martes, 23 de junio de 2020

Los pepillos y los guapos


¿Hubo alguna vez algún tipo de división racial en las escuelas de nuestra juventud? Antes de descartar la pregunta invito a pensarla despacio. Porque la más reconocida división en las escuelas de nuestra adolescencia no era racial sino más bien “cultural”. Era la que había entre los pepillos y los guapos. La clasificación variaba de nombre con los años pero la división se mantuvo intacta (de un lado los pepillos, bitongos, frikis, del otro los guapos, cheos). División que se perpetúa ahora -si no estoy mal informado- en la clasificación entre mikis y reparteros. Una demarcación que, aunque fijada en base a preferencias musicales, modos de vestir etc, tenía como base las diferencias de clase y de raza.

Los pepillos era mayoritariamente blancos, solían vivir en los mejores barrios, les gustaba el rock, el pop norteamericano. Los guapos eran mayoritariamente negros, vivían en los peores barrios de la ciudad y preferían la música bailable cubana o la música afroamericana. Ser pepillo negro o guapo blanco no era infrecuente pero visto en conjunto resultaba una anomalía estadística. Los límites entre la pepillancia y la guapería, no siendo estrictamente raciales, solían ser permeables. Se podía pasar de una condición a otra por preferencias personales o presión colectiva. Fuera de La Habana supongo que funcionaría distinto y ser pepillo en pueblos pequeños fuera una verdadera rareza.
            
Mi escuela secundaria, situada en Miramar estaba dividida casi a partes iguales entre pepillos y guapos. Los pepillos eran de los alrededores de la escuela. Los guapos venían desde más lejos, de Buenavista. Yo no era nada. Puesto a escoger me sentía más cercano a los guapos aunque fuera porque vivía a pocos metros de Buenavista pero a la hora de las fiestas todos íbamos a las de Miramar. En la escuela las batallas eran campales: de guapos con pepillos, de guapos con guapos, que para eso eran guapos. Allí una navaja no era una anomalía estadística. 

Al llegar al preuniversitario en la vocacional Lenin, una escuela mayoritariamente blanca, me hice pepillo como pepilla era la práctica totalidad de la escuela. Pero pepillos que aprendíamos a bailar casino, el baile oficial de los guapos, supongo que para multiplicar las opciones de apareo. 

Era una división conocida pero discreta. Porque desde la abolición oficial de las clases sociales y las razas el pueblo debía estar unido y así nunca sería vencido. Uno de los despliegues públicos más sonados de la oposición entre guapos y pepillos fue la primera competencia anual de ese fenómeno televisivo y social que fue el programa Para bailar. Las dos parejas finalistas eran dos pares de hermanos: los Santos contra los Francia. Ninguno era blanco pero debe considerarse que el racismo cubano es altamente sofisticado. Los Santos, de piel más oscura eran los representantes de los guapos: además del color de la piel los definía como guapos su manera de vestir, su gestualidad, la energía con que atacaron el “Aguanile Boncó” de Irakere. Los Francia - hijos de embajadores según se decía- eran de piel más clara, y se inclinaban por música claramente pepilla. Al final el jurado votó por los Santos pero la mitad del país que prefería a los Francia recibió la decisión escandalizada. Se contaba que ante la rebelión desatada hubo que interrumpir la transmisión para luego remendarla de mala manera. Meses después de la competencia todavía se podía ver grupos que con las venas del cuello a punto de reventar se gritaban a la cara “¡Los Santos!”, “¡Los Francia!”, gritos de guerra que proclamaban una división que oficialmente no existía.


miércoles, 17 de junio de 2020

Entrevista: “Los latinos estamos condenados a llevarnos bien al vivir en EU”*

¿Por qué el término comunidad latina funciona en Estados Unidos? es una pregunta que responde el autor Enrique del Risco (La Habana, 1967) en su reciente novela Turcos en la niebla, en donde Wonder Recio, un cubano exiliado en New Jersey, Estados Unidos, hace una transmisión por Facetime mientras espera que policías entren a su taller y lo arresten.

El libro, editado por Alianza, narra la vida de cuatro personajes: Wonder, hijo de revolucionarios, cuyo padre fue un falso preso en Cuba; Eltico, antiguo voluntario en las filas de la contra nicaragüense; Alejandra, psicoterapeuta argentina exiliada en Estados Unidos; y British, un profesor de historia del arte experto en pintura del siglo XIX.

“Son personas que han salido de sus países para llegar a Estados Unidos y empezar otra oportunidad, yo siempre digo que el sueño de Bolívar se cumple en mi barrio porque es 10 por ciento cubano, 10 por ciento dominicano, 10 por ciento mexicano, 10 por ciento colombiano y estamos condenados a llevarnos bien como posiblemente no nos llevaríamos bien en otro país”, señaló el autor.

Los latinos en Estados Unidos son de ahí, no son hondureños ni argentinos, son latinos porque de repente esa identidad tiene sentido, agregó Enrique del Risco, ganador del XX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones.

“En el libro todos pertenecen a una comunidad signada por los cubanos en el sentido de una conexión con sus raíces, pero también por cuestiones políticas. Aunque ésta no es una novela política, va de política, es decir, no es una novela donde trato de convencer sobre algo político, pero al mismo tiempo los personajes han sido marcados por una experiencia política como la cubana”, indicó.

Enrique del Risco enfatizó en que sus personajes crean una pequeña humanidad. “La novela trata de reproducir una comunidad humana a pequeña escala con todo y los problemas que trae la convivencia: intereses, ideologías, miedos”.

Sobre Wonder, la persona que está transmitiendo por Facetime, el autor precisó que cuando éste cuenta su historia, lo hace para que no lo tomen como un loco o un terrorista, sino como alguien que tiene sentido. 

“Pienso que ésa es parte de la historia de todos los seres humanos: el deseo de encontrarle sentido a la vida y que los demás se enteren de ese sentido. En este caso, lo llevo al extremo”, detalló.

En palabras del escritor esa acción es el dramatismo de la despedida del mundo.

“Tiene que ver con la historia principal de Las mil y una noches: estoy contando una historia antes de que llegue la muerte para evitar que llegue la muerte. Esto es igual, se está despidiendo del mundo, está esperando ver la muerte, pero también espera el amanecer, una especie de Scherezade”.

GENERACIÓN EXILIO. Hay otra imagen que Enrique del Risco utiliza en la novela: un cuadro del pintor estadunidense Edward Hopper (1882-1967).

“Es un cuadro famoso de Edward Hopper, uno de los grandes maestros norteamericanos que se vendió no hace mucho en 40 millones de dólares, que es una esquina del barrio mío: una modesta casa ubicada en Boulevard East y la calle 49 en West New York, New Jersey. De ahí surge la pregunta ¿por qué darle sentido a esas pequeñas historias, a esos pequeños rincones del mundo?”, destacó.

Otro tema presente en la novela es la generación e hijos exiliados y el sentido que le dan a su vida.

“Los personajes pertenecen a una generación de hijos cuyos padres pertenecen a un relato heroico, a favor o en contra, pero el relato histórico de la revolución, porque el padre de Wonder había ayudado a hacer la revolución, había luchado con el Che y siempre estaba contando esas historias, después se había vuelto en contra de la revolución supuestamente”, comentó.

Pero esa parte de ese relato heroico tiene un peso para los hijos, agrega.

“De pronto la generación de hijos se cuestiona: si ellos, nuestros padres, fueron la revolución, ahora ¿qué somos nosotros?, ellos hicieron el mundo y ahora ¿qué somos nosotros?, ¿simples seguidores del mundo?”, precisó.

En la medida que los personajes maduran, superan el pasado, indicó Del Risco. “Está el tema central de la madurez, donde los seres humanos aprender a vivir y a ver que es nuestra propia responsabilidad el futuro y no estarle echando la culpa eternamente a los padres”.

Enrique del Risco Arrocha es historiador de arte por la Universidad de La Habana cuenta con un doctorado de Literatura latinoamericana por la Universidad de Nueva York, donde trabaja como profesor.


Publicado en Crónica.

Néstor Díaz de Villegas: “Viví en la Era Arenas y le conozco las entrañas”*

El totalitarismo no es especialmente fecundo en poetas malditos. La burda pero eficaz intuición totalitaria suele detectar y machacar a los poetas mucho antes de que puedan descubrir su propio malditismo. A partir de entonces no les queda otra que convertirse en poetas mártires o disidentes. Si no es que los domestican antes. En el caso de Néstor Díaz de Villegas tales opciones (martirologio, disidencia o vasallaje) le fueron servidas con apenas dieciocho años, cuando lo condenaron a pasar los próximos seis en la cárcel por un poema que en cualquier otro sitio se habría tomado por broma adolescente. (Más joven aún lo habían expulsado de la escuela de arte San Alejandro por “extravagancia” y otras yerbas.) Sin embargo, al salir rumbo a los Estados Unidos en 1979 tras un lustro en prisión, persistió, negado a la lógica totalitaria, en su vocación de poeta y de maldito. Y así hasta este hoy impreciso en que hablamos de sus relaciones con Reinaldo Arenas y con la generación del Mariel que, según el propio Néstor, no existe.

Enrique del Risco

¿Tuviste, como Arenas, una fase inicial de encantamiento con la Revolución o saltaste directamente al desencanto? ¿Coincidió ese desencanto con tus primeros pasos como poeta?

No logro recordar un momento de encantamiento, sólo los episodios de desencanto. Recuerdo el día que confiscaron la zapatería de mi tío Pedrín y el excusado del bar donde le dio un infarto. Así entró el terror en nuestras vidas. Recuerdo el día en que trajeron al pueblo el cuerpo de Rigoberto Tartabull en un helicóptero militar, una piltrafa envuelta en un trapo de camuflaje. Era la guerra del Escambray vista de cerca. A los once años me reconcentraron en Topes de Collantes con otros ocho mil estudiantes de enseñanza media. Ese fue el principio de mis vagabundeos. El origen de mi poesía posiblemente esté en esas vivencias.

Tuviste un raro privilegio entre los escritores de Mariel o de otras generaciones: el de haber ido a la cárcel por tus escritos cuando lo usual es que el poder cubano prefiera usar pretextos menos glamorosos a la hora de encarcelar escritores. ¿Cómo te sentías al respecto? ¿Cómo reaccionó tu poesía?

Me sentía muy por encima de mis coetáneos, con la prepotencia típica de la juventud. Era el primer contrarrevolucionario en unas escuelas repletas de lamebotas. Me consideraba un iluminado. En la cárcel dejé de escribir de política y me dediqué a la lírica. Definí mis afinidades y propósitos, y compuse bellos poemas a contrapelo del prosaísmo de la época.

¿En qué circunstancias conociste a Reinaldo Arenas? ¿Qué impresión te causó?

En los primeros setenta, merodeando La Habana Vieja en compañía de mi amigo Pedro Jesús Campos, entré en contacto con gente muy interesante, entre la que se encontraba un extraño personaje que era amigo de Tomasito la Goyesca. Reinaldo se presentó en mi vida a la manera en que el barón de Charlus aparece en la novela de Proust; es decir, oblicuamente.

Por entonces, Pedro recitaba unas estrofas anónimas que decían “¡Ah, la Goyesca, gaya, enjoyada, soltando yescas!”, parado encima de un banco del Parque de la Fraternidad. Tuve la suerte de descubrir esa poesía de la manera más extraordinaria. Más tarde, en el Miami de 1980, ocurrió la conexión de las rimas y su autor secreto.

Saliste de Cuba en 1979 como parte de aquel proceso de vaciamiento de las cárceles de presos políticos directamente hacia los Estados Unidos ¿Cuáles fueron las primeras impresiones que tuvieron a su llegada a los Estados Unidos? ¿Alguna sorpresa o decepción que te impactó en aquellos primeros instantes?

Soy un optimista, y por eso le encontré el lado bueno a mi nueva situación. Lo que no significa que el exilio fuera un lecho de rosas, sobre todo en el momento del aterrizaje y el vapuleo de costa a costa, el desarraigo, la morriña y la depresión. Pero, en nuestra época, la libertad era una necesidad, como bien dijo Reinaldo, y un camino sin retorno. De la extrañeza y la decepción fue responsable, principalmente, la idea falsa de una Arcadia a noventa millas que había insuflado en nuestras conciencias la música popular norteamericana, otro daño colateral del lavado imperialista de cerebro.

Tu condición de miembro de la generación de Mariel es si acaso– excéntrica: cuando empezaron a llegar los marielitos a la Florida ya llevabas meses allí. ¿Podrías hablar de la llegada de aquel torrente de seres humanos? ¿Qué impresión te causó? ¿Cómo participaste del proceso de recepción de los refugiados?

Llegué a Estados Unidos exactamente un año antes del Mariel. Había vivido un tiempo en Los Ángeles y estaba de regreso en Miami cuando la toma de la embajada del Perú. Del lado de acá hubo una explosión social paralela. Las calles se llenaron de decenas de miles de manifestantes y en las inmediaciones del Miami Dade College de la Calle 8 se levantó una especie de catedral del pueblo enardecido, con cientos de catres disponibles para los huelguistas de hambre. Se alzaron barricadas, se paralizó el tráfico y se armó un caos que llegó a convertirse en característica permanente de la ciudad.

Desde mi puesto de observación entre las turbas, vi cómo se desaprovechaba la oportunidad del siglo. Vi a un pueblo dando palos de ciego, sin dirigencia, ni estrategia, ni estratagemas. Entendí con absoluta certeza el error de un puente marítimo que salvara la situación, cuando lo que se requería era provocar una catástrofe. Al comienzo del Mariel, recibí a medio Parque Cristo en mi diminuto apartamento de Coconut Grove. Diez o doce personas desesperadas, sin un lugar donde meterse, entre las que se encontraba Pedro Jesús Campos.

Se habla mucho de la incomprensión o incluso de abierta hostilidad del exilio de Miami hacia los marielitos recién llegados. ¿Hubo algo de eso?

En 1980, en la esquina de la farmacia Robert de Flagler Street, me tropecé por casualidad con El Meme, un asesino en serie que había conocido en la cárcel Pretensado de Santa Clara, en 1974. El Meme era un caballero fascinante que estaba preso desde antes de la Revolución y del que se contaba que había cometido asesinatos espectaculares por dondequiera que había pasado.


Se enamoró de mí, y sólo un traslado providencial al campo de concentración de Ariza me salvó de tener que darle el sí. Ahora se limpiaba las uñas con un cuchillo a la entrada de la farmacia. No me reconoció, pero me dio las más efusivas gracias por haberlo recordado.

Por el Mariel no llegó solamente la intelectualidad marginal, sino toda la hediondez de Cuba. Miami se hinchó como una rata de cloaca, y hubo un momento en que no pudo admitir ni un barco de basura más. Aún no existía la DEA, y los delincuentes que Fidel despachó en los camaroneros desembarcaban aquí y al otro día estaban armados con escopetas de dos cañones. Un primo que vino a visitarme, creo que en el 1982 o el 1983, me llevó a su carro para proponerme un tumbe, y cuando abrió el maletero vi que cargaba un par de carabinas Remington y cinco o seis pistolas.

Ese fue el Miami donde irrumpieron los marielitas. Ese fue el Miami que Fidel tomó por asalto. No había empleos, ni viviendas disponibles. La ciudad estaba copada y comenzó entonces el éxodo masivo de americanos blancos, el llamado white flight. El South Beach judío se transformó en un espantoso gueto cubano. La portada de la revista Time se preguntaba, en 1981, si Miami no se habría convertido en el Paradise Lost.

¿Cómo eran las relaciones entre el viejo exilio literario cubano y los marielitos? ¿Puedes darnos ejemplos concretos?

El viejo exilio literario nos recibió con los brazos abiertos. En la residencia del profesor Orlando Rodríguez Sardiñas se organizaron tertulias literarias que casi siempre terminaban mal, porque Carlitos Victoria y Benjamín Ferrara eran borrachos empedernidos que después de beberse todo el alcohol disponible se ponían insoportables. Esteban Luis Cárdenas era alcohólico, pero siempre elegante. Nadie le hacía el menor caso a la obra de nuestro ilustre anfitrión.

A la villa de Olga Connor en Coconut Grove asistía un público más selecto. Allí se presentaron Reinaldo Arenas, Heberto Padilla y creo que hasta Vargas Llosa. Recuerdo la noche en que me enfrasqué en una discusión bizantina con un viejo atorrante que yo no conocía, y que resultó ser el poeta chileno Gonzalo Rojas. Creo que lo hice papilla y que el público me aplaudió. Igualmente acogedora fue la tertulia de la profesora Ofelia Hudson, una mujer devota de los escritores y artistas marielitas.

La librería SIBI de Bird Road fue el epicentro de la actividad cultural del Mariel. Allí conocí a Carlos Montenegro, y una vez leí con él. Era un tipo imponente, de pelo en pecho, cadenón de oro y bigote teñido, con una jevita colgada del brazo, que recuerdo siempre joven y voluptuosa. También conocí a Lydia Cabrera, a Pura del Prado, a Marcia Morgado y a los hermanos Abreu. Allí leyó Pedro Campos, en una de las raras ocasiones en que se rebajó a participar de la farándula literaria.

Una vez Nancy y Juan Manuel Pérez Crespo, los dueños de SIBI, llevaron a René cenar a un restaurante de Coral Gables, y cuando apareció un plato de carne de puerco, el dramaturgo, que era vegetariano militante, volcó la mesa y arrojó la comida al piso. El viejo exilio literario fue extremadamente amable y paciente con los recién llegados.

No debemos olvidar a la doctora Alducin, directora de la Rama Hispánica de la Biblioteca Pública de la Pequeña Habana, que dio refugio en sus salones con aire acondicionado a una caterva de poetas callejeros, desnutridos y aterrillados que incluía a Eduardo Campa, Esteban Luis Cárdenas, Guillermo Rosales y a otros que perecieron sin dejar obra y cuyas voces resonaron en las escalinatas de esa biblioteca, hoy desaparecida.

¿Cómo te reencontraste con Reinaldo Arenas?

La primera vez que nos vimos fue en la Librería Universal. Pedrito entró allí y se lo encontró metido entre los estantes. Entonces me enteré de que el tipo borroso de las noches habaneras era uno de los grandes escritores cubanos. Inmediatamente busqué Celestino antes del alba, y lo leí. El cajero de la Universal en esa lejana época era el filósofo Humberto Piñera, y en torno a la registradora se reunía el corrillo de Ángel Aparicio Laurencio, José Sánchez Boudy, Guillermo de Zéndegui y el anarquista Frank Fernández. Imagino que Reinaldo llegó a tratarlos, y que ellos apreciaron a Reinaldo.

¿Cómo se desarrolló la relación entre ustedes en Estados Unidos?

Nos vimos unas cuantas veces, siempre por intermedio de Pedro Campos. Solíamos ir a la discoteca Trece Botones, en los muelles de South River Drive. Allí Rey desaparecía en el Cuarto Oscuro desde temprano. Venía acompañado de su séquito, pero de ese grupo sólo recuerdo al pintor Gilberto Ruiz, con gafas negras y camisa de seda, oliendo popper y girando en la pista de baile. Una vez me tocó ir por Reinaldo al Cuarto Oscuro a la hora del cierre. Esa escena está recogida en el segundo tomo de mi libro Sabbat Gigante.

¿Era realmente tan antagónica la relación de Arenas con Miami? ¿Y con Nueva York? ¿Qué crees que le hizo preferir a una ciudad sobre otra?

No tengo la menor idea, nunca hablamos de eso. Recuerdo nuestros encuentros en el hotel Seagull de la 21 y Collins, la antigua zona del vodevil judío y los cines de relajo, las caminatas por la playa y sus conversaciones con Pedro. Pero son memorias muy vagas. Lo veo encabronado, en una conferencia que impartió en FIU junto a un Heberto Padilla ebrio y desordenadamente lúcido. También lo recuerdo en una lectura junto a los hermanos Abreu, en una biblioteca insignificante de algún barrio menor, donde Rey actuó como si estuviera ante la Academia Sueca.

Háblanos de lo que significó la revista Mariel cuando apareció. ¿Qué impresión te causaron aquellos primeros números? ¿Qué recepción general tuvo la revista en aquellos tiempos? ¿Qué significó para ti verte publicado en la revista?

En 1982, había intentado venderle a Juan Manuel Salvat el cuaderno Canto de preparación, con poemas míos y de Pedro Campos escritos en los años setenta. El lector de Salvat para los manuscritos de poesía era el profesor Ángel Aparicio Laurencio, verdadero santo de la Librería Universal. Ángel pasaba las vacaciones de verano detrás de la registradora y el resto del año enseñaba literatura española en la Universidad de Redlands. Nuestro plaquette fue rechazado por Salvat, y Aparicio se lo llevó y lo publicó en California.

Dos años más tarde, Reinaldo recibió mi libro Vida Nueva y me respondió de inmediato. Su carta, fechada en Nueva York, el 3 de abril de 1984, dice textualmente: “He leído tu libro Vida Nueva y puedo afirmarte que me ha encantado, qué limpidez, qué concisión y fulgor. Algo inesperado, realmente inicias una poesía nueva”. Era el espaldarazo que necesitaba, y que buscaba desesperadamente.


Mariel fue el perfecto vehículo para un grupo de debutantes que no tenía la menor idea de dónde colocar sus obras. Fue un lugar de la imaginación donde reaparecían los desaparecidos y donde resucitaron Lydia Cabrera, Gastón Baquero, Severo Sarduy, Carlos Montenegro y Labrador Ruiz. Claro que esperaba ver mis concisas y fulgurantes Odas olímpicas a doble página, pero cuando me llegó la revista, las encontré apeñuscadas entre David Lago y Reinaldo García Ramos. Fue una decepción, y acaso un despertar. Sólo en tal sentido, también yo llegué en el Mariel.

Mariel usualmente se piensa como una generación de narradores, pero también la integraron varios magníficos poetas ¿Qué los unía aparte de lo obvio que ya hemos comentado?

Conocí a algunos poetas de la época, como Carlos Díaz Barrios, Eduardo Campa, Esteban Luis Cárdenas, Benigno Dou, Andrés Reynaldo, Benjamín Ferrara y Pedro Jesús Campos, que habían entrado en escena en un momento previo, en la tertulia de la Funeraria de Calzada. No puedo hablar de Reinaldo García Ramos o de Roberto Valero, pues desconozco sus antecedentes. Creo que todos los demás son poetas de la Funeraria tanto como del Mariel. Se conocían y se leían previamente, tenían influencias similares.

¿Qué me puedes decir de las tertulias de la funeraria de Calzada y K?

Nunca visité la funeraria, pero conocí a algunas personas que fueron asiduas de la tertulia. La atracción del lugar era el café gratis que repartían en los velorios. Benigno Dou me ha asegurado que no existen “los poetas de la Funeraria”, sino “el poeta de la Funeraria”: Rogelio Fabio Hurtado. Roberto Madrigal fue uno de los primeros en unirse al grupo, y recuerda los nombres de muchos de los asistentes, desde Nicolás Lara y Juan Miguel Espino hasta el pintor Jesse Ríos. Madrigal cree que la Funeraria terminó con una recogida de 1973.

Estando preso en Ariza, circa 1975, escribí un libro infantil para mi sobrino Alexis. Era una libreta escolar con ilustraciones y poemas, que titulé Cuaderno de Alex. Ela Corona, la mujer de Beni en aquel entonces, le pidió la libreta a mi sobrino y la presentó al grupo de la Funeraria. Fue un éxito. Así entré en contacto con Rogelio Fabio y conocí el samizdat de poesía que publicaba en copias al carbón, cosido a máquina, con los escritos de algunos de ellos y traducciones de poetas norteamericanos. Al parecer, la Funeraria continuó existiendo hasta que Fabio, Beni y Elio Bernardo Ruiz fueron acusados de trotskistas y sacados de circulación.

¿Qué impacto tuvo la generación del Mariel en el exilio de la época? ¿Puedes dar ejemplos concretos de ese impacto?

No existe una generación del Mariel. Existe un grupo de personas nucleadas alrededor de la revista homónima, exponente de una cierta sensibilidad específica de los años ochenta.

Pero, ¿acaso eso que acabas de mencionar, un grupo de personas nucleadas alrededor de una revista homónima y que comparte cierta sensibilidad específica, no es la definición de generación literaria? Y pasa, en el caso de Mariel, que escritores que nunca publicaron en la revista comparten esa misma sensibilidad específica de la que hablas, y aun más, cierta actitud común hacia lo literario. ¿Todos esos no son síntomas claros de pertenencia a una generación?

Es más bien la definición de una secta, o de una sociedad de hombres y mujeres notables. Reinaldo fundó una república in partibus infidelium y arrastró con él a personas de diversas generaciones, les otorgó cargos, papeles, entre los que destacaron Oliente Churre, Zebro Sardoya, Clara Mortera, Bastón Dacuero y las hermanitas Bronté (ellas mismas venían en una variedad de sabores). Esas personas (o “infundios”, como prefería llamarles Rey) contaban con los más variados antecedentes. Para mí, el momento revelación de la revista Mariel no fue ningún texto de los marielitos, sino los sonetos de “Otro daiquirí”, de Severo Sarduy, nacido en 1937.

¿Cómo te enteraste de la muerte de Arenas? ¿Qué impresión te causó?

Bajé de mi habitación en un hotel de South Beach y compré el periódico de la mañana. Allí estaba la noticia. Desconocía que Rey estuviera enfermo, hacía tiempo que no sabía de él. Llamé a Pedrito y se lo dije. Su muerte nos produjo una enorme melancolía. Era el fin de una época. Pedro falleció dos años más tarde. Cuando salió Antes que anochezca, tuve que apartar la vista de la fotografía en que Reinaldo aparece estragado por el sida. Aún me cuesta mirarla.

Luego del éxito inicial de sus dos primeras novelas a su salida de Cuba no consigue publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo, su autobiografía, Antes que anochezca, se convierte en best seller cuando la publican póstumamente. ¿Crees que ese éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo, de poner su autobiografía y el tono que predomina en ella (distinto del resto de su obra) por encima de su obra de ficción?

No creo. Es el libro que lo canoniza. Reinaldo es un escritor difícil, emblema de unos tiempos difíciles, y ese libro pone al alcance de todos la Era Arenas. A partir de Antes que anochezca, Lezama y Virgilio pasan a ser personajes de Reinaldo, fragmentos de su Weltanschauung. En El color del verano, que no es menos autobiográfica, todos somos por fin marionetas de Reinaldo. Conseguirlo de esa manera es la apoteosis de la ficción.

¿Cómo valorarías el impacto que tuvo Arenas sobre ti como persona?

Tuve que escapar de la atracción de Arenas como había escapado antes de la atracción de Castro. Me resistí a ser otro de sus epígonos y evité mencionar el mar, las pentagonías y las mofetas. Todavía me niego a abrazar la causa a la que él sacrificó su arte. Viví en la Era Arenas y le conozco las entrañas.

Tomado de Rialta Magazine

sábado, 13 de junio de 2020

Turcos en los suburbios

No hace mucho un buen amigo me invitó a presentar mi novela Turcos en la niebla en un festival que iban a celebrar en la elegante ciudad suburbial en la que vive. Mi amigo quería aprovechar que este año el festival, estrictamente anglo hasta ahora, contaría con una sección dedicada a la literatura latina para hablar de mi novela sobre cierto barrio hispano de Nueva Jersey a aquel exquisito público de los suburbios. Pero a medida que pasaban las semanas, tras gestiones que ya me apenaban por lo extensas, mi amigo me hizo saber que a la organizadora no le parecía bien que dedicaran una hora de los días que duraría el festival a una novela escrita y publicada en español. Si acaso organizarían un panel, moderado por mi amigo, sobre la literatura hispana en los Estados Unidos. Hablaríamos de tan curiosa experiencia tres representantes de esa difusa etnia: un ecuatoriano, una española y este cubano lamentable. En medio de la desesperación de mi amigo le dije que no tenía problemas con asistir al panel. Ya me encargaría, en cuanto me cedieran el micrófono, de cuestionarme el sentido de todo aquello.

Sin embargo, las ya arduas negociaciones no se detuvieron allí. De repente a la organizadora del evento le pareció más relevante que en lugar de compartir nuestra experiencia con el público tomáramos como centro de la discusión el escándalo literario del momento: la novela American Dirt. Así debatiríamos si la autora de la novela, Jeanine Cummins, con apenas un 25% de ADN boricua, tenía derecho o no a escribir la ficción de una mexicana que se ve forzada a huir a los Estados Unidos con su hijo de ocho años perseguida por narcotraficantes. A mi amigo le pareció demasiado pasar de invitarme a presentar mi novela a tener que discutir sobre una que ni siquiera habíamos leído. Nuestra presencia en aquel festival parecía no encontrar mejor justificación que debatir cual sería el porcentaje de ADN hispano necesario para que un escritor se sintiera autorizado a alumbrar hispanos de ficción. Por lo visto a la organizadora mi novela resultaba demasiado hispana para su gusto pero en cambio le parecía atractivo cuestionar la hispanidad de la otra.  

Mi amigo, un tipo milimétricamente zen en sus interacciones profesionales, le hizo saber con su delicadeza acostumbrada a la organizadora del festival lo insensata que le parecía su propuesta. Tamaña insubordinación llevó a la organizadora a pedirle a mi amigo que abandonara la moderación del anunciado panel lo cual me dio un magnífico pretexto para renunciar a un panel en el que me sentía incómodo sin siquiera haberme sentado allí.

Y nada, que aquel panel por el que tantos megabytes se habían trasegado en forma de emails terminó siendo una de las tantas víctimas colaterales de la pandemia en la que todavía nos movemos. Y no volvería a recordar el asunto si ahora no se me ocurriera pensar en lo indignada que debe andar la organizadora del festival con el racismo de este país. Y en efecto: apenas me asomo a la página aparece un fondo negro sobre el que unas letras blancas anuncian lo comprometidos que están en acabar con el racismo sistémico que existe en Estados Unidos. 

Con la convicción con que lo dicen ¿Cómo no creerles?




 

miércoles, 10 de junio de 2020

“En Cuba hay que pujar Paradisos al mismo ritmo que bustos de Martí”*

Francisco García González por Geandy Pavón
Siempre que me toca presentar a Francisco García González me viene a la mente ese Virgilio Piñera inventado por Reinaldo Arenas para El color del verano. El Piñera que lee una novela de Humberto Arenal y de pronto se pregunta: “¿Cómo puedo ser amigo de alguien que escribe tan mal?”.

Me siento especialmente afortunado de no haber sido puesto ante ese dilema ético-estético, y que mi gran amigo de los años universitarios haya terminado siendo uno de los escritores cubanos que más admiro. Digamos que el mejor y más prolífico autor de relatos del que tengo noticias: once libros de relatos más una novela (Antes de la aurora), guionista de tres largometrajes (Boleto al paraíso, Lisanka y La cosa humana) y de un corto: Efecto dominó, del francés Gabriel Gauchet, que no me canso de recomendar.

Francisco García González lleva una década en Canadá, donde no ha parado de publicar libros ni de acumular premios. Y ahora acaba de aparecer en Casa Vacía, la exquisita editorial que Pablo de Cuba dirige en Virginia, su libro Nostalgia represiva, un magnífico pretexto para conversar como si nunca lo hubiéramos hecho antes:

Once libros de cuentos publicados son muchos para cualquier narrador a tiempo completo. ¡Cuatro de ellos en los últimos cinco años! Doy fe que todos son libros muy buenos, sobre todo los últimos. ¿Qué ha pasado con esa convicción tan de moda en los últimos años de que el escritor cubano era una delicada planta, incapaz de trasplantarse a ninguna otra tierra?

Es cierto, he escrito y publicado mucho en los últimos tiempos. The Walking ImmigrantEl año del cerdoAsesino en serio y ahora Nostalgia represiva. Todos entre 2017 y 2020. Todos libros de cuentos, aunque en el último también hay algo de testimonio. 

No sé cómo funciona en otros. Llegué a Canadá en el 2010. Al comienzo me las vi negras, como casi todos los que se van. No entendía casi nada de lo que me rodeaba. El tema del empleo me golpeaba, y aún más el del idioma. Pero ni en las horas más oscuras de mi adaptación llegué a plantearme que vivía, junto con aquellas difíciles experiencias, el fin de mi escritura. 

Un buen día me senté a escribir un cuento titulado “Remember Clifford”. Un relato sobre mi experiencia de friegaplatos en un restaurante italiano a orillas del Lago Ontario. Con ese cuento gané el concurso Nuestra Palabra, para escritores de habla castellana residentes en Canadá, convocado cada año en Toronto por el promotor Guillermo Rose. 

Entiendo a aquel que necesite de la inmersión en la experiencia cubana a tiempo completo para sentirse motivado. Comprendo que la ciudad, el municipio, la luz insular, el paisaje o la gente de la Isla sean la única fuente de su literatura. Pero no fue mi caso.

También podemos mirarlo desde la otra orilla. La que nos compete. Me reconforta la existencia de muchísimos escritores cubanos fuera de Cuba. En cualquier geografía: Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, incluyendo Brasil. Un gran referente para mí, en ese sentido, ha sido el descubrimiento de los escritores del Mariel, ejemplo de perseverancia en el oficio y de fe en la literatura

Vivir fuera del país nos ha permitido enriquecer nuestra visión del mundo y de la propia Isla, volcarnos hacia otras problemáticas más acordes con el hecho de habernos marchado. Aquí en Montreal, donde vivo desde el 2012, se han escrito, por ejemplo, la novela Ruy y el ensayo El sóviet caribeño, ambos del escritor e investigador César Reynel Aguilera, y el libro de cuentos Oscuros varones de Cuba, de Lizandro Arbolay; tres libros excelentes que validan la literatura cubana fuera y dentro de la Isla. 

A esto debemos sumarle el pujante movimiento editorial, de revistas y periódicos online, que da vida a la creación literaria de autores emigrados y exiliados. Gracias a esto, contamos con espacios en los que podemos dar a conocer nuestras obras y, aunque no circulen en Cuba, el beneficio se extiende al público lector de habla castellana.  

¿Cómo se pueden escribir tantos buenos libros en tan poco tiempo?

Si los libros que mencionaba son buenos o no, que lo digan los lectores. Bueno, tú estás entre ellos. Gracias por el elogio. 

Realmente no sé, a derechas, cómo se hace para escribir tanto en tan poco tiempo. Es un flujo. Una compulsión a partir de observaciones, lecturas, viajes. No puedo teorizar mucho sobre eso. No se me ocurre nada sagaz ni brillante, ni mucho menos educativo. Es una epifanía cuando las ideas vienen y logró atraparlas. Luego viene el reto que entraña convertirlas en relatos. De eso se encarga lo que he aprendido de este oficio. No hay nada más.

Te pregunto porque, hablando de estereotipos, Canadá tiene fama de ser una tierra árida y fría. Y, según tus cuentos, su gente no parece serlo menos. ¿Qué tal te ha servido como abono para escribir?

Es cierto. Los canadienses son fríos. No les resulta fácil expresar sentimientos íntimos. Lo dicen ellos mismos. 

Tengo una amiga canadiense que una vez me dijo la razón por la que preferían a los perros y a los gatos: era más fácil amar a un animal. Querer al prójimo es un dolor de cabeza para el que no se sienten preparados, ni sentimental ni culturalmente. De ahí su crónica falta de expresividad. Están, además, totalmente incapacitados para improvisar algo. El jazz jamás hubiera surgido aquí. 

Por otra parte, los canadienses pueden ser muy solidarios, y han creado un gran país, bastante amigable, dentro del segundo país más grande del mundo. El escuálido crecimiento demográfico, junto a sus creencias democráticas y liberales, les ha permitido convertirse en un lugar abierto a la inmigración (muy cribada, eso sí). 

Los canadienses, no obstante, se han convertido en uno de los temas de mi literatura. Observar de cerca sus neurosis, su apego a todo el rollo de la corrección política, su amor por las mascotas y el dinero, su egoísmo, el trauma con el francés de los quebequenses, su predisposición a no ser felices ni infelices (modo not bad), la forma en que enfrentan las relaciones familiares y de pareja (¡menudo coctel!, ¿verdad?), me han inspirado muchísimos cuentos. 

A través de esas historias intento dialogar y lidiar con mi nuevo entorno. Escribirlas ha sido parte de la integración y adaptación a mi nueva vida. Hay mucho de eso en The Walking Immigrant y en Asesino en serio.     

Debes estar entre los escritores de habla española en Canadá que más libros han escrito allí y que más premios han recibido. ¿Has pensado alguna vez que en las historias de la literatura hispano-canadiense, dentro de un par de siglos, te verán como un pionero?

Ese es el tipo de preguntas para las que no tengo respuesta. Ninguna. No me interesa ni me preocupa qué pudieran decir de mí o de nosotros de aquí a dos siglos, suponiendo que quede algo para entonces. Eso sería bastante. Esperemos que sí. 

Para mí, cuenta una charla con estudiantes, una presentación de un nuevo libro en cualquier ciudad. Carpe diem, que es como se dice en latín right now. La escatología, en su primera acepción, la dejo para otros más avezados en teorizaciones o con más olfato que yo para especular sobre el futuro.       

Guionista de tres largometrajes y un cortometraje, lo que en Cuba es hazaña poco frecuente, y autor de una docena de libros… ¿En qué medio te sientes más cómodo?

¿Comodidad? Con el cuento y la novela. Ambos géneros son como habitar una casa acogedora y luminosa. Se me dan mejor, sobre todo el cuento. 

El guion es un género inflexible, su estructura dramática lo convierte en una camisa de fuerza en tanto tiene reglas y principios que son inviolables. El resto es tener claro que trabajas para un montón de gente y no para ti. Eso lo convierte en un trabajo muy fiscalizado cuyo fin es producir una película. Todo eso se traduce en dinero que los productores y la industria no desean arriesgar. Debes tenerlos en cuenta, estar abierto a ideas diferentes a las tuyas, a constantes cambios. 

Por eso se puede estudiar para ser guionista. Se trata de dominar pasos y reglas que conciernen a la dramaturgia. Abordarlo desde la originalidad, dentro de ese rígido andamiaje, es todo un reto. En cambio, lo que acontece con la narrativa, sean cuentos o novelas, atañe solo al autor y en última instancia a este y al editor. 

Lo importante para mí, al escribir para el cine, ha sido trabajar con comodidad. No ha tenido que ver con el medio y sí con otro tipo de experiencias de índole más humana. La comodidad me la han facilitado los directores con los que he trabajado: Daniel Díaz Torres y Gerardo Chijona. 

¿El cine y la literatura se disputan tu capacidad creativa, o se complementan?

Después de haber escrito varios guiones, la experiencia ha acabado complementado mi literatura. Del guion he aprendido cómo llevar a mis relatos y novelas una visualidad y acción dramática. Pienso que esto los hacen más vívidos y expresivos. Lo mismo sucede con los diálogos. Desde que me desempeño como guionista tengo más conciencia del papel de los diálogos en mi narrativa. O de la ausencia de estos cuando es necesario. 

A la hora de encarar un guion, reglas aparte, lo abordo de la manera más creativa posible, usando los mismos recursos imaginativos que utilizo en la ficción. Se trata del uso de la imaginación creadora de ideas en su estado puro. Esto puede servir para la historia que sea: da lo mismo para escribir una potencial película o una obra literaria de ficción. A veces se me ocurren ideas para los guiones que luego quedan fuera de la historia, por las razones que sean, y después me sirven para un cuento, por ejemplo. 

Algo que me ha permitido esta complementación ha sido la ventaja de trabajar en adaptaciones de relatos míos para cine. Sucedió con Lisanka, que se inspira en el cuento “En el km 36”, recogido en el libro Leve historia de Cuba. Y con La cosa humana, adaptación del relato homónimo.     

Una de tus virtudes, que me sigue asombrando a lo largo de los años, es tu capacidad de introducir lo fantástico en las circunstancias más cotidianas, pedestres y hasta sórdidas de la vida. Todo eso lo sintetizaste de una manera excepcional en Antes de la aurora (Linkgua USA, 2012) en la que mezclabas guerrilleros de la Sierra Maestra, un campesino fusilado por esos mismos guerrilleros convertido en ángel guardián y vampiros norteamericanos y locales. Con su mezcla de parodia de épica revolucionaria y uso desaforado de lo fantástico, tu novela me recuerda Chevengur, la gran novela de Andrei Platónov, que me consta que leíste bastante después de publicar Antes de la aurora. Un amigo común atribuye esa capacidad de lidiar con lo fantástico a tu condición de hijo de Caimito, que, aunque está a 36 kilómetros de La Habana, a un habanero de cepa le suena tan lejano como Macondo. “Eso es cosa de guajiros”, resumió nuestro amigo. ¿Tú qué piensas?

Platónov no solo era guajiro, sino que su profesión de ingeniero en sistemas de riego le permitió pasar mucho tiempo trabajando en perdidas e ignotas regiones de la recién estrenada URSS. Esa condición se siente en casi toda su obra. Ningún otro autor ruso de esa época posee esa imaginación. Ni siquiera Bulgákov, que escribió narrativa y teatro fantástico, cercano a la ciencia ficción a veces, poseía ese desborde. 

Cuando escribí mi novela no conocía a Platónov ni había leído El Quijote. La novela de Cervantes siempre la relegué por otras de sus obras, sobre todo sus Novelas ejemplares. No sé por qué. Después leí la novela dos veces seguidas y aún estoy impactado. Mucho de lo que hizo Cervantes lo hice yo con Antes de la aurora varios siglos después. Me refiero a la aventura metaliteraria e intertextual. Al hecho de haber utilizado, reciclado, pervertido o apropiado descaradamente de textos y personajes de la literatura cubana. O norteamericana. 

En Antes de la aurora mezclo a comandantes guerrilleros como Fidel y Raúl Castro, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Eloy G. Menoyo con vampiros sacados directamente de las novelas de Anne Rice. O aparecen los fantasmas de próceres de la guerra de independencia como en cualquier cuento guajiro de aparecidos.

Sí, me encanta esa escena en que los fantasmas de Martí y Maceo se baten con sus propios penes convertidos en una especie de espadas láser.  

Cosas así. Siguiendo con tu pregunta, siempre me he considerado guajiro, digamos que en un 80 %. Guajiro de pueblo, claro. Y como guajiro, tengo un imaginario muy diferente al de un citadino. Viene de una relación muy estrecha con la naturaleza y el paisaje. Viene seguramente del acervo de oralidad al que estamos expuestos, desde la niñez, los habitantes del campo y los pueblos. Estoy seguro de que esa oralidad está integrada a nuestro subconsciente y da forma a nuestro imaginario. 

Para mí fue una experiencia inigualable la lectura Celestino antes del alba y la primera parte de Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Hablo de una experiencia sensorial más que intelectual. Gocé esos libros de guajiro a guajiro. Cuando Arenas habla de una hierba, de un árbol, de brujas y aparecidos, de bañarse en una poceta, de la neblina o los bichos de la noche campesina, los siento, sé de qué habla, es como si los hubiese escrito solo para mí. Es valor añadido al resto de los mensajes que poseen estos textos que, por otra parte, más vanguardistas no pueden ser.

Algo similar he sentido últimamente con la literatura de José Abreu Felippe, sobre todo con su novela Sabanalamar. El campo recreado en toda su fascinación por un adolescente habanero es uno de los documentos literarios más auténticos con el que he tropezado en mi vida de lector.

Cuando visité a mi familia en Cuba, en 2016, uno de los momentos más emotivos que experimenté fue el viaje que hice de Caimito a las playas de El Salado y Banes. Al atardecer, de regreso al pueblo, veía el mismo paisaje que tantas y tantas veces había visto desde mi niñez, y enmudecí. Cuán entrañable. Nada había cambiado. Reconocía los mismos árboles. Los caminos vecinales entre lomas. Era, sin más, la perfecta y adormecida comunión con la naturaleza a través de ciertos e inefables paisajes. 

¡Qué siboneyista! Puro criollismo. Ni Plácido, ¿verdad?

Además de Antes de la aurora tienes otra novela, inédita, sobre el tema del machismo en su acepción más brutal: en un medio salvajemente miserable un tipo compra una mujer como quien compra un perro, y la (mal)trata en consecuencia. ¿Tienes intenciones de publicarla? ¿Piensas que este es un momento propicio para que sea especialmente malentendida?

El rastro de las bestias tiene un cuento como antecedente: se titula “El olor de la manteca” y forma parte del cuaderno La cosa humana. Tienes razón: es una novela brutal que se enfoca en la vida de ciertas personas en un medio enajenante y hostil. 

La idea del cuento surge a partir de sucesos reales. Hechos sangrientos que, en mi opinión, sobrepasan la historia de la novela, sobre todo porque hubo niños involucrados. En la historia real un tipo, que antes había estado casado con la fañosa de mi cuadra, mató a machetazos a la que era su mujer en ese tiempo, y al amante, delante de los hijos de esta. Acabada la matanza, el asesino se subió en una mata a esperar que la policía llegase. Cuando llegaron, estuvo observando todo el trabajo de los peritos, y luego bajó y se entregó. 

Ya en la cárcel, otra mujer iba a visitarlo porque la familia del tipo le pagaba por el pabellón. Y desde la cárcel, el asesino le escribía cartas de amor a la hija de la fañosa, la que había sido su mujer. 

Con esa historia real yo hice lo que pude. La novela fue aceptada por la editorial Urubu, de Montreal, para publicarla traducida al francés. Firmé un contrato con ellos, y la traducción estuvo a cargo de la traductora Caroline Houde. En caso de que salga algún día, seguro será malentendida.

En la actualidad está de moda sentirse ofendido. Y la novela toca un tema demasiado sensible. Para mí es una historia de deshumanización más allá del componente sexual y de género de la historia. La decisión de asumir como tema situaciones incómodas de la vida real es también nuestra responsabilidad. Un ejercicio de libertad. No escribir sobre esos tópicos para no molestar a los lectores demasiado sensibles, no significa que esa realidad no exista. Sabemos que sí, que existe, incluso más de lo que uno se imagina.

Tu último libro, Nostalgia represiva (Casa Vacía, 2019), es un libro anómalo, como debería ser cada uno de los libros de este mundo: combinas narraciones de ficción de varios temas con testimonios de tus encuentros cercanos de tercer tipo con la Seguridad del Estado. Pero el tema de la nostalgia, tan constante en la literatura cubana reciente, está presente en buena parte de ellos, aunque sea de manera irónica. Cuentos que vienen a demostrar que se puede llegar a extrañar cualquier cosa. Incluso, como en el caso de “Nostalgia batistiana” (uno de los cuentos más divertidos que haya leído nunca), el haber sido sujeto de torturas. ¿Por qué piensas que los cubanos recurrimos tanto a ese gesto nostálgico, al punto de extrañar cosas declaradamente atroces? ¿A dónde te llevó la reflexión sobre la nostalgia en este libro?

En el libro el término de nostalgia está usado de manera ambivalente. La nostalgia tiene que ver con añoranza por sucesos y momentos del pasado en los que casi siempre se fue feliz. O que fueron trascendentales en el mejor sentido. También se vincula a experiencias de la niñez y la juventud en las que se articulan memorias familiares, personas queridas fallecidas, eventos que no vuelven.

En algunos de los relatos de la primera parte de Nostalgia represiva hay mucho de eso. Sublimado, desvirtuado, pero está ahí. Los cuentos “Secundino y el mar” y “La noche del cometa” se inspiran en mi infancia. No son biográficos ni testimoniales. No obstante, los momentos de la vida de un niño pobre de campo y de un joven pescador, que recreo en ambos, me toca en los huesos. Esa vida es parte de mi patrimonio. En ella aún conviven familiares queridos, amigos, olores, sensaciones, sabores, episodios que aparecen en los relatos mencionados. 

El entorno en que me crie podía llegar a ser muy violento. La pobreza engendra mucha violencia, se ceba en la miseria diaria. Esa “inminencia hosca” del acecho del Estado totalitario cobraba amarga vida en las becas y en otras empresas delirantes. Eran los llamados mesiánicos del Líder que sacudían nuestra existencia dondequiera que estuvieras

Mientras, en mi caso, me dedicaba a jugar pelota y fútbol descalzo en la calle, a bañarme en las lagunas y hacer expediciones a guayabales y cortinas de matas de mango, a escalar las lomas cercanas, a ser despreocupada e inconscientemente feliz. De eso hay mucho en tu cuento “Un día mortal”. 

En la segunda parte del cuaderno, la nostalgia adquiere un carácter diferente. En unos casos, como en el relato “Nostalgia batistiana”, el término se vuelve parodia de sí. Un grupo de excombatientes revolucionarios, todos torturados por sus actividades en la lucha contra Batista, se sienten en deuda con el sistema represivo de la tiranía. El tema los convoca a una secretísima reunión. En algunos casos las torturas curaron sus enfermedades y en otros los dotaron de virtudes que no poseían. Por otra parte, la Revolución no es lo que pensaban. Y ahí fluye el texto, entre el desencanto y la nostalgia. 

Curiosamente, me divertí mucho escribiéndolo. Ahora, cada vez que lo leo, no puedo evitar cierta incomodidad por el uso del material atroz, como tú dices, movilizado hacia una zona diferente a la que por su naturaleza pudiera inducir el tema. La nostalgia en el relato es como la pistola congelada que aparece en la foto de portada, una obra del artista Armando Tejuca.

Los encuentros cercanos de tercera clase con el DSE, como les llamas, me marcaron. Estuve rumiándolos durante años. Eran como una rémora inquietante que minaba sucesos y vivencias juveniles mucho más felices. Sobre ese tópico tuve largas y esclarecedoras conversaciones con el escritor César Reynel Aguilera y contigo. Hasta que un día decidí que debía escribirlos. De una de esas pláticas surgió tu idea de armar la antología El compañero que me atiende.

Trabajaste un tiempo en la fracasada construcción de la atomoeléctrica de Juraguá, experiencia que incluyes en un par de historias de Nostalgia represiva

Haber trabajado en la construcción de la CEN fue una experiencia que no sé muy bien dónde colocar. Trabajé como técnico hidrogeólogo recién graduado, en la agrupación de cementación. Objetivo: crear los cimientos de aquella obra descomunal desde todo punto de vista. Los ingenieros a cargo aseguraban que se trataba de un modelo de atomoeléctrica más moderna que la de Chernóbil. Por tanto, libre de cualquier tipo de accidentes, tabarich. No lo puedo asegurar.

Trabajaba largos turnos nocturnos, a cargo de obreros que provenían de lejanas aldeas de las provincias orientales. Una fauna abrumadora, cruel y pintoresca, como ninguna otra que había visto en mi vida. Eran capaces de liarse a machetazos por el más mínimo motivo: un juego de cubilete, una discusión sobre béisbol. O por otros de índole superior, como favores de faldas y de homosexuales… Eran tan ignorantes como discutidores y sabihondos. 

Por aquellos tiempos se pasaba en la televisión, en el espacio de las aventuras, El Capitán Tormenta. Los encarnizados enemigos de la cristiandad que enfrentaba la valiente mujer tenían su nota más alta en las tropas llamadas jenízaros, soldados de élite que tantas glorias militares le dieron al imperio Otomano. Y la gente, que suele ser muy imaginativa, enseguida bautizó a los obreros de la CEN con el mote de “los jenízaros”. 

Abandoné la CEN gracias al excelente trabajo que desplegó, a partir de un supuesto sabotaje en el que mi nombre aparecía implicado, un agente de la Seguridad del Estado llamado José Luis (o Jorge Luis), encargado de atender la agrupación en la que yo trabajaba. A él le debo mi salida de aquella locura faraónica. 

¿Qué sentiste al saber que la central atómica sería abandonada?

Cuando se anunció la paralización de la construcción de la CEN, en tiempos de Gorbachov, pensé que era lo mejor que podía suceder para Cuba y todos sus vecinos, incluyendo los Estados Unidos. Gorbachov nos hizo un gran favor. Un favor que seguro provocó una rabieta de Fidel Castro. De las zafras a las vacas y luego a la aventura de la fusión del átomo, los fracasos del líder habían aumentado notablemente en calidad y variedad.

De la experiencia ha quedado un testimonio: “El Capitán (me a) Tormenta”, recogido en el índice de Nostalgia represiva,y el relato “Reactor uno”, parte del mismo cuaderno. Bastante, pienso.    

Sé que te traes una novela entre manos. También sé que eres, como buena parte de los escritores, supersticioso en lo que atañe a hablar de libros a medio hacer. ¿Quieres adelantarnos algo?

Se trata de una novela distópica, medio de ciencia ficción, titulada ¡Viva Puerto Rico! Te adelanto solo el tema: la anexión de Quebec a los Estados Unidos en un futuro medianamente lejano. Espero acabarla este año. Es todo por ahora. 

También pasaste otra temporada en el Presidio Modelo de Isla de Pinos, algo que refleja uno de los relatos de Nostalgia represiva. ¿Cómo fue trabajar en esas ruinas monstruosas? ¿En ese museo por el que habían pasado miles de presos de los cuales solo importaban unas pocas decenas

La historia del Presidio Modelo es apasionante. Sobre eso se ha escrito mucho, durante la República y después. Han escrito sobre todo los presos políticos que pasaron por esa prisión en los años sesenta. 

Los libros de Pablo de la Torriente Brau Presidio Modelo y La isla de los 500 asesinatos denuncian la primera época del Presidio Modelo, cuando el capitán Pedro Abraham Castells era el comandante. Tiempos horribles. Cuenta la hagiografía revolucionaria que, tras las rejas de su celda ubicada en el hospital, Fidel Castro escribió La historia me absolverá, además de una copiosa correspondencia en la cual narraba los horrores de la prisión. Entre denuncia y denuncia, hablaba también de cocina. De cómo cocinaba los productos comprados en la surtida bodega del reclusorio. Prefería cocinar,cuentan, por temor a ser envenenado. 

Es cierto que en el Presidio Modelo se torturaba a discreción en tiempos de Batista. Y se asesinaba de muchas maneras en tiempos de Machado, cuando Castells regía dentro de aquellos muros. Después del triunfo revolucionario, el Presidio Modelo alcanzó sus mayores cifras de población penal de toda su historia. La diferencia era que, en el nuevo régimen,aquellos miles de reclusos estaban ahí por causas políticas. 

Huber Matos, Gutiérrez Menoyo y Jorge Valls escribieron testimonios y memorias sobre su paso por aquel antro. Recientemente, la editorial Alexandria Library ha publicado una antología de Ramiro Gómez Barrueco titulada El presidio político de Isla de Pinos, en la que aparecen testimonios de decenas de presos políticos de esa época.

De mi paso por allí, en calidad de museólogo, hay dos cosas que aún conservo. Primero, mi vocación por la escritura. Mi primer cuento lo escribí en el Presidio Modelo. Como no sabía nada de la vida en aquellos tiempos, escribía sobre lo que sabía de los libros. El cuento se llamaba “Museópolis”. Luego escribí de un tirón el cuaderno Juegos permitidos, publicado en la primera convocatoria del premio Pinos Nuevos, en 1994.  

La otra cosa que conservo es la amistad que me une al investigador y escritor Julio César González, máxima autoridad en el tema del Presidio Modelo. A cuatro manos escribimos el ensayo Presidio Modelo, temas escondidos, y mucho después una antología de cuentos sobre el tema de la cárcel en Cuba: La reja entreabierta, publicado en Ediciones Unión con fotografía de portada de Manuel Piña. Julio César siguió trabajando en esa línea y conformó una antología poética sobreel mismo tema. Hasta donde sé, trabajaba también en una compilación de testimonios. Ambos libros están inéditos aún.

Mi salida del museo Presidio Modelo la aceleró una acusación de escribir carteles contrarrevolucionarios en la cama de Juan Almeida, sala número dos, que es una reconstrucción del lugar donde vivían los moncadistas (excepto Fidel Castro,que vivía separado en una celda frente a la funeraria del reclusorio). Era inocente del cargo, pero el DSE tiene largo el brazo y buena la memoria. El relato autobiográfico “La estatua de Níobe”, donde narro el pasaje citado, también está recogido en Nostalgia represiva.

Desde tus primeros relatos hasta ahora, desde Juegos permitidos a Nostalgia represiva pasando por Historia sexual de la naciónAntes de la aurora o El año del cerdo, una de las constantes de tu obra es esa combinación de sexo, violencia, Historia, horror, distopía y, sobre todo, mucho humor. No es muy común. ¿A qué lo atribuyes? ¿Cómo manejas ingredientes tan dispares para que no te echen a perder la historia que estás contando?

No te diré que lo hago de manera inconsciente. Nada es fortuito en lo que escribo. Hacer concurrir en una historia esos, o parte de esos ingredientes, me facilita tensar los textos para que provoquen a los lectores. Es una de las razones por las que escribimos: la provocación. Del sentimiento que sea. 

La constante casi siempre es el humor. En todo su espectro: parodia, ironía, sátira, absurdo, lo grotesco. El humor como recurso me permite restarle pretensión a lo que escribo. Aligerarlo de cualquier ínfula de trascendencia fatua. Escribir las grandes páginas de la literatura cubana no es asunto que me interese. Intento escapar de la gravedad, esa propensión en la que es muy fácil verse atrapado y que veo tan cercana al estreñimiento. 

Pienso que acudir al recurso del humor en la literatura también es un acto de valentía y subversión. Sin embargo, en la literatura cubana apenas se le toma en serio. Ah, porque el humor no es grave ni profundo. Hay que pujar Paradisos al mismo ritmo que bustos de Martí.

El ejercicio del humor siempre me ha permitido entender mejor lo que sucede a mi alrededor. Encuentro inspiración en Chéjov, Bulgákov y Averchenko; Kafka, Capek, Hasek, Mrozek, Mark Twain y Vonnegut; y en Cuba, en Torriente Brau, Eduardo del LlanoAntonio José Ponte y . Y fuera de la literatura, en la obra artística de A. E. Tonel, en la gráfica de Alen Lauzán, en el cine de los Coen. 

Todo ese background ha sido, en la actualidad, una de las claves fundamentales para acceder a la comprensión de mis nuevas circunstancias. Y verlas precisamente con humor (lo que no significa que no descojonen) es lo que me ha permitido convertir las duras experiencias en documento literario. Esos textos conforman los libros The Walking Immigrant y Asesino en serio.  

Pienso, parafraseando a Vargas Llosa, que sin humor no hay gran literatura.


*Tomado de Hypermedia Magazine