martes, 5 de diciembre de 2023

¿Cuánto pesa Luis Manuel?*


Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los cubanos vivíamos pendientes de cada cosa que salía de la boca de Luis Manuel Otero Alcántara. Y de cada cosa que entraba. Sus declaraciones y sus huelgas de hambre y de sed ponían en vilo al régimen y a la disidencia, al cubano que en las calles de la isla parecía no importarle nada y al que en la diáspora no creía ni en la fecha.

En meses, Luis Manuel se convirtió del muchachito ingenuo que se preguntaba dónde estaba Mella —fundador del partido comunista local, en medio del capitalismo importado de la Manzana Karpensky (nacida Gómez)—, en autor de los performances más sonados del país, incluyendo la buena nueva de anunciar que el presidente —no menos impuesto que el capitalismo Karpensky— sería conocido, en adelante, como El Singao.

Meses, en que Luis Manuel pasó de fundador —junto a Yanelys Nuñez Leyva— del fantasmagórico Museo de la Disidencia al terrenal Movimiento San Isidro, junto a un número creciente de aliados y seguidores, para convertirse en protagonista de la telenovela patria, empecinado en esposar para siempre el país con su novia Libertad.

Ya para entonces, cada palabra, cada gesto de Luis Manuel se medía, se deshuesaba, se pesaba. Cada una de sus huelgas de hambre era seguida por operaciones policiales, por debates sobre su oportunidad o realidad, por protestas en medio mundo.

Aquel 27N, con su asedio al Ministerio de Cultura, que tuvo en vilo a todos los cubanos con acceso a internet, fue la respuesta al allanamiento policial, el día anterior, a la sede del Movimiento San Isidro y a la detención de su líder, disfrazada de ingreso hospitalario.

Cada una de las detenciones de Luis Manuel venía acompañada de un alboroto tal, que parecía imposible que el régimen pudiera confinarlo demasiado tiempo, ni siquiera cuando la cárcel llegaba disfrazada de ingreso hospitalario, de mera preocupación del régimen por su salud.

Así, hasta que llegó el 11 de julio de 2021.

El día en que parecía que todos los cubanos salían a la calle a protestar contra el régimen, Luis Manuel, el eterno rebelde, no estuvo en las manifestaciones. Él, que lo había anunciado en una directa meses antes (“esto ya se cayó, solo nos falta enterarnos”), no tuvo oportunidad de ponerse al frente de su profecía.

Como el líder de la UNPACU, José Daniel Ferrer, en el otro extremo del país, apenas Luis Manuel salió a la calle para unirse a los manifestantes fue detenido. Muy convencidos debieron estar sus perseguidores de que ese monstruo, que es la rabia popular, no llegaba a ninguna parte sin una o varias cabezas visibles.

En las semanas siguientes, el régimen dio con la fórmula para que al fin se dejara de hablar de Luis Manuel, de Maykel Osorbo, de José Daniel Ferrer.

Luego de demostrar, meses antes, que para insurreccionar barrios completos a ellos les bastaba con su presencia, sus gestos y sus gritos, el régimen descubrió que era suficiente con sepultarlos bajo cientos de otros cubanos tan valientes y desesperados como ellos, pero trágicamente anónimos.

A partir de entonces fue una indecencia reclamar la libertad de unos cuantos, cuando eran cientos los que estaban en prisión. Eso era parte del plan del castrismo. Aplicar, a nivel carcelario, el principio genocida atribuido a Stalin: “Una muerte es una tragedia. Un millón es estadística”.

La gran mayoría de los cubanos vivos hemos crecido educados en la teoría marxista-leninista de que las masas son los motores de la Historia y que las personalidades, si acaso, juegan un papel secundario. Como si Napoleón, Lenin, Stalin o Hitler fueran, apenas, encarnación de la voluntad de sus respectivos pueblos.

Da igual si tiene razón el marxismo-leninismo: lo cierto es que, por mucho que insista en tenerla, nunca sus líderes se la aplicaron a sí mismos: de Lenin a Stalin, de Kim Il Sung a Mengisto Haile Mariam, de Ceaucescu a Enver Hoxha, de Mao Zedong a Fidel Castro: irónicamente, desde que la Ilustración se dedicara a derribar los ídolos de la fe, ningún sistema cultivó más la idolatría por sus líderes, que aquellos inspirados por el materialismo dialéctico.

Desde los inicios de su fundador, el castrismo, al tiempo que adjuraba del culto a la personalidad, cuidada cada detalle para subrayar la condición sobrenatural del líder. Desde considerarse el cumplidor de las profecías del Apóstol de los cubanos a las palomas posadas en el hombro en su discurso triunfal en La Habana anunciando el nuevo Jesucristo; o en el cuidado que ponía de que nadie de su entorno pareciera más alto que él. (Se cuenta de que a Abel Prieto debía pararse, siempre, un escalón más abajo en las fotografías en las que aparecía junto a su (Comandante en) Jefe).

Cierto, que, a pocos días del triunfo, el más famoso de los Castro prohibió que se les dedicaran imágenes a los dirigentes de la revolución, pero, lo que en un principio pareció un acto de humildad era, en la seca sustancia de los actos, una manera de controlar mejor la imagen que proyectaba su poder, empezando por eliminar la posibilidad de ser caricaturizado.

Cierto, Fidel Castro no se prodigó en estatuas, como sí lo hicieron Stalin, Mao o Kim il Sung, pero ¿para qué malgastar bronce, cuando puedes empapelar un país entero con tus palabras, cuando los historiadores no publican un libro sin citarte en el exergo inicial, cuando se te consagra la letra inicial de tu nombre al aprender los niños a escribirla, cuando los deportistas se sienten obligados a dedicarte sus triunfos? Y encima todo lo anterior no podía considerarse, bajo ningún concepto, como culto a la personalidad.

Si cuidadoso ha sido el castrismo con la imagen de su fundador, no lo es menos con la de sus adversarios, aunque el cuidado se ejerza en sentido contrario: todo el esfuerzo posible se emplea en degradarlos, rebajar su valor, ya no como figuras políticas, sino como seres humanos.

De Ricardo Bofill, fundador del movimiento cubano por los derechos humanos, la mayoría de los cubanos nos enteramos de su existencia, en los ochenta, a través del Granma y de la televisión oficial. Se le acusó de todos los delitos posibles, incluso, de robarle al cura el vino de la comunión cuando era monaguillo (lo que luego no le impidió militar en el Partido Comunista de Cuba, antes de ser expulsado durante la ofensiva de la llamada “microfracción”). Tan efectiva fue la campaña, que todavía es difícil mencionar el nombre de Bofill sin asociarlo al epíteto de “El Fullero”, que fue el que le endilgaron en los medios oficiales, los únicos a los que teníamos acceso por entonces.

A Fidel Castro le encantaba repetir el proverbio martiano de que una idea justa, desde el fondo de una cueva, vale más que un ejército. La frase, en boca del refundador del comunismo cubano, contenía un par de contradicciones: por una parte, tanta confianza en la justicia de una idea negaba al materialista que decía ser. Por otra, repetía dicha frase, no desde el fondo de una cueva, sino frente a los múltiples micrófonos que coronaban la tribuna, de quien ostentaba el título de Comandante en Jefe del ejército cubano.

Más parecido al fondo de una cueva es el lugar desde donde hablan los que disienten de su régimen: ya sea la celda de cualquiera de las casi trescientas prisiones que acumula el país; desde el apartamento desvencijado que sirve de sede social, en La Habana Vieja, a un movimiento asediado por la policía; o el apartamento, en lo alto de un edificio de microbrigada, desde donde se fragua un periódico independiente.

Por mucho que se encomienden a las virtudes del materialismo, los comunistas siempre han sabido que no todo puede ser explicado por las tensiones entre las relaciones productivas y los medios de producción, que a veces, las ideas justas y las imágenes bien curadas pueden inclinar la balanza del poder en un sentido o en el contrario.

Si Stalin estudió en un seminario de la iglesia ortodoxa rusa, Fidel Castro también recibió su dosis de educación cristiana en los colegios de Dolores y Belén. Todo su marxismo posterior no alcanzó para borrar de su memoria y sus instintos políticos, el ejemplo del pobre predicador que, con apenas un puñado de seguidores, creó la fuerza que a la vuelta de los años derruiría el imperio más poderoso que hasta entonces ha conocido la tierra, expandiéndose, luego, por todo el planeta.

Stalin, Castro y sus epígonos, sabiéndose más cercanos de los emperadores romanos y sus prefectos, que de cualquier pobre predicador con aspiraciones sublimes, supieron no desestimar nunca la amenaza que les representaría cualquier predicador dispuesto a vivir defendiendo una idea justa. De ahí su encarnizamiento, desmedido en apariencia, con quienes ninguna explicación racional —incluidas las del materialismo dialéctico— bastaría para percibirlos como amenaza seria.

Mientras tanto, aquí estamos los que antes seguíamos las andanzas de Luis Manuel o Ferrer como una telenovela, los que vivíamos sus prisiones momentáneas con desespero insufrible, acostumbrados a la prisión de más de mil de nuestros compatriotas más valientes, sin saber qué hacer con sus casi 900 días de prisión.

Si exigir la libertad de sus líderes nos parece un atentado contra la convicción democrática que defienden, hacerlo por el más del millar que siguen en prisión, les parece tan poco estimulante como cualquier estadística. El castrismo, mientras tanto, tan consciente de su fuerza como de sus debilidades, no suelta prenda, pues si el millar de cubanos presos sirve para intimidar al resto del pueblo, el puñado de líderes presos —Luis Manuel, Ferrer, Maykel— es la garantía de que el cuerpo de la insatisfacción del pueblo, de sus ansias de libertad y prosperidad, no llegará a nada mientras no encuentre su cabeza.

*Publicado en Hypermedia Magazine

martes, 28 de noviembre de 2023

Ángel Pérez Herrero (1942-2023)

 

La conciencia del privilegio de conocer a gente excepcional suele ser asunto póstumo. No fue el caso con Ángel Pérez Herrero, fallecido en La Habana el pasado 24 de noviembre. A Angelito, quien fuera nuestro profesor de Historia del Arte mucho antes de que se convirtiera en estrella del programa Escriba y lea, bastaba tenerlo delante para saber que se trataba de alguien fuera de lo común. Con su traje de tres piezas, corbata, pasadores, yugos, pañuelo y el resto de la parafernalia de profesor republicano que conservaba en medio del calor asesino de las aulas de la Universidad de La Habana Pérez Herrero parecía venir más que de otro tiempo, de otro mundo. Porque si el calor hacía parecer su atuendo fuera de lugar la chabacanería socialista que imperaba por aquellos tiempos hacían a Angelito y sus maneras algo tan anacrónico como un caballero medieval con armadura y lanza en ristre.

43 años tenía Angelito cuando lo conocí, o sea, trece años más joven de lo que yo soy ahora mismo. Tal elegancia en alguien a quien la revolución lo había sorprendido con apenas 16 años no se debía a la inercia de quien ya no sabía ser de otra manera. Enrique Sosa, otro profesor admirable -y su “competencia” en las clases de arte- era doce años mayor que Angelito pero intercalaba sin esfuerzo sus apariciones de traje con otras con sandalias, jeans y camisas de colores. En Angelito su ropa y sus maneras eran más que un rezago del pasado, una declaración de principios. El rostro afeitado, la brillantina en el pelo, el aroma a colonia que lo envolvía y la pipa que siempre recuerdo apagada eran un complemento de la elegancia de espíritu con que transmitía su versión del devenir del arte universal. Tanto cuidado y afectación entre la tosquedad que lo rodeaba habría sido risible de ser falsos, afectados. Pero Angelito se resistía a ser vulgar sin renunciar a la picardía. Sabía entender el mundo en que se movía y si notaba algún despiste en un estudiante en lugar de decir “está detrás del palo” la traducía como “anda al dorso del madero”. Reivindicaba sin rubor la condición un caballero y si alguna estudiante dejaba caer un bolígrafo al suelo Angelito se lanzaba felinamente desde el estrado para adelantársele. Al fin, al devolverle triunfal el bolígrafo proclamaba para todos: “una mujer se convierte en dama cuando le permite al hombre comportarse como un caballero”.

Así, tan anacrónico en su tiempo como Don Quijote en el suyo Angelito nos permitía acceder a otra posibilidad de ser sin pretender que lo imitáramos. No descarto que su elegancia, con mucho que fuera natural en él le sirviera como herramienta pedagógica para conducirnos desde nuestra adolescencia semisalvaje a la posibilidad de emocionarnos con obras de arte que nos hablaban a más de dos milenios de distancia. Con la magia oscura y torpe de sus diapositivas modeló nuestra sensibilidad hacia el arte -nos hizo más humanos vale decir- al tiempo que nos hizo soñar con el momento en que estuviéramos frente a los originales. Y así, sin énfasis, nos demostraba en carne propia cómo se podían decir palabras como “talasocracia” o “criselefantino” sin parecer pedante. Decían que era hermano de quien había sido el cacique ideológico del país -algo que no parece ser cierto- pero las clases de Angelito se le escurrían al catecismo marxista contenido en cada onza de conocimiento que se despachaba en aquella facultad. Angelito no ignoraba la existencia de las clases sociales ni la influencia que los privilegiados podían tener sobre la producción de arte pero de alguna manera nos dejaba claro que en la producción de belleza hay impulsos que escapan a la dinámica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Y sabía reconocer ese mismo impulso entre sus discípulos ajenos a su propio talento e incentivarlos para siempre diciendo, por ejemplo “García González, usted tiene madera de escritor: este examen suyo me lo demuestra”.


La página que Ecured le dedica da cuenta de las múltiples condecoraciones que recibiera en vida sin dudas todas merecidas aunque raro en un país que tan poca atención le presta al talento y al esfuerzo verdaderos y útiles. Ninguna de aquellas distinciones le evitó, sin embargo, que sus días finales los pasara en una situación lamentable al punto que se tuviera que organizar una colecta para reunir "insumos esenciales como toallas húmedas, jabones, pañales para adultos, y cremas para escaras, así como alimentos". Que sus estudiantes se movilizaran allí donde el Estado al que había servido tantos años fallaba como de costumbre debió servirle de consuelo, quiero pensar. Estimula saber que la huella que dejaste en tus estudiantes regresa a ti cuando más lo necesitas.
 
Al menos en mi caso particular no recuerdo clases universitarias más útiles que aquellas que nos impartió Ángel Pérez Herrero en aquella facultad. Gracias a ellas los museos y galerías con que me encontré en el futuro ya no fueron almacenes de objetos frente a los que solo cabían el desdén o el snobismo. Angelito me ayudó a perderle el miedo a la elegancia, a la belleza y al éxtasis que esta puede producir; a disfrutarlos sin dejar de ser yo. Como mismo él se permitía participar en nuestras bromas sin perder su compostura de caballero intemporal. Casi cada vez que visito un museo le agradezco en silencio haber abierto esa puerta donde bastaba con darnos clases y repartir notas. Más de una vez, al encontrarme cuadros de George de La Tour en un museo los fotografiaba y le hacía llegar la imagen a Angelito. No me pregunten por qué pero esos cuadros de mujeres en penumbras, iluminadas únicamente por una vela siempre me remiten al más elegante de mis profesores. Ya no podré seguirle enviando fotos de cuadros de La Tour pero donde quiera que se haya marchado Angelito cada vez que yo decida entrar a un museo le tocará acompañarme.

jueves, 16 de noviembre de 2023

¿Para qué ir a la universidad?*



¿Cuántos ángeles caben en un alfiler? ¿Para qué ir a estudiar a una universidad? ¿Para adquirir más conocimientos? ¿Para ganar más dinero? ¿Para alcanzar una más profunda comprensión del mundo que nos rodea? ¿Para conseguir un título que nos abra camino en el mercado laboral? ¿Para descubrirnos a nosotros mismos y nuestras posibilidades? ¿Para conocer personalidades afines que nos acompañen el resto de la vida como colegas o como cómplices? ¿Para adquirir herramientas con las que ayudar a cambiar el mundo? ¿Por pura inercia social o familiar? ¿Para ser más respetado en la comunidad? ¿Para validarse a sí mismo? ¿Para reexaminar nuestras vidas? ¿Para usarlo como instrumento de ascenso social? ¿Cómo vía de maduración intelectual y emocional? Cualquiera de estas razones sirve para que cada año millones de estudiantes ingresen en el sistema educativo norteamericano, incluso si no se las han planteado seriamente y prime, entre todas las fuerzas que lo impulsan a hacerlo, las de la inercia social y familiar. Razones que no siempre son complementarias o incluso compatibles pero que se pelean en la conciencia de cada estudiante.

La educación superior, por si no se había notado, se va haciendo una experiencia cada vez menos elitista, más masiva y democrática. Si para 1960 solo el 7.7% de la población norteamericana se había graduado de college (y el 41.1% de high school) ya para el 2021 los graduados universitarios del país lo constituían el 37.9% de la población mientras los graduados de high school abarcaban el 91.1%. No obstante, pese a este crecimiento en los últimos años se aprecia una tendencia decreciente en la matrícula en las universidades. Si en el año 2010 se alcanzó la matrícula máxima de estudiantes en los Estados Unidos con 21,019,438 en el 2023 la cantidad de estudiantes matriculados ha retrocedido en más de dos millones para un total de 18,939,568.

Se mencionan varias causas para explicar este descenso que va desde la contracción de la tasa de natalidad en las últimas décadas hasta el monstruoso aumento en el precio de las matrículas. El efecto del Covid 19 tampoco debe obviarse teniendo en cuenta que la reducción de las matrículas se hizo algo más aguda a partir del estallido de la pandemia en 2020. Lo cierto es que, apartando el descenso en la natalidad, el promedio de estudiantes de high school que se matriculan en estudios superiores se ha reducido en un 7.8%.

Las universidades se han hecho, por otra parte, mucho más diversas que en las décadas anteriores. Si en 1976 las minorías étnicas o raciales representaban apenas el 15.39% del total de la matrícula en los estudios superiores hoy alcanzan ya el 44.34% de los matriculados. En el caso de los estudiantes de origen hispano estos han pasado de representar apenas un 4% de la matrícula universitaria (cuando ya representaban un 6.5% de la población total del país) a constituir el 20% mientras representan el 19.1% del total de la población.

Todo lo anterior son estadísticas, números que no representan en su complejidad los profundos cambios que se han venido produciendo en las universidades norteamericanas. Desde los tiempos en que los graduados universitarios no llegaban siquiera a ser la décima parte de la población a la actualidad el funcionamiento, impacto y percepción de la educación universitaria dentro de la sociedad ha cambiado muchísimo. Para empezar los diplomas universitarios han pasado a ser de un blasón de exclusividad a una necesidad elemental en un mercado de trabajo cada vez más exigente y sofisticado.

Por otra parte, la masificación de la educación superior —al margen del impacto que puede tener en la calidad de la educación— hace que sea percibida de manera distinta por el resto de la sociedad, empezando por el detalle de que la proporción sin estudios superiores va encogiéndose cada vez más. Ya no se trata de la relación entre una élite universitaria con el resto de sus conciudadanos sino de un cambio de naturaleza.

Esa manera de consenso colectivo en que ha devenido la Inteligencia Artificial resume la evolución de las universidades de esta manera: “En su origen [medieval], la educación superior era una forma de mostrar fe religiosa o adquirir conocimientos sobre ciencias y campos prestigiosos. Desde entonces, la educación superior se ha transformado en una forma de pensar críticamente sobre la sociedad, la política y los valores, crecer personal e intelectualmente, refinar el carácter y formar sensibilidades”. Se nota que la Inteligencia Artificial no se ha dado una vuelta por las aulas en estos tiempos. Que se quedó trabada en algún punto situado a 20 o 30 años de distancia y trató de completar los años restantes con pura lógica matemática. Una lógica que no le permitiría adivinar que en lugar de esa imagen idílica presidida por la razón y el espíritu crítico la universidad actual se parece cada vez más a la de los orígenes donde se estudiaba como “forma de mostrar fe religiosa”, para acercarse a algún dios.

Convertida en el principal frente de la guerra cultural, la universidad norteamericana actual se debate entre dos visiones religiosas. (Una de las posibles etimologías de la palabra religión la vincula al latín religare o sea, lo que religa, conecta, a la gente entre sí). En el caso norteamericano tenemos, por una parte, la visión liberal y su confianza ciega en el progreso y, por la otra, la conservadora y su desconfianza no menos ciega hacia cualquier cambio. Entendida como búsqueda de sentido absoluto —sea basado en un poder sobrenatural, o en principios filosóficos, ideológicos o morales— la religión es lo contrario del conocimiento. El conocimiento entraña una cadena de descubrimientos inesperados y contradictorios, justo lo contrario del sólido amparo que ofrece la fe. Hoy, como en el medioevo de las primeras universidades, cualquier conocimiento que contradiga alguna variante de la fe es observado con sospecha por cualquiera de los bandos cuando no con abierta hostilidad. De un lado vemos las presiones en los estados de mayoría conservadora por alterar o restringir los programas de estudios en todos los niveles. Por otro, el clima para la discusión abierta sobre una buena variedad de temas se va haciendo cada vez más intimidante bajo el pretexto de que las discusiones más abiertas pueden herir sensibilidades de grupos a los que muchas veces ni siquiera se les consulta si desean que se tomen tales precauciones con ellos.

Viví por 28 años en un sistema totalitario donde incluso conseguí graduarme de una de sus universidades. Si viviendo allá me hubieran dicho que los políticos norteamericanos aprobarían leyes para coartar la enseñanza en la universidad o que habría palabras impronunciables y parcelas completas de la realidad sobre las que sería imposible discutir libremente habría dado por hecho que se trataba de mera propaganda comunista. Antes mencionaba la tremenda expansión en número y diversidad que ha experimentado la universidad norteamericana en el último medio siglo. Sin embargo, su incesante democratización no puede ser solo numérica. Un mayor y más diverso número de estudiantes universitarios requeriría afrontar el reto que esto representa con mayor libertad, no con más restricciones. De otra manera más que intentar entender el mundo que se nos viene encima lo estaríamos condenando a quedar fuera de nuestras aulas por ser demasiada peligrosa su manipulación. Eso sería una opción en el medioevo, cuando una mínima parte de la población sabía leer y todavía una porción menor tenía acceso a las universidades. Tiempos en que se podían dar el lujo de discutir durante semanas sobre el género al que pertenecían los ángeles o cuántos de estos cabían en la punta de un alfiler. Entrados de lleno en el siglo XXI, la realidad de las universidades y la del mundo que las rodea merece ser tenida en cuenta sin temores si es que se entienden los estudios universitarios por algo más que una transacción comercial cuyo objetivo final sea únicamente obtener un diploma. ¿Recuerdan todas las razones para entrar en la universidad que mencionaba al inicio del artículo? Pues, descontando la obtención de un diploma y la inercia, todas las demás se verían insatisfechas.

*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

martes, 31 de octubre de 2023

‘Historia y masoquismo’ de Enrique del Risco

Por Jorge Brioso

Todo libro de ensayos que valga la pena esconde al menos una revelación. Historia y masoquismo, de Enrique del Risco, nos regala dos y media, pues al libro lo atraviesa un espectro y estos nunca se develan por completo. La primera define al masoquismo como el lado invisible, ultravioleta, de la utopía. Hay que apresurarse a aclarar, de la mano de su autor, que “aquí el masoquismo no [se entiende] como conducta sexual, por supuesto, sino como «la satisfacción o placer que se experimenta a través del dolor propio, ya sea físico o psíquico, y de la humillación, la dominación y el sometimiento»”. Si la utopía no es otra cosa que la ideología cuando se disfraza de lo onírico, lo que viste a los dogmas –el costado férreo del deber ser– con el traje del anhelo, del delirio, del desenfreno; el masoquismo –tal y como se le define en este libro– es el rostro oculto del deseo que acecha detrás de toda aspiración utópica. Más allá de lo posible –esa tierra de nadie que tratan de cartografiar las utopías– solo existen formas de sujeción mucho más arduas que la realidad más opresiva pues en ellas resulta quimérico intentar discernir entre deseo y deber, entre libertad y necesidad. Enrique Del Risco nos invita a que hurguemos en la trastienda, aquello que solo se revela en negativo –las dosis de humillación que esconde el anhelo por lo perfecto– de los regímenes totalitarios.

También existe el masoquismo por cuenta ajena y es cuando se vive atrapado en el sueño del otro y forzado a recrear en la vigilia, en el día a día, los desvaríos nocturnos de quien se va a la cama hastiado del prosaísmo que impone lo real, la existencia cotidiana. Quienes viajan a las antípodas de la isla de Jauja lo hacen para liberarse allí, aunque sea por unos días, del consumo –de la presión de tener el carro del último modelo, la ropa de marca, etc.–, o de esa conectividad con todos y con todo que agobia tanto. Nunca la ascesis fue más gozosa: se descubre en la miseria ajena lo fútil del lujo propio. Gracias a esa forma de sufrimiento vicario se accede a un goce cívico, edificador, otium cum dignitate, tal y como lo definían los viejos humanistas: el deleite de aprender cuán poco necesitan los otros para sobrevivir. E irse a casa, regresar del sueño, con proyectos de enmienda.

“El totalitarismo –en Cuba como en cualquier sitio– más que un régimen político es una cultura, una civilización, una costumbre”. La segunda revelación de este libro tiene que ver tanto con su novedosa manera de entender el fenómeno totalitario como con el tipo de relato histórico que exige esta forma de interpretarlo. La palabra clave para descifrar esta propuesta interpretativa es costumbre. ¿Qué forma adquiere lo consuetudinario en realidades que se definen por su ruptura radical con el pasado? ¿Cómo se narra la intrahistoria –todo lo que pasa mientras nada sucede, el antes y el después de la irrupción de lo nuevo– de los acontecimientos revolucionarios que marcaron, para bien o para mal, la historia del siglo XX y que siguen condicionando esta nueva centuria? Lo que se propone en la segunda parte del volumen –a través de pequeños relatos, de microhistorias– es una mirada caleidoscópica hacia el totalitarismo: una visión plural y desde lo minúsculo para descifrar un fenómeno al que suele asociársele con lo monolítico y lo ciclópeo. Se hace la historia del hambre, de la intolerancia. Se narra el dentro y el contra del espacio revolucionario; también su racismo y su homofobia. La historia de cómo todo, incluso una campaña de alfabetización, se puede convertir en otro medio para hacerle la guerra –Clausewitz con esteroides– a aquel que disiente ya sea con lápices, fusiles o, incluso, a voz en pelo.

El gran calvo de Vincennes-Saint-Denis, al escribir las microhistorias de la sexualidad, la locura, la prisión, la mirada médica, trataba de reventar el sensus communis. A la topografía que demarca lo que una época entiende como lo posible –eso y no otra cosa es el sensus communis— se le concibe únicamente como un espacio de coerción. Respecto a la verdad solo se reconoce su voluntad de dominio. Tanto el concepto de archivo, como el de genealogía –los dos grandes dispositivos retórico-epistemológicos que regían este estilo de trabajo historiográfico– buscaban desenterrar las voces, las formas de subjetividad que habían sido negadas, silenciadas, excluidas. Se historiaba los hospitales, la prisión, las fábricas, incluso las escuelas, como ejemplo de lugares donde se disciplinaban los cuerpos, se exorcizaba a la razón de sus demonios y se purgaba al espacio público de todo lo que se consideraba indeseable. Todo eso y mucho más también lo habían hecho las utopías totalitarias que se suponía iban a emancipar a los humanos de la sujeción de la propiedad y el capital y desterrar del espacio público la gris vulgaridad que las sociedades burguesas habían vertido sobre todo lo existente. Lo paradójico era que, para realizar esta labor, los demiurgos del totalitarismo necesitaban a su vez dinamitar el sensus comunis. Sus juglares se definían como cantores de lo imposible porque lo posible –aquello sobre lo que se sabe demasiado– era solo lo trillado, lo consabido, el peso muerto de la tradición. Se convertían las creencias que demarcaban el espacio de lo legítimo en simples prejuicios y rezagos del antiguo régimen. Lo imposible, además, solo le reconocía validez a la norma en su momento instituyente: aquel en el que el líder y las masas ocupan la calle y a golpe de decretos pavimentan el terreno desde el que se redefine lo lícito y lo ilícito. Así se crea un nuevo adentro cercado esta vez por antagonistas. Una norma que es hija de la excepción solo puede imaginar lo que vive fuera de sus lindes como una negación absoluta.

El tipo de microhistoria que practica el autor en este libro desmitifica el momento excepcional-instituyente al reconstruir su prehistoria: se relata todo lo que sucedió antes, en aquellos días anodinos que antecedieron al acontecimiento que hizo –al menos a ojos de la mayoría– que todo cambiara. Pongo un ejemplo. El ensayo “El humor y el canario en la mina” –que hace una historia de la censura y la intolerancia durante el periodo revolucionario, usando como ejemplo el humor– se estructura a partir de una regresión ad infinitum que termina por retrotraer el origen del veto a la libertad de expresión casi al mismo día del triunfo de la Revolución cubana. Fijar el “acta de nacimiento de la intolerancia hacia la creación en la Cuba post 1959 en junio de 1961”, cuando Fidel Castro pronuncia el célebre discurso “Palabras a los intelectuales”, no solo es una ilusión, sino que es un error de perspectiva histórica. El ensayo, de hecho, propone otra fecha –mucho menos conocida y de una supuesta menor trascendencia–: el 6 de febrero de 1959, cuando se ataca a un caricaturista por dibujar con bombines a los acompañantes de Castro en sus visitas a la Sierra Maestra.

El ensayista tampoco se conforma con esta corrección. Hay siempre una fecha anterior, menos conocida aún y en apariencia más intrascendente. A la espalda del acontecimiento excepcional se apilan los pequeños sucesos del día a día, lo imposible solo se entiende si se hunden los pies en el barro de lo real. “Cuando veas caricaturas arder, pon tu constitución en remojo”, nos alerta Enrique Del Risco. La suspensión de las garantías constitucionales, la construcción de un régimen a partir de un permanente estado de excepción, se inicia un día cualquiera y a partir de intentos de vetar lo que hasta ese momento resultaba nimio.

He hablado de las revelaciones, queda el espectro.

Un nuevo fantasma recorre el mundo y este libro: las revueltas. La que irrumpe en las páginas que me ocupan supone tanto la negación de esos dioscuros que son la utopía y el masoquismo, como de los hábitos que sedimentan el suelo totalitario. El fantasma del 11J, de ese día que permitió que nos asomáramos, aunque fuera solo por unas horas, a lo que vive fuera del miedo, a la intemperie del Estado totalitario. La forma en que se debe historiar ese evento no se ha revelado aún. Esperemos que no termine sepultado por ese falso superlativo, el –azo, que condena a una excepcionalidad estéril ya que no logra tejer una trama común con otros sucesos de la historia; como sucede en los casos del Bogotazo, Cordobazo, Caracazo, Maleconazo… La singularidad del nombre con el que se designa a esta rebelión, 11-J, lo distingue, al menos en un sentido, de las otras revueltas que se han mencionado. Que se le denote por una fecha ilustra el hecho de que fue un acontecimiento que abarcó todo el territorio nacional y que no se vio circunscrito a solo una ciudad o a un lugar específico. Sin embargo, si en la historia futura no se encuentran ecos de este evento, su anomalía y extrañeza podría ser aun mucho mayor que la de las rebeliones ceñidas a un solo punto en el espacio.

No hay forma de escapar de una cárcel hecha de tiempo.

UNA GUAGUA AL INFINITO (Y MÁS ALLÁ)*



Haciéndole honor al dictamen del general Máximo Gómez sobre los cubanos («Los cubanos o no llegan o se pasan»), los muchachos de Lei Nai Shou tienden a pasarse. Empezar con un humilde podcast que transmiten desde un sótano de Belleville, Nueva Jersey, no los entretuvo demasiado tiempo en acumular visitas, oyentes y likes. Casi enseguida, Tomás Castellanos, Mika Cuellar y Ricky Castillo se empeñaron en crear una serie de conciertos que traerían al norte del estado de Nueva Jersey y a Nueva York a algunos de los representantes más destacados de la canción de autor de las últimas décadas.


Desde finales de 2022 desfilaron por diferentes escenarios algunos de los nombres más destacados de la música isleña: Vanito Brown, Kamankola, Boris Larramendi, Carlos Varela, Sweet Lizzy Project, David Torrens, el Funky, Kelvis Ochoa y El B (de Los Aldeanos). Cantautores, rockeros y raperos, principalmente, si es que vale hacer la distinción. Mientras otros productores respaldados por patrocinios poderosos se inclinan por agrupaciones bailables o reguetoneros con los que es habitual que se identifique la música de la mayor de las Antillas, los de Lei Nai Shou se empecinaron en hacer conciertos más o menos íntimos con músicos menos taquilleros que durante tres décadas se han esforzado por mostrar una faceta poco habitual de la música cubana, pero no menos rica e importante —la música que aprecia y se nutre de la inmensa riqueza de su tradición, pero que no pretende reducirse a esta—.

El público de la zona, compuesto en lo principal por cubanos de la diáspora, agradeció el esfuerzo asistiendo religiosamente a cada una de las presentaciones de Lei Nai Shou en Nueva York y Nueva Jersey. (Una excepción fue el formidable concierto de El B, que atrajo una entusiasta falange de seguidores de otras partes de Latinoamérica). Luego de tantos años de sequía musical, la presencia de artistas tan bien escogidos era agradecida como si se tratara de uno de los milagros bíblicos con los que Dios se hacía querer por los israelitas.

Después estaba el componente social de los eventos, la música servía de pretexto para el encuentro de una comunidad más bien dispersa con pocas oportunidades para reunirse. La música, como ha ocurrido siempre entre cubanos, sigue siendo nuestra lingua franca, presta a asociar cuando otros asuntos tienden a separarnos. De una manera inteligente, gozosa, pero sin aspavientos, Lei Nai Shou anda entregado al negocio de hacer patria.

Otros se habrían conformado con el éxito que tuvieron los conciertos en terreno local, pero «conformarse» es verbo incomprensible para Lei Nai Shou. Venían probando desde la primavera pasada extender su propuesta hacia el sur, en el proceloso Miami. Lo probaron con David Torrens y vieron que era bueno. El próximo paso fue proponerse un festival cultural que durara un fin de semana —desde la tarde del viernes hasta la noche del domingo— y que incluyera todas las disciplinas artísticas (empezando por la música), pero que se ampliara hasta la literatura, el teatro, el cine, las artes visuales, el tatuaje y la artesanía y cuanta variante de creatividad apareciera en el camino.

Cuando Lei Nai Shou anunció Guagua Cuban Festival del 20 al 22 de octubre de 2023 en Allapattah, Miami, más que una cartelera real tenía la pinta de un buen vuele psicodélico (18 bandas en tres días). A eso, añadirle espectáculos teatrales, presentaciones de libros, de actores, artistas visuales, realizadores cinematográficos, psicólogos, you name it. Tampoco Allapattah —el sitio donde se celebraría el festival— parecía favorecer los sueños de Lei Nai Shou. Allapattah tiene fama de barrio deprimido, peligroso, de esos en que tristes gasolineras parecen puestos de avanzada en territorio enemigo, oasis de civilización. Un lugar donde buena parte de los miameses no se atrevería a entrar ni mucho menos a dejar su carro desatendido durante horas. La pregunta inicial no era si el festival sería un éxito, sino si un aparato que desde el principio parecía tener demasiado peso podría levantar una pulgada del suelo.

Encima, los de Lei Nai Shou, acostumbrados a la puntualidad norteña, no habían tenido en cuenta un factor local, el llamado horario de Miami. El acuerdo tácito entre los compatriotas de que si cualquier actividad, desde un concierto hasta una boda, se anuncia para una hora determinada, esta no comenzará sino hasta una hora después. De modo que cuando todo estaba listo para arrancar en la Esquina de Abuela —el rincón de Allapattah que Lei Nai Shou se había pasado dos semanas acondicionando— todavía no había público suficiente para arrancar la Guagua. Hasta que al fin empezaron a llegar los primeros audaces, quienes se atrevieron a dejar su carro en las calles del barrio o en manos de cualquier borrachito con chaleco reflectante y gestos serviciales que lo cuidaría por un módico precio. Fue entonces que la Guagua echó a volar. La banda de Ricky Castillo fue la que entonó las primeras notas de un festival condenado desde ese momento a alcanzar el estatus de legendario.

En La Esquina de Abuela, la Guagua tomó vuelo el viernes y no aterrizó hasta finales de la noche del domingo. El diligente equipo de Lei Nai Shou se movía de un sitio a otro eléctricamente para asegurarse que todo fluyera: los eventos simultáneos de las distintas disciplinas, los puestos de venta de artesanía, los de comida y de bebida. (La comida fue el gran bache de la Guagua, tan mala como cara. De la bebida no puedo decir lo mismo, me concentré en la recién descubierta Tropical Amber al punto de que, con las ganancias derivadas de mis gastos, la cervecera podría abrir una sucursal en Nueva Jersey —espero que capten la indirecta—).

El público se conmovió con los libros Cuando salí de Cuba y Las víctimas olvidadas del Che Guevara presentados por dos Marías, Pérez y Werlau respectivamente; y con el estreno como autor infantil de Tomás Castellanos con En los sueños de Cecilia; se divirtió con Memeo todo, la serie de libros de memes creados por el realizador Juan Carlos Cremata y con el desternillante monólogo de Iván Camejo. Se emocionó con los provocadores cortos de Eliecer Jiménez y con el entrañable homenaje de Ian Padrón a su padre, el creador de Elpidio Valdés y Vampiros en La Habana; y con las presentaciones en torno a artistas como Laura Alemán, Nelson Jalil y Luis Manuel Otero Alcántara.


Concierto del viernes: Ricky Castillo band, Andy García band, El Igor, Qva Libre y Gabriela de la Portilla (el concierto en realidad empieza en el minuto 30 del video).


Pero el plato fuerte de la Guagua fue la música. El desfile incesante de bandas y solistas, rockeros, jazzistas y raperos fue como abrir un catálogo minucioso, aunque no exhaustivo, de la escena alternativa cubana en Miami. A los sospechosos habituales (Boris Larramendi o Kamankola) se les unieron bandas de arribo reciente a la ciudad (la magnífica Qva Libre y agrupaciones instantáneas con músicos intercambiables, pero siempre magníficos).

Impresionaba casi todo: el frenesí con que la banda del pianista Andy García (fácil no confundirlo con su tocayo actor, sobre todo en lo tocante al talento musical) atacó clásicos como «Los tres golpes» de Ignacio Cervantes; la energía de Qva Libre, banda a la que pareció no alcanzarles la hora y tanto en la que estremecieron el escenario; la furia inteligente de Kamankola; Ezzakossa y 12 Ruinas; la entrega del indomable Funky, dándolo todo y más ante un sol de justicia; el impetuoso swing de Igor, de Manny Swagg, de Machaka Band, de Bita y su banda. La justicia poética fue cerrar el concierto del sábado con Boris Larramendi, fundador de 13 y 8, de Habana Oculta y de Habana Abierta y precursor de los nuevos caminos que se ha venido labrando la música cubana en las últimas tres décadas.

Cuando salía la tarde del sábado de la Esquina de Abuela, una yumo-asiática detuvo su carro para preguntarme en inglés qué estaba pasando allá adentro. Le hablé de un festival de cultura cubana, pero no pareció entender. Quizá por la dificultad de asociar «Cuba» con «cultura». Pero en cuanto dije «Cuban music» su rostro se distendió. «Wow, cool», exclamó y siguió camino. No sé si luego se animó a subirse a la Guagua. En cualquier caso, sospecho que de haberlo hecho lo que escuchó allá dentro contradijo su idea de música cubana. Prejuicios sobre prejuicios sobre prejuicios. Aunque espero que si la Guagua no se correspondía con la idea yumo-asiática de Cuban music, al menos fuera evidente su condición cool.

Musicalmente hablando, hubo un solo acto en la Guagua en que algo no pareció encajar. Tocaba un grupo que no hubiera desentonado en cualquier otro festival, pero que en ese fin de semana en la Esquina de Abuela estaba fuera de lugar. Los músicos eran solventes y ejecutaban sin esfuerzo lo que el género exigía, pero les faltaba el swing, la mezcla perfecta de energía, originalidad y gracia que había reinado de manera ininterrumpida durante tres días en la Guagua.

Fue entonces que pude entender el tremendo privilegio de haber montado en la Guagua aquel fin de semana. De asistir al despliegue de talento que en una ciudad complejísima como lo es Miami, ignorante tantas veces de su propia riqueza, solo pudo ser reunido por la empresa audaz, sensible e inteligente que dirigen los muchachos de Lei Nai Shou —sin patrocinadores ni apoyo oficial—. Empresa cuyo negocio no es la explotación de la nostalgia, sino la de abrir los ojos y oídos al futuro anunciado por el talento que circula incesante por las venas de la ciudad.

Algo de eso debió entender el público —no tan masivo como debió serlo— y los artistas que no se perdían las presentaciones de sus colegas, conciertos que fueron recogidos cuidadosamente en videos que ahora pueden ser consultados en las redes. Queda fuera de esos videos, no obstante, la energía epidémica que electrizó la Esquina de Abuela y que quedará asociada para siempre con la leyenda de Guagua Cuban Festival. La fiesta que anudó de manera inédita y definitiva lo cubano, su cultura y lo cool.

*Tomado de El Toque

Libros de octubre: Del Risco y la cultura totalitaria



Tomado de 14ymedio

"Cuando veas caricaturas arder, pon tu constitución en remojo". La advertencia de Enrique del Risco cae pesada, por su lucidez, en el país de la jarana y el chiste nervioso. Es triste que llegue tarde, más de 65 años después de que –como observa Jorge Brioso en su prólogo a Historia y masoquismo (Furtivas)– la recién estrenada revolución de Fidel Castro censurara a un dibujante por ridiculizar a los rebeldes de Sierra Maestra.

El más reciente libro de Del Risco pone el dedo en la llaga más dolorosa del cubano: su tendencia a sufrir –con placer– persiguiendo utopías. El fervor por la voz del tirano, la rapidez con que se asume la intolerancia, el sometimiento, la capacidad de humillar, el culto a la vigilancia... el lado oscuro de la Isla ha estado tan presente en su historia como el llevado y traído humor tropical.

Quizás, de hecho, ambos sean síntomas de un defecto de carácter más profundo y que la palabra masoquismo apenas comienza a expresar. Pues "el totalitarismo", como asegura Del Risco, "más que un régimen político es una cultura, una civilización, una costumbre".

Esta noche: La noche eterna

 Presentación de una película que escribí para la artista Coco Fusco a partir del testimonio de Néstor Díaz de Villegas



jueves, 26 de octubre de 2023

Historia y masoquismo: Enrique del Risco y las dualidades

 Entrevista con Yoandy Castañeda:



Historia y masoquismo: Enrique del Risco y las dualidades | AL PAN PAN (kvcmedia.com)

¿QUÉ ES MASOQUISMO? ¿Y TÚ ME LO PREGUNTAS?*


Por Ramón Fernández-Larrea

En la noche del pasado sábado 21 de octubre, ediciones Furtivas, en coordinación con la Fundación Cuatro Gatos, presentó el libro Historia y masoquismo, del narrador, ensayista y humorista Enrique del Risco, en la sala Artefactus. Esta este es el texto sintetizado de esa presentación, que estuvo a cargo de Ramón Fernández-Larrea.

Yo iba a acusar a Enrique del Risco por ponerme triste. Pero es mi amigo, lo admiro y he comprendido que lo único que hace es ponerse triste él mismo analizando la realidad cubana y transmitirlo. Porque la realidad cubana afecta más que un virus inventado en un laboratorio chino, tal vez porque Cuba, a partir de 1959, se convirtió en el laboratorio de un científico loco que se amaba a sí mismo y odiaba a la humanidad, incluyendo al chino de su hermano.

Al final, uno entiende que Enrisco, o Enrique del Risco, no es dueño de sí mismo, como tampoco lo somos nosotros, y que nos gobiernan, dirigen, orientan desde arriba nuestras obsesiones, que son las de analizar, enterarnos y comentar “la cosa”, esa cosa que llevamos más de 64 años mencionando en voz baja, siempre con la muletilla final de lo mala que está o qué mala se está poniendo la cosa.

Esa “cosa” nos reúne hoy en torno al autor de esta compilación de análisis de la cosa, que él, alejado esta vez de la mirada incendiaria del humor, ha titulado Historia y masoquismo, que nos hace pensar a qué parte pertenecemos nosotros: si a la historia o al masoquismo, o, tal vez, a un masoquismo que ha hecho historia, porque todos vivimos bajo, en medio, chapoteando en aquella “cosa”. Así que le echo mano a un poeta como Gustavo Adolfo Bécquer y digo, parafraseándolo: “¿Qué es masoquismo? Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Y tú me lo preguntas? Si te gustaba la cosa y también que te clavaran esa pupila, y fuiste capaz de gozar con eso, masoquismo eres tú”.

¿Qué es el tan mentado síndrome de Estocolmo? Si alguien muy elemental pensara que es que a uno le gusta mucho Estocolmo en particular y Suecia en general, y no quiere moverse de allí, puede ser una buena interpretación. Pero si en tu Estocolmo personal te dan constantemente patadas por salva sea la parte y lo denuncias o te marchas, eso formará parte de la historia, pero si te llega a gustar y te quedas, o te vas y regresas porque las extrañas, ya eso es masoquismo.

“El cubano puede seguir arrogante como siempre, pero la autoestima la siente lesionada”, ha dicho Enrisco en una reciente entrevista. Y vemos con horror cómo aún funcionan el triunfalismo más elemental y la desastrosa idea de que los cubanos sufrimos más que nadie, pero somos lo mejor en todo: bailando, haciendo chistes o en el combate y el sexo. Como si fuéramos una civilización importante en la historia de la humanidad. No habitamos en la antigüedad en el valle del Nilo; sin embargo, el Nilo vino a nosotros y se instaló en nuestro lenguaje cotidiano con pesimismo después del accidente de 1959, y todos nos decíamos: Ni lo pienses, ni lo intentes.

Del Risco insiste en que miremos en esa desconfianza que sembró el régimen en nosotros para hacernos sentir culpa. “De esa desconfianza, dice, se nutren sistemas como el cubano para conseguir que la gente dependa de ellos y para que no se ponga de acuerdo para actuar de manera diferente”. Recuerdo la idea de un proyecto burlesco sobre una organización considerada contra revolucionaria formada en su totalidad por miembros del ministerio del interior infiltrados en ella, que espiaban a cada uno de los otros miembros sin saber que todos eran agentes.

¿De dónde nacen los regímenes totalitarios como el comunismo, el más letal de todos? El autor se pregunta y se responde: “¿Qué tienen en común alemanes, italianos, rusos, polacos, cubanos, venezolanos, albaneses, checos, húngaros, chinos, coreanos del norte o camboyanos? Para mí lo único que los une son esos momentos de crisis -no necesariamente económica- que han sabido aprovechar individuos, partidos o potencias con muchas ambiciones y muy pocos escrúpulos”.

Enrique Del Risco nos invita a que hurguemos en la trastienda, aclarado ya que no es en lo sexual, “aquello que solo se revela en negativo -las dosis de humillación que esconde el anhelo por lo perfecto- de los regímenes totalitarios”. Porque, para compartir una experiencia, dice él en su introducción, una experiencia tan atroz como la del comunismo, primero hay que entenderla, y nos facilita claves no solo para entender qué pasado vivimos y qué futuro pudiéramos desear, si es que existe, porque “en realidad nos obsesiona saber cuánto de aquel régimen que despreciamos fue erigido por nosotros mismos, cuánto de él llevamos dentro”.

Porque, también explica puntualmente el autor: El totalitarismo -en Cuba como en cualquier sitio-, más que un régimen político, es una cultura, una civilización, una costumbre. «La primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre», nos dejó escrito un pensador renacentista, y Enrisco explica y amplía: “Costumbres que persiguen a muchos donde quiera que vayan para convertirse en añoranzas atroces: se llega a extrañar las colas, las escuelas al campo, la carne y los muñequitos rusos, las series policiacas de exaltación a la chivatería, la salsa de tomate autóctona, los cantautores comprometidamente plañideros, la chusmería militante y la militancia chusma”.

Uno arrastra casi para siempre esos recuerdos, porque así vivimos y qué otra vida vamos a recordar, aunque haya sido terrible. Yo mismo, recién salido de la isla y en otra isla llamada Tenerife, miraba en derredor y bajaba la voz cuando iba a hablar de la situación cubana o mencionaba el maldito nombre de Fidel Castro. Me sorprendí muchas veces diciendo que, durante el período especial en Cuba, el apagón que más me gustaba era el de 8:00 de la mañana a 4:00 de la tarde. Eso es masoquismo envasado al vacío, como repetir los nombres de sitios que fueron rebautizados por la revolución, o recordar con nostalgia frases de canciones como esa que pide que le cran que es feliz abriendo una trinchera, sin entender que eso es masoquismo en estado puro.

A los que estamos acostumbrados al humor brillante de Enrique del Risco, advierto que en este libro no hay humor, más allá del bisturí con el que él delimita los bordes del dolor que nos provocan los autoritarismos. Te puedes reír del dolor, pero no de gozo, porque eso sería precisamente masoquismo. Sino como una manera de abrirnos las heridas y entender cómo fue que nos fuimos acostumbrando a ellas y por qué perdonamos, de alguna manera, a quienes nos las provocaron, porque pensamos que es perdonarnos a nosotros mismos.

 *Tomado de ADNCuba

Homenaje a la revista Humor Sapiens en su X aniversario



Soy de los que piensa que el concepto de “humor inteligente” es una tautología. Como “blanca leche” o “hielo frío”. A ese nivel. Soy de los que asume que la caída de un gordo en la calle puede dar risa (siempre que el gordo en cuestión tenga seguro médico) pero no es necesariamente humor. Así de impertinente puedo ser, de machacón con la idea de que esa variante de lo gracioso que llamamos humor es más que mera contracción de músculos faciales y exhibición de dentadura. De los que viven convencidos de que para que el humor se produzca debe implicar al menos un par de sinapsis cerebrales, de neuronas que choquen, se sorprendan y hasta se alegren de haberse conocido.

Pero -a esta edad que me ha caído encima mientras hacía otras cosas- no me hago ilusiones. El mundo es como es y no como uno quiere, lo cual, dicho sea de paso, es mejor para el mundo y hasta para uno. Hoy, cuando el trabajo de los humoristas va siendo desplazado por videos minúsculos que desde cualquier parte del mundo repiten el viejo chiste del gordo que se resbala en la calle -calles cada vez distantes y exóticas, eso sí-, urge recordar que la risa no solo no está reñida con la inteligencia, sino que la segunda debiera ser condición básica de la primera. Esto es lo que hace de una manera ejemplar una revista como Humor Sapiens. Desde su título hasta cada uno de los artículos y entrevistas que publica Humor Sapiens asocia con naturalidad elementos que la inercia social va volviendo extraños y hasta excluyentes como la risa, la inteligencia y nuestra común -aunque poco ejercida- humanidad.

'El cubano puede seguir arrogante como siempre, pero la autoestima la siente lesionada'



Por Jorge Ignacio Domíguez López

En 1920, tras visitar Cuba y quedar fascinado por ella, el escritor norteamericano Joseph Hergesheimer diría que el encanto de La Habana radicaba sobre todo en el hecho de que era "una ciudad que no se siente abrumada por la historia". El nuevo libro de ensayos de Enrique Del Risco, titulado Historia y masoquismo (Ediciones Furtivas, Miami, 2023), podría tomarse como una explicación a la imposibilidad de decir hoy algo como lo que afirmaba Hergesheimer.

Página a página, Del Risco hace una disección de las raíces, manifestaciones y efectos del totalitarismo en general y, como ejemplos minuciosos, en su expresión cubana. Con la exégesis de meras anécdotas o síntomas superficiales de la relación entre el poder totalitario y los gobernados, se va dibujando también esa relación a ratos —¡casi siempre!— agónica entre el ser humano y la historia. De ese y otros temas del libro conversamos recientemente.

En Leve historia de Cuba, escrito a cuatro manos con Francisco García González en la Cuba de los 90 y publicado finalmente en 2007, hay una relectura de la historia del país desde el humor y la mordacidad. A ratos, Historia y masoquismo se lee como una versión seria de Leve historia de Cuba. ¿Te parece aceptable esa comparación? ¿Qué relación hallas —o no— entre los dos libros?

No lo había pensado, pero es factible la comparación. Y productiva. En ambos libros están presentes un par de obsesiones mías que, como todas las manías, empeoran con la edad: la obsesión por la historia cubana y por los efectos de esta en la vida de los cubanos, tanto colectiva como individual.

La diferencia fundamental entre ambos libros es que si la respuesta en Leve historia de Cuba se daba desde la ficción y partía de la impotencia que sufrimos la mayoría de los humanos frente al destino colectivo, en Historia y masoquismo voy un poco más allá, usando las armas del ensayo en lugar de las de la ficción. En mi nuevo libro la impotencia ante la historia se ha transformado en enfermedad crónica, uno de cuyos síntomas más notables es la adicción a la misma dinámica que es la fuente de nuestros pesares, como se diría en un bolero.

Me refiero a la cultura totalitaria. Porque pienso que la dinámica totalitaria no obedece a la naturaleza específica del pueblo cubano. Responde más bien a la lógica del propio sistema, a cuya atracción no es ajena ningún pueblo. Porque hay que tener presente que el totalitarismo apela a los mismos instintos universales que antes satisfacía la religión, instintos que no se han apagado por mucho que las sociedades se complazcan en parecer ahora más laicas.

En los asuntos que trata Historia y masoquismo tenemos la confluencia de dos niveles de interpretación usualmente incompatibles. Uno es el de la historia, que es contingencia, hechos únicos e irrepetibles en el tiempo, y otro nivel es el de la psicología, con sus instintos incrustados en lo más profundo de la psiquis humana que un sistema tan aberrante como el totalitario logra potenciar de una manera escandalosa.

En el primer ensayo de la segunda sección del libro ("Historia") analizas la irascibilidad del totalitarismo cubano ante el humor. Mañach, en su Indagación del choteo habla de "esa afición al desorden, ese odio a la jerarquía, que es esencial del choteo". Pero Mañach se refiere al carácter del cubano, mientras que tú hablas de "humoristas profesionales". ¿Ves algún paralelismo entre las reacciones del régimen ante “el choteo” y el “humor profesional”?

Cuando se trata de analizar las relaciones entre el Estado y el humor por fuerza tenía que referirme a los humoristas profesionales. Porque, por mucho que el Estado haya intentado controlar las respuestas humorísticas a la realidad que él mismo impone, el humor del cubano de a pie ha quedado siempre fuera de su control.

Puedo recordar épocas completas donde ningún humorista profesional hacía referencia a la situación política, pero no recuerdo una sola etapa de mi vida donde los chistes populares no se burlaran implacablemente del sistema. En uno de los primeros chistes que retengo en la memoria se preguntaba que entre el choque entre el avión donde viajaba Fidel y el avión de Raúl quién se salvaría. La respuesta era "Quien se salva es el pueblo". Todo el mundo —incluso en las familias castristas— se sabía chistes, aunque solo los contara en círculos muy reducidos, de mucha confianza.

Debo añadir que ese choteo al que se refiere Mañach —que siempre trato de distinguir del humor popular, que son fenómenos que pueden partir de una actitud similar pero no son idénticos— tiene un doble filo. Si por un lado funcionaba como una forma de resistencia blanda frente a la rigidez totalitaria e intentó ser suprimido durante los primeros años de castrismo, luego ha pasado a ser instrumentalizado por el poder en su versión más populachera con los actos de repudio y las marchas de apoyo al Gobierno. El choteo de que hablaba Mañach ha demostrado ser más resistente que los sistemas políticos por los que ha atravesado el país, pero ni es responsable de la existencia de estos como no lo es de su desaparición.

En cambio, contra los humoristas profesionales —un sector que durante toda la República no dejó de satirizar al poder de turno— el castrismo fue implacable desde el mismo comienzo, mucho antes de que se enfilara contra otros sectores de la sociedad. Cuando la mayoría de los estudiosos fija el inicio de la censura castrista en el "Caso PM" en el verano de 1961 ignora que ya el 6 de febrero de 1959 Fidel Castro había llamado al pueblo a un boicot contra la publicación humorística Zigzag por haber publicado una caricatura que lo incomodó sin siquiera ser especialmente irrespetuosa. Y cuando el líder del país enfiló sus cañones retóricos contra la principal publicación humorística del país —que había estado a la cabeza de la crítica del batistato— el resto del gremio ya quedó advertido para siempre.

Es importante insistir en que, descontando a los representantes del batistato, los humoristas —junto a los jueces y periodistas que cuestionaron la aplicación industrial de la pena de muerte— fueron de los primeros en sufrir acoso oficial, pero, como en aquel famoso poema de Martin Niemöller, nadie dijo nada porque la sociedad asumió que no era con ella. Eso fue uno de los errores iniciales de la sociedad cubana frente a la revolución triunfante: no entender que los humoristas constituyen uno de los sensores más finos con los que contamos para detectar altas concentraciones de autoritarismo y fanatismo. Los humoristas están siempre entre los primeros en ser acosados por los regímenes autoritarios: en parte porque lo que menos que te perdonan es que no te los tomes en serio y en parte porque el mayor riesgo profesional de los humoristas es que a ellos mismos nadie se los toma con seriedad. Excepto los represores, claro.

En varios de los textos que conforman el libro te refieres al papel legitimador que la Nueva Trova tuvo para el régimen cubano. El cine, la literatura, las artes plásticas (en especial el afiche), el teatro... jugaron de algún modo ese mismo papel en las décadas del 60 y el 70. ¿Por qué te parece la Nueva Trova un caso que merece un análisis más insistente?

Primero hay que recordar que la tradición musical cubana es mucho más sólida que el resto de las disciplinas artísticas y que el público local tiene un oído más atento para la música que para otras manifestaciones. También debemos recordar que desde la aparición de los cassettes, la música para circular no necesitaba de la intermediación de un Estado que se había adueñado de las imprentas, las galerías, los cines, los teatros, la industria cinematográfica, los estudios de grabación etc.

También hay que distinguir a Silvio Rodríguez del resto de los propagandistas más ramplones dentro de la Nueva Trova, incluido Pablo Milanés que como compositor lírico podía ser exquisito, pero en términos propagandísticos siempre fue muy elemental, como si no se lo creyera del todo o como si no consiguiera compaginar su costado lírico con las exigencias de la propaganda. En cuanto a Silvio, debe recordarse que antes de convertirse en una suerte de retórico oficioso del régimen con su baba amorosa ("solo el amor engendra la maravilla", "que sin esperanza dónde está el amor", etc) desarrolló un discurso de resistencia que circulaba de mano en mano a través de los cassettes que mencionaba antes.

Se trataba de una resistencia muy limitada, nunca antagónica, pero que manifestaba de manera clara el rechazo a ver sometida su individualidad al gran proyecto colectivo, tal y como se le exigía al hombre nuevo, su renuencia a ser mero repetidor de la propaganda estatal. De esa mínima resistencia ética y estética a convertirse en pura propaganda las canciones de Silvio sacaron buena parte de su fuerza, de su encanto, un encanto que para muchos perdura hasta hoy. Pero incluso dentro de esa resistencia había mucho de rendición ética y estética a ese monstruo insaciable que es el Estado totalitario.

Ese sometimiento con los años y los compromisos creados se ha ido haciendo más profundo. En un documental reciente Silvio ha llegado a afirmar :"Yo siempre supe que la Revolución era más importante que yo. Eso lo tuve claro. Y eso fue lo que me salvó". Cuando Silvio habla de salvación lo hace en un sentido policial pero también religioso. Es ahí, con esa convicción religiosa —religiosa en el peor sentido, el más pobre— donde todo el posible humanismo que Silvio intentaba definir y defender en sus canciones se va al carajo. Es esa mezcla de retórica humanista con fe en el sentido de la Historia encarnado por la Revolución (nótense las mayúsculas) a lo que empezó a apelar el régimen cuando ya la propaganda real-socialista de la primera mitad del castrismo había perdido toda eficacia.

Pero también está el resto de los neotrovadores cuyas canciones no son aprovechables por la retórica del poder pero tampoco consiguieron cortar su cordón umbilical con el castrismo y su retórica "revolucionaria". Esos que emplazaban tímidamente al sistema al mismo tiempo que se consideraban sus hijos, sus herederos y continuadores, y se presentan a sí mismos como los verdaderos "revolucionarios". Con una relación tan dependiente de la retórica del poder es muy difícil crear un discurso verdaderamente auténtico y autónomo.

En cambio, el verdadero logro de la Nueva Trova en su conjunto fue crear una música cubana auténticamente triste. Hasta entonces, incluso en los boleros cubanos más plañideros y cortavenas, había mucho de impostura, de sobreactuación, de juego. Se fingía un dolor que luego era negado en la próxima composición del autor, (cuando no negaba esa tristeza en la misma canción como ocurre con "Lágrimas negras"). Las canciones de la Nueva Trova son en cambio genuinamente tristes, una tristeza permanente que —sospecho— emana de la impotencia esencial de una generación que se veía en el mejor de los casos como mera imitadora de la anterior sin nada realmente nuevo que hacer o que decir.

Escuchas aquello de "a los héroes se le recuerda sin llanto" en una canción donde a la muerte se la llama "artesana del sol" y no te queda otro remedio de sentir una lástima infinita por esos jóvenes que se llamaban "revolucionarios" pero no tenían otra opción que venerar e imitar mansamente a los que los precedieron. O morirse de una buena vez.

En la introducción a Historia y masoquismo rechazas la predeterminación del totalitarismo a favor de una tesis que lo considera un peligro constante que puede asolar a un país cuando coinciden ciertos hechos, personajes o elementos fortuitos en un momento de su historia. ¿Cuáles son entonces para ti esos elementos que nos hicieron caer como pueblo en un régimen totalitario que ya tiene el sabor de lo eterno?

Una vez que se cae en la trampa totalitaria existe la tentación de buscar una predeterminación, un fatalismo en la historia anterior. De girar toda la discusión en torno a la culpa colectiva. Pero como dije antes, el totalitarismo ha florecido en pueblos tan distintos que la búsqueda de raíces culturales, históricas o idiosincráticas se vuelve un contrasentido. Visto todos los casos a la vez lo que sí tienen en común es la situación de crisis e inestabilidad política, económica o social —con la consecuente desconfianza hacia la posibilidad democrática— que refuerza la siempre latente "nostalgia del absoluto" presente en las sociedades modernas de que habla George Steiner. Una situación que es aprovechada por un aspirante a tirano, un partido o incluso una potencia extranjera para instaurar un régimen que pretende convertir la exaltación temporal de las revoluciones en algo permanente.

¿Qué tienen en común alemanes, italianos, rusos, polacos, cubanos, venezolanos, albaneses, checos, húngaros, chinos, coreanos del norte o camboyanos? Para mí lo único que los une son esos momentos de crisis —no necesariamente económica— que han sabido aprovechar individuos, partidos o potencias con muchas ambiciones y muy pocos escrúpulos.

Disculpa la alegoría elemental: uno puede ser responsable de haberse emborrachado, pero si en medio de la borrachera alguien te viola un juez dictaminaría que el responsable de la violación es el violador. El que quiera buscar una explicación ideosincrática del totalitarismo tiene que tener en cuenta el experimento de las dos Coreas: con los mismos coreanos se construyó uno de los sistemas totalitarios más perfectos del planeta y uno de los capitalismos democráticos más pujantes de la actualidad.

Por otro lado, la tentación totalitaria sigue presente en cualquier sociedad incluyendo EEUU, donde vivo. Puede ser bajo la consigna "Make America Great Again" que agita un personaje como Trump, cuyos pujos autoritarios me recuerdan muchísimo a los de Fidel Castro. O también en la forma de ese totalitarismo por cuenta propia que es la corrección política: con el pretexto de la erradicación de la desigualdad y de la opresión a las minorías se pretende imponer principios morales por encima de la ley —condenando a gente a la marginación y al ostracismo sin llevarlas a juicio— y se intenta regular la vida cotidiana en esferas en las que ni el peor stalinismo soñó inmiscuirse.

Hasta ahora las instituciones democráticas norteamericanas y el sentido común han prevalecido frente a las presiones desde ambos extremos, pero nada garantiza que una buena crisis termine empujando a la sociedad hacia alguna trampa totalitaria.
 
Al final de "El sueño de los otros", uno de los textos de la primera parte de tu libro, planteas una serie de preguntas sobre el efecto a largo plazo (¿o eterno?) del totalitarismo. ¿Crees que muchos cubanos de la Isla "están así" porque siguen viviendo bajo un régimen totalitario que ya dura más de seis décadas o que "son así" ya para siempre, porque el régimen, en efecto, logró cambiar el carácter del cubano?

El carácter es uno de los rasgos más profundos —y por eso mismo más indefinibles— en la identidad de un pueblo, pero 64 años no son pocos para un pueblo joven, siete más que toda la República, periodo que sin dudas dejó huellas en el carácter nacional. Cambios hay con cada generación: basta escuchar las quejas que los que llevan dos meses en Miami tienen sobre los que acaban de llegar. Los emigrados siempre terminan convertidos en expertos en encontrar diferencias con los que llegan después.

Pero, hablando más en serio, si algo parece haber cambiado de manera profunda en el carácter del cubano es la confianza. Los regímenes totalitarios están especialmente interesados en minar la confianza que sus súbditos tienen en el resto de la sociedad y en sí mismos porque esa confianza es fundamental tanto para cambiar la sociedad como nuestras vidas.

El cubano puede seguir arrogante como siempre, pero la autoestima la siente lesionada. De esa desconfianza se nutren sistemas como el cubano para conseguir que la gente dependa de ellos y para que no se ponga de acuerdo para actuar de manera diferente. Una desconfianza que nos persigue a donde quiera que vayamos y que ha lastrado muchos empeños colectivos e individuales.

Que un régimen tan meticulosamente aberrante y pretencioso deje huellas profundas en la gente no debería sorprender a nadie. Si los peores instintos humanos existen incluso en sociedades donde se les castiga, ¡cómo no van a florecer allí donde se les premia! Lo que de veras me sorprende son los jóvenes que salen de Cuba tan funcionales y decentes como los que han crecido en condiciones mucho más favorables. Y ese detalle, además de sorprendente, es muy alentador.


Historia y masoquismo, de Enrique del Risco, tendrá dos presentaciones en Miami. Mañana 20 de octubre a las 7:30PM, dentro del Festival La Guagua de Lei Nai Shou en La Esquina de Abuela (2705 NW 22nd Ave. Miami) y el sábado 21 a las 8:30PM en Artefactus Cultural Project (12302 SW 133rd Ct, Miami), acompañado de Ramón Fernández Larrea.

Yesenia Selier: notas sobre el vacío

 



Por Enrique Del Risco

Ha muerto Yesenia Selier, bailarina, coreógrafa, performer, investigadora, educadora, promotora cultural, activista por la igualdad racial y orgullosa madre soltera de trillizos. La lista de títulos podría ser mucho más extensa pero dejar de mencionar tan solo uno de los anteriores sería disminuir demasiado a alguien a quien la ahora corta vida que vivió desde siempre le quedó pequeña, estrecha a sus ambiciones múltiples y abrumadoras.

Yesenia, nacida en La Habana pero con hondas raíces en San Diego de Núñez, Pinar del Río, (la patria chica del novelista Cirilo Villaverde como no cesaba de recordarme) se graduó de psicología en la Universidad de la Habana para luego hacer un máster de Estudios Latinoamericanos en la New York University. Esa era la misma institución con la que pensaba graduarse de doctorado una vez que le pusiera punto final a la tesis sobre danza que pensaba defender el próximo año. Porque todo lo que había hecho hasta ahora —desde promotora de hip hop hasta profesora de danzas afrocubanas, desde realizadora de audiovisuales hasta colaboradora de artistas visuales estrellas musicales y cinematográficas como Wynton Marsalis, Chucho Valdés, Pedrito Martínez, Teresita Fernández, Coco Fusco, April Yvette Thompson o Matt Dillon— no era nada en comparación con lo que planificaba hacer en los próximos días, meses, años. Con todo y su abultado currículum cabía sospechar que lo mejor siempre estaba por venir.

“Pitia”, “maga”, “sacerdotisa” preferiría llamarse antes que cualquier clasificación ortopédica con la que los resumés reducen a quien desborda sus cuadrículas. Yesenia, ser tan actuante como inteligente, era capaz de explicar la naturaleza y el sentido de una danza con la misma precisión con que la ejecutaba. Verla inundar el escenario del Rose Hall con su interpretación de Yemayá que era a la vez orisha y oleaje marino suponía un privilegio y a la vez el redescubrimiento que el mundo se nos resiste a ser descuartizado en magia y razón. Maga era también Yesenia cuando convertía a un puñado de gringos pálidos, tan bienintencionados como cortos de talento rítmico, en solvente conjunto rumbero.


Cuando dije en su presencia que los cubanos en el exterior solíamos sobreactuar nuestra cubanía Yesenia se lo tomó como algo personal. La entiendo: lo que en otros sería sobreactuación en ella era naturaleza manifestándose. Nada tenía de complaciente o turístico su interpretación de lo afrocubano. Su performance sobre José Antonio Aponte, pionero de la rebeldía afrocubana fue justo lo contrario al exotismo complaciente. Había que ver las caras de terror mal contenido de los académicos espectadores cuando Yesenia, ataviada de Yemayá, destrozó una muñeca plástica lanzando griticos agudos, escalofriantes: más que de Aponte el público parecía sentirse cerca de los hacendados que celebraron su ejecución. Con un gesto similar Yesenia no acudía a los subterfugios de la meticulosa clasificación racial cubana para identificarse: negra se llamaba a sí misma para dejar claro que, aunque fuera mulata y bailara rumba, para nada quería congraciarse con el exotismo cómodo de la mulata rumbera.  

No puedo calcular hasta qué punto Yesenia sufrió el racismo o la misoginia en su tierra o en ésta pero sospecho que, aparte del desprecio grosero y asustado ante el fenómeno que era ella, su fina sensibilidad debió resentir el sofisticado racismo de salón de la academia norteamericana. Me permiten calcularlo los obstáculos que encontró como directora de Religiones Afro-Globales en el Smithsonian National Museum of African Art. O que, en medio de su actuación en el Rose Hall, al explicarle a alguien que además de bailar cursaba un doctorado comentara: “Ah, una mulata intelectual”. Como si ante el tremendo reto mental que representaba Yesenia para mi interlocutor su cerebro solo pudiera proporcionarle clasificaciones salidas del teatro bufo.


El respeto que merecía Yesenia por sus investigaciones, su reconstrucción y difusión de las danzas afrocubanas, su activismo, me llevó a proponer su candidatura como miembro de la Academia de Historia de Cuba en el Exilio, propuesta que fue aceptada de inmediato. Recuerdo el discurso que dio aceptando su inducción a la AHCE sobre la presencia afrocubana en la historia del país como uno de esos momentos a una institución que se precia de rescatar el pasado de la nación. Los múltiples compromisos de Yesenia académicos y artísticos hizo que su colaboración con la AHCE fuera menos abundante de lo que hubiera deseado. No obstante, y tras mucha insistencia, el mes pasado conseguí publicarle su magnífico ensayo “La habitación propia de la negra cubana”.

Sin embargo, de los sucesivos avatares de Yesenia creo que ninguno la define mejor que el de amiga. Esa continua exigencia entre iguales que es toda amistad verdadera Yesenia se la ofrecía y demandaba lo mismo a una estrella de cine que a su familia. Nos conocimos por más de tres lustros, fue maestra de mis hijos de todas las maneras posibles, vivíamos a quinientos metros de distancia, compartimos montones de alegrías y unas cuantas angustias, sus hijos crecieron junto a los míos, pero aun así nuestra complicidad con el mundo de Yesenia no tenía nada de especial: todos sus amigos, (que constituíamos legiones porque era imposible sustraerse al encanto de su entrega) éramos especiales. Especiales al punto que, pasadas las presentaciones en la sala de su casa, parecíamos un cónclave de los mayores genios que ha dado la humanidad, inflados por la inagotable generosidad de nuestra anfitriona.

Imposible no llegar a las lágrimas al pensar que esa sonrisa franca de trompeta de carnaval no estará esperándonos tras la puerta de su apartamento oloroso a puerco y pollo al horno. Junto al dominó de su madre y el cariño tímido de sus hijos ya hombres. Tan imposible como asomarnos al balcón desde donde contemplábamos el majestuoso paisaje de Manhattan entretenidos en despellejar el universo y no pensar que fue el último sitio que pisó, el último paisaje que retuvo antes de saltar al vacío. Desde donde escapó de sus bien disimuladas angustias quien tanto nos dio hasta decidir que ya era suficiente.

Empecé escribiendo “ha muerto Yesenia Selier”. “Fallecer” me parece un eufemismo cuando la muerte se te estrella contra la cara con su violencia congénita. En el caso de Yesenia “fallecer” solo tiene sentido si se recuerda su sentido original de “faltar”. Al margen de la imposible digestión de su muerte lo más definitivo que nos deja Yesenia Selier es el vastísimo vacío que intentamos ir rellenando con el recuerdo de su deslumbrante paso por nuestras vidas, ahora mucho más pobres; con la reunión de su obra ahora dispersa; con la tremenda mentira de que así no se irá del todo, cuando lo único cierto es que alguna vez una sola persona (mujer y negra, recalcaría ella) fue capaz de rellenar todo eso. Y no le pareció suficiente.