no toda la situación actual puede resumirse con las muertes de afroamericanos a manos de la policía de las que puntualmente informa la prensa cubana. Pese al eficiente aparato propagandístico cubano es más difícil transformar el mundo exterior que el pasado nacional; convencer a su público cautivo que toda la población negra en los Estados Unidos está condenada a trabajar como obreros agrícolas, artesanos o a ser obreros de la construcción. O que, en caso de no tener talento musical, las mujeres negras tienen como única opción laboral la de empleadas domésticas. Décadas de ver producciones de Hollywood le han servido a los cubanos para descubrir que ser negro en Norteamérica no es incompatible con la profesión de abogado, juez, jefe de policía, o actor. O si se fijan en las noticias comprobarán que tampoco es incompatible con el puesto de Secretario de Estado y hasta, ocasionalmente, presidente del país.

Y es precisamente la visita de dos días del presidente Barack Obama al “primer territorio socialista en América” lo que ha puesto al racismo revolucionario contra las cuerdas y, al mismo tiempo ―como ocurre con los boxeadores acorralados― lo ha obligado a dar el máximo de sí. Intentando recuperarse del aluvión simbólico que supuso la visita de Obama ―de “caída de los imaginarios” la tilda la estudiosa Yesenia Selier[14]― el gobierno y la prensa cubana intentan restaurar las trincheras frente a un “enemigo” que se desplegó en toda su imperial humildad. A la astucia imperialista de elegir como su representante a un hijo de kenyano Raúl Castro apenas pudo oponerle la sustitución de su nieto como acompañante habitual por la presencia un tanto fantasmal de Esteban Lazo. Sobre todo si se compara con la interlocución activa que tuvo Obama con personalidades negras en su encuentro con representantes de la oposición y la sociedad civil cubana.

La respuesta oficial a la visita ―a la que el canciller cubano Bruno Rodríguez calificó de “ataque” a “nuestra historia, a nuestra cultura y a nuestros símbolos”― ha sido al mismo tiempo la apoteosis del racismo revolucionario. De estas respuestas las más escandalosas fueron precisamente las del fundador de dicho racismo y la de un periodista negro. Fidel Castro advertía que las “palabras más almibaradas” del discurso del norteamericano al pueblo cubano venían cargadas de veneno. “Se supone que cada uno de nosotros corría el riesgo de un infarto al escuchar estas palabras del Presidente de Estados Unidos”, asumió. Y más cuando no ocultaba sus expectativas favorables hacia la visita. “De cierta forma yo deseaba que la conducta de Obama fuese correcta. Su origen humilde y su inteligencia natural eran evidentes”[15]. (Llama la atención su insistencia en recalcar la inteligencia del norteamericano, como si hubiese alguna contradicción implícita. Ya había dicho antes: “sin dudas inteligente, bien instruido y buen comunicador-, hizo pensar a no poca gente que era un émulo de Abraham Lincoln y Martin Luther King”[16]). Esas expectativas llevan al fundador de la única dinastía cubana a echarle en cara a Obama su mal comportamiento, su conducta impropia. Lo que lo lleva de inmediato a invocar a  Mandela en el momento que “estaba preso de por vida y se había convertido en un gigante de la lucha por la dignidad humana”. En “El hermano Obama” la mente del viejo dictador desvaría pero no se aleja demasiado de su adjetivo principal. Advertir que por lejos que esté Obama de la imagen de las viejas profecías sobre el enemigo imperialista ―ese señor blanco y obeso con una bolsa cargada de monedas― es la encarnación misma del enemigo. “Nadie se haga la ilusión” advertía. “No necesitamos que el imperio nos regale nada” insistía. Y volvió a echar mano a la frase-talismán de Antonio Maceo: “ ‘Quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha’, declaró el glorioso líder negro Antonio Maceo” dicen que dictó el anciano dictador en nuevo llamado al degüello simbólico del viejo enemigo.

Elías Argudín, periodista negro del diario “Tribuna de La Habana” fue bastante más diáfano al decir que Obama “optó por criticar y sugerir, con sutilezas, en una velada, pero a la vez inconfundible, incitación a la rebeldía y el desorden, sin importante estar en morada ajena. No cabe dudas, a Obama se le fue la mano. No puedo menos que decirle ―al estilo de Virulo― “¡Pero Negro, ¿tú eres sueco?”[17]. Vale la pena recordar aquí el origen de la frase que también dio nombre a un artículo tan criticado que obligó al autor a una suerte de retractación. Se trata de un viejo sketch humorístico de principios de los ochentas en que un hombre negro intentaba entrar en una tienda exclusiva para personal diplomático y otros extranjeros con un pasaporte sueco y lo detienen en la puerta con esa frase. O sea, una expresión originada en las condiciones del particular apartheid cubano. Ese que impedía a la gran mayoría de los cubanos el acceso a servicios e instalaciones reservados a extranjeros y ciertos cubanos. Una expresión que desde entonces se ha usado para recordarle con cierta jocosidad insultante a los cubanos en general y los negros en particular los límites que supone su condición. En este nuevo contexto la frase parece encaminada a recordarle al presidente norteamericano lo que no le “toca” hacer en su condición de negro o de invitado, por muy presidente que sea.   

El racismo revolucionario se hacía notar en este caso en la insistencia en ciertas expectativas asociadas con la raza del actual presidente norteamericano. De ahí que la reacción en los medios oficiales a la visita del presidente norteamericano ―y en especial a su discurso en defensa de los valores democráticos del país que representa― haya sido tan visceral. Siendo negro la democracia norteamericana es algo “no le toca” por mucho que Martin Luther King Jr. iniciase su cruzada antirracista con un llamado a “aplicar nuestra ciudadanía [norteamericana] a la totalidad de su significado”[18]. Aunque los periodistas o funcionarios que atacaron al presidente norteamericano debían saber que Obama llegó a la presidencia con la mayoría de los votos de un país que durante décadas han demonizado no pudieron ocultar la sorpresa que les produjo su defensa de valores esencialmente norteamericanos. De alguna manera esperaban del presidente norteamericano la misma devoción que esperan de la población negra en la isla. Porque el racismo revolucionario ―como cualquier otro― consiste en asociar el color de la piel de una persona con cierta actitud. En este caso se trataría de esperar al menos alguna suerte de complicidad de parte de Obama en nombre de las supuestas ventajas otorgadas por la Revolución a la raza a la que pertenece.

El estupor y la saña de los ataques que durante semanas se han sucedido en la prensa oficial cubana excede el simple antagonismo político. Denota una rabia mal controlada hacia un fenómeno que no acaba de entenderse porque nunca se entendió: el de negros que no estuvieran agradecidos a los desvelos de la Revolución por convertirlos en seres humanos. Ese racismo revolucionario, paternalista con los que le prestaban obediencia y brutal con los que la rechazaban, no debe sorprenderle a nadie porque siempre estuvo ahí. Siempre se basó, como cualquier otra variante de racismo, en no reconocer a determinado grupo humano en absoluto pie de igualdad. Si hoy lo notamos más no es por una alteración de la norma por parte de la añeja vanguardia revolucionaria. Lo que ha cambiado es el mundo a su alrededor en las casi seis décadas que lleva en el poder. Nada como la presencia del primer presidente norteamericano negro en La Habana para acentuar el contraste y el absurdo anacronismo que representan esos octogenarios con ínfulas de libertadores. Ahora le toca al racismo revolucionario dar un paso más en su evolución frente a los nuevos retos sin perder su propia idea de superioridad esencial. Adaptar por ejemplo la vieja frase de Martí a los nuevos tiempos y decir: “el enemigo imperialista es más que blanco, más que mulato, más que negro”[19]. Y así recordarnos que más allá de sus atavismos y supersticiones el racismo en su variante “revolucionaria” es ante todo parte de un sistema de dominio sobre toda la sociedad.

 



[1] Thomas, Hugh. Cuba or the Pursuit of Freedom. New York: Da Capo Press, 1998, pág 1120.

[2] Castro, Fidel. “Discurso pronunciado el 22 de marzo de 1959”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f220359e.html

[3] Castro, Fidel. “Segunda declaración de La Habana”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1962/esp/f040262e.html

 

[4] Fuente, Alejandro de la. Una nación para todos. Raza, desigualdad y política en Cuba. 1900-2000. Madrid: Editorial Colibrí, 2000, pag 383.

[5] Ibid.

[6] Ver el “Pronunciamiento de la UNEAC y la AHS a los intelectuales y artistas del mundo” (http://mesaredonda.cubadebate.cu/noticias/2010/03/16/a-los-intelectuales-y-artistas-del-mundo-pronunciamiento-de-la-uneac-y-la-ahs/) o el artículo “¿Para quién la muerte es útil?” de Enrique Ubieta (http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/02/26/orlando-zapata-tamayo-la-muerte-util-de-la-contrarrevolucion/#.VxpGTDArIdU)

 

[7] Valls, Jorge. Veinte años y cuarenta días. Madrid: Ediciones Encuentro, 1988, pag 51.

[8] “Los comunicados de Fodel los días 16 y 17 de abril de 1961”: https://verbiclara.wordpress.com/2009/04/16/los-comunicados-de-fidel-entre-los-dias-15-y-19-de-abril-de-1961/

[9] Playa Girón: Derrota del imperialismo. La Habana: Ediciones R, 1962, pag 457. El cuestionamiento de la presencia de combatientes negros en la tropa invasora por parte de Fidel Castro y sus partidarios tiene su simetría inversa en el momento en que, tras fracasar el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 “Batista’s soldiers openly said that it was a disgrace to follow a white such as Castro against a mestizo such as Batista. When Captain Yañes [sic] came on Castro hiding sleep in a bohío, it will be recalled that the soldier who found them cried: ‘Son blancos””. Thomas, Hugh. Op. Cit. pag 1122.

[10] Castro, Fidel. “Discurso pronunciado el 22 de marzo de 1959”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f190561e.html

 

[11] Patterson, Enrique. “Cuba: discursos sobre la identidad”. Encuentro de la Cultura Cubana. No 2, 1996, pags 49-67.

[13] Muñoz Usaín, Alfredo. “La prensa cubana despide al ícono de los anticastristas” http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/escenarios/prensa-cubana-despide-icono-anticastristas_68044.html

 

[14] Selier, Yesenia. “Obama y la caída de los imaginarios” http://www.diariodecuba.com/cuba/1459548754_21390.html

 

[17] El artículo fue retirado de la red. Pueden verse referencias a este en numerosos artículos como por ejemplo: “Polémica en Cuba por el artículo contra Obama “Negro ¿tú eres sueco?” http://www.elmundo.es/internacional/2016/03/30/56fc146122601dcd088b4640.html

 

[19] Debe recordarse que a propósito de la Cumbre de las Américas celebrada en abril del 2012 en Cartagena de Indias apareció en el periódico Granma una caricatura del presidente Obama vestido de guayabera mientras un personaje vagamente andino le decía a otro “¡Y que el imperio aunque se vista de seda, imperio se queda!” parafraseando el conocido refrán de “Mono aunque se vista de seda, mono se queda”. http://www.granma.cu/granmad/secciones/opinion-grafica/lapiz361.html


*Publicado originalmente en la desaparecida revista Identidades, Número 8, junio del 2016.