A Pedro Blas, poeta. A los hermanos Leottau. Y a los dueños del Portón de San Sebastián, por supuesto.
Hace semanas que le debo unas letras a Cartagena de Indias, el mismo tiempo que regresé de allá. Palabras no me han faltado. Ahora escribo para no seguir hablando de ella. La excusa del viaje fue un congreso de estudios caribeños. Lo mismo me hubiera servido una conferencia de física cuántica o endocrinología. Y es que tenía mis sospechas alimentadas por amigos que había estado allí. “Es una maravilla” me decían. Pero las maravillas no basta con escucharlas. Hay que verlas, sentirlas. Hay que olerlas. Y todo fueron confirmaciones desde mi entrada en la ciudad vieja: un reguero de gente que avanzaba por la calle como si regresara de un carnaval o una protesta, esos instantes en que se borra la diferencia entre calles y aceras. Una ciudad habitada por la gente más simpática y relajada que haya visto nunca. Cubanos sin complejos, diría si me piden una definición apresurada y brusca.

Nunca salí de la parte vieja, una ciudad colonial rodeada de once kilómetros de murallas a medio camino entre la Habana Vieja, Trinidad y un poco de Camaguey: palacetes de dos pisos con balcones de madera y casas de una sola planta con ventanales que llegan casi hasta el suelo. Una ciudad limpia y uniformemente conservada, de manera que un callejón destruido no avergüence la elegante calle paralela o viceversa. Llena de vida en cada rincón, desde las plazas cuajadas de restaurantes hasta las bodeguitas de esquina, con sus clientes que parecen llevar allí toda la vida oyendo los mismos boleros. Porque allí la música suena a toda hora y créanme que en aquellos cuatro días no hubo hora del día o la noche que no la estuviese recorriendo. Además de los boleros en las bodegas, alguna cumbia muy ocasional y los vallenatos que tocan cuartetos en ciertas esquinas los cartageneros dan la impresión de no escuchar otra cosa que salsa. Son expertos del género sin discriminar su lugar de origen a condición de que sea lo mejor. Y los pescados. Y las ciruelas y las guayabas de una delicadeza que no sentía desde niño y en una abundancia que nunca había conocido.
Tanta y tan buena ha sido la impresión que me he empezado a preguntar las razones de ese fervor tan radical. Una de ellas puede ser los quince años sin ver Cuba, el reconocer en esa otra esquina del Caribe una complicidad casi olvidada. Más convincente aún es la conciencia de que -a pesar de que el acento cartagenero recorre todas las modulaciones del cubano desde Oriente a Occidente- aquello no es Cuba. Era en todo caso parte del país que sobrevivía en las historias de nuestros abuelos y el otro, el futuro que uno intuye o desea en las actuales ruinas cubanas. Bares sacados de algún libro de Cabrera Infante y viejas plazas devueltas a esplendores nuevos, donde el turismo no arrincona la vida natural de la ciudad. Esa Habana posible que uno trata de imaginar con trozos de Madrid, Cádiz, Nueva York o Miami está en Cartagena casi entera. Un sitio habitable por algo más que la resignación de que no tenemos más destino que la presente barbarie.

