martes, 25 de octubre de 2022

Cualquiera es profeta en ficción

 


Alguien me comenta esta noticia:

"El viernes, el Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York anunció el arresto del hombre sospechoso de atacar a un pasajero con una espada samurái en el metro el jueves.

La policía identificó al agresor como Selwyn Bernardez, de 27 años. El residente de Brooklyn fue acusado de asalto y peligro imprudente.

Bernardez fue arrestado el viernes aproximadamente a las 2:40 p.m. en la esquina de Lispenard Street y West Broadway.

El hombre armado con una espada de samurái acaparó la atención en un tren del subway de la Ciudad de Nueva York repleto de pasajeros el jueves por la mañana, según la policía.

Fue justo antes de las 9:30 a.m. el jueves que la policía dijo que el atacante golpeó a un hombre de 29 años con la vaina de madera de una espada samurái. Bernardez, vestido completamente de negro, abordó el tren en la estación de Fulton Street en el bajo Manhattan minutos antes"

No tiene nada de asombroso que alguien ataque a otro con una espada samurai en el metro de Nueva York. Con tanto loco suelto en Nueva York lo asombroso es que no haya ocurrido antes. Bueno sí, ocurrió en un cuento mío. Un cuento que le dio título a mi libro ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? publicado por la Colección Calembé primero y luego por Sudaquia. 

Mi experiencia con la ficción es la siguiente: no importa lo loca que parezca una historia siempre tendrá la realidad detrás o delante de ella. Si la tiene detrás, esto es, si la ficción está inspirada en hechos reales, es bastante más tranquilizador pero si pretende una total originalidad, es decir, la total autonomía de la realidad habrá que tener mucho cuidado de que esta a la larga no termine imitando la ficción. Ya sea por el recurso tramposo de que el autor del hecho real lo haya copiado de algún libro o porque, algo más preocupante aún, sea mera coincidencia. Y sospecho que nos encontremos ante el segundo caso a menos que se demuestre que Selwyn Bernardez ha leído mi libro. Porque en ese caso Nueva York sería entonces una ciudad más asombrosa de lo que pensaba.

Si leen el cuento junto a la noticia verán que no hay mucha coincidencia excepto por el qué y el dónde pero así todo no deja de ser curioso.

¿Qué pensarán de nosotros en Japón?

Cocodrilo Dundee en Nueva York. Ese es mi padre. Igualito. Una versión actualizada del buen salvaje. De los que ya saben reconocer el valor de cambio del dinero pero piensan que el único lugar donde está seguro es debajo del colchón. Lleva unos meses aquí, los suficientes para saber que ya no se adaptará nunca. Cocodrilo Dundee quiere ir hoy a ver un poco de naturaleza, algo salvaje que le recuerde el monte alrededor de la finca en que se crió. Cuando sus padres lo mandaron a la universidad estudió ingeniería forestal para estar cerca de sus árboles cada vez que pudiera. Lo único que se me ocurre es el Jardín Botánico del Bronx, uno de esos lugares donde nunca se me ha perdido nada. Una hora en el subway dirección uptown y encima una buena caminata. Si se le hubiera antojado algo más cerca. El MoMA o el Metropolitan. O el Parque Central pero los árboles del parque para él son como de plástico. Con la cantidad de cosas que tengo que hacer hoy. Si lo acompaño hasta el Jardín no va a haber forma de que llegue a tiempo a la cita con Gluksman. Y Lovano siempre esperando que falle para agarrar mis clientes.


Pero si dejo a Cocodrilo Dundee en el MoMA ya sé que va a pasar. Miró o Chagall lo van a dejar frío y a Las señoritas de Avignon les va a querer dar candela directamente. Y no lo culpo. Las señoritas de Avignon es un cuadro para sacarlo en postales y para que la gente crea que si le gusta ha entendido la pintura moderna. No es para pararse frente a él a mirarlo. No es, por ejemplo, como una de esas manchas de Rotko que te llegan o no te llegan, como la música mientras que a esas señoritas siempre habrá que explicarlas, justificarlas con alguna historia.

La vieja siempre quiso que yo estudiara historia del arte y la complací. A mí también me gustaba la carrera pero la dejé en tercer año porque si la terminaba iba a ser mucho más difícil que me dejaran salir de Cuba. A Cocodrilo Dundee nunca le hizo mucha gracia que estudiara historia del arte, sobre todo después de que le dijeron que la facultad estaba llena de maricones. No había tantos en verdad. Pero al viejo le basta que en un estadio de pelota haya cinco para decir que está lleno de maricones. De acuerdo al sistema de medidas del viejo los maricones ocupan mucho espacio. Y de la pintura no tiene mejor opinión. Cocodrilo piensa que toda la pintura del siglo XX es una estafa y la anterior tampoco le interesa demasiado. Y no es que sea insensible. Hay que verle la cara de placer que pone cuando ve un bosquecito. Por eso es que lo llevo al cabrón Jardín Botánico a riesgo de suspender una cita con un cliente que me puede enderezar el presupuesto de este año. Pero es que si dejo a Cocodrilo Dundee suelto en el MoMA le va a dar candela a esas supuestas señoritas que parecen haber acabado de pelear con Mike Tyson, o de haberle pedido un autógrafo que para el caso es lo mismo. Pero por lo menos Tyson le sacaba dinero a su mal carácter pero el viejo ni eso. Y cuando digo que mi padre va a terminar rompiendo los cuadros no es una metáfora. El viejo es bastante expeditivo. Piensa que el mejor modo de exponer un criterio desfavorable es dando un buen puñetazo. Y no es que se pase la vida expresando sus opiniones a golpes pero le cuesta mucho contenerse y encima piensa que eso no es bueno para su úlcera. El caso es que si se le ocurre expresar su opinión sobre el arte moderno en el MoMA todos los Gluksman de este mundo no alcanzarían para pagar los daños. Y si consigue controlarse como no tiene seguro médico el tratamiento de la úlcera me va a costar más o menos lo mismo.

Lo de Cocodrilo Dundee es en serio. Lo mismo te mete un plato con cuchara y todo en el microwave, que sin querer activa la alarma de la casa y en minutos te la llena de policías. El otro día entrábamos en una tienda y cuando un dependiente me saludó el viejo enseguida vino a preguntarme. “¿Tú lo conoces?” También hay que entenderlo. En Cuba para que un dependiente de una tienda te salude tienes que haberlo conocido por lo menos desde la primaria. Pero hay más coincidencias con el otro Cocodrilo. Mi Cocodrilo también lleva cuchillo a dondequiera que va. Le decomisaron la cuchilla en el aeropuerto cuando venía y hasta que no le compré una buena cuchilla no paró. Y ahí está, con su cuchilla en un estuche que lleva abrochado al cinto, listo para defenderse de las bestias salvajes que le puedan salir al paso en Times Square. Para ser Cocodrilo Dundee de verdad sólo le falta hablar inglés. Pero con eso no hay nada que hacer. Le enseñas una frase y cuando va a reproducirla sale de su boca totalmente irreconocible. Yo creo que lo hace por vengarse del inglés porque desde que llegó a aquí trata al idioma como una especie de enemigo personal, como el principal culpable de todas sus desgracias.

La suerte es que mi Cocodrilo Dundee incluso sin saber inglés tiene la misma capacidad de supervivencia que una cucaracha, sólo que con el lomo mucho más resistente. Ahora lo suelto en su jardín botánico y yo sé que se las va a arreglar para regresar sólo a casa. Con un mapa tiene suficiente. Es enfermo a los mapas. Un día me dijo que si abuela hubiera sabido lo que le gustaban los mapas con un buen atlas lo hubiera entretenido toda la infancia. Un mapa y su frase mágica. La frase mágica del viejo es “Yuspikispani?”. Él sale caminando y le va soltando la frase a todo el que le parece que habla español. El asunto es que a Cocodrilo le parece que casi todo el mundo en Nueva York es hispano, basta con que se vea un poco moreno. No importa que sea de California o Pakistán. El otro día estaba empeñado que una hindú le hablara en español.

-¿Cómo carajo me va a decir la mulata esa que no habla español?

No había quien lo sacara de ahí.

Por lo demás somos idénticos. Yo luzco como una copia aunque rejuvenecida de él. Me basta mirarlo para imaginarme como seré de aquí a veintiseis años.

Todo el cuerpo de Cocodrilo entra en alerta máxima, -la boca fruncida, la mandíbula tensa, los puños semicerrados- como si hubiera entrado en una de las zonas más peligrosas de la selva: un vagón del subway de Nueva York. Pero Nueva York ya no es lo que era. Los capos están criando a sus nietos en Long Island y la Cocina del Infierno está llena de gente para la que el mayor peligro a que puede estar expuesta es a un virus en la computadora. Yo vengo aquí todos los días a trabajar pero el viejo trata de evitar todo contacto con la jungla del asfalto y prefiere quedarse en Nueva Jersey. Lo único que le interesa de Nueva York además del jardín botánico es el puente de Brooklyn porque Tarzán –el antiguo, el de Johnny Wesmuller- se tiró una vez de allí. Buscamos asientos desocupados. Me voy a lanzar sobre uno de ellos pero Cocodrilo me sujeta del brazo. Tiene razón. Hay un charquito empozado en el fondo del asiento. Quien sabe si de orine o de algo peor. En esta zona de la selva no se puede esperar nada bueno. Finalmente encontramos donde sentarnos. A la derecha de un negro descomunal cabemos apretados los dos. A su izquierda hay todavía espacio para una persona así que espero que cuando sienta la presión a su derecha se mueva un poco. Ya estamos sentados. Yo junto al negro para evitar roces. Nunca se sabe lo que va a pasar cuando Cocodrilo Dundee encuentra resistencia.

-¿Qué coño se piensa el negro ese? ¿Que va a ocupar todo el asiento con su culo grande? Dile que se mueva, anda.

-Viejo habla bajito que el español no es una lengua muerta. Por lo menos estoy seguro que lo de negro lo entiende clarito y no le va a gustar.

-¿Y como quieres que le llame? ¿Rosadito? Negro, culón y daltónico. Así no se puede andar por esta vida.

Ese es Cocodrilo Dundee con las velas desplegadas. Una amenaza al fragilísimo contrato social neoyorkino. Alguien que te puede armar una guerra civil en una cuarta de tierra. Le explico al viejo que “negro” suena muy parecido a “negroe” que aquí en Estados Unidos equivale a nuestro “negro de mierda”. Se lo explico así a ver si entiende. Mascullando las palabras para que el negro de al lado no se dé por aludido mientras le doy clases de semántica norteamericana al viejo. Por suerte el negro ni nos mira.

Frente a nosotros se para una muchacha, americana, blanca, ni bonita ni fea, de esas de las que en cualquier empresa te las encuentras a montones, calladas, eficientes. De esas que le sonríen a todo el mundo cuando entran al ascensor, se cambian de zapatos cuando llegan al trabajo y tienen la oficina llenas de muñequitos de la Warner o fotos de perros o de peloteros. Si un día decides invitarla a salir en algún momento te arrepentirás de haberlo hecho: en el mejor de los casos se sentirá ofendida simplemente por haberla invitado; en el peor aceptará tu invitación y entonces tu vida en el próximo mes caerá en una batidora en la que será revuelta junto con ingredientes tales como ataques de histeria, feng shui, sesiones sadomasoquistas, confesiones de traumas infantiles, religiones de fecha reciente, una amplia colección de vibradores y sobre todo acusaciones de no haber sabido hacerla feliz. Por eso el letrero que lleva en la camiseta la muchacha que está parada frente a nosotros en lugar de hacerme sonreír me pone tenso. El letrero dice: “Sorry for Being so Fucking Sexy”. Cocodrilo me pone la mano en el antebrazo.

-¿Qué quiere decir el letrero ese?

Giro hacia él y empiezo a hacerle una larga explicación de por qué no debe pedirme que le traduzca los carteles que lleva la gente en el pecho. No es que crea que pueda convencerlo pero no quiero que la otra se dé cuenta de que en definitiva estoy traduciendo la frase de su camiseta.

-“Discúlpenme por ser tan tremendamente bonita” –le digo al viejo y siento que William Hayes, el del código de censura de Hollywood de los años 30, estaría satisfecho de mí.

-¿Y entonces por qué dice “fucking”?

Se me olvidaba la capacidad del viejo, más allá de su hostilidad hacia el inglés, para asimilar cualquier mala palabra que este pueda producir. Tengo que explicarle que no se trata de una invitación a fornicar sino que allí “fucking” quiere decir algo así como “tremendamente”. Y esa traducción un tanto neutra decepciona a Cocodrilo quien está empecinado en tener nietos al más breve plazo posible y no le molestaría obtenerlos de la primera pasajera del metro que parezca más o menos dispuesta. Mi mirada y la de “Fucking Sexy” se cruzan y ella sonríe mientras yo bajo la vista. Seguramente hoy ha decidido no ir al trabajo. Llamó al jefe y le dijo que se sentía mal y va a juntarse con la misma amiga que le regaló la camiseta para pasarse el día de compras mientras exploran las posibilidades sexuales que les ofrece la ciudad. Yo no. Yo tengo que ir a trabajar.

-Vamos a darle el asiento, anda.

Es Cocodrilo. Cocodrilo y todo no deja de ser un caballero. Nos paramos y le ofrecemos el asiento a “Fucking Sexy” quien se sienta sin al parecer entender que no nos vamos a bajar. Eso de ser un caballero no funciona aquí en Nueva York, donde ofrecer el asiento a una mujer suena tan anacrónico como retar a alguien a un duelo con hachas de piedra.

-Viejo, -mascullo- para la próxima mejor que ni te tomes el trabajo de dar el asiento. Aquí la mayoría de las mujeres ven eso como algún tipo de ofensa. Piensan que les estás queriendo decir que son más débiles que tú.

-Y a mí qué. Yo lo hago porque me da la gana y ya. ¿No estamos en un país democrático?

-Pero democracia no es hacer lo que a uno le dé la gana sino de que te dejen vivir y que dejes vivir a los demás –digo resumiendo a mi modo lo que se dice que eran los ideales de los Padres Fundadores-. De eso se trata viejo. De hacer las cosas que uno quiera pero sin molestar a los demás.

-¿Entonces no puedo hacer lo que me dé la gana?

-No. O sí, pero entonces debes atenerte a las consecuencias.

El viejo me mira con sorpresa, como si le estuviera informando sobre algo que nunca hubiera imaginado. Una explosión demográfica en Júpiter o algo así. Es difícil encontrar a alguien con tanta ingenuidad a su edad. Rezonga. Hay que ponerse didáctico y explicarle cómo funcionan las cosas aquí para evitar que haga alguna barbaridad. Meterse en algún problema del que nadie lo pueda sacar y luego mirarte con esa cara de inocente.

-¿Qué es eso?

Otro estímulo exterior que enciende las alertas de Cocodrilo. Es dura la vida en la selva.

-¿No lo estás viendo? Tres afroamericanos con tumbadoras –nótese la introducción discreta de conceptos básicos como el de “afroamericano”- que vienen a dar un concierto al metro.

Así, tranquilo se lo digo, para que se acostumbre a la idea de que en esta ciudad todo el tiempo va a andar viendo cosas así. Ser neoyorkino es eso. Ser inmune al asombro. Ver como natural lo que en cualquier otro lugar sería escandaloso. Si estás preparado, ser neoyorkino te toma apenas cinco minutos. No es el caso del viejo.

-Mira. Tienen sillas y todo.

-En el metro no se meten orquestas de jazz simplemente porque no son rentables. El otro día vi unos tipos bailando break dance en el vagón. Ese baile en que los tipos dan vueltas por el piso, saltos mortales y todo eso.

-Sí, lo he visto en películas.

Si no fuera por la televisión la adaptación de Cocodrilo sería todavía más complicada. No sabría cómo meterle en la cabezas conceptos como “rascacielos” o “limosina”. Aunque la televisión no siempre ayuda. Hay que andar explicándole que no todos los días King Kong sale a pasear por Manhattan. Los tipos tocan bien. Suena como una rumba cubana pero con el ritmo más económico: menos virtuosismo pero más contagioso. Tocan. La gente los mira sin simpatía excesiva pero sin desagrado. Como quien ve a unos obreros reparando la calle con alguna máquina más o menos sofisticada. Una especie de reflejo condicionado adquirido en Cuba, donde no saber bailar era un acto de lesa sociabilidad, me tironea de piernas y hombros. Me contengo porque hoy no tengo intención de darles dinero y no está bien que ande disfrutando visiblemente de la música sin pagar por ello. Así y todo los tipos me miran. La última vez que los vi les di un dólar que no es mucho repartido entre tres pero tiene el viejo prestigio del papel moneda. No suelo dar dinero en la calle pero ese día estaba contento. El viejo acababa de llegar después de mil trabajos y sentía que había conseguido algo muy grande. Ya encontrarán a otro que crea haber alcanzado algún tipo de felicidad.

-¿Y ganan bastante?

-Supongo que si no les alcanzara no lo harían. Aquí en Nueva York el sueldo mínimo es de seis y pico la hora y ellos seguro que ganan más que eso y ni siquiera tienen que pagar impuestos.

Terminan de tocar. Uno pasa extendiendo la gorra. Trato de no mirarlo a los ojos. La gorra está vacía. El negro culón sentado al lado de “Fucking Sexy” le da un cuarto de dólar y lo llama hermano.

Cuando se interna en el vagón meto la mano en el bolsillo y saco las monedas que encuentro. Mientras la mano sale me parecen demasiadas. Aflojo la tensión de los dedos y unas cuantas monedas regresan al fondo del bolsillo. Dejo caer en la gorra dos monedas de 25 centavos y otras dos de a cinco. “Fucking Sexy” sonríe como si su sonrisa fuera lo único que le faltara a este vagón para conseguir una armonía perfecta.

-¿Por qué le diste tanto? Eso es un día de trabajo mío allá.

“Allá” es Cuba. A veces es “aquí”. Depende.

-Pero viejo, no estamos allá. Por suerte.

Un tipo extiende el periódico frente a mí. Es el Daily News. El francotirador de Washington sigue apareciendo en la portada. Ahora ha aparecido un asesinato anterior a la cadena de transeúntes cazados a tiros a lo largo del mes que lo hizo famoso. Asesino en serie, meticuloso y negro. Tengo dos amigos americanos que son profesores en Columbia que no saben qué hacer con la combinación. Si fuera blanco hizo lo que hizo porque estaba loco. Los negros no pueden ser tipos normales que un día se vuelven locos: siempre son la expresión de algún problema social. Cocodrilo Dundee nunca va a ser expresión de nada. Es una fuerza de la naturaleza, como un ciclón o un eructo.

No quiero simplificar las cosas: no todo en él es naturaleza pura. Lo del viaje de Cocodrilo al Jardín Botánico tiene también algo de masoquismo. Desde que llegó quería trabajar allí en lo que fuera. Un día se abrió una plaza de técnico: un trabajo sencillo para el que él estaba más que calificado. Me pidió que lo acompañara a la entrevista de trabajo para ayudarlo en lo que hiciera falta. Es decir, básicamente para que le sirviera de traductor. No hizo falta. En la entrevista Cocodrilo no dijo ni escuchó nada. Estuvo agarrado a los brazos de su asiento, con la mirada perdida. Luego se pasó días completos mirando televisión desde que se levantaba hasta que se acostaba. “Mirando” es sólo una manera de decirlo. A cada rato se quedaba dormido hasta que de pronto se despertaba para pelearme. Luego empezó a hacer planes de demandar al Jardín Botánico por no haberle dado el trabajo a causa de su edad. Ahora quiere ir a dar vueltas por los bosquecitos artificiales del Jardín como si quisiera entenderse directamente con los árboles, sin intermediarios.

Entra un músico. Un japonés. Otro requisito para ser neoyorkino. Saber distinguir a simple vista a un chino de un japonés o a un filipino de un vietnamita. Y haber probado todo lo que cocinan y preferir el pad kra prow al rama the king o viceversa. Lo de músico es fácil. Lleva un estuche que debe encerrar un fagot o algo así. Aunque por la forma también podría ser el ataúd de una serpiente no muy larga.

El músico se va a sentar en el único asiento que queda libre, el del charquito de orine. Trato de detenerlo pero no me da tiempo. Ya se ha sentado. Hay que verle la cara, una especie de resignación furiosa. Da gracia. Como si en el Bushido, el código de honor del samuray, dieran instrucciones muy precisas sobre lo que hacer cuando uno se sienta en un charco de orine sin darse cuenta: “Un guerrero permanecerá impasible si se sienta inadvertidamente sobre una sustancia indeterminada y presumiblemente desagradable. El guerrero deberá conservar la calma aunque sienta el culo humedecido por la sustancia en cuestión porque la calma es la madre de las decisiones certeras”.

-¿Qué pensarán de nosotros en Japón?

Me hace gracia la pregunta del viejo. Es la misma pregunta que se hace un dúo portorriqueño en un reggaetón que está de moda. La canción es una idiotez pero la pregunta no deja de ser inquietante. ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Es una buena pregunta empezando por ese “nosotros”. ¿Nosotros los occidentales? ¿Nosotros los latinos? ¿Nosotros, un padre y su hijo que viajan en el metro de Nueva York para ver árboles?

-¿Por qué preguntas eso, viejo?

-Porque en Japón los hijos todavía conservan el respeto por los padres. Por eso.

En Japón también veneran a los árboles viejos. Una vez en Madrid vi a unos japoneses rezándole a un árbol en el parque del Retiro. El árbol resultó ser el más viejo de la ciudad, el único que había sobrevivido a la degollina forestal a la que se habían entregado las tropas de Napoleón cuando ocuparon Madrid. Luego me enteré que los japoneses no adoran a lo árboles en sí sino que agradecen al ser supremo el haber creado algo tan perfecto. Nada de esto le cuento a Cocodrilo porque no quiero que entonces me pida que nos mudemos al país donde veneran a los viejos y a los árboles. El sushi está bien de vez en cuando pero no me imagino pasando el resto de mis días comiendo bolitas de arroz con pescado crudo. Miro el reloj.

-Viejo. Creo que no voy a poder acompañarte hasta el Botánico. Pensaba que me iba a dar tiempo pero si falto hoy o llego tarde me voy a meter en problemas. Nos bajamos del tren y te dejo donde tienes que coger el otro para que no te pierdas. ¿Está bien?

-Por mí te puedes bajar ahora mismo. Yo no me voy a perder.

Pero claro, el sentido de las palabras apenas puede ocultar la dirección hacia la que apunta el tono. Un tono guerrero pero de un guerrero sentimental que acaba de enterarse de que el último de sus hombres ha decidido dejarlo solo frente al enemigo. Si valdría la pena acompañarlo es para proteger a esta ciudad de los desmanes del viejo.

-¿Cómo carajo ha llegado una hormiga hasta aquí?

Es Cocodrilo Dundee en guardia de nuevo. Tiene ante sí una diminuta representante de la madre naturaleza subiendo por el tubo al que estamos agarrados. Una hormiga pequeñita que camina sin desvíos. Como si tuviera bien claro a dónde quiere ir.

-No sé. Pero en todo caso no sé por qué te extraña tanto. No hay cosa que se pierda en esta ciudad que no aparezca en el metro.

Así, permanecer impasible. “Un guerrero no deberá demostrar su asombro ante nada porque nada debe sorprendernos en un mundo en el que todo puede ocurrir” debe ser uno de los primeros principios del Bushido neoyorkino.

-Eso tiene que tener una explicación. Algo que comunique el exterior con el metro. No es natural que esté metida entre todos estos hierros.

La hormiga sigue imperturbable su camino. Ya va a la altura de mis hombros.

-Claro que es natural. Si no ¿qué hacemos nosotros aquí?

-Eso es lo que yo me pregunto.

-No vuelvas con esa de que no sabes qué haces aquí.

-Si no digo eso. Lo único que me preocupa es saber de donde salió esa hormiga.

-Eliminemos entonces la fuente de tus preocupaciones –y deslizo el pulgar sobre la hormiga-. Muerto el perro se acabó la rabia.

Cuando termino de pasar el pulgar por el tubo queda pegado a este un pequeño cilindro oscuro que termina por caer.

-¿Por qué hiciste eso?

-Viejo no me mires como si fuera un asesino. Es sólo una hormiga, no una princesa encantada.

-No había necesidad ninguna.

-Sí. La necesidad de que dejaras de hacerte preguntas sin sentido.

El músico japonés ha empezado a hablar solo y a balancearse hacia adelante como esos judíos que rezan frente al muro de las lamentaciones. Un guerrero neoyorkino no debe asombrarse de nada. Debe habérsele ocurrido alguna melodía y ahora todo su cuerpo es un metrónomo. Misteriosa la senda del jazz japonés.

-¿Qué te hizo esa hormiga para que la mataras?

-Por favor viejo, no te me pongas con esas que yo te he visto matar puercos, carneros y de cuanto hay. ¿Te has metido en una religión nueva y no me lo has contado?

-No es eso. Es la poca importancia que le das a todo. Es como si te estuvieras deshumanizando. Como si te sintieras por encima de todas las cosas. Como si yo mismo, tu padre…

Claro, es por ahí por donde viene todo. Y empieza a usar palabras largas y pesadas como “deshumanizando”. Definitivamente debo rendirme.

-Está bien, viejo. Voy contigo al botánico. ¿Era eso lo que querías? ¿No?

-Yo sé que tienes un montón de cosas importantes que resolver pero quiero que entiendas que para mí ir contigo al jardín botánico no es un capricho. Llevo meses aquí y apenas hemos tenido tiempo de hablar.

-No te preocupes viejo que voy a ir contigo. Sólo tengo que llamar a la oficina y decirles que no voy.

Esto ya lo he visto en una película. El tipo que recibe un balazo en la cabeza y el balazo se convierte en una especie de epifanía, la vía para el descubrimiento de verdades profundas. Porque en la película, mientras el protagonista se recupera se da cuenta de la importancia de los valores familiares y esas cosas. Pero no, yo soy un latinito sensiblón al que le basta una hormiga muerta para dejar ir al mejor cliente del año por acompañar a su padre a ver árboles. Como Tony Montana –el de Scarface- que después de matar a media humanidad se niega a reventar a un tipo porque sus hijos van en el carro. Y al final eso le cuesta la vida. ¿Qué carajo estará mirando el japonés de mierda ése? ¿Todavía recordará que me sonreí cuando se sentó en el charquito? Aunque ahora me parece que lo conozco. Creo que una vez lo vi tocando el saxo en un club de jazz. Desafinaba bastante.

-¿Cuándo nos bajamos?

-Nos quedamos en la próxima. Vamos para la puerta, anda.

El músico se ha levantado detrás de nosotros. Nos grita. Tiene un sable en la mano. Lo ha sacado del ataúd de la culebra. No era un fagot. “Fucking Sexy” grita. Todos gritan. Todos menos el viejo, que por esta vez ni se inmuta. El japonés parece que también está diciendo algo. En inglés o en japonés, da igual, no lo entiendo. Empieza a soltar mandobles. Me contorsiono tratando de esquivarlo. El viejo sigue sin moverse. Una oreja sale volando y luego unos dedos. Los dedos no son míos. Los míos andan palpándome la cara. Mala cosa que le arranquen la oreja a uno si tienes que usar gafas. Ahora estoy en el suelo y el músico avanza sobre mí, las dos manos en la empuñadura, la hoja hacia abajo, los ojos semicerrados. El viejo sigue tranquilo, no más emocionado que si viera una película. Dentro de poco se quedará dormido. Siempre se queda dormido cuando ve una película. Le grito que haga algo. Que el chino cabrón este me va a matar.

Como si estuviera esperado la orden Cocodrilo Dundee saca su cuchilla y se la encaja en el brazo al samuray. Con fuerza. Apenas tengo tiempo de seguir sus movimientos. Como si Cocodrilo los hubiera estado ensayando toda la vida esperando esta oportunidad. El músico deja caer la espada y sale corriendo hacia el fondo del vagón. La sangre me está corriendo por un costado de la cabeza. Me palpo. La oreja que vi volando hace un momento era la mía. El viejo se inclina sobre mí.

-¡Búscala! – y con el grito salen disparados chispazos de la sangre que me ha corrido hasta la boca.

-Se la llevó encajada en el brazo –dice mientras se incorpora para ir a perseguir al chino.

-¡La cuchilla no, la oreja! –le vuelvo a gritar o eso creo. El viejo no puede apartar la mente de la cuchilla. Habrá que comprarle otra. Siento zumbidos, estoy mareado y sangro, aunque menos de lo que se podría pensar. No como en una película japonesa. Así y todo después de esto el traje no va a servir para nada.

El viejo vuelve con la oreja como un perro con un palito, con la misma alegría y buena disposición. Creo que si volviera a lanzar la oreja la traería de nuevo como si se tratara de un juego. Se le ve contento. Contento de sentirse útil, supongo. De haberme salvado y estar ahí parado con un trozo de oreja en la mano. Se quita el gorro de lana y me lo pone donde estuvo la oreja. Me lo aprieto para contener la sangre. Ahora con el índice siento que me queda un trocito de oreja, suficiente como para sostener la pata de las gafas. Le pregunto al viejo por qué se quedó tan tranquilo mientras el cabrón japonés me tasajeaba.

-Tú mismo me dijiste que aquí no me debía asombrar con nada. No me vayas a regañar ahora.

Ya no sé si habla en broma o en serio. Lo más seguro es que sea en serio. Cocodrilo Dundee.

-Prepárate que voy a levantarte.

-¿Para qué?

-Para qué va a ser. Para llevarte a un hospital.

-Aquí lo que se hace es esperar a que te vengan a buscar. Deben de estar al llegar.

-¿Qué hago con la oreja?

-Guárdala. Trata de que no se infeste a ver si me la pueden poner de nuevo.

El viejo saca la bolsita del sándwich.

-Ahí no, que está lleno de grasa. Busca un pañuelo.

Cocodrilo es uno de los últimos hombres en este mundo que todavía usa pañuelos de tela. La vieja se los regalaba siempre el día de los padres y él los conserva como si la virgen María hubiera dejado grabado su rostro en ellos.

Después de envolver la oreja con el pañuelo el viejo empieza a comerse el sándwich. Cocodrilo nunca pierde el apetito. Se ve contento. Debe de estarse imaginando en la cabecera de la cama, solícito, atendiendo a su cachorro herido. Una semana completa a su disposición. Se jodió el paseo por el Botánico, los clientes de esta semana, todo. Si lo que quería Dios era darme una lección para que aprendiera a apreciar los valores familiares la lección llegó un poco tarde. Yo nací un día en que Dios llegó tarde. Aunque quizás Él pensó que mi padre y yo necesitábamos pasar más tiempo juntos. Una semana. El tiempo que Él se tardó en crear el mundo.

No pienso llamar al trabajo. Que se enteren por el Daily News. Me imagino los titulares: “La canción del samuray” o “Godzilla de bolsillo ataca en el metro” o “El ninja flautista y la oreja voladora”. No dirán que el japonés se volvió loco sino que se despertó en él un instinto ancestral. Y mis amigos de la universidad dirán que al fin un japonés decidió tomar venganza por el proyecto Manhattan. Hiroshima y Nagasaki y todo eso. Manhattan vuelve a ser la vieja selva que persiste en la imaginación de todos. La de las películas. Qué lástima. Y el viejo, que apenas lleva unos meses aquí va a ser el héroe en el periódico de mañana. “Cocodrilo Dundee salva a su cachorro” o algo así.

sábado, 15 de octubre de 2022

Cultura y apropiacion*



Escoger carrera universitaria en estos tiempos tiene mucho de casting de película. Me explico. Antes del estreno de la película Blonde sobre la vida de Marilyn Monroe es fácil adivinar la reacción que cause. Apenas se hablará del drama soterrado que fue la vida de la Monroe, al punto de tener que suicidarse para que le creyéramos. Tampoco creo que se hable mucho de la precisión con que los realizadores, incluida la actriz protagónica, consiguieron o no encarnar el espíritu de ese gran ícono americano.

Nada de lo anterior tendrá relevancia comparado con el supuesto origen étnico de Ana de Armas, la actriz que representa a Marilyn en Blonde. Y digo supuesta, porque la etnia en la que se encasilla a la intérprete nacida en Cuba es la “latina” o “hispana”, una etnia indefinible a la que apenas la apuntala el hecho de tener alguna conexión con el subcontinente que comienza al otro lado del río Bravo. Para la elemental mirada norteamericana, “hispano” es lo mismo un indígena de Chiapas que un judío argentino o un neoyorkino con algún abuelo boricua o dominicano. Poco importará que Ana de Armas fuera ovacionada por 14 minutos en el festival de cine más afamado del mundo, el de Cannes, por su actuación en la película. Lo que habrá de discutirse, pues así obligan estos tiempos, es la pertinencia de que una actriz latina le dé vida a un ícono americano.

No creo que muchos se opongan a que una latina haga de Marilyn Monroe, que seguramente los habrá. Antes de centrarse en la calidad interpretativa de la actriz, ningún mérito se elogiará más que su etnia, justo el detalle por el que esta menos se esforzó. Según la nueva ley no escrita pero aplicada una y otra vez en el mundo virtual, es un crimen de lesa humanidad que un actor encarne un personaje del sector poblacional equivocado. Como si ese no fuese el oficio de todo actor, el de representar a alguien distinto a sí mismo cada vez. Pero, sigamos ejerciendo ese oficio fácil que es el de profeta a corto plazo: más que echarle en cara su origen “étnico” se le ensalzará porque a pesar de su origen supo romper no se cuántas barreras para hacer lo que en definitiva es su trabajo. Su mérito no será el de haber interpretado bien a Marilyn, sino el de hacerlo a pesar de ser latina.

De Armas al menos no correrá el peligro de que se le acuse del pecado capital de apropiación cultural. Según el código que describe este delito, solo se incurre en él cuando una cultura minoritaria es copiada por una cultura dominante. O para ponerlo en los términos en que se piensa pero no se dice: cuando un representante de una cultura “superior” se entromete en una “inferior”. De no ser así no se explica tanto alboroto ni asombro cada vez que un “representante de una cultura minoritaria” hace bien su trabajo. O ese paternalismo que confunde el saqueo vulgar al que tantas veces han sido expuestas las culturas dominadas, con el continuo trasiego de culturas en todas direcciones que es la forma elemental de mantener viva la cultura sin apellidos.

Cuando el español Javier Bardem desempeñó de manera poco convincente el papel del cubano Desi Arnaz en Being the Ricardos, poco faltó para que dijeran que sus fallas se debieron a que un descendiente de conquistadores como Bardem no podría nunca desempeñar el papel de un puro descendiente de taínos como Arnaz. (Por si no se capta la ironía: si de análisis genético se trata, Desi Arnaz era casi tan español como Bardem y probablemente tuviera mayor parentesco con los conquistadores que el propio actor que lo encarnó). Después de todo, cuando el propio Bardem interpretó el papel del escritor cubano Reinaldo Arenas en Before Night Falls nadie le sacó en cara su nacionalidad. En parte porque eran otros tiempos, pero sobre todo porque Bardem captó la esencia del escritor cubano de modo tan soberbio que hizo imposible pensar en un candidato mejor. Tratándose del mismo actor en ambos casos, es más fácil ver que la diferencia entre ambas interpretaciones no se debió a la nacionalidad del actor sino a que una actuación fue más inspirada que la otra.

Sin embargo, atenerse a la calidad del trabajo equivale, según la lógica que se va imponiendo, a cometer un atentado contra los derechos de las minorías. No solo en el campo de la actuación. Designar a un antropólogo blanco para un puesto de una institución de estudios de cualquier minoría equivale a decir que esta ha sido incapaz de producir un profesional acorde a la tarea, algo que resulta muy cercano a un insulto a la minoría en cuestión.

Quizás se haya pasado con demasiada rapidez del paradigma humanista —blanco y masculino según la lógica actual— al del multiculturalismo y nos cuesta trabajo aceptar el cambio, pero es muy fácil ver la inconsistencia de este último discurso. Según su lógica final, deberíamos desalentar desde ahora a que cualquiera curse estudios ajenos a su propia cultura, pues este discurso de la pureza dictará que en el futuro todos los trabajos le estén vedados. Puede parecer una exageración, pero tratándose de seres humanos nunca se deberá subestimar los extremos a los que nos puede conducir una combinación de buenas intenciones, ingenuidad, rigidez, resabios puritanos y puro oportunismo cuando encima no se entiende que la apropiación y la cultura son fenómenos inseparables. 

*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine



jueves, 13 de octubre de 2022

Envejecer

 


Hablamos de reguetón. Menciono que un libro mío debió estar entre los primeros en usar como título el de un reguetón. “¿Qué pensarán de nosotros en Japón?” le puse, supongo que para ponerme a tono con todos aquellos libros con títulos de boleros que pululaban por aquellos días. Mi interlocutor, un joven simpático y risueño, comenta.

-¡Qué mal ha envejecido esa canción!

Yo, que dije en el cuento del mismo título “La canción es una idiotez pero la pregunta no deja de ser inquietante” no le respondo. No es que la canción no haya envejecido mal, sino que nunca tuvo quince. Pero lo que me silencia es el tema del envejecimiento en general. Porque desde un tiempo a esta parte todo envejece mal. Da igual que sea un reguetón de segunda o la Ilíada. Ante el atentísimo ojo de las nuevas generaciones -y sobre todo de las viejas que quieren pasar por nuevas- toda la producción cultural de los último cuatro o cinco milenios se ha vuelto tremendamente anacrónica. Se ha adquirido un punto de vista y  una superioridad moral tan elevados que frente a estos todo el pasado humano se queda corto. No importa cuánto hayan sido veneradas ciertas obras hasta ahora porque nos descubren que son portadoras del germen o el recuerdo de algún tipo de opresión y si continuamos permitiendo su existencia entre nosotros contaminará para siempre las posibilidades de superarlas. Y claro, no nos habíamos dado cuenta hasta este momento en el que, gracias a esta nueva perspectiva de la realidad, todo será distinto y mejor de una vez y para siempre.

sábado, 8 de octubre de 2022

Mi (re)tatarabuelo era una palma

La noticia me llegó a través de una tía abuela. Ana, la matrona de la familia, nacida a fines del siglo XIX, reforzaba todo lo que decía con voz cavernosa y el estremecimiento de sus libras expandidas por el sillón de su sala. Debió de ser en el abrumador verano de 1994 durante mi última visita a la ciudad de mi padre. Ana me habló de José Tomás Betancourt y Zayas, uno de los primeros cuatro mártires de la independencia cubana oriundos de Camagüey. Ya mi padre me había hablado de nuestro parentesco con aquel prócer, aunque sin hacer mucho énfasis. Ahora Ana entró en detalles. Me habló del prócer, presumiblemente atribulado ya prisionero de los españoles tras el fracaso del alzamiento que encabezara Joaquín Aguare y Agüero. El destino común de quienes sobrestiman los deseos de sus compatriotas por lanzarse a conquistar aquello que románticamente definen como “la libertad”.

El prisionero, según Ana, ya próximo a su ejecución, recibió la visita de una de sus esclavas quien llevaba una niña en brazos. La bebé, según la esclava, era hija del hacendado patriota a punto de ser ejecutado. La madre de la niña -no recuerdo que Ana mencionara el nombre- le pidió a su amo que reconociera a la niña como suya, petición a la que el prócer se negó. La niña, no obstante, vivió el resto de su vida con el apellido del padre porque, después de todo, este le correspondía tanto a ella como a su madre por ser ambas propiedad de un Betancourt.

Años después de que Ana me contara aquella historia la recordé cuando el músico Pável Urquiza me pidió que escribiera sobre el tema del mestizaje para su disco Art Bembé. En mi texto concluí que aquel no era “precisamente un ejemplo feliz de mestizaje. Al hacendado liberal, fallido libertador él mismo, le fue imposible superar la extrañeza formal hacia la mujer cuya carne no le había resultado ajena, sino cercana y apetecible”. Ni siquiera podía estar seguro de mi parentesco con el prócer como él mismo no parecía estar seguro de la paternidad sobre la niña. Y sin embargo… era difícil no creer en el gesto de la esclava que insiste en ligar su vida con el hacendado en desgracia cuando no tiene nada que ganar. Porque el castigo a los rebeldes no terminaba con la muerte de estos, sino que solía incluir el embargo de todos los bienes y la persecución de sus seres queridos.

Hace un tiempo, al hacerme las pruebas de ADN que ofrece Ancestry.com para determinar nuestro origen genético los resultados parecían corroborar la versión de la mamá de Dolores. La proporción de genes franceses que arrojaba la prueba en el caso de mi padre era lo bastante alta para pensar que provenían de aquel Betancourt que le había negado la paternidad a su bisabuela. Porque ni los Del Risco, ni los Caballero por el lado de mi abuelo o los Rodríguez y Bernada por el de mi abuela paterna justificaban aquel 8% de sangre gabacha en mis venas. El legado africano de Dolores quedaba también demostrado en el 15% de la prueba.



Entonces fue que hizo aparición Yadier del Risco. Yadier, médico camagüeyano, se comunicó conmigo tras leerse mi texto sobre José Tomás Betancourt y Zayas. Sucede que Yadier, al igual que yo, también desciende de Dolores Betancourt. Éramos primos, en suma, y podía demostrarlo documentos en mano: el testamento de mi tatarabuelo, José Apolonio del Risco Moreno, donde declara estar casado con Dolores Betancourt Varona y tener como hijos tanto a mi bisabuelo Eduardo como a la tatarabuela de Yadier, María del Risco Betancourt.


Pero, por supuesto, lo que realmente le entusiasmaba a Yadier era demostrar su parentesco con José Tomás Betancourt y Zayas, el mártir equívoco. Aunque convocado bajo “el grito de Libertad é Independencia” el hecho de que el alzamiento y proclama de San Francisco de Jucaral ocurrieran un 4 de julio y de que se los asociara con la expedición del anexionista Narciso López bastó para marginarlo del santoral castrista.

No obstante, si bien el alzamiento de Joaquín de Agüero y Agüero ha sido cuidadosamente extirpado de los libros de texto posteriores a 1959 su memoria sigue vivísima en Camagüey. Basta con asomarse a la plaza principal de la ciudad, el céntrico parque Agramonte, para contemplar las cuatro palmas que custodian el monumento al Mayor General Ignacio Agramonte. Cualquier camagüeyano te dirá que cada una de esas palmas está dedicada a Joaquín de Agüero y los que cayeron fusilados con él. Alguno precisará que son herederas de otras que se sembraron al poco tiempo de la ejecución de aquellos, como homenaje secreto en las narices de las autoridades españolas. Esas palmas son, con Agramonte, la Avellaneda y un puñado de artistas, escritores y deportistas parte esencial del orgullo de ser camagüeyano. (Una leyenda cuenta de cómo el niño Ignacio Agramonte mojó su pañuelo en la sangre todavía fresca del fusilado Agüero, reliquia que lo acompañaría el resto de su vida. Poco importa que las circunstancias de la muerte hicieran impensable que un niño anduviese rondando los cadáveres de los recién fusilados en medio del previsible sistema de seguridad que rodeó su ejecución en la madrugada del 12 de agosto de 1851. La leyenda nos habla más bien del deseo de sus coterráneos de establecer un nexo de sangre entre los mártires de 1851 y la guerra de independencia que estallaría 17 años más tarde).



Yadier, devoto tanto de la historia cubana como de la familiar es consciente de que la palma más cercana a la esquina donde confluyen las calles Martí e Independencia es la correspondiente a José Tomás Betancourt y Zayas, nuestro supuesto antepasado común. Poseía la prueba de que nuestro parentesco con el mártir de la céntrica palma era algo más que una leyenda familiar: el testamento de Dolores Betancourt. Su lectura bastó para desmontar la historia que me contara mi tía abuela. En el documento que data del 28 de noviembre de 1924 se afirma que Dolores tenía por entonces 78 años por lo que a la muerte de su padre contaría con 5 años de edad y por tanto no era una niña de brazos como la que me describió mi tía abuela. Más adelante, en el mismo documento Dolores declaraba “que desea ordenar su testamento y al efecto declara que es de las generales expresadas y es hija natural de Don José Tomás Betancourt y Zayas y de Doña Concepción Varona ya difuntos”.


Saber que el apellido de su madre no era Betancourt sino Varona, da pie a especulaciones que se alejan de la historia llegada a mí. O bien Concepción era una esclava que había sido antes propiedad de algún Varona o no lo había sido de nadie. Que heredara entonces el apellido de su padre podría deberse a que este la reconociera o que lo hiciera algún familiar de José Tomás con posterioridad a su muerte. Yadier se inclina por esta última posibilidad. Piensa, y no le falta razón, que en el clima represivo de aquellos días reconocer a Dolores como a su hija no le podría acarrear más que persecuciones a ella y a su madre como las que sufrió la viuda de Agüero. Tampoco sería descaminado pensar que al menos para la fecha del alzamiento ya todos los participantes hubieran liberado a sus esclavos, como había hecho de manera pública y desafiante Joaquín de Agüero en 1843.

Este intercambio con Yadier me ha enriquecido de una manera que todavía estoy digiriendo. Una de las moralejas de esta historia alertaría sobre los peligros al que nos expone la historia oral sin el correctivo de los documentos, esos que, verídicos o no, no tienen oportunidad de cambiar de declaraciones o de ajustarla a la memoria o los intereses de sus intermediarios. Luego de creer que tenía clara una fábula de relaciones ocultas y desprecios públicos ahora todo se oscurece y complica hasta un punto en que no hay enseñanza clara ni definitiva. Lo que queda es una historia de deseos personales y colectivos satisfechos a medias o insatisfechos por completo, de crueldades y humillaciones sin nombre y una curiosidad incansable ante un pasado que no deja de sorprendernos. Pero sobre todo estas revelaciones quedan como muestra de la testarudez de la realidad que se resiste a entregarse del todo y, sin embargo persiste en ser -como el árbol genealógico que Yadier me está ayudando a extender o como esa palma en un parque de Camagüey- algo que a unos cuantos les dice mucho y, al resto, nada.  



martes, 4 de octubre de 2022

Abuelo*


A mi abuelo nunca le gustó Aquello. O puede que sí. Quizás durante los primeros meses en que Aquello se deshizo en promesas para todo el mundo. En que negaba lo que era y afirmaba lo que no iba a ser. “La Revolución era verde como las palmas, decían”, me recordaba mi abuelo. Y se detenía allí mismo. Como si no necesitara nada más para completar la acusación. El viejo rencor de gente que se sentía engañada porque a la revolución le habían cambiado de color. No se trataba solo de una cuestión cromática. La Revolución había llegado para frustrarle el mayor negocio de su vida. No recuerdo los detalles pero incluía una venta de ganado que luego se convertiría en algo más que a su vez se multiplicaría en dinero o propiedades. Algo así como la versión adulta del cuento de la lechera. Una trama parecida a la de los planes de Quientusabes. Con la diferencia de que los planes de mi abuelo no involucraban a todo el país. Mi padre se reía de mi abuelo, recordándole su perfecta incapacidad para los negocios. Mi abuelo, decía, fracasó con un bar que derivó en lugar de fiestas para sus amigos. Y hasta con un banco de apuestas ilegales por empeñarse en pagarle los premios a los ganadores. 

Lo que mi abuelo no le perdonaba a Aquello fue que le embargaran la finca aun estando dentro del límite permitido por las nuevas leyes. Que luego consiguiera recuperarla tras meses de reclamaciones no le bastó. Nunca les perdonó el disgusto. Vuelto a la tensa normalidad de Aquello, mi abuelo se encerró en su rencor disimulado. Alguna vez lo vi ir a la tienda de víveres a comprar la cuota que los burócratas de La Habana le habían destinado. Inspeccionaba los plátanos como si tuvieran alguna plaga y soltaba algo como “¿Y a esto le llaman plátanos?”: el colmo de la rebeldía permitido en aquellos tiempos si preferías no caer preso. No sé si mi abuelo llegó al desafío de bautizar a los bueyes de su yunta como “Comandante” y “Bandolero” para darse el gusto de insultar al origen de sus desgracias mientras araba la tierra. Sí recuerdo que una de sus vacas se llamaba “Porvenir”, lo que bastaba para que a mis seis años fuera mi favorita. ¿No era el porvenir el mejor de los tiempos posibles? ¿Acaso todo el país no luchaba para alcanzarlo? Hasta que mi abuelo me aclaró que la llamaba así porque era la última vaca que llegaba al corral, la última que quedaba por-venir. 

Mi abuelo no era inclinado a lamentarse. Del gobierno o de cualquier otra cosa. Pero cuando se encontraba con alguien de confianza, en esas conversaciones donde la complicidad hace superfluo llegar al final de las oraciones, mi abuelo soltaba alguna frase rotunda que me bastaba para saber lo que pensaba sobre el gobierno. Algo así como:

—Esto está peor que cuando Machado.

Se refería al gobierno presidido por Gerardo Machado entre 1925 y 1933. Tan bien le fue en sus primeros años que decidió proclamarse dictador. Entonces estalló la bolsa de valores de Wall Street en 1929. Desde entonces la dictadura de Machado se convirtió en el símbolo cubano del hambre. Pues en opinión de mi abuelo la mejor época de Aquello —época que el consenso popular sitúa a la altura de los años ochenta— era peor que el machadato.

Yo lo escuchaba como se escucha a los abuelos: como excentricidades de alguien que pertenece a otro tiempo, aun cuando siga en este. Como algo que no guardara contacto con mi realidad ni, por tanto, estuviera sujeto a sus correspondientes juicios morales. Mi abuelo era la única excepción que yo hacía en mi vida de creyente en Aquello.

Aún así en esa ocasión u otra parecida me atreví a comentarle a mi abuelo:

—Pero Machado mataba a la gente.

—Deja que se le reviren a este para que tú veas cómo los mata también.

No me habló de los miles de fusilados que ya había por cuenta de Aquello, muertos de los que por fuerza tenía que saber. Se limitó a mencionar el potencial de Aquello para el crimen como quien enuncia una ley física.

Eso sí: mi abuelo evitaba discutir con mi padre. Adoraba a mi padre con la devoción del hombre que se ha equivocado mucho y ha decidido enfocar toda su bondad en su único hijo. (Su único hijo dentro del matrimonio. Antes tuvo otros dos a los que no creo que tratara como tales). La única vez que los vi envueltos en algo parecido a una discusión política yo era demasiado pequeño para precisar los detalles. Todavía andaba la guerra de Vietnam. Apenas recuerdo a mi abuelo a la defensiva, eludiendo un tema que vería como una distracción de su mundo inmediato. Y a mi padre insistiendo en lo mucho que debería interesarle aquella guerra que ocurría a X kilómetros de su finca. Mi abuelo apenas se atrevió a responderle que lo que ocurriera en Vietnam no era asunto suyo. 

Fue lo más cerca que lo vi de hacerle alguna resistencia a mi padre. Por lo demás lo obedecía ciegamente. Como cuando le pidió que entregara la finca. No le faltaba razón a mi padre. No porque el Estado fuera a cuidar mejor de la tierra, pero mi abuelo ya estaba demasiado viejo para lidiar, además de los trabajos habituales que la finca demandada, con los continuos robos de animales. Demasiado para un viejo solo en un país en el que estaba prohibido contratar mano de obra. Pero mi abuelo no obedeció a mi padre porque tuviese razón. Lo hizo porque no sabía negarse a cualquier cosa que le pidiera. Como cuando años después le pidió que él y mi abuela se mudaran a Santiago de las Vegas, para tenerlos más a mano y cuidarlos mejor. A 18 kilómetros en vez de 540. Mi abuelo accedió a alejarse de los amigos, los vecinos y del resto de la familia. Él, que siempre vivió más tiempo fuera de la casa que dentro de ella.


Nunca le oí a mi abuelo quejarse de entregar la finca, vender los animales, dejar de montar a caballo cada día. Con su sombrero tejano y su cuchillo con cabo de pistola al cinto cosa impresionante en un país donde solo los policías andaban con armas de fuego. Lo más próximo a la queja que le escuché fue un día que andábamos por el campo visitando amigos. Siete u ocho años después de rendir su finca a la insistencia de mi padre. Íbamos a caballo, conversando, cuando de pronto nos detuvimos ante una buena extensión de tierra desnuda. Una calvicie inmensa en medio del verde de aquellos campos, con tractores cruzándola en todas direcciones como si no hubiera nada más importante en el mundo que levantar polvo. En medio de las nubes coloradas se alzaba una casita minúscula que entre tanto tractor pasaba por almacén de piezas de repuesto. Algo así.

Mi abuelo se limitó a decir:

—Esa era la finca.

Fue entonces que cubrí aquella tierra calva con yerba, le instalé cercas alrededor y rodeé el almacén de piezas de repuesto con un jardincito, arbustos de ajíes, corrales y galpones hasta poder aceptar que ese trozo de tierra sin sentido había sido la finca de mi abuelo, el paraíso de mis veranos. No le dije nada. ¿Qué podría haberle dicho? 

Pero mi abuelo, insisto, no era hombre inclinado a la amargura. O sabía disimularla muy bien, que es más o menos lo mismo. Cuando mi padre le pidió mudarse a La Habana lo obedeció sin entusiasmo, pero sin melancolía. Intentó adaptarse como mejor pudo. Los que temíamos que aquella criatura hecha para el aire libre y la montura del caballo se secara en medio del asfalto de aquel pueblito en las afueras de La Habana nos equivocamos. El abuelo pronto hizo amistades con los vecinos y se inventó la ocupación de ir a comprar galletas a Rancho Boyeros para revenderlas en el barrio. Menos por hacer dinero o por nostalgia de sus tiempos de negociante frustrado que por mantenerse ocupado, útil. Su modo de alejar ese punto irreversible en que los viejos se dedican a esperar cómo la muerte va a su encuentro.

Pero el Hambre también destruyó su nuevo plan de vida, su último proyecto de comerciante minúsculo. Ya no había manera en qué transportarse ni galletas que comprar y revender. En ese momento en que mi abuelo se pudo despachar con cuchara amplia todo el rencor que había acumulado contra Aquello se abstuvo de hacer cualquier comentario. En el momento en el que la realidad le daba la razón con más fuerza que nunca, el viejo nos escuchaba desahogarnos mientras mantenía el más estricto silencio. Estricto pero elocuente. Como si no entendiera nuestra molestia tardía contra unas circunstancias que siempre le habían parecido atroces. Como asombrado ante nuestra extraña sensibilidad. O quizás no. Quizás lo que le frustraba tanto como para no querer ni mencionarlo era que, una vez acostumbrado a que Aquello hubiese destruido sus sueños, hiciera lo mismo con los nuestros.

De vez en cuando salía a caminar por el barrio con su cuerpo reducido, su bamboleo cojo de barco, y sus brazos largos y todavía sólidos pero cada vez era más fácil encontrarlo en casa, sentado, leyendo el mismo libro: la poesía completa del falso poeta rústico conocido como El Cucalambé. Fue nuestro mejor momento. Por fin teníamos tiempo que dedicarnos. Yo a preguntarle por enésima vez cómo había perdido dos falanges del dedo índice. O por recuerdos que lo alegraran a él y a mí me dieran idea de cómo era vivir en un mundo tan distinto del mío. Mundo de comida abundante y bromas medievales por el que mi abuelo se desplazaba, orondo. Mundo en que se sentía vivo de una manera que ni siquiera yo era capaz de imaginar.

*Publicado originalmente en Insularis Magazine.