sábado, 20 de mayo de 2023

La brecha

 


Sabes que te has puesto viejo sin remedio cuando te reenvían un mensaje que dice:


“Un día un joven le preguntó a su abuelo: "¡Abuelo! Cómo pudieron vivir antes...

- Sin tecnología

- Sin internet

- Sin computadoras

- Sin drones

- Sin bitcoins

- Sin celulares

- Sin Facebook

El abuelo respondió:

Al igual que tu generación vive hoy…

- Sin dignidad

- Sin compasión

- Sin vergüenza

- Sin honor

- Sin respeto

- Sin personalidad

- Sin carácter

- Sin amor propio

- Sin modestia

- Sin honra”

Poco importa que no compartas el mensaje. O sus razonamientos. Basta estar en la lista de correos de alguien con una idea tan rancia del mundo para asumir que perteneces a otra época. Pero mucho más preocupante aún que sentirse viejo es asomarse a la brecha inmensa que se va abriendo entre tu generación y la de tus estudiantes, que en mi caso es la misma que la de mis hijos. Preocupante es la evidencia de que seres que están condenados a compartir planeta y sociedad durante unas cuantas décadas se sientan tan profundamente incompatibles. Como si además de la inevitable brecha tecnológica los separara una brecha espiritual y moral. Como si manejarse bien en el mundo virtual incapacitara a los jóvenes para tener sentimientos, compasión. O viceversa: como si la torpeza tecnológica impidiera a los mayores tener la mínima empatía con todo aquel que sea diferente.

El mensaje que recibí, pese a su torpeza y dogmatismo, apunta a un recelo real. Una desconfianza que se ha ido abriendo paso entre las generaciones alimentada por la llamada guerra cultural que ya va teniendo aires de cruzada. Aunque sin exagerar. Los cruzados que iban a rescatar la Tierra Santa y los sarracenos que la defendían tenían bastante más en común que las actuales generaciones X y Z. Después de todo, los cristianos y musulmanes de entonces compartían un parecido sistema de valores, incluida la creencia en un dios único, aunque lo llamaran de manera distinta y usaran rituales diferentes para reverenciarlo. Podría decirse que las actuales generaciones tienen, por ejemplo, un común descreimiento en la existencia de un ente superior que le dé sentido al universo, pero si se las mira con más detalle se encontrarán diferencias bastante más radicales que las que separaban a los creyentes en los evangelios de los seguidores del Corán. La diferencia llega al punto que incluso compartiendo el objetivo de luchar por la igualdad de género o de razas, el antirracismo o el feminismo en el que nos formamos es visto por los más jóvenes como variantes refinadas de la exclusión y el desprecio hacia el otro. La vieja creencia en la igualdad de razas y géneros va dando paso a la certidumbre de que hay una raza y un género esencialmente perverso aunque ahora le toque a los hombres blancos, identificados como opresores milenarios y absolutos. Hay quienes llaman a esto “marxismo cultural” pero al propio Marx le estarían dando convulsiones.

Los profesores, atrapados en la primera línea de ese choque intergeneracional, tenemos pruebas de sobra que a las nuevas generaciones no les falta dignidad, compasión, vergüenza u honra. Cierto que buena parte de esos muchachos pueden ser frívolos o irresponsables, pero en eso no se distinguen de ninguna de las generaciones que en el mundo han sido. Ser joven es, entre otras cosas, actuar como si se fuera inmortal y de alguien que tome a la ligera su propia mortalidad no se puede esperar que sea mortalmente serio. Tengo para mí que lo que distingue a la nueva generación de la nuestra es más bien lo contrario: son mucho más serios de lo que fuimos a su edad. Frente a nuestra resignada certeza de que el deseo de sobresalir sobre el resto e imponerse a otros es consustancial a la condición humana choca el convencimiento de los más jóvenes de que tales impulsos son parte de una ideología -masculina, blanca y heteropatriarcal- que debe y puede ser extirpada de la faz de la tierra para poner fin a tantos milenios de abuso.

Tales aspiraciones suenan ingenuas, lo sé, pero la queja que impera sobre los objetivos de la generación woke no responde tanto a lo ingenuo de sus objetivos ideológicos sino a sus posibles perversiones. El peligro de que, por ejemplo, tanto deseo de justicia se lleve por delante ese tótem de la sociedad liberal que es la libertad de expresión. O que incluso destruya el mismísimo sentido común que nos cohesiona como sociedad. Pero es justo en nombre del sentido común que los educadores debemos resistirnos a cualquiera de los bandos de la llamada guerra cultural. En parte porque la condición de educador impide verle sentido a cualquier guerra, por metafórica que sea. Porque educar consiste no en vencer a un enemigo sino en transmitir civilización, o sea, en entregar a las nuevas generaciones herramientas que las ayude a desarrollarse como seres humanos y como sociedad y a aprender a convivir en tanto tales. Y a evaluar el peso y las consecuencias de sus acciones. Tal concepción de la educación es, como quiera que se mire, justo lo contrario de la guerra. Por otro lado, tengo el convencimiento de que en cualquier debate intergeneracional las más jóvenes siempre terminarán imponiéndose, aunque sea por el simple detalle de que están destinadas a sobrevivirnos unas décadas más junto con las ideas que lleven consigo.

Negar que la brecha existe -brecha ahondada por la aceleración tecnológica, el drástico cambio de las condiciones de vida y la creciente incertidumbre ante tales cambios- más que obtuso es suicida. Porque en esa brecha los educadores deberíamos ver, más que un foso que nos distancia y nos aísla, un estímulo especial para tender puentes que permitan una mejor convivencia. Puentes de doble vía quiero decir: no se trata de entregarse al neopuritanismo woke pero tampoco de ver en sus portadores un enemigo a derrotar siendo, como son, nuestros sucesores. Mucho nos queda por aprender de las llamadas “nuevas sensibilidades” hacia los componentes menos protegidos de la sociedad, por inspirarnos en el afán de los más jóvenes por hacer parte activa de la sociedad a sectores tradicionalmente excluidos. Pero, aunque nos preocupe no parecer radicalmente obsoletos -o mantener a salvo nuestro empleo- no podemos renunciar a nuestro deber de educar. Eso en estos tiempos significa, entre otras cosas, recordarles a nuestros estudiantes que la libertad de expresión no solo no está reñida con la igualdad sino que es su más profunda garantía. Y que ninguna causa es lo suficientemente buena como para renunciar a decir lo que pensamos y a tratar de entendernos racionalmente, porque entonces dicha causa se convertiría apenas en un magnífico pretexto para opresiones aún mayores que las que pretende eliminar.

martes, 2 de mayo de 2023

El caso Jesús Castellanos



Jesús Castellanos Villageliú (La Habana, 1879-La Habana, 1912) más que un escritor es un caso. O varios juntos: a) el del escritor brillante que muere justo cuando más se esperaba de él, a la desconsoladora edad de 33 años; b) el de ser, pese a su brillantez, el más desconocido de sus contemporáneos cubanos; c) el de aparecer asociado a un grupo de escritores —la llamada “primera generación republicana” a la que pertenecen Carlos Loveira (1882-1928), Miguel de Carrión (1875-1929) y, estirando un poco la denominación, José Antonio Ramos (1885-1946)— tan distante en apariencia de nuestras preocupaciones e intereses y, sin embargo, tan tremendamente vigente; d) el de ser autor de La manigua sentimental, una noveleta maldita que a cien años de su publicación en la revista madrileña Los Contemporáneos nunca ha sido editada como libro independiente. Castellanos es un caso tan complicado que hace este prólogo casi necesario.

Sin dudas, la vigencia queda fuera del alcance de un escritor: no hay manera cierta de imaginar cuáles serán los problemas que afrontará una sociedad dentro de tantos años y la maña que se dará para resolverlos o cuál de los ciclos habituales que afronta una civilización (nacimiento, crecimiento, plenitud y decadencia) se cumplirá en determinado momento del futuro, sintonizando sus preocupaciones con las de cierto texto anterior. La vigencia o trascendencia es una lotería que más que hablar bien de un texto habla mal de la sociedad que no ha sabido superar insuficiencias que ya se percibían uno o dos siglos atrás. Sí es culpa del que escribe su capacidad para afrontar los dramas colectivos o individuales con mirada aguda y lúcida, al margen de las conveniencias del momento, misión que Castellanos cumplió con creces.

El talento de Castellanos no pasó desapercibido en su época. Merced a los cuatro títulos que publicó entre el nacimiento de la República cubana (1902) y la muerte del autor (1912) (Cabezas de estudio, De tierra adentro, La conjura y La manigua sentimental) y a las decenas de artículos que escribió en aquella década como columnista de La Discusión, el autor de La manigua sentimental llegó a ser reconocido como la principal figura literaria de aquella generación. Ese prestigio le valió para fundar y dirigir algunas de las instituciones culturales más importantes de la época. O para que, al margen de su activa labor como organizador y animador de la vida cultural de la época, el crítico Max Henríquez Ureña le atribuyese el “más vigoroso temperamento de novelista de la primera generación republicana”. Su intenso, aunque breve, currículum hace de su olvido un fenómeno sospechoso.

Una breve biografía (a su pesar)

Nacido en La Habana el 8 de agosto de 1878, meses después de concluir la Guerra de los Diez Años, Jesús Castellanos Villageliú venía de una familia “bien establecida”, como se decía por entonces. Y amplia: Jesús fue el tercero de ocho hermanos. Ambos padres, Manuel Sabás Castellanos Arango y Mercedes Villageliú Irola eran cubanos, patriótico detalle del que no podían presumir Martí o Maceo. Manuel Castellanos, el padre, había estudiado medicina en la Sorbona de París y ratificado su título en España, para luego obtener los doctorados de Ciencias y de Farmacia en la Universidad de La Habana. Tenía seis años Jesús cuando su familia se traslada a la entonces población de extrarradio de Jesús del Monte donde el pequeño aprende sus primeras letras en la modesta escuela que dirigía la maestra Carmen Chamorro. En 1889 Jesús, quien ya tiene once años, se muda con su abuelo Nicolás a San José de las Lajas, donde comienza sus estudios de bachillerato “siguiendo el sistema de estudios privados” aunque el último año de sus estudios intermedios lo realiza en el Instituto de La Habana.

Jesús parece haber sido un joven brillante, precoz e inquieto. En 1893, con solo quince años matricula en la Universidad de La Habana. Allí comienza estudiando Filosofía y Letras para luego pasarse a la carrera de Derecho. Descubiertos su talento y vocación por las artes visuales toma clases de dibujo con el pintor Leopoldo Romañach en la Academia de San Alejandro. En la universidad, Castellanos ayudaría a fundar los semanarios La Joven Cuba (1894) y La Juventud Cubana (1894) que luego se convierte en El Habanero (1895), donde publica principalmente poesía. Hay suficientes referencias patrias en los títulos de esas publicaciones como para preocupar a los padres. Pero no se trataba solo de fundar revistas. Jesús planea incorporarse al bando independentista de la guerra iniciada el 24 de febrero de 1895. Al confesarle su proyecto a su hermana María esta, preocupada por la juventud del hermano, se lo cuenta a sus padres. Como no todos los padres cubanos son Carlos Manuel de Céspedes o Mariana Grajales, los de Jesús, para evitarle la tentación de unirse a la guerra, lo enviaron a México en 1896 a vivir con su tío Pedro Calvo.



Poco después de su llegada a la capital mexicana, Castellanos entra en febrero de 1896 en la Academia San Carlos para proseguir sus estudios de dibujo iniciados en La Habana. Pero ni los estudios ni la distancia atenúan el ardor patrio del muchachito: pronto entra en contacto con el representante del Partido Revolucionario Cubano allí, Nicolás Domínguez Cowan, y se asocia a cuanta organización separatista encuentra, organizando colectas para las llamadas “México y Cuba”, “Morelos y Maceo” e “Hijas de Baire”. Cuando años más tarde, en el prólogo de su primer libro, declara que allí ha querido sincerarse “de una vez de toda la enorme dosis de cursilería que en mi alma supusieron tres años de emigración” Castellanos sabía de lo que estaba hablando. Según Max Henríquez Ureña “Jesús disponía de una corta mesada para cubrir sus atenciones; de ella deducía cuanto le era posible para las cajas de la revolución: en momentos de gran aflicción para la causa separatista como fueron aquellos en que se desplomó inerme Antonio Maceo, cedió íntegra la cantidad de que disponía para todo el mes”. En febrero de 1898, Castellanos viaja a Cuba con intenciones presumiblemente subversivas, pero debe “regresar casi enseguida con sus padres a México donde esperaron juntos el desenlace de la guerra hispano-americana”.

La guerra concluye en el mismo 1898 pero no es hasta el año siguiente que los Castellanos Villageliú regresan a Cuba. Esta vez Jesús iniciará estudios de Arquitectura en la Universidad de La Habana que abandonará, faltándole dos asignaturas para graduarse, para retomar la carrera de Derecho y titularse Doctor en Derecho Civil en 1904. Ya para entonces, Jesús Castellanos se había convertido en uno de los periodistas y caricaturistas más conocidos del país. Desde 1901 Castellanos había comenzado a colaborar con el periódico La Discusión de Manuel María Coronado y con Patria, dirigido por Mario García Kohly, para el que creó sus famosas “Siluetas Políticas” que luego convertirá en el libro Cabezas de estudio (1902).

Un incidente nos retrata al Castellanos de aquellos años al mismo tiempo que a su época. En la Semana Santa de 1901 publica en La Discusión una caricatura en la que se burla de la Enmienda Platt (el artilugio legal impuesto por el gobierno norteamericano que anulaba de hecho la soberanía de la naciente constitución permitiendo la intervención militar en el país cuando los Estados Unidos lo considerara necesario). La caricatura hace que el gobernador militar de la isla, Leonard Wood, mande a detener a Castellanos y a Coronado, el dueño del periódico, y a clausurar la publicación. No obstante, ante el malestar público causado por la medida, el gobernador Wood debe revocarla al siguiente día. La caricatura en cuestión representaba al pueblo cubano como Cristo en la cruz mientras el senador Orville Platt, vestido de soldado romano, empuña una lanza con la famosa esponja con vinagre en la punta en representación de su enmienda. No está claro si esto fue lo que le molestó al gobernador Wood o el verse dibujado como uno de los dos ladrones de la imaginería cristiana crucificados a los costados del pueblo cubano. El otro ladrón crucificado era ni más ni menos que el presidente norteamericano William McKinley.



Aunque toda la obra de Jesús Castellanos pudo reunirse póstumamente en tres gruesos tomos impresiona que esta la realizara en apenas once años, al mismo tiempo que desarrollaba su carrera de abogado. En 1906, el mismo año que publica la colección de cuentos De tierra adentro, es nombrado abogado de oficio de la Audiencia de La Habana. Y en 1908, año en que su novela La conjura obtiene el primer premio de los Juegos Florales del Ateneo de La Habana, es nombrado fiscal de la Audiencia de La Habana. El 26 de agosto de ese mismo año, Jesús Castellanos contraerá matrimonio con Virginia Justiniani en la Iglesia del Ángel para luego emprender viaje por Francia, Bélgica y Estados Unidos.

Al año siguiente Castellanos publica en Madrid la premiada novela La conjura y, en 1910, se le desata la fiebre fundadora: con su gran amigo, el intelectual dominicano Max Henríquez Ureña, crea la Sociedad de Fomento del Teatro, que no tuvo mucho éxito, y luego la Sociedad de Conferencias. También ese año fue miembro fundador y primer director de la Academia Nacional de Artes y Letras y publica, en Madrid, la noveleta La manigua sentimental en la revista Los Contemporáneos.

Sin embargo, el cuerpo de Castellanos no estuvo a la altura de su espíritu creador. Una afección digestiva lo lleva a intentar recuperar su salud en Lake Placid, en el estado de Nueva York, y luego por las mismas razones pasará temporadas en la Isla de Pinos, en el pueblo de Santa María del Rosario y en Amaro en la antigua provincia de Las Villas. A pesar de tales cuidados, Castellanos contrae fiebre tifoidea y muere el 29 de mayo de 1912 en La Habana. Al morir, además de su viuda, el escritor dejaba dos huérfanos, Julio y Alicia, de dos años y nueve días de nacida respectivamente, y una novela, Los argonautas, inconclusa.

La República y las letras

¿Cómo asistir al nacimiento de un Estado? Es probable que esa pregunta se la hiciera cada cubano alrededor del 20 de mayo de 1902, la fecha en que técnicamente Cuba pasaba de ser una suerte de protectorado norteamericano a convertirse en República. Todo parece indicar que en aquellos primeros momentos la mayoría de los intelectuales cubanos se unió a la euforia del resto de sus compatriotas (“Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República” escribiría décadas más tarde el poeta Eliseo Diego).  El famoso desencanto republicano de que hablan tantos críticos e historiadores fue una invención posterior, afincada en el gesto de un poeta, Bonifacio Byrne, quien desde “distante rivera” ya venía con “el alma enlutada y sombría”.

Jesús Castellanos estaba entre los entusiastas, aunque desde su primer libro, Cabezas de estudio, no pareciera hacerse demasiadas ilusiones con los hombres que le estaban dando forma al nuevo Estado. Mientras otros veían en aquellos primeros representantes de la República la condensación de todas las virtudes patrias, Castellanos describió personas cuyos méritos pasados no borraban su humana vocación por el error ni las más profundas miserias. ¿Por qué pensar que de aquellos personajes que paseaban sus vanidades o torpezas en la Asamblea Constituyente saldría mágicamente la república magnífica y justa que deseaba el difunto Martí? ¿Era sensato esperar que del envilecimiento colonial o la destrucción de la guerra surgiría, por arte de una constitución copiada con más o menos aplicación de la de Estados Unidos, un estado exitoso y ejemplar? Impacta de esa galería de retratos escritos y literales (Castellanos era, además de escritor, un excelente dibujante) recogidos en Cabezas de estudio, la resistencia de Castellanos a dejarse impresionar por figuras que, en buena parte, eran leyendas del proceso independentista. Del futuro presidente Alfredo Zayas nos dice que “Durante la guerra conspiró con entusiasmo. Seguramente no pudo contener su fiebre de elocuencia, y bien pronto lo detuvieron. Lo facturaron a Ceuta, tal vez para estudiarlo como nuevo suplicio para los deportados en aquella plaza fuerte. ¡Oh, crueles refinamientos del despotismo colonial!”. De Luis Estévez y Romero, quien se convertiría en el primer vicepresidente de la nueva República comenta que “une a sus buenas cualidades la modestia, y la modestia en nuestra tierra es como los zapatos: muy bonitos, pero estorban para trepar”. De Enrique Messonier representante y “ex -anarquista” concluye que “pensó con juicio que donde no existía nación, no había gobierno que destruir y que por lo tanto lo mejor que se podía realizar era hacer esa misma nación para después hacerla víctima de sus arraigadas convicciones”. Y del poeta y patriota Esteban Borrero Echevarría (padre a su vez de la malograda poeta Juana Borrero y amigo de Julián del Casal) nos comenta que “más que en sus esfuerzos por la patria, era en su estro poético, a fuerza de gritos, en lo que confiaba siempre don Esteban para la realización de sus ideales. Prueba de ello es que acto continuo a la terminación de la guerra de los diez años, disparó sobre el país su primer tomo de poesías, como si ya no hubiese bastantes calamidades públicas en Cuba con la presencia del señor Marcos García[1] y la fundación del partido autonomista”.

No era sin embargo Castellanos un cínico profesional; más bien todo lo contrario. Asumió con terquedad casi ingenua la misión social de los intelectuales “de enseñar y aun de padecer en la enseñanza”. Consideraba que los intelectuales deberían

sentir la obligación política que implica la fortuna del talento y cómo a la sociedad pertenece, en la justa proporción en que los dones han sido repartidos y lo mismo que los músculos del gañán y el valor del héroe, la cantera de pensamientos en embrión que la casualidad puso bajo su cráneo y que es su deber pulir siempre, como un diamante que da luz y raya el vidrio.

Pese a todo su esfuerzo por dotar de un corpus institucional al gremio de los intelectuales parece ser que Castellanos antes que edificar una República de las Letras se propuso forjar las letras de la nueva República. Comprendía, como ninguno de sus contemporáneos, la necesidad de reconstruir la imagen de lo nacional no en mera oposición al dominio metropolitano sino como un ente con el mayor grado de autonomía posible. Lo que Castellanos constataba era que, al llegar la oportunidad de poner en práctica los antiguos proyectos de emancipación (no sólo política), la sociedad prefería entregarse a los rituales más elementales de lo inmediato. Viendo peligrar el proyecto de reconstrucción nacional y, al mismo tiempo, el estatus de los intelectuales, Castellanos advertía que “Contra ese feroz mercantilismo que nos incapacita para saber cuáles son nuestros propios destinos, hay que reaccionar a tiempo. Nuestra sociedad está necesitada de desinterés, de vistas largas al mañana; nuestra sociedad muere de provisionalismo, de impaciencia ignorante para hacer el negocio rápido y sobre andamios”. Pero —pese al empeño del crítico Luis Toledo Sande en describirlo como un narrador “agonizante”— Castellanos era, como el título de un proyectado libro suyo, un optimista. Contrariaba el aserto de que un pesimista es un optimista bien informado. Castellanos, siendo uno de los intelectuales cubanos más actualizados de su tiempo —al punto de escribir una excelente columna semanal sobre relaciones internacionales— compartía el entusiasmo de la Belle Époque europea lo bastante como para decir que “Libre de terrores religiosos, libre aun de la comezón ideológica que devoró a tantos antepasados suyos por saber el origen del mundo, libre de cuanto pueda trabar el amplio juego de su pensamiento y de su expresión, el ciudadano del siglo XX puede considerarse relativamente redimido del pesimismo”. Y tanto optimismo, claro, no le permitió ver la hecatombe que se aproximaba bajo la forma de Primera Guerra Mundial.



Ese optimismo Castellanos lo extendía al mejoramiento patrio, aunque el propio concepto de patria le pareciera sospechosamente utilitario:

Las patrias políticas no han nacido solas —escribía en 1907—; que ha sido necesario inventarlas, seguramente para la conveniencia de una época. […] Esto de las patrias es nuevo: lo concibieron Cromwell, los revolucionarios del 89, Washington, que no encontraron otra manera de sujetar la antigua cohesión nacional, económicamente ventajosa, sobre la base tambaleante, indecisa, de la democracia, que siempre significó el desencaje, la diversificación, el desmoronamiento.

La patria, asumía este positivista confiado en las potencialidades del progreso y la razón, era una convención, pero “las convenciones humanas se consuman para el bienestar; no sé de ninguna asociación dispuesta y conservada para sufrir”. Castellanos creía en las virtudes de un nacionalismo “constructivo” en tanto asociación creada para asegurar y multiplicar el bienestar colectivo, en la misma medida en que recelaba de la variante del nacionalismo que “nutre el entusiasmo por entidades jurídicas, como la nación, el estado, y por símbolos correlativos como el pabellón, el escudo”. El nacionalismo, sea cual fuere, afirmaba, “es cosa perfectamente artificial y por lo tanto modificables los prejuicios que de él se derivan”.

Entrando en la manigua

Creo que hablar de premeditación en los participantes del movimiento sería completamente erróneo. Subjetivamente puede suponerse que poseían las motivaciones y los sentimientos que tan bien expresó la literatura de la resurrección nacional. (…) La forma en que Ruritania consiguió su independencia cuando la situación política internacional lo propició es ya parte de la historia, y no es este el lugar para repetirla.

                                                                                    Ernst Gellner

 

En 1910 Jesús Castellanos publica La manigua sentimental en la revista madrileña Los Contemporáneos, editada por Eduardo Zamacois, novelista empeñado en difundir el género narrativo conocido como nouvelle. La manigua sentimental cuenta las peripecias de Juan Agüero Estrada, un “estudiante de Derecho boquirrubio y almidonado”, que bajo el peso de apellidos que resumían buena parte de la historia insurreccional de la isla, decide incorporarse a la última guerra de independencia cubana.

En mis abuelos fue costumbre el guerrear contra la España colonial. (…) Mi padre, pobre viejo maniático de hoy, fue aquel Agüero y Castillo que con su bello gesto de libertar en la mañana de la sublevación en su batey, a sus trescientos negros de dotación, asombró a los oficiales que semanas antes le saludaban en un besamanos de palacio, y hasta inspiró una oda —conservada en la familia— a cierta poetisa que era la preocupación celosa y ¡cuán poco artística! de mi madre.

Juan (“Mis padrinos, desdeñosos acaso ante mi lámina esmirriada y lamentosa, no me creyeron digno de ser Bernabé o Serapio, como los héroes de aquel entonces de hace treinta años”) es a un tiempo un personaje bastante bien delineado y un arquetipo: el del joven urbanita y elegante que ha de pasar de su idea edulcorada del campo insurrecto en la que “un general reunía cada noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas disquisiciones sobre el porvenir de la patria y las relaciones de la música con la poesía” a la incómoda y vulgar realidad de jefes tercos en el campo de batalla e inescrupulosos en la lucha sorda, pero constante, por saciar sus apetitos sexuales en los campamentos mambises.

Pese al escandaloso tratamiento que dio Castellanos —en su dimensión bélica y en la sexual— a un tema que parecía destinado a tonos estrictamente épicos no ha trascendido ningún debate contemporáneo a su publicación. Esto podría achacarse a la escasa difusión que pudo tener dentro de la isla una novela editada en Madrid y a que el más constante estudioso de la obra de Castellanos —el dominicano Max Henríquez Ureña—, quizás preocupado por la recepción que podría tener el libro, lo describiera como “una de las más bellas evocaciones narrativas, si no la más bella que se conoce de la guerra de independencia cubana, por la interesante armazón episódica y por los pintorescos y exactos cuadros de la vida de los cubanos en la manigua”.

Ninguna alusión a la relajada moral de su protagonista, a sus poco patrióticos devaneos, a su tragicómica convivencia con el enemigo. Tampoco al tremendo personaje de Timotea la Tenienta, descrita con una ferocidad no exenta de admiración como “temible marimacho” y “una de esas amazonas negras, que aterraban a los soldados bisoños, extraña bestia andrógina que ninguna lujuria hubiera profanado”.  Timotea debe figurar entre las primeras representaciones de un personaje transgénero en el más bien mojigato canon cubano.

Una lectura atenta de las crónicas y documentos de las guerras de independencia ofrece otro motivo que explica por qué La manigua sentimental no provocó un escándalo en el momento de su publicación: la representación que nos da de la guerra era mucho más fiel a los recuerdos de los que participaron directamente en ella que los entusiastas recuentos de los manuales de historia que desde entonces se han publicado para ilustrar a los futuros ciudadanos de la república.

Si algún escándalo provocó el libro de Castellanos fue en las muy posteriores valoraciones de los críticos que han abordado su obra después de 1959. Luis Toledo Sande, al referirse a la novela en su prólogo a la edición de la obra de Castellanos, dice que “La manigua sentimental es un testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada por la búsqueda de lecciones heroicas, fáciles de encontrar en las gestas independentistas del país, para estimular la lucha gracias a la cual se transformaría la realidad de la patria”. La molestia que le produce esta noveleta al crítico lo lleva a pasar del análisis de la obra al de las carencias de la biografía del autor al que considera afectado como otros “hombres de su condición social y que no se habían relacionado con la lucha de la manera más directa y comprometida posible; es decir, como combatientes”. Poco le faltó a Toledo Sande repetir con el Che Guevara que el pecado original de Castellanos fue no ser un verdadero revolucionario.

Me gustaría repetir con Toledo Sande que críticas como la suya son testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada, pero un crítico posterior —Alberto Garrandés— nos dice en 1993 que Castellanos “ofrece una incorrecta e injusta valoración de la última guerra de independencia” porque el autor “había olvidado la índole aleccionadora de un pretérito heroico”. Les traduzco: lo que Garrandés le echa en cara a Castellanos es no haber concebido una representación del proceso independentista desde un punto de vista modélico, moralizante, con el Bien y el Mal debidamente repartidos a los lados de las fuerzas que se enfrentaban. O, al menos, como sí hicieron otros escritores, ver en los malos mambises el germen de los funcionarios corruptos de la República.

El juicio de Salvador Arias sobre la noveleta fue, en este contexto, una excepción, al analizarla fuera de las coordenadas ideológico-patrióticas de los anteriores. Y, sin embargo, no le encuentra mejor defensa a La manigua sentimental que encuadrar a su protagonista en la condición de pícaro. No se atreve a preguntarse por qué Castellanos insiste en describir “la evolución del pícaro durante las guerras independentistas”, ni cómo esta picaresca pone en entredicho el relato épico sobre el que se edificó la Nación y que parece el único género posible para narrar este proceso.       

Esa concepción pueril de la literatura como proveedora de modelos de conducta, de lecciones inspiradoras para transformar la realidad de la patria, ya la había superado Jesús Castellanos en sus treinta años de vida. El pecado que le achaca Luis Toledo Sande a Castellanos de no escoger “las grandes heroicidades de la gesta” tuvo menos de negligencia que de alevosía. En su largo panegírico sobre la vida y obra de Castellanos que encabeza la Colección Póstuma de sus textos Max Henríquez Ureña reproduce las notas preparatorias para la noveleta. Estas incluían un nutrido listado de acciones bélicas que Castellanos pensaba incluir en La manigua sentimental: “El protagonista se une a Maceo en uno de sus altos. De ahí sigue con él a la invasión (al Occidente del país) (…) 29 de noviembre. Paso Trocha Júcaro a Morón”. Y así prosigue enumerando parte de las acciones más importantes de la guerra en las que supuestamente haría participar a su personaje. Sin embargo, luego de enrolar brevemente a Juan Agüero en la epopeya de la invasión, lo hace desviarse por uno de los tantos callejones laterales de la Historia nacional. En alguna parte apunta que “os he hablado más de lo que quería del curso homérico de la insurrección”. Esa elección nos dice mucho de sus intenciones al escribir La manigua sentimental. No es la guerra lo que le importa a Juan Agüero. De ella dice algo que podría suscribir ese Castellanos amigo del progreso: “Con permiso del coronel ¿Puede haber cosa más inhumana que la guerra?”.

A diferencia de novelas anteriores y posteriores, Juan Agüero Estrada no es una personalización de la idea de revolución, ni siquiera de su traición o de una corrupción de esta. Las causas que determinan las decisiones del protagonista no se originan en la confirmación o negación del sentido de la revolución: la responsabilidad y las consecuencias de sus acciones le conciernen únicamente al personaje. Pero ni siquiera en su individualidad —y eso posiblemente es lo más conflictivo de la novela— Agüero Estrada es demasiado excepcional. Si lo asumiéramos como pícaro tendríamos que reconocer que casi todos los personajes de la noveleta participan de esa picaresca. El lugar sagrado de la fundación de la Nación se convierte en el campo de batalla de pillos empeñados en repartirse un botín en la forma de cargos y mujeres.

Por otra parte, Castellanos, como letrado de la nueva república cree necesario darle voz al individuo en la vorágine de la guerra como manera de recordarnos que esos individuos, con sus muy particulares defectos y virtudes, van a ser los futuros ciudadanos de la república. En su artículo de 1907, “Las transformaciones del patriotismo”, Castellanos sintetiza la transferencia del espíritu bélico a la vida republicana en la alusión a un amigo que es “hombre de guerra; sus ojos tienen un borde sanguinolento de viejas indignaciones acumuladas. Revolucionario, respira por el muerto respeto a las categorías y lamenta cordialmente el desuso de las condecoraciones”. Castellanos resiente cómo la idea de patriotismo que enarbola su amigo se haya ido imponiendo socialmente a otras más constructivas: “Este mi amigo es patriota; el ser hombre de guerra no es un obstáculo para ello. Parece antes bien, que entre sus conciudadanos una cosa es comprobación de la otra”.  Castellanos establece una preocupante conexión entre el provincianismo de su amigo y su incapacidad para resolver las cuestiones nacionales de otra forma que no sea a través de la violencia. “Mi amigo suspira por una patria aislada del cosmopolitismo contemporáneo, exenta de toda extraña férula moral o legal; y en ella una vida indómita que florezca al menos en tres revoluciones anuales”.

Lo que defiende Castellanos tanto en “Las transformaciones del patriotismo” como en La manigua sentimental es la defensa del hombre común, ese mito pequeño burgués, frente a los que dicen representar las más íntimas voluntades del panteón patrio. Una rara defensa del derecho y del deber de los primeros a no dejarse arrastrar por los segundos a la sangrienta tradición del heroísmo como forma de vida, usando como ideología sus instintos más elementales:

Justo es que los hombres de guerra acaricien perspectivas de revoluciones. Es tendencia humana el conducir insensiblemente nuestras opiniones hacia el rumbo de nuestros intereses. El reino de la teoría no tiene vallas que no invada la pasión. Pero ¿compartirán el pensamiento de mi amigo las buenas gentes que comen a hora regular y observan las modas?

Jesús Castellanos en La manigua sentimental evita repetir el gesto de Manuel de la Cruz, maestro particular de Castellanos cuando éste se preparaba para entrar en el Instituto de La Habana, y a su vez autor de los Episodios de la Revolución Cubana, libro que educó a la generación de la última guerra de independencia sobre los heroísmos de la primera. No es que Castellanos despreciase las virtudes educativas de la historia de la que afirmaba que tenía “un valor sensible en la dirección de los pueblos: admirando lo pasado se aprende a querer lo presente”. Replicando el ademán de su admirado Émile Zola de hacer literatura social escribiendo contra la sociedad, Castellanos apuesta por hacer literatura nacional escribiendo contra la nación o al menos fuera de ella, desde la mirada deliberadamente estrecha de un personaje no especialmente ejemplar. Juan Agüero no es héroe, pero tampoco antihéroe: sólo hace suya la guerra cuando le es imposible alcanzar cierta paz interior. Sande nos dice que el drama de Castellanos fue no haber participado en la guerra mientras que Julio E. Hernández Miyares insiste en sus intentos en 1895 y 1898 todavía un adolescente por incorporarse a la manigua, ambos frustrados por su propia familia. No es difícil imaginar en la biografía bélica de Juan Agüero el modo en que Castellanos trató de imaginar cómo hubiera sido su propia participación en la guerra. Y no se hace ilusiones: en la manigua él habría estado tan fuera de lugar como Juan Agüero. O como Martí, de quien Castellanos afirma en un artículo: “Se comprende la lamentación sorprendida de Rubén Darío al verlo metido en estos trigos de heroísmo y martirio: ‘Maestro, ¿por qué nos has abandonado?; ese no es tu campo’”.

Escribir contra la nación es para Castellanos un modo de recordarnos que su aceptada sacralidad no es más que una convención colectiva para intentar recuperar el sentido cuando se nos escapa individualmente. La disidencia de Castellanos respecto al Gran Relato de la Nación es un modo de devolverle sentido a los nexos entre la nación y los individuos que la componen. Es su manera de coincidir por anticipado con Brodsky cuando el poeta ruso dijo que la literatura es “el mejor argumento contra cualquier teoría política que solo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo”. Cuando Castellanos se sumerge en esta manigua de ficción no va en busca de la independencia del país sino de su personal libertad de escritor que hasta entonces había consagrado sus esfuerzos a intentar complacer las necesidades nacionales. La libertad de representar sus obsesiones con esa soltura, gracia y precisión es la única vigencia que en definitiva cuenta: saber que en medio de la borrachera ritual ante la epopeya recién concluida —cuando, como en toda épica, los hombres estaban más cerca de sus dioses— hubo alguien que pudo verla desde esa distancia y, al mismo tiempo, con tanto detalle.

 

 

 



1 Político nacido en Sancti Spíritus, participante en la Guerra de los Diez Años y luego fundador del partido Autonomista, que llegaría a ser alcalde de la ciudad y luego Gobernador General de la provincia de Santa Clara durante el breve gobierno autonómico de 1898. De él dirá Jesús Castellanos en Cabezas de estudio que “se distinguió notablemente cuando la guerra de diez años. Como el militar de la novela de Constantino Gil era especialista en retiradas: no tenía rival para preparar una salida a tiempo y era un héroe temible a la hora del rancho. Hay quien asegura que recibió honrosas heridas en el calcañal y en ambos codos”.


*La noveleta La manigua sentimental puede adquirirse aquí

 

martes, 25 de abril de 2023

La guerra de Ucrania en 50 metros cuadrados (de Manhattan)*


El incidente que voy a comentar apenas fue noticia en el periódico de mi universidad, pero puedo dar fe de este en condición de testigo.

Se produjo durante la presentación de la historiadora Anne Applebaum en New York University durante el ciclo de conferencias que coordina en el Jordan Center la periodista rusa Yevgenia Albats. Albats, directora por años del semanario The New Times con sede en Moscú al inicio de la guerra con Ucrania tuvo que ver cómo su sitio web fue bloqueado por órdenes de Putin mientras ella misma era acusada de ser agente enemiga. El acoso subsiguiente la obligó a salir de Rusia hasta recalar en Nueva York. Pero lejos de tomarse un descanso, Albats se dedica ahora a invitar a expertos en diferentes campos —desde académicos a periodistas pasando por políticos de diferentes países, aunque mayormente rusos y ucranianos— para arrojar toda la luz que puedan sobre la guerra en Ucrania y vislumbrar su posible desenlace. Después de todo, no es poco lo que está en juego, incluido el riesgo de una guerra nuclear.

La invitada de Albats el jueves 2 de marzo era, como dije, Anne Applebaum. Applebaum, nacida en Washington D.C. y desde hace mucho radicada en Polonia, es posiblemente la investigadora más acuciosa de los métodos y efectos del totalitarismo soviético del cual el régimen de Putin, si no copia exacta, es legítimo y orgulloso descendiente. Applebaum ha escrito libros que van desde el sistema carcelario (Gulag. Historia de los campos de concentración soviéticos), hasta el holocausto ucraniano de los años treinta, conocido como Holomodor (Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania) o la colonización soviética de los países conquistados al final de la Segunda Guerra Mundial (El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956). Como ya puede anticiparse en los títulos, la académica no se ha dejado arrastrar por la corriente de relativismo imperante en las universidades del que fue, junto al nazismo, uno de los regímenes más criminales y opresivos que ha conocido la historia de la humanidad.

El conversatorio en aquel salón universitario de unos cincuenta metros cuadrados atiborrado de personas fue, como era de esperar, interesantísimo. Se discutía, entre otros asuntos, si las circunstancias que rodean el conflicto ucraniano lo asemejan más a aquella tragedia de enredos que derivó en la Primera Guerra Mundial o el horror premeditado que desembocó en la Segunda. Llegado el momento de responder las preguntas del público tomó la palabra un joven que desde el inicio estuvo claro que no estaba allí para escuchar y mucho menos para aprender algo. Su intervención consistió en un cúmulo de lugares comunes sobre el intervencionismo de Estados Unidos en todo el mundo y, por tanto, el poco derecho que le asistía a las presentadoras de aquella tarde a cuestionar la intervención de Rusia en Ucrania. El tono agresivo e insultante que empleó nos convenció de inicio de que no se trataba del típico personaje excéntrico que acude a las conferencias para escucharse a sí mismo. Mientras tanto lo filmaba otro hombre que, cuando su compañero fue desalojado, tomó el relevo de las acusaciones e insultos. La reacción de las presentadoras fue notable, aunque muy diferente en cada caso; mientras Applebaum se mantuvo impasible, casi distante (“parece que los atraigo” comentó) Albats avanzó sobre los perturbadores mientras decía “Tolero todo tipo de debates menos que secuestren la discusión o insulten a mis invitados”. Aunque al final ambos fueron conminados a abandonar el salón por una de las coordinadoras del evento, la periodista dejó claro que ella se bastaba para enfrentar a los intrusos.

Al principio pensé que se trataba de una versión más o menos humana de los bots rusos que agitan las redes a favor de su gobierno. Sin embargo, casi enseguida trascendió que se trataba de miembros de una organización local que viene dando bandazos ideológicos de izquierda a derecha desde su fundación en los convulsos años sesentas y, al parecer, no han encontrado nada mejor en estos días que justificar la invasión rusa a Ucrania. Ni tal alianza ni el hecho de una conferencia interrumpida —brevemente— por un par de desquiciados con ideología ameritaría que se les dedicara estas líneas. Lo preocupante vino después, cuando le comenté a otras personas sobre el incidente. No fueron pocos los que se pusieron de parte de los desquiciados. No solo los apoyaban quienes podrían catalogarse como de izquierdas o derechas: comentando el incidente descubrí que incluso personas usualmente moderadas veían la guerra en Ucrania como una manipulación de las potencias occidentales para provocar a Putin y sacar de la guerra una oscura tajada.

Llámenme apocalíptico, pero el síntoma que detecté en la reacción de aquellas buenas personas al incidente ocurrido en aquel salón universitario es el del mal de nuestra época: el de una desconfianza creciente hacia los valores occidentales, desconfianza que va convirtiéndose en una paranoia tal que hasta la repugnancia de Putin a aceptar la existencia de Ucrania como país independiente es transmutada en legítimo acto de autodefensa. Que la extrema izquierda y la extrema derecha coincidan no es noticia. Lo realmente preocupante es que todo intento de moderación sea visto con sospecha. O que la propia expresión “valores occidentales” sea percibida por los ciudadanos de occidente como simple imposición colonialista e imperial, empezando por aquellos que se desenvuelven en nuestras universidades. No tiene mucho sentido hablar de extremas izquierdas o derechas cuando la ciudadanía, empezando por la más educada, empieza a evacuar el centro y adopta como naturales las actitudes que antes le atribuíamos a los extremos. Una cosa es la crítica al pasado y el presente imperial de Occidente —y de los Estados Unidos en concreto— y otra muy distinta es la defensa activa o pasiva de imperios como el ruso o el chino que ni siquiera poseen el contrapeso democrático que equilibraba hasta ahora la conciencia de Occidente.

El centro se vacía también en los que debieran ser los núcleos de reflexión y entendimiento que son nuestras universidades, haciéndolas presa fácil del empuje de los extremos. Esos extremos que dicen odiarse a muerte para ponerse de acuerdo en acusar cualquier opinión moderada de provenir del extremo contrario, aumentando aún más la polarización de la sociedad toda. Y al atacar ese justo medio del que hablaba Aristóteles ponen en peligro nuestra facultad de razonar y entender. Es ese justo medio el punto desde el que podemos pensar la realidad con entera libertad, fuera del alcance de las agendas extremistas. Porque si a los extremos se les da muy bien la crítica, otro pilar básico del proceso de entendimiento de la realidad, solo desde el centro podemos sintetizar esa crítica con coherencia y protegernos de los peligros del nihilismo. Y el nihilismo hacia las virtudes democráticas fue precisamente la actitud que primaba en los años treinta del siglo pasado y que permitió el ascenso de fascismos y comunismos que desencadenó la Segunda Guerra Mundial.

Algo de eso entendían Anne Applebaum y Yevgenia Albats cuando aquella tarde defendieron su derecho a seguir reflexionando frente al ataque de aquellos energúmenos: que la guerra que se libra a ocho mil kilómetros de aquel salón universitario concierne no solo al futuro de Ucrania como nación sino al de los llamados valores occidentales y hasta el de la humanidad como especie. Gracias Anne. Gracias Yevgenia.

*Publicado originalmente en el Hispanic Outlook on Education Magazine

jueves, 20 de abril de 2023

Dos presentaciones de libros en West New York, NJ este sábado

 Sábado, 22 de abril, 2023

BIBLIOTECA PÚBLICA DE WEST NEW YORK


425 – 60th. Street, West New York, NJ 07093

Phone: (201) 295 - 5135




11.00 am FESTIVAL DE LIBROS CUBANOS.


Presentación de la novela “Cartas a Pedro”

Con la presencia de la autora Janisset Rivero

Presentador: Dr. Enrique Del Risco,

New York University.



12.30 pm: Receso



1.30 pm: HOMENAJE a la obra de Alcides Herrera

y presentación de dos de sus libros:

“Un día como hoy” y “La vuelta del mercado”.



Presentador: Manuel Sosa, escritor


¡ABIERTO AL PÚBLICO!

jueves, 6 de abril de 2023

Fernández Era o ser inteligente (y valiente) en el lugar equivocado

En Cárdenas en septiembre de 1988 con miembros del grupo Nos-Y-Otros. Jorge Fernández Era aparece en primer plano a la derecha


Una vez el "compañero que me atendía", convencido en uno de sus interrogatorios que no podía sacar nada valioso de mí, me preguntó por dos compañeros de la facultad. Tuve que responderle: “Los dos son primeros expedientes en sus cursos ¿Qué problema tienen ustedes contra la gente inteligente?”. Ahora, con la detención del escritor Jorge Fernández Era los compañeros que lo atienden han contestado sin querer la pregunta que el mío no supo responder. Porque Fernández Era no es disidente, ni agente de la CIA ni ninguna de esas acusaciones que se suelen hacer en esos casos. Jorge es simplemente un tipo inteligente con el suficiente valor de poner por escrito lo que piensa y encima lo hace con una gracia tremenda, una gracia que está muy lejos de ser aceptada (para no decir entendida) por esos que lo atienden.

Y la respuesta a aquella vieja pregunta mía es que es perfectamente lógico que en un país dominado por gente bruta, cobarde y encima con una insuficiencia crónica de sentido del humor les dé por perseguir a quienes representan justo lo contrario. No es nada nuevo bajo el sol, por cierto. Ya Francisco de Quevedo lo decía cuatro siglos atrás: “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”. Y la combinación de ser inteligente, honrado y tener sentido del humor es peligrosísima en medio de una tiranía como la que nos ha tocado, tan miserable y al mismo tiempo tan celosa de su imagen. El drama del tipo feo que usa todos los recursos a mano, incluido el soborno o la violencia, para que le digan que luce de lo más chulo. Y la mayor parte de la gente opta por complacerlo porque se le hace más fácil eso que lo contrario.

Porque lo otro que implica la frase de Quevedo es que donde hay poca justicia la mayoría de la gente, que en realidad no se hace muchas preguntas y las respuestas le dan igual, puede vivir sin preocupaciones si tiene asegurada techo y comida y si acaso cerveza y alitas de pollo los domingos. La tiranía nuestra, en cambio no se puede dar esos lujos no. Cuando más repartirá a sus mejores servidores una bolsita de comida como si fuera una condecoración y así y todo quiere que el común de los mortales la venere. Pero entonces se encuentra con gente inteligente y honesta que no cree que la bolsita de comida sea el precio justo por su alma. En esas está Fernández Era a quien me dicen que ya soltaron pero a quien como recordatorio de en qué país vive la frase de Quevedo cobró ayer la forma de una estación de policía.

domingo, 26 de marzo de 2023

¡Oh, San Zumbado!

No hubo humorista más importante para nuestra generación que Héctor Zumbado. En una época -que abarcó los setentas hasta bien entrados los ochentas- en que decir “humor” era referirse a una sarta de lugares comunes y calculadas cobardías Zumbado resplandecía con un brillo único: el de la inteligencia crítica. Y graciosa. En el dócil rebaño que componían los que se hacían llamar humoristas por entonces Zumbado resaltaba como la oveja negra. Hablo de una época en que el Estado lo producía todo, desde el café a las croquetas y burlarse de ellos era hacerlo de la incapacidad de ese Estado para completar la más humilde tarea. Como la de trasladar la población desde punto A a punto B en el horrendo sistema que teníamos por transporte urbano. Y de todo eso Zumbado ya se burlaba en sus columnas de 1969 y 1970, apenas meses después de que el Estado hubiese absorbido la práctica totalidad de la economía nacional tras la infame Ofensiva Revolucionaria de 1968.


Cierto que existió entre nosotros, los humoristas que emergimos en la década de los ochenta, cierto espíritu parricida. Recuerdo que alguna vez se redactó un manifiesto en que se abjuraba de los chistes de “taxis y roquetas” que ya se habían convertido en el nuevo lugar común. Supongo que pretendíamos apuntar más alto, al sistema encargado de producir una vida tan mediocre. Atacar el famoso mono en lugar de la cadena. Pero no estoy muy seguro de que siquiera fuéramos muy conscientes de ello: era tanto el miedo ambiente que ni siquiera nos podíamos dar el lujo de tener las cosas tan claras. Por eso mismo nos habrá costado entender que la grandeza de Zumbado no estribaba en los objetos paupérrimos de su sátira sino en la brillantez con que la ejercía.
Pero al gran Zumbado le parecía importar muy poco nuestra juvenil soberbia y no hubo miembro del gremio más dispuesto a ayudarnos, con menos miedo a que sus hijos le saliéramos un poco contestones, a que pretendiéramos opacar su brillo. De ahí que no fuéramos pocos los que encontráramos en la sección humorística de Bohemia que dirigía Zumbado en la segunda mitad de los ochenta, “Una de cal y otra de sal” uno de los escasos espacios donde podíamos publicar textos inadmisibles en el resto de la prensa escrita (los otros eran el DDT con su triada genial de Manuel, Ajubel y Carlucho o la sección de humor de Alma Mater a cargo de Jorge Hernández y Otto Treto. Otro espacio de mínima libertad -en este caso radial- era El Programa de Ramón, hijo y buque insignia de aquella época que por entonces creíamos nueva).

De ahí que la misteriosa paliza que dejó a Zumbado incapacitado para caminar o hablar, para no hablr de escribir, dejara a toda nuestra generación de humoristas en estado de orfandad. Muchas veces, en medio de la crisis espantosa que cayó sobre toda Cuba en los noventa se preguntaba el cubano “¿qué diría Zumbado ahora?”. ¿Qué diría desde su lucidez etílica el gran humorista que nos enseñó a reírnos de las guaguas y las croquetas ahora que estas prácticamente habían dejado de existir? Por eso, al organizar el Primer Festival Aquelarre en diciembre de 1993, no se nos ocurrió humorista más merecedor de homenaje que Héctor Zumbado. Con un Zumbado fuera de combate desde hacía años, a las autoridades de entonces, encarnadas en el presidente de la Asociación Hermanos Saíz, Fernando Rojas, debió parecerles una opción inocua.



Fui encargado de escribir el homenaje. No sé qué esperarían de mí. Supongo que recalentar las croquetas y los panes de los que Zumbado se había burlado inmisericordemente años atrás y que en aquel 1993 eran mera carne de nostalgia. Pero ¿qué tal si usaba el homenaje a Zumbado para burlarme de las innombrables miserias de aquellos días nuestros? (Porque lo peor del hambre de no era el hambre en sí sino que hubiera que soportarla en silencio). Y ya que estábamos en el negocio de la burla ¿qué tal burlarnos de nosotros mismos y de nuestra añoranza por aquellos tiempos con los que Zumbado había sido tan inclemente? Nunca un texto me ha salido tan fácil: bastó con convertir a Zumbado en “santo defensor de los usuarios” e imaginar a alguien que le reclamaba por criticar todas aquellas miserias que ahora añorábamos. Debo haber escrito aquel monólogo en unos quince minutos guiado por el sonido de la voz desafinada de Ulises Toirac a quien pensaba el actor ideal para interpretar el monólogo. Ulises sin embargo tenía un compromiso para la noche del domingo de clausura del Festival por lo que tendría que buscarme otro actor. Posiblemente fue el propio Ulises quien sugirió el nombre de Osvaldo Doimeadios.

Al día siguiente, sábado, fui al Mella donde ya había 
 arrancado el festival y le di el texto a Doime que de inmediato aceptó representarlo. Recuerdo que al poco rato hicimos en el vestíbulo del propio teatro una lectura de textos humorísticos para el público invitado, lectura que terminó con un Rojas indignado. Fue Rojas quien, en una reunión de emergencia con los humoristas, advirtió que si nos atrevíamos a llevar textos como aquellos al escenario del teatro sería él mismo quien nos bajaría a la fuerza. Recuerdo también mi risa interior pensando en el monólogo que le acababa de pasar a Doime y que se representaría a la noche siguiente bajo la inofensiva categoría de homenaje. Ha sido una de las pocas veces que he puesto en práctica lo que se puede considerar como silencio estrategico.



Llegó la noche del domingo y el homenaje a Zumbado. El humorista ya podía volver a caminar luego de la golpiza pero apenas podía reproducir frases inconexas aunque llenas de intención que completaba con un pícaro “lalalala”. Así subió al escenario del Mella, tarareando el tema de Casablanca, “Hoy como ayer” o "Yesterday", sus tonadas favoritas de entonces, para recibir el diploma que le ofrecía la Asociación Hermanos Saíz. Luego vino Doime. Ni en sueños pude haber imaginado una interpretación más rica e inteligente de mi texto. En apenas 24 horas y en medio del tumulto enloquecido que es cualquier festival el actor no solo se había estudiado y aprendido el monólogo sino que repensó la puesta en escena y llenó el texto con inflexiones o pausas que reforzaban su sentido. Doime desechó mis pobres indicaciones y en lugar del altar que yo había propuesto representó su monólogo de frente al público convirtiéndonos en el santo al que echaba en cara la miseria reinante. El recibimiento de aquella representación de apenas cinco minutos fue apoteósico y unánime, excepto, supongo, por Rojas y el resto de su séquito. Salí del teatro con una felicidad solo comparable con la rabia que debió haber sentido esa noche el presidente de la Asociación Hermanos Saíz. Una rabia que debo intuir porque lo cierto es que ni él ni nadie vino a pedirme cuentas. ¿No habían pedido un homenaje? Mi monólogo se ajustaba bastante a esa clasificación y, siendo un homenaje, no debería repetirse quitándole a la posible represalia cualquier sentido pedagógico.

Sin embargo, por un fenómeno común en un sistema donde la represión prefiere ser discreta, el mero hecho de que algo pueda ser representado una vez en público sin represalias visibles se convierte en su aprobación de hecho. De manera que a partir de entonces y usando como precedente su estreno en el Mella mi “Plegaria a San Zumbado” se convirtió en parte del repertorio de Doimeadios en aquellos años y de Sala-manca, el grupo que dirigía. Pronto me enteré que otros actores profesionales como Carlos Ruiz de la Tejera, Luis Alberto García o Tony Cortés declamaban también mi monólogo aunque solo alcancé a ver la versión del primero. Fue gracias a ellos 
-y a unos cuantos actores aficionados que tambien lo reprodujeron- que aquel texto escrito a la carrera con intención de ser representado una sola vez, con diferencia, el más conocido de cuantos escribí en Cuba. No obstante, cuando Carlos Ruiz de la Tejera lo grabó para un programa de televisión este fue censurado y sustituido por un viejo texto del maestro Zumbado que por repetido no ya no despertaba las alarmas de nadie.



No hace mucho una amiga en Miami descubrió el manuscrito original de mi monólogo entre sus papeles. Mi deuda con ella y con su esposo es tan larga que no sé por cuál de sus infinitos favores fue que les regalé aquellas dos cuartillas escritas mientras vivíamos en Cuba. De lo que me alegro, pues de haber quedado en mis manos estoy seguro que no habría sobrevivido a todas mis mudanzas de Cuba a España y de ahí a Estados Unidos. El manuscrito sigue en manos de mi amiga pero me ha enviado la foto de dos cuartillas, escritas por ambas caras con el monólogo y la nota que le dejé a Ulises Toirac pidiéndole que lo representara. No es gran cosa, lo sé, pero cuando uno no es Shakespeare o Cervantes o Piñera, tiene que conformarse con reliquias así, que te retrotraen a un tiempo de miseria abrumadora que, gracias a los esfuerzos de los dirigentes cubanos, ha sido superado por miserias más abrumadoras todavía. Ahora, por primera vez y a petición de otra amiga, hago la transcripción del texto original. Lo acompaño con la grabación que hizo del monólogo el caricaturista Eddy Abela, nieto del gran Eduardo Abela, en el teatro Carlos Marx en 1994, unos meses después de su estreno en el Mella. (Sí, hasta que no convirtieron el Acapulco en sede del Centro Promotor del Humor nuestras sátiras sobre los efectos del comunismo se escenificaban nombrados a mayor gloria de lideres comunistas. Justo ahora caigo en ello). Las pequeñas variaciones que introdujo Doime las prefiero al texto mismo ("agüita turbia" en vez de "oscura" del original, por ejemplo) porque le dan más fuerza y fluidez. No los entretengo más, que tampoco se trata del Primer Folio ni del manuscrito de “Aire frío”.


Plegaria a San Zumbado
¡Oh, San Zumbado, santo protector de los usuarios, escudo de los traspapelados en las envolventes aguas de la burocracia, tenaz castigador de administraiciones y cagástrofes, Oh San Zumbado, perdónanos por todos nuestros pecados y auxílianos en esta hora difícil!
¿Recuerdas San Zumbado que cuando acudíamos a ti desconcertados ante el escurridizo transporte urbano o frente al diabólico ritual gastronómico conocido como cambio de turno siempre nos consolabas? ¿Recuerdas San Zumbado [como] nos lamentábamos de la fértil imaginación de nuestros burócratas o de lo adormecedora que era nuestra televisión y tú, solo tú, lograbas el milagro de que a pesar de todo termináramos riéndonos?
¿Recuerdas San Zumbado cuando nos explicabas que aquella masa amorfa, impenetrable y elástica no era pan sino justamente su negación? ¿Recuerdas San Zumbado cuando nos hacías riflexionar que el verdadero sabor de las croquetas no era justamente aquel al que estábamos acostumbrados o que aquella agüita turbia que se vendía a 10 centavos en las esquinas no merecía que se le llamara café? ¿Te acuerdas San Zumbado? (suspira) ¡Qué tiempos aquellos!
¡Ay San Zumbado, tú no sabes nada! ¡Así que la burocracia! Si vieras ahora a los pobrecitos burócratas, dan lástima haciendo trámites en papel recuperado. No te imaginas lo triste que es un burócrata sin papel carbón. ¿Y nosotros los usuarios? No te imaginas cómo extrañamos los cambios de turno y todas aquellas delicias. ¡Ay San Zumbado! ¡Danos hoy el pan que criticábamos ayer! Nos conformamos con que no cumpla con los parámetros establecidos. San Zumbado, es que no todo puede ser perfecto porque lo perfecto es enemigo de lo bueno y en definitiva somos seres humanos susceptibles de caer en errores. San Zumbado, por tu madre, devuélvenos las croquetas aunque su sabor no se corresponda con la cosa en sí. Devuélvenos las guaguas aunque no se detengan exactamente en la parada y también aquella agüita oscura a la que cariñosamente insistíamos en llamarle café. Es más, devuélvenos la electricidad de nuestras noches aunque haya que ver la retrasmisión de la retrasmisión diferida del último concierto de Alfredito.
¿Dónde has metido todos aquellos defectos que animaban nuestra vida San Zumbado? Sí, porque la culpa es solo tuya San Zumbado por ser tan criticón. Por tu culpa y nada más que por tu culpa es que estamos así. Porque el que critica lo que tiene a pedir se queda. Y nuestro vino es agrio, pero es espumoso. Es más que me llevo la botella. Y las velas, que hoy me toca de 5 a 11.



martes, 21 de marzo de 2023

Breve historia de la pelota cuadrada

“En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia” nos recuerda Emilio García Montiel pero cuesta trabajo compartir el aplomo, la lucidez del poeta, como cuesta sustraerse al peligro de creer que cada partido trae consigo una moraleja definitiva. Preferimos actuar como si en un juego se cifrara el destino de la nación para que luego, tras la victoria o derrota de nuestro bando, todo siga más o menos igual que antes. (Excepto en Argentina claro, donde la última copa del mundo conquistada bastará para estar celebrando hasta el 2060. Pero hablo de seres humanos, no de argentinos, que ni siquiera ellos consiguen ser argentinos todo el tiempo).

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Si no era su destino ¿Qué nostalgia se jugaba Cuba en su juego el domingo contra Estados Unidos? Ah, la nostalgia de cuando ganaba campeonatos mundiales sin parar. De cuando generaciones de magníficos peloteros, arrinconados en el potrero del “deporte revolucionario” nunca tuvieron la oportunidad de enfrentarse a los mejores representantes de su deporte. De demostrarse el peso exacto de su talento. Fue la época de la invención de la pelota cuadrada donde los cubanos eran los únicos profesionales contra equipos armados con estudiantes, carpinteros, constructores o contadores públicos que en su tiempo libre jugaban béisbol y representaban su país sin mayores consecuencias. Pero eso no importaba. En realidad, el deporte nunca le importó a los inventores de la pelota cuadrada. Lo que importaba era que jugara una bandera contra otra bandera y gracias a ello se derrotara al imperialismo una y otra vez en el terreno de béisbol. Cada campeonato era Girón deportivo.

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Entre tantos deportes ninguna cumplía a la perfección ese simulacro guerrero, de esta katá antimperialista, que el béisbol. ¿No era ese el pasatiempo nacional del enemigo? Pues se le derrotaba allí mismo donde más le dolía, sin importar que el aficionado norteamericano promedio, entretenido como estaba con el espectáculo de las grandes ligas, no tuviera la más leve idea de que el destino de su civilización se estaba jugando en alguna ciudad japonesa o italiana. El béisbol era perfecto porque además no entraba en los intereses de las hermanas repúblicas socialistas y no había que derrotar, en la lucha por el campeonato, a selecciones soviéticas o búlgaras. La cuestión quedaba entre los imperialistas yankis y nosotros.  

 

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Casi siempre las victorias contra los norteamericanos traían una victoria adicional. Era cuando a un jugador cubano se le ofrecían millones por jugar en las grandes ligas. O mejor, un cheque en blanco donde se suponía que pusieran una cifra acompañada de todos los ceros que se quisieran. Al rechazar la oferta se derrotaba al imperialismo donde más les dolía: en su pretensión de que el dinero podía comprarlo todo. Siempre la misma heroica respuesta de que, a los millones que les ofrecían preferían otros: los millones de compatriotas que profesaban amor incondicional por sus hazañas.

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En la década del 90 empezó a resquebrajarse el hechizo de la pelota cuadrada. Por un lado empezaban afluir jugadores profesionales a los campeonatos donde Cuba se permitía competir. Equipos que empezaban a explicarle a las selecciones cubanas a qué sabía la derrota. Por otro lado, comenzaron las fugas a cuentagotas de jugadores que demostraban al menos dos cosas. Una era que la lealtad a la pelota cuadrada era menos firme de que pretendían tantas historias de cheques rechazados: los jugadores fugados, explicaban en las entrevistas, querían probarse en la pelota redonda y ser remunerados por ello. Los fugitivos, como siempre, no solo debían cargar de por vida con el san benito de “traidores” y “desertores” sino que se arriesgaban a no volver a ver más a su familia, amigos o admiradores locales. Estas fugas eran acompañadas por pequeñas o grandes hazañas en los terrenos de grandes ligas que consiguieron destruir la inconfesada superstición nacional de que los jugadores cubanos solo podían brillar en la pelota cuadrada. Y que podían ganar millones sin perder la admiración de millones de compatriotas, aunque esta tuviera que circular entre susurros.

 

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Fue con las primeras grietas de la pelota cuadrada que apareció el Clásico Mundial de Béisbol y contra todo pronóstico Cuba se logró colar en la final contra Japón. Un equipo que habían preparado como quien va a enfrentar al enemigo que va a saquear su casa y violar a su familia sorprendió a los profesionales que venían de vuelta al trabajo después del parón invernal y traían sus propias supersticiones. Como que la superioridad infinitesimal en el sueldo garantizaba la victoria en el terreno. Pocas veces una derrota ha sido tan celebrada. A los japoneses se les podía perdonar que nos derrotaban. Al menos ellos no eran imperialistas como los otros, los innombrables que quedaron por debajo en la tabla de posiciones. Una derrota que permitía asumir que las victorias de la pelota cuadrada no habían sido un espejismo. Y a eso se le añadía una victoria moral aún mayor: ya fuera por sugestión mental o por la habilidad con que los custodiaban los rancheadores del equipo ningún jugador se atrevió a escaparse durante aquel campeonato.

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La dulce derrota ante a los japoneses en el 2006, no obstante, tuvo consecuencias funestas a largo plazo para la pelota cuadrada: sirvió para convencer a cada vez mayor número de jugadores de que tenían posibilidades de brillar en el mundo de las pelotas redondas. Los dueños de la pelota cuadrada para contener la hemorragia de jugadores tuieron desde entonces que suavizar el control sobre sus jugadores permitiéndoles jugar en México o Japón a cambio de una tajada de sus ganancias. Incluso llegaron a acariciar la posibilidad de alquilarle sus jugadores a los equipos de grandes ligas a un precio razonable pero tal negocio, a causa del criminal bloqueo, no fructificó.

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Luego de la dulce derrota del 2006 se repitieron las derrotas de la selección nacional, aunque no la dulzura. La selección cubana perdía competencias cada vez más insignificantes. El mayor éxito de los últimos años fue el campeonato conseguido en la Serie del Caribe de 2015 (competencia a la que Cuba regresó tras 54 años de ausencia). Lo que abundaban eran derrotas cada vez más bochornosas en contraste con los éxitos obtenidos en los últimos años por los jugadores escapados hacia las grandes ligas. Fue entonces que en un alarde de flexibilidad y tolerancia se permitió que integraran el equipo asistente al Clásico Mundial de Béisbol de 2023 jugadores que se desempeñaban en las grandes ligas. No todos, por supuesto. Mientras el resto de los países participantes revisan el árbol genealógico de cada jugador valioso para poder incorporarlo a su selección bajo el pretexto de alguna conexión genética Cuba, selectiva, se permitió discriminar a los jugadores por su nivel de compromiso político con el gobierno. Por su obediencia vale decir. A diferencia de otras selecciones a los creadores y dueños de la pelota cuadrada más que ganar les importa dejar bien claro que ellos deciden quién representa el país, con independencia de lo duro que lance la pelota o la golpee con el bate.

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Cuba ha tenido suerte con los organigramas de los Clásicos. En lugar de topar de entrada con países del Caribe -la región geográfica con mayor tradición beisbolera fuera de Norteamérica- usualmente le ha tocado enfrentarse con naciones donde el béisbol es un deporte minoritario, prescindible. Así y todo, hasta ahora había conseguido sonadas derrotas contra países como Holanda o Israel. Este año, pese al refuerzo de los jugadores de grandes ligas, parecía seguir por el mismo camino luego de las derrotas iniciales contra Holanda e Italia. Algo pasó a mediados del juego contra Panamá que luego de ir perdiendo 4 a 2 en el sexto inning se despertó de su estado zombi para aplastar a los panameños y luego a los taiwaneses en el juego siguiente. La victoria contra Australia en cuartos de final la llevó a semifinales por primera vez desde 2006. Cuba, el equipo y buena parte de la afición, luego de tanta frustración, se sentían reivindicados. Como en el chiste que se ha hecho sobre varios políticos norteamericanos privilegiados desde la cuna, Cuba había nacido en segunda y se creía haber bateado un doble.

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Es hora de un pequeño aparte sociológico. Desde la invención de la pelota cuadrada, o sea, a partir de que el deporte se convirtiera en propiedad privada del régimen y asunto de Estado la selección nacional dejó de ser la representación más o menos unánime del país. Por un lado estaban los que se identificaban con el régimen en diferentes grados y veían al equipo como su brazo deportivo: desde el fanático que seguía la serie nacional cada día hasta el miembro del partido que no tenía tiempo para tales distracciones pero no se perdía un enfrentamiento entre los locales y los juveniles representantes del imperio. Por otro estaban los que resentían el régimen el diversos grados y pocas cosas les hacían disfrutar tanto como las escasas derrotas de la selección nacional. Más si era a manos de los norteamericanos, algo que al gobierno le creaba especial urticaria. Daba igual que fuera en un campeonato mundial o en un tope amistoso. Y mientras veían el juego insistían en que pelota era la de antes, cuando los buenos de verdad llegaban a grandes ligas y la pelota nacional se repartía entre Almendares, habana, Marianao y Cienfuegos. La crisis de los noventas trajo, entre muchas cosas un repunte nacionalista instigado por el propio gobierno, pero no reducido a este. Una equivalencia algo menos férrea entre ideología y nación (que en el plano artístico produjo la consigna “la cultura cubana es una sola”) le permitió al cubano, incluso si era “gusano” de toda la vida, apoyar el equipo nacional sin sentirse que con ello apoyara el sistema. Aunque el régimen no dejara de usar los cada vez más escasos triunfos deportivos para alimentar su propaganda esta era algo menos enfática a la hora de atribuírselos como empresas políticas. El régimen aprendió a ser algo menos burdo con tal de usar el júbilo como muestra de unidad de la nación. Después de todo “Nación” era uno de los apodos del régimen. Con el amago de tolerancia que representó aceptar en el equipo los peloteros más dóciles que juegan en grandes ligas unos cuantos se fueron con la de trapo sin tener en cuenta que el equipo volvía a conformarse no como se funda un pueblo sino como se "manda un campamento". Militar o de la escuela al campo, que el cuarto bate cubano se ufanaba de que habían abofeteado a uno de los pitchers llegados de grandes ligas tras lo que el abusado declaró que el equipo era una familia. Sirva de paso para llevarnos una idea de los valores familiares que promueve el castrismo.

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Siempre existirá quien cuando de pelota se trata no ve otra cosa que el deporte, actitud tan respetable pero a la vez tan rara como la del esteta puro, que también los hay. Pero incluso al fanático puro le costaría entender cómo el equipo no fue conformado por parámetros estrictamente deportivos. (Se sabe, por ejemplo, que el pelotero Yasmany Tomás fue excluido al poner como condición no participar en actos políticos). Lo cierto es que era raro encontrar quien no le convoyara algún significado extradeportivo a su deseo de ver ganar o perder al Team Asere. Muchos en la diáspora insistían en que su apoyo o rechazo al equipo obedecía no a sus propios deseos sino a los de quienes permanecían en la isla. En la Cuba extramuros hubo quien por generosidad o condescendencia deseaba que el equipo cubano ganara y así los cubanos de la isla "los pobres" tendrían alguna satisfacción en medio de la miseria. Otros, ya fuera por falta de sensibilidad o por espíritu pedagógico deseaban que el Team Asere perdiera para que los cubanos de la isla aprendiesen de una buena vez de qué estaba hecha la propaganda castrista. Ambos asumían demasiadas cosas. Una: que todos los cubanos en la isla deseaban que su equipo ganara y necesitaban un chutazo de euforia o una lección. Otra: que la escuadra nacional requería ser derrotada para que el cubano de a pie se enterase que el gobierno le mentía. Y hasta que, indignado, se rebelara contra el castrismo. Unos y otros le atribuían demasiado poder a la pelota, aunque viendo el entusiasmo con que los argentinos siguen celebrando el último Mundial uno empieza a pensar en la omnipotencia del deporte.

 

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Luego de las dos primeras derrotas en el Clásico de 2023, la milagrosa clasificación del equipo  primero y el avance a semifinales después fueron la señal para que los inventores de la pelota cuadrada insistieran en asociarse al éxito parcial de la empresa. En un acto inédito de populismo un régimen que suele ser tan indigente de casi todo como elitista en su trato con la gente común bautizó o confirmó el bautizo de la selección como Team Asere. Sí, el mismo gobierno que lanza decretos contra la vulgaridad, trata de antisociales y marginales a los que protestan contra él y solo autoriza el uso oficial de la palabrita cuando está en boca de algún personaje delincuencial, usó el saludo popular para tratar de confundir su entusiasmo con el del pueblo llano. En un gesto que replica la visita pública a altares afrocubanos tras las protestas del 11J la Primera Dama habló de usar cascarilla para asegurar la victoria cubana. Esta vez se enfrentarían a los Estados Unidos. Vale decir: se enfrentarían por primera vez a una selección nacional norteamericana integrada por jugadores de las ligas mayores. Y no era que Díaz Canel se viera muy convencido de la victoria. Por eso dijo el día anterior que “ya ganaron” como sugiriendo que, salvo un milagro, debían conformarse con lo obtenido hasta el momento.

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El fin de semana fuimos testigos del hecho asombroso de que los creadores de la pelota cuadrada acusaran al exilio de politizar el deporte. Como si no fueran políticos los criterios para integrar los equipos, administrar su desempeño y manipular sus resultados. O expulsar al mejor jugador del momento del deporte al encontrarle 80 dólares regalados por un colega extranjero. Nada más político que la pelota cuadrada diseñada exclusivamente para encajar en el repertorio propagandístico del régimen. Poco importa que acepten ahora jugadores de grandes ligas si condicionan su participación a la obediencia política y a su silencio cívico. O si dentro del equipo se mantiene el mismo apartheid con que se controla al resto de la sociedad. O si sigue interviniendo en la conformación y manejo de la selección nacional como ninguna otra dictadura del continente, pasada o presente, se ha atrevido a hacerlo.

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Hablemos por un instante de béisbol. Un viejo dicho deportivo afirma que ningún equipo es tan bueno como luce cuando gana ni tan malo como luce cuando pierde. Sin embargo, luego de anotar solo una carrera en un primer inning que iniciaron con las bases llenas sin outs era evidente que el equipo tenía muy poco que hacer en el terreno del LoanDepot park frente a la escuadra norteamericana. Aunque el desenvolvimiento de los yankis durante la ha sido cualquier cosa menos un paseo, frente a los cubanos parecían un equipo adulto enfrentando adolescentes. Adolescentes con fuerte tendencia a la obesidad, vale decir, y no especialmente talentosos. Los bateadores cubanos lucían desorientados contra pitchers que no son los más destacados de las grandes ligas mientras los lanzadores isleños hacían lucir a los contrarios como si estuviesen de práctica de bateo. Visto lo ocurrido sobre el terreno el marcador de 14 carreras a 2 parece un acto piadoso. Pudo ser aún peor.

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Las gradas replicaban la confusión que parecía reinar en la mente de los jugadores cubanos. Repletas con un público que, según la profusión de banderas cubanas, estaba compuesto en su mayoría por compatriotas, jaleaban lo mismo las discretas amenazas de los visitantes como la demoledora artillería local. Resuelto el partido cuando apenas empezaba la ocasión se convirtió en multitudinaria protesta contra los creadores de la pelota cuadrada, no contra sus pobres representantes en el terreno. Nada demasiado alentador si nos atenemos a la frivolidad de quienes en los últimos tiempos se han erigido en voceros del exilio: nunca quedó tan clara como esa noche su condición de faranduleros con ínfulas vagamente políticas. Y los carteles que alzaban detrás de home, como las penas de aquella canción, eran tantos que se atropellaban. Intentos individuales, heroicos pero aislados trataron de romper la monotonía del juego y de las protestas, de darle un mínimo de drama a algo que se parecía a la fatalidad, ya fuera el juego de pelota o el régimen dueño del equipo perdedor. El exilio no ganó ese juego. El único exiliado que jugó en el torneo fue Randy Arozarena y lo hizo por México. Pero la pelota cuadrada recibió la derrota más humillante de su historia.

 

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Muchos exiliados se fueron a dormir felices esa noche como, sospecho, lo harían no pocos cubanos en la isla. Una felicidad incómoda, desazonada. Porque después de todo ¿qué se había ganado? ¿Y quiénes? (A excepción de la escuadra yanki, claro). La dictadura no se había movido un milímetro. Los presos siguen presos. El hambre y la represión siguen asolando la isla sin siquiera el consuelo de que al menos Cuba es primera en algo. Porque, debemos reconocerlo, por muchas quejas que haya sobre el deporte nacional este funciona bastante mejor que el resto del país. Ya quisiera Cuba quedar en cuarto lugar mundial de producción de alimentos o de zapatos. O el cuarenta. La reacción eufórica del Granma ante la derrota (“El Team Cuba, asere, la partió”, “Cuba cumplió, no se achicó”) nos recuerda que pudo ser mucho peor. Que de ganar Cuba, o incluso de perder de manera menos escandalosa, la propaganda que deberían soportar los compatriotas en la isla habría durado meses. Tan o más abrumadora que aquella que cundió en los días de la pugna por el balserito Elián. Eso, por supuesto, es apenas un consuelo. Si como decía el poeta, en los stadiums no se juega el destino de un país sino su nostalgia el domingo la nostalgia perdió por paliza. Y ya no queda nada donde reposar la añoranza “de esta ciudad podrida, remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada”.