martes, 23 de julio de 2024

La universidad ¿un espacio seguro?*


 Albert Einstein, cuyas teorías cambiaron nuestra concepción del universo, tenía más reservas ante los poderes de la teoría de las que pudiera pensarse. De él es la afirmación de que “en teoría, la teoría y la práctica son lo mismo, pero en la práctica no lo son”. Esto es válido especialmente en las universidades, un espacio donde se intenta acortar las distancias entre las ideas y la realidad mientras la segunda se mantiene elusiva ante los intentos de la primera por aproximársele. Esto vale no solo para las teorías que continuamente propugnan las diferentes disciplinas que se estudian allí sino también para las ideas sobre las que se asienta la organización de los centros de educación superior en estos tiempos.

Tomemos por ejemplo el concepto de “safe space” o espacio seguro. Hace tiempo las universidades se proclaman orgullosas como espacio seguro para los estudiantes, entendiendo el concepto de “safe space”, de acuerdo a la definición del diccionario Oxford, como “un lugar o ambiente en el cual una persona o una categoría de personas pueden sentirse confiadas de que ellos no serán expuestos a discriminación, crítica, acoso o cualquier otro tipo de daño físico o emocional”. Incluso a temperatura y presión normales este concepto, por deseable y noble que parezca, ha encontrado grandes dificultades a la hora de ser aplicado sin que a su vez amenace la posibilidad de expresarse libremente en el ambiente académico. Sobre todo, en tiempos en que las mismas nociones de discriminación y acoso se han expandido de tal manera que se ha hecho demasiado fácil ofender a cualquiera sin siquiera pretenderlo. Quien lea mis artículos para esta columna puede pensar que su autor vive aterrorizado ante la posibilidad de que sus estudiantes lo acusen por algún delito de lesa incorrección. Todo lo contrario: ya sea porque he logrado crear un ambiente de confianza en mis clases o porque he tenido la suerte de tener estudiantes especialmente comprensivos, mis clases transcurren en un ambiente relajado donde no se excluye la polémica. Y hasta ahora ninguno se ha sentido ofendido. Todo lo contrario: en las evaluaciones que se realizan al final del curso las cuestiones referidas a la inclusividad o a mi capacidad para hacer sentir a todos parte de la clase reciben las notas más altas. Pero al mismo tiempo soy consciente de que esa no es la regla en la universidad actual. Conozco demasiados casos de colegas y estudiantes, atrapados en las férreas tenazas de la corrección política como para ignorarlo. Equivaldría -y me excusan lo extremo del símil- a negar en una dictadura la existencia de abusos simplemente porque estos no hayan afectado a tu familia.     

El tema del “safe space” se ha vuelto especialmente relevante en las universidades en los últimos meses a propósito de las manifestaciones estudiantiles contra la invasión de Gaza por parte de Israel. Habiendo vivido mis años de estudiante bajo un estado totalitario valoro como el que más la necesidad de los ciudadanos de expresar públicamente sus puntos de vista y protestar contra todo aquello que consideren injusto. Especialmente los estudiantes, seres que atraviesan un momento de sus vidas en que la conciencia y la sensibilidad ante los problemas del mundo se aguzan como nunca, antes de que, más tarde en la vida, los compromisos y el natural egoísmo los sumerjan en un estado de abulia permanente. Más, como en este caso, cuando se trata de la muerte de seres inocentes atrapados entre dos lógicas políticas antagónicas e implacables.

Como he dicho antes en esta misma columna, las manifestaciones motivadas por el conflicto en Gaza han revelado la endeblez de todo el aparato teórico sobre el que se sostiene la universidad actual y la enorme distancia que existe entre su teoría y su práctica. Entre todas las concepciones teóricas que imperan en la universidad en estos tiempos ninguna se ha mostrado más inoperante que la del “espacio seguro”. Se ha pasado sin transición de considerar la mención de una palabra sin destinatario concreto ni abstracto como una señal de acoso a que amenazas de muerte hacia destinatarios concretos sean vistas como modos legítimos de expresar indignación. De pretender proteger a los estudiantes de ofensas imaginarias a ser incapaces de protegerlos de insultos y humillaciones. De consentir los más mínimos caprichos de los estudiantes más hipersensibles a llamar a la policía antidisturbios ante el mínimo amago de protesta organizada (en mi universidad al menos fue así), a amenazarlos con la expulsión o a forzarlos a dejar por escrito su arrepentimiento por haber participado en las protestas, como en los mejores momentos del camarada Stalin.

Frente a este panorama me parece particularmente alarmante la insistencia de administrativos y profesores de que las universidades sean un “espacio seguro”. ¿Seguro para qué? ¿Y cómo? Porque, al margen de su buenismo teórico, el “safe space” en la práctica coarta la libertad de expresión, la capacidad de los estudiantes de entender la realidad e interactuar con ella y de debatir con civilidad posiciones contrapuestas y prioriza unas concepciones del mundo sobre otras sin la posibilidad de ser confrontadas por otros puntos de vista o por las propias evidencias que continuamente provee la realidad.

La idea de espacio seguro no se propone preparar a los estudiantes para los desafíos que enfrentarán en medio de lo real sino justamente en lo contrario: con la idea de’ “safe space” se le promete al estudiante que en la universidad no encontrará nada que lo contraríe o lo perturbe. Una promesa que, si en tiempos relativamente apacibles es imposible de cumplir sin prejuicio para el libre intercambio de ideas, en el presente revuelto en que estamos resulta, además de irreal e hipócrita, decididamente enajenante. ¿Cómo hablar de espacio seguro cuando a los estudiantes se les escupe y empuja, se los amenaza o reprime? ¿Cómo priorizar la idea de “safe space” en medio de los acontecimientos actuales sin pensar en la imagen del avestruz enterrando su cabeza en el suelo?

No se trata solo de que la idea de “safe space” proponga un espacio sin conexión con el mundo real. La ilusión de un espacio que asegure la ausencia de incomodidad y conflicto supone asumir que todos coincidimos en nuestras nociones del bien y del mal a un extremo tan minucioso que hace imposible la discrepancia en cuestiones que nos importen. Como tal cosa es irrealizable en la práctica equivale a ejercer una discreta pero interminable violencia sobre todos nosotros con el solo objetivo de apaciguar la conflictiva naturaleza de lo real.

Más valdría recurrir al viejo concepto de tolerancia de John Locke que en su famosa carta partía de una básica petición de humildad: esto es, el reconocimiento de que ninguna institución humana o individuo puede evaluar de manera confiable las afirmaciones de verdad de los diferentes puntos de vista en competencia. Porque la búsqueda de la diversidad no solo equivale a aceptar a personas de diferentes razas, orígenes étnicos o nacionales sino a reconocer las inevitables diferencias entre nuestros puntos de vista. Y la tolerancia, más que una forma de condescendencia, consiste en el derecho de todos a exponer sus opiniones dentro de límites básicos de civilidad y respeto. Nada que no se haya dicho antes millones de veces pero, en vista de las actuales circunstancias, no está de más recordar.


*Aparecido originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

miércoles, 17 de julio de 2024

La conjura de los frívolos

 


El lamentable atentado a Donald Trump el sábado pasado ha sido, como era de esperar, la señal de arrancada para un festival de teorías conspirativas. Del lado republicano proviene la más obvia: la de que se trata de una monstruosa conspiración demócrata para impedir que Trump regrese a la Casa Blanca. Del bando demócrata imaginan una no menos monstruosa conspiración republicana para, exhibiendo a su candidato como víctima de la violencia de los adversarios, reforzar sus opciones de triunfo electoral en noviembre.

Sin embargo, ambas teorías tienen que enfrentarse con la terca simpleza de los hechos. De un lado, si bien fallas injustificables del sistema de seguridad permitieron que se atentara contra Trump tanto por el arma usada como la propia identidad del perpetrador no permite pensar que se trate de asunte de profesionales. Por otra parte, que las balas pasaran a unos centímetros del cráneo del candidato bastarían para descartar la teoría de un autoatentado pero ¿cómo oponerle a la fértil imaginación de los conspiranoicos de ambos bandos las diezmadas fuerzas del sentido común?

 Lo que no es recomendable en ningún caso -y esto lo digo pensando sobre todo en el bando demócrata- es tomarse a la ligera -de una manera frívola e inconsecuente quiero decir- el propio hecho de que uno de los candidatos a la presidencia del país haya sido víctima de un ataque de ese calibre. Si bien de naturaleza distinta, esta agresión comparte con el asalto al congreso del 6 de enero de 2021 la condición de ataque directo a la propia idea de democracia y el reforzamiento de la noción de que es lícito que la violencia substituya el pasado o futuro resultado de las elecciones. Piénsese por un momento en la posibilidad de que el atentado a Trump hubiera tenido éxito. ¿Les parece poco pensar que por unos centímetros nos hemos librado de momento de una guerra civil en toda regla? ¿Tan atractiva les parece esa posibilidad que no les permite pensar en la gravedad de sus consecuencias? ¿No se les ocurre pensar que hubiera tenido consecuencias tan desastrosas como las que hubiera podido tener un supuesto éxito del asalto al congreso? Luego de hacerse esas preguntas uno termina sospechando que ninguno de los bandos en pugna se toma en serio las amenazas apocalíticas con las que nos bombardean.  

Más que los hechos mismos, no ver la terrorífica gravedad que suponen para la propia idea de dirimir pacíficamente los desacuerdos que existen en la sociedad supone ahondar en la mayor crisis que ha sufrido el sistema democrático desde hace un siglo, cuando el fascismo y el comunismo se propusieron como las alternativas naturales a las democracias burguesas. Ninguna teoría conspirativa alcanza para explicar cómo ambos extremos parecen sincronizarse para destruir el peor sistema de convivencia social que se ha inventado a excepción de todos los demás. Tal parece que hubiera una conjura bipartidista para -empeñado en ver al bando contrario la encarnación de todo el mal del mundo- no tomarse en serio la gravedad de la situación actual y poder seguir alimentando alegremente el fuego de sus rencores. Porq uesiempre será más fácil creer en conspiraciones que hacerse responsable de las paranoias propias. Que como dioses minúsculos pero tenaces el mundo está hecho a la medida de nuestros más retorcidos deseos.

martes, 2 de julio de 2024

Fidel, tirano tímido*



Antes del encontronazo en Córdoba en 2006 con el periodista exiliado Juan Manuel Cao, que terminó sacándolo de circulación, uno de los mayores berrinches públicos protagonizados por Fidel Castro fue en una reunión con aprendices de periodistas en la Universidad de La Habana en octubre de 1987. Digo público y exagero. En realidad, la reunión ocurrió a puertas cerradas en la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (ese que los cubanos llamamos «El Partido», para abreviar, a falta de otro). A pesar de que el suceso contó con la mayor concentración de periodistas por metro cuadrado que conociera la república por aquellos días, no trascendió a la prensa.

Por suerte existen los rumores. Gracias a ellos nos enteramos de que en la reunión los pichones de periodistas, soliviantados por los aires de apertura que soplaban desde la Unión Soviética, se cuestionaron la realidad nacional al punto de que el Comandante en Jefe, primer secretario del Partido y presidente del Consejo de Estado y de Ministros, llegó a dar un puñetazo en la mesa. Si los rumores son fidedignos, lo que detonó la explosión del Máximo Líder fue la afirmación de que en la prensa cubana circulaba rampante el culto a su personalidad.

Fidel Castro siempre fue especialmente sensible con el tema. No solo decía haber combatido el culto a la personalidad, sino que afirmaba —con su modestia característica— haber marcado nuevas pautas universales al respecto. «En nuestro país nos cabe a los dirigentes revolucionarios la honra de haber establecido un precedente único hasta hoy —dijo el 13 de marzo de 1966—, que fue una ley de la Revolución, una de las primeras leyes de la Revolución, estableciendo la prohibición de ponerle el nombre de ningún dirigente vivo a ninguna calle, a ninguna ciudad, a ningún pueblo, a ninguna fábrica, a ninguna granja; prohibiendo hacer estatuas de los dirigentes vivos; prohibiendo algo más: las fotografías oficiales en las oficinas administrativas. Le cabe a esta Revolución ese honor».

Cuando hacía un resumen de sus primeros 20 añitos en el poder, el Comandante en Jefe aseguró: «Nuestra Revolución jamás devoró a ninguno de sus hijos, porque no hubo culto a la personalidad ni dioses sedientos de sangre. La más estrecha unión, respeto y camaradería reinó siempre entre todos los revolucionarios». Cuando se había retirado de sus cargos oficiales de secretario general, etcétera, se ufanaba de que «Nunca se practicó tampoco en nuestro país el culto a la personalidad, prohibido por nuestra propia iniciativa desde los primeros días del triunfo». Cierto que luego del fusilamiento de Ochoa y el curioso infarto de Abrantes hablar de «estrecha unión, respeto y camaradería» se hacía incómodo y el retirado Comandante en Jefe prefirió ser discreto al respecto.

Usemos su estilo rotundo para decir que nunca un hombre de Estado se vanaglorió más de su humildad. Incluso llegó a decir que «El ejercicio del poder debe ser la práctica constante de la autolimitación y la modestia». ¡Ya habría querido Marco Aurelio tanta contención para sí! Pero preguntémonos, en serio, ¿por qué tanto comedimiento en una personalidad desbordada por naturaleza? Deberemos recordar entonces que, a diferencia de Mao Tse Tung o Kim Il Sung, el reinado de Castro I se inició cuando todavía resonaban los ecos del XX Congreso del PCUS de 1956. Allí, el entonces secretario general Nikita Khrushev había resumido una de las carreras criminales más brillantes en la historia de la humanidad bajo la acusación, más bien tenue, del culto a la personalidad. De las conclusiones del histórico congreso soviético, el Comandante en Jefe, etcétera, extrajo una de sus más importantes lecciones para el ejercicio del poder en nombre del comunismo. Podías mandar a la muerte a 20 millones de personas —si la demografía de la nación lo permitía, claro—, pero lo verdaderamente imperdonable para una ideología tan arraigada en la humildad sería llenar el país de estatuas y retratos tuyos.

El culto de la personalidad del líder tal y como lo había ejercido en vida Stalin era, además de poco pragmático, un atentado a la estética. Instalar en cada población del país una estatua en bronce de al menos el doble del tamaño natural era, por una parte, un despilfarro de materias primas y, por otro, una obscenidad.

Eso no no impedía que cada vez que el Comandante en Jefe tomaba la tribuna para lanzar un discurso —de al menos dos horas y media— todos los canales de televisión y las estaciones de radio lo transmitieran en cadena y todos los periódicos lo reprodujeran al día siguiente en su totalidad. O que no hubiera recurso más socorrido para adornar ciudades, fábricas o carreteras que empapelarlas con frases tomadas de los mismos discursos acompañadas de un retrato de su modesto autor. O que las menores insinuaciones lanzadas en sus discursos tomaran desde la mañana siguiente fuerza de ley inapelable, sin importar siquiera que contradijera lo dicho por el mismo orador en una ocasión anterior.

Muy pronto, el Comandante etcétera le tomó el gusto a tan esforzado ejercicio de autocontención y timidez. ¿Para qué aparecer como el origen de las decisiones y medidas que se tomaban en el país, si bien podía presentarse como el intérprete y ejecutor de los deseos del pueblo? ¿O por qué no permitirles a sus ciudadanos expresar libremente lo que su líder había decidido por ellos? ¿Era necesario eliminar el estipendio que recibían los estudiantes universitarios? Se le daba la tarea al deportista más popular del momento —el inefable Alberto Juantorena— para que en nombre de los estudiantes del país renunciar a unos pesitos que nadie en su sano juicio hubiera rechazado.

¿Había que revitalizar las milicias? Se le daba la palabra a un humilde ciudadano para que les recordara a los asistentes en algún magno evento la necesidad de defender la patria y usar los fines de semana en infinitos entrenamientos. ¿Cometía el Comandante un error de cálculo sobre la cantidad de gente dispuesta a irse del país en 1980? Dejaba que el pueblo se lanzara «espontáneamente» a asediar a los que optaban por irse. ¿Se empezaban a multiplicar las voces disidentes? El pueblo, tan autónomo siempre, creaba grupos parapoliciales nombrados «Brigadas de Respuesta Rápida» que se encargaban de los famosos actos de repudio.

Todo lo anterior fue iniciativa popular, si no me cree busque en los discursos del Comandante las expresiones «Brigadas de Respuesta Rápida» y «actos de repudio» y no los encontrará ni una sola vez. (Sin embargo, fui testigo en 1990 de cómo un «seguroso» vestido de civil montaba en una guagua para animarnos a participar en un acto de repudio «espontáneo» contra «los que nos quieren quitar las escuelas y los círculos infantiles». ¿Estaría actuando el «seguroso» por cuenta propia? Los que sin dudas no lo hacían eran los estudiantes de la Universidad de La Habana, a quienes ese día los dispensaron de ir a clases para que pudieran hostigar al disidente Gustavo Arcos Bergnes en su apartamento en El Vedado).

El autoritarismo recatado y tímido se empezó a ensayar muy temprano. En otro artículo he mencionado el caso del discurso del 6 de febrero de 1959 cuando el líder de la «revolú» triunfante «sugirió» un boicot a una publicación por el simple hecho de haber incluido en sus páginas una caricatura suya. (Para asegurar el cumplimiento del boicot, la madrugada siguiente, miembros del Ejército Rebelde requisaron los ejemplares de la publicación recién salidos a la venta). Apenas un año más tarde, el Comandante fue interpelado en medio de un discurso a sindicalistas por una mujer que se quejaba de «que le estaban haciendo igual que en la época del Gobierno de Batista». Con su habitual contención, el orador le pide a la multitud que se calme y que invite a la señora «a que se retire buenamente» porque «aquí en una tribuna no se vienen a plantear problemas personales de ninguna clase; y cuando una persona viene a un acto o a una tribuna a plantear un problema personal, es por dos razones: o porque quiere sabotear el acto o porque no está muy bien de su salud». Minutos más tarde comenta que le han informado que «la señora está mal de salud mental». Resulta totalmente lógico, porque al decir del orador «nadie que esté cuerdo se atreve a venir a provocar al pueblo aquí».

Paradójicamente, saberte en posesión de un poder tan vasto e infalible, tan incontestable que solo se atreverían a desafiarlo quienes están fuera de sus cabales, puede hacerte perder la cabeza. Fue lo que le ocurrió al camarada Stalin. Fidel, en cambio, poseía un control sobre sí mismo que, aun sabiéndose sobrehumano, renunció a sembrar la isla con estatuas suyas. (Algún guasón argumentará que al Comandante siempre se le dio tan mal la escultura como la agricultura, pero no vale la pena contestarle).

Más importante y duradero fue esparcir sus ideas y sus frases con la esperanza de que echaran raíces en su pueblo. En efecto, nunca su pensamiento ha estado más presente entre los cubanos. Sobre todo, por aquello de «no los queremos, no los necesitamos» que tanto compatriota ha tomado de paternal consejo para irse de la isla. Que ahora se haya creado un esplendoroso Centro Fidel Castro Ruz, dedicado a su pensamiento o que abunden las referencias públicas al «Dios Fidel» no es traicionar la infinita modestia comandántica. Fidel, en su infinita sabiduría, no se oponía a homenajear «a los que ya rindieron su vida por la causa».

Es hora de que, tras su muerte, demos rienda suelta a la adoración que merece. Porque si las cosas en la isla no marchan como debieran, seguramente es por no seguir fielmente su guía infalible.

*Publicado originalmente en El Toque


viernes, 28 de junio de 2024

Una revuelta sorda: entrevista a Jorge Brioso*



Jorge Brioso y yo llevamos media vida en los Estados Unidos. Llegamos por caminos distintos con un año de diferencia, él en 1996 y yo en 1997, pero vinimos a lo mismo. Nada de sueños americanos. Vinimos a descansar. A huir de la maldición de vivir tiempos interesantes en Cuba, a enterarnos de qué se aburrían en el primer mundo. A mi llegada a Estados Unidos, Brioso me repitió lo que ya le habían advertido: «Los yumas no son tan yumas». Traduzco, para los que no se educaron en los mitos de nuestra generación antiamericana y profundamente admiradora de todo lo norteamericano: los americanos no eran el epítome del swing, la desinhibición y la gozadera que suponíamos.

Además, la Yuma de nuestra realidad no se ha compadecido de nuestra necesidad de descanso histórico. Primero la sopa boba de los noventa fue revolcada por el estremecimiento que provocó el derribo de las Torres Gemelas. Luego el wokismo, el trumpismo, el asalto al Capitolio y las revueltas raciales y universitarias nos han abocado irremediablemente a vivir tiempos interesantes. Son varias las maneras con las que hemos intentado responder a nuestro estupor. Una de mis preferidas ha sido emprender un diálogo con mi viejo amigo.

No solo se trata de que Brioso posea la mente más brillante e inquisitiva que conozco y la mejor alimentada en cuestiones filosóficas. Al mismo tiempo, Brioso —profesor de Carleton College y autor de libros como La destrucción por el soneto. Sobre la poética de Nestor Díaz de VillegasEl privilegio de pensarLa lucidez confrontada: La filosofía política de Ortega en contrapuntoAl modo de Narciso. Especulaciones estéticas— posee las virtudes esenciales que le servían para sobrevivir en su natal Buenavista: sentido común, conocimiento directo de la realidad y nociones claras de sus fuerzas y sus límites.

Ahora comparto con ustedes un fragmento del extenso diálogo virtual con mi particular oráculo de Minneapolis sobre esta América que hemos ido haciendo nuestra a lo largo del último cuarto de siglo.

En una entrevista anterior hablábamos —además de la plaga que asolaba entonces el planeta y del sentido que tenía la poesía por entonces— de ira y revuelta a propósito de las revueltas raciales que se desataron en 2020 precisamente en Minneapolis, la ciudad en que vives, a raíz del asesinato de George Floyd. Ahora quiero retomar el hilo de la ira y la revuelta para referirme a una ira menos circunstancial y a una revuelta más sorda pero más sostenida: esas que suceden desde hace años en los campus universitarios y que se van extendiendo por el resto de la sociedad. Me refiero a la cultura woke, desvelada por la Justicia Social. Si antes dije sorda, solo es en comparación con movimientos estudiantiles anteriores, como aquellos de los años 60 que se expresaron a través de protestas públicas, tomas de universidades y otras manifestaciones más en consonancia con la idea tradicional de revuelta. En este caso, además de algunas protestas físicas puntuales, el malestar se verifica a través de las redes sociales y el ejercicio continuo de la cultura de la cancelación —con la cooperación entusiasta de las autoridades universitarias y el profesorado en buena parte de los casos—. En tu opinión, ¿responde este malestar a un repunte objetivo de los problemas sociales —incluida la desigualdad—, a una nueva manera de interpretar las cuestiones sociales —y una nueva conciencia de sus desigualdades— o se trata simplemente de la expresión política de la generación más mimada de la historia —como afirman Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro The Cuddling of the American Mind—, dominada por un rapto de neopuritanismo? Digámoslo de manera más elemental: ¿se trata de crisis generalizada, una sensibilidad especial o de mera y literal malacrianza?

Me gusta el término «revuelta sorda», aunque yo le añadiría el término táctil o digital, pues son revueltas que se producen a partir del constante textear o filmar —también esto producido gracias al dedo que aprieta un botón que permite grabar todo lo que se ve.

Malcriado es todo aquel que no se doblega ante la norma y la costumbre y las figuras que encarnan estos valores. La malcriadez se convierte en un factor político al menos desde que los jóvenes irrumpieron en el espacio público. Si le creemos a Stefan Zweig, esto empezó con su «generación de jóvenes [que] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros». Pero incluso este gesto se podría retrotraer al Sapere Aude kantiano que definía la mayoría de edad en la capacidad de liberarse de cualquier guía, forma de tutelaje: «Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo». El joven sale de la minoría de edad, según esta definición de Kant, antes que sus propios padres, pues se atreve a renegar de todo el peso muerto de la tradición. Se podría afirmar, y aquí exagero un poco para que te diviertas, que en la modernidad solo arriban a la mayoría de edad los malcriados. Por lo tanto, no creo que ese sea el camino para explicar a los wokes.

Me interesa el woke como un nuevo tipo humano, quizás el último vástago de la modernidad y el primer espécimen de la era que se avecina. El woke no es moderno porque para ellos el tiempo de la revolución y del futuro se ha acabado. Los woke vuelven a atrincherarse en filiaciones y buscan en el pasado, entendido aquí no como la tradición sino como una infinita historia de opresiones y exclusiones, una nueva forma de vincularse. Del futuro solo esperan una gran catástrofe ecológica a la que aspiran poder detener regresando a formas de vida premodernas. Por otro lado, comparten con los modernos el hecho de que no aceptan que la necesidad sea entendida ni como las formas de convivencia que terminaron imponiéndose en la historia ni por las limitaciones orgánicas que nuestro cuerpo y realidad física imponen. Aspiran a lo posible pero lo posible, para ellos, ya no habita más en el futuro. Derrumban lo que el pasado consagra para ver si descubren en sus escombros una posibilidad inédita de sentido. Aspiran, y en esto son claramente premodernos, a un monoteísmo de los valores: unir lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero. Pero creen, y en esos son herederos de la modernidad, que solo pueden reconstruir esas nociones a partir de lo que la tradición negó, descartó, silenció.

Me detendré solo en dos aspectos del ideario de este grupo: su noción de la equidad y de lo que llaman «lenguaje inclusivo».

Ya el propio Platón, en el libro VI de Las leyes, distingue entre la igualdad aritmética y la geométrica. La aritmética no reconoce jerarquías, es ciega, indiferente ante cualquier distinción de calidades. Igualdad que señala la idéntica cantidad, la uniforme distancia que se mantiene respecto a un paradigma o unidad de medida. Por ejemplo, la igualdad ante la ley propone un principio, al menos a nivel ideal, que señala la posición equivalente y la responsabilidad que todos deberían tener ante el aparato normativo del Estado. Para Platón, la igualdad absoluta es aritmética (aquella que define lo hermanado por la medida, el peso y el número) y es la que se usa para distribuir las magistraturas; pero hay otra, la que él cree mejor, que es la proporcional (la geométrica), mucho más difícil de discernir. Don de Zeus, el dios que mide la justicia, ya que otorga a cada uno lo apropiado según su naturaleza: «da mayores honras a los más virtuosos», «mientras que otorga a los que tienen lo contrario de la virtud y la educación lo conveniente cada uno de manera proporciona».

La igualdad geométrica es proporcional en el sentido que define tanto la correlación entre lo que no es igual como la igualdad entre los pares. Pongo un ejemplo más reciente. El antiguo régimen, tal como existía antes de la Revolución francesa, concebía tres Estados o Estamentos: la nobleza, el clero y el tercer estado o estado llano (el resto de la población). El rey, el soberano, el vicario de Dios en la Tierra, debía tratar a sus súbditos en condición de igualdad, lo que significaba tratarlos como igual con sus pares, los que pertenecían al mismo estamento, pero también reconociendo la jerarquía, la debida proporción, los privilegios que cada estamento poseía: reconocer el valor que tiene cada uno de los que poseen el mismo estatus, las diferencias en mérito que cada rango conlleva.

La Revolución americana, en su Declaración de Independencia, mezcla ambos principios. Reconoce la dignidad moral de todos en pie de igualdad por el simple hecho de ser humanos, «All the men are created equal», pero a la vez respeta el derecho, la libertad de cada cual a buscar su felicidad y bien vivir según sus propios méritos y posibilidades.

«All animals are equalbut some animals are more equal than others»podrían replicar los wokes con claros ecos orwellianos. Y este sería un reclamo legítimo contra una república que necesitó una guerra civil para abolir la esclavitud y que mantuvo la segregación racial hasta los años sesenta del siglo pasado. Valga la pena aclarar, además, que no hace falta pertenecer al grupo que pretende estar siempre alerta para notar esta contradicción. El propio Samuel Johnson, en fecha tan temprana como 1775, ya lo había señalado: «¿Cómo resulta posible que oigamos los gritos más fuertes por la libertad de aquellos que trafican con negros?».  No obstante, la postura de los wokes es mucho más radical. Alegan la existencia de un racismo y sexismo sistémicos que corroen todas las instituciones democráticas. Y como arma de combate contra este sistema de opresión continua proponen su noción de equidad. Esta noción mezcla de forma inédita las dos nociones de igualdad que delineé anteriormente.

Desde su postura se radicaliza el concepto de igualdad geométrica al tratar de encontrar una proporción para todo aquello que había vivido, hasta este momento, fuera de las normas, en los extramuros del sentido común. Se aspira a un concepto de igualdad proporcional que sea capaz de convertir a las excepciones en la única regla. Hay que apresurarse a aclarar que solo adquiere el estatus de excepción aquello que fue negado, descartado, expulsado por los sistemas normativos imperantes. Se acomodan todas las excentricidades —todo aquello que los parámetros de juicio valorativo que se habían impuesto entendían como déficit— pero se veta cualquier noción de mérito que se equipara siempre al privilegio. En este sentido, la equidad de los woke es aritmética, pues no reconoce ninguna diferencia de calidad, de excelencia, que no haya sido impuesta por un sistema de poder y sujeción. Su concepto de lenguaje inclusivo parte de su noción de equidad.

Los woke aspiran a monopolizar el lenguaje, y el marco valorativo que les es inherente, imponiendo nuevas formas de denominar las cosas. Lo radical del gesto que ellos emprenden es que se le pretende dar certificado de ciudadanía, de realidad, a lo que es simplemente una percepción subjetiva: se pretende convertir en norma lo que es solo idiosincrasia individual. Alguien se auto percibe de cierta manera y aunque no exista ningún dato —ni social, ni biológico— que lo corrobore se intenta imponer esa visión sobre la realidad. Eso es lo que se logra cuando se fuerza el cambio de lenguaje: se impone lo que se ha denominado como lenguaje «inclusivo».  En cuanto un grupo designa de cierta manera alguna cosa, incluso si esta es solo una autopercepción, lo designado empieza a adquirir realidad. El lenguaje le abre un espacio en el mundo a todo aquello que empieza a ser designado de forma similar por un grupo de personas.

Los que se rebelan contra los wokes se percatan, a su manera, de que lo que se ha secuestrado es el sentido común. Por eso se han disparado las teorías conspiratorias. Estos sienten que se les obliga a vivir en la ficción que han construido otros. No queda otra opción entonces que vivir en la intemperie de ese nuevo sentido común en el que no se reconocen. Al imponerle al lenguaje formas de percibir la realidad cuya única validación es una sensación, sin necesidad de ningún otro referente externo, los wokes ha convertido el lenguaje en una quimera. Esa es la conspiración de la que hablan los trumpistas. Y, al menos en eso, tienen razón.

Concuerdo con quien haya que hacerlo en que existe ahora mismo un secuestro del sentido común, pero este no ha sido reemplazado por otro. Luego de décadas hablándose de incorrección política ya nadie tiene idea de por dónde pasa la línea de lo correcto ahora mismo, pues la noción de incorrección política se está renovando a diario. La idea de que se trata de una conspiración me parece menos sostenible: las conspiraciones y sus respectivas teorías implican acuerdos secretos, una estructura más o menos delineada con sus líderes (a menos que le echemos a Soros la culpa de todo) y objetivos concretos que cumplir mientras. En el caso de la actitud woke (que excede los límites de una generación específica y que incluso de aquellos que uno consideraría wokes suele ser una actitud bastante intermitente, echándose una que otra siestecita en medio de su vigilia) no parece haber un acuerdo prefijado, ni líderes políticos o intelectuales más o menos consistentes ni objetivos concretos: fuera de dar la voz de alarma ante el descubrimiento de nuevas formas de opresión, de agresiones o microagresiones, esa actitud woke no parece buscar otra cosa que un estado de sitio digital permanente.

Al referirme a un nuevo tipo humano no hablo de un grupo social específico, ni de una generación, sino de un nuevo horizonte desde el que se produce sentido, desde el que se prescribe lo que se puede decir y, por extensión, pensar, hacer y desear. Es por eso que hablo de la producción de un nuevo sentido común: la configuración de los enunciados que pueden ser expresados en cierto momento histórico, la imposición de cierto vocabulario, y el veto de otros, y de las actitudes valorativas que le son inherentes a ciertas palabras. El filósofo español Higinio Marín, en una de las mejores definiciones que conozco al respecto, lo define como hábitos del corazón, siguiendo la bella expresión de Alexander Tocqueville: «cartografías de las relevancias vitales [que] dibujan los supuestos cordiales de la razón y del sentido que incluyen lo que se tiene por concebible y real». A ti y a mí nos parece insensato mucho de lo que ellos afirman porque estamos instalados en otro espacio vital y afectivo-valorativo, pero hay que reconocer que nuestra postura, al menos dentro de la universidad, que es nuestro espacio de trabajo, es cada vez más marginal e incluso anacrónica. Se podría argüir que la universidad es un espacio minoritario (aunque según las últimas estadísticas en los Estados Unidos, el 45% de la población se gradúa de la universidad), pero en ella se forman casi todos los que están a cargo de la educación sentimental de la ciudadanía. Un buen ejemplo de cuánto ha permeado a la sociedad en general estos nuevos parámetros respecto a lo que se puede decir, hacer, sentir, es que el reguetonero—  tomo el ejemplo de un género musical que no se caracteriza ni por su carácter reverencial ni por su corrección política— y músico más exitoso, Bad Bunny, no se atreve a desoírlos: la clave del éxito, y creo que esto es un signo muy importante, pasa por ahí. La industria editorial— incluidos los libros de textos que se utilizan para alfabetizar a la población— y el mercado del arte responden, para solo citar otros dos ejemplos, a estándares parecidos. Si algo define a un nuevo sentido común es la propuesta de un nuevo concepto de gusto; aquello respecto a lo cual se considera apropiado desear, fantasear. El sentido común define lo que una época entiende por cordura y lo que se afirma, piensa, desea fuera de este espacio adquiere el carácter de la quimera o el delirio; y ni lo uno ni lo otro, al menos en estos tiempos, se consideran marketeables. Yo creo que el sentido común que se está configurando delante de nuestros ojos todavía no es hegemónico, ninguno debería serlo en una sociedad que se considere democrática, pero reconozco que muchos no comparten mi postura.

Lo que siente una parte no despreciable de la población norteamericana es que se ha producido un rapto de las principales instituciones que constituyen el aparato normativo de un país: los medios de prensa, el sistema educativo, el propio sistema judicial e incluso las autoridades a cargo de la salud pública del país. Este rapto es lo que ellos definen como una conspiración. No obstante, la única forma de combatir esa conspiración es asociarse a una nueva conjura. Cuando se produce sentido al margen de las instituciones antes señaladas, se necesita conspirar, pues se hace fuera de los límites de lo que una sociedad legitima como lo público. No solo se trata, por tanto, de escapar de un lenguaje en el que no se reconocen, sino que están convencidos que la única forma de liberarse del mismo es producir sentido fuera de los espacios controlados por el Estado, que, desde el punto de vista de ellos, son casi todos. Los que conspiran, respiran juntos —viven, desean, piensan, actúan— pero lo hacen fuera de los espacios consagrados para ello. El trumpismo tiene la estructura de una conjura, de un complot. Lo que sucedió el 6 de enero es y no es una anomalía. Lo es, pues nunca desde que se instauró la República la propia población había asaltado uno de los centros simbólicos del poder. No lo es, pues este movimiento que no acepta que los aparatos normativos del Estado moldeen sus afectos, piensa que solo pueden tomar el poder por asalto: vía una rebelión que aspiraba a ser un golpe de Estado.

La del trumpismo también es una revuelta sorda, a pesar de toda la algarabía que la acompaña, pues vocifera desde espacios que quedan —respecto al nuevo sentido común que se está configurando— en las lindes de lo inteligible.

No debe olvidarse que hay una buena parte de la población que se siente atrapada entre esas dos revueltas, la radical y la conservadora, que se acusan mutuamente de intolerancia, de querer apropiarse de la plaza pública de discusión, de imponer sus normas y que de hecho están dejando menos espacio a los que no compartimos ni las aberraciones woke ni el reaccionarismo trumpiano, y nos aferramos a cierta idea de entendimiento, de cordura que ya empieza a parecer anticuada pero que consideramos no solo la esencia de una sociedad democrática, sino del entendimiento entre individuos, grupos o incluso sociedades diferentes, eso que define la RAE como «sentido común». O sea, la «capacidad de entender o juzgar de forma razonable», que es el tipo de definición que haría decir a Mark Twain que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Por cierto, cuando Tocqueville analiza la sociedad norteamericana desde su punto de vista europeo, todo el tiempo está apelando a lo que entiende la RAE por «sentido común». Ensalza o critica lo que ocurre en la sociedad norteamericana, no en la medida en que se acerca al modelo de la sociedad de donde proviene —o la que podría considerarse de buen o mal gusto—, sino en los efectos positivos o negativos que estas diferencias causan en el desarrollo de la sociedad, una sociedad que aunque podría repugnar a su público europeo, también le podría parecer después de todo, razonable. A los que estamos en esa tierra de nadie, que no sé si somos o no mayoría, ¿no nos quedan otras opciones que sumarnos a una de esas dos revueltas o ver cómo ese espacio de sensatez desaparece bajo nuestros pies?

«Definible solo es lo que carece de historia», afirmaba Nietzsche con ese toque de desmesura y verdad que acompaña a sus grandes intuiciones. El sentido común posee, como muchos de los grandes conceptos de la filosofía moral y política, una historia tupida y enmarañada. Me llevaría demasiado espacio esclarecer aquí todos los matices que este concepto tiene en la tradición filosófica, así que utilizaré, para explicarme mejor, los dos ejemplos que señalas.

La definición que privilegia la RAE, y que Mark Twain parodia en la frase que citas, es conocida en la tradición como sensus communis naturae, concepto que alude tanto a la naturaleza racional de todos los humanos como al acuerdo que esto supone respecto a ciertos principios o verdades que se consideran auto evidentes y, por ende, aceptables por todos, al menos en potencia. El problema, y a eso es lo que alude Mark Twain, es que cuando tratamos de darle sentido a la realidad, no somos ni tan racionales ni nos ponemos tan fácilmente de acuerdo respecto a lo que se supone sea evidente. Thomas Paine, por ejemplo, tituló Common Sense al panfleto en el que abogaba por la independencia americana, a pesar de saber muy bien que las ideas que defiende allí, esas que define como constitutivas del sentido común, no «están lo suficientemente en boga para gozar del favor general». Estaba incluso convencido de que existían formas de gobierno, como la que sufría el pueblo inglés o las que eran impuestas a sus colonias, que vetan el acceso a ciertas verdades definidas por él como naturales. Así, solo a través de la guerra podría el pueblo americano liberarse de ese yugo, pletórico en perjuicios y obnubilación, que le impedía acceder «a la sencilla voz de la naturaleza y de la razón».

La propia ambigüedad inherente al concepto de sentido común se refleja en las afirmaciones que hace Jefferson respecto a la escritura de la Declaración de Independencia de 1776: «El objeto de la Declaración no era descubrir nuevos principios o nuevos argumentos, nunca antes pensados, ni incluso tratar de decir cosas que nunca antes habían sido expresadas, sino poner ante la humanidad el sentido común de los sujetos […] Intentaba ser una expresión de la mentalidad americana». Por un lado, al apelar al sentido común se rebaja el carácter revolucionario del documento. No se trata de pensar, ni expresar nada nuevo — romper radicalmente con lo ponderado y dicho por la tradición— sino de articular, de forma clara y definitiva, lo que ya estaba en la mente de todos. Sin embargo, lo que Jefferson define como «mentalidad americana» no existía de forma plena hasta la firma de este documento; existían las trece colonias, pero no había nación americana a la que le pudiera corresponder una mentalidad específica. Además, faltaba mucho camino por recorrer, incluso en la emergente nación americana, para alcanzar el pretendido consenso que Jefferson postula respecto a la idea más importante que portaba su documento: «All men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness».

El concepto de sentido común que he defendido en estas páginas parte de la noción aristotélica de koinḕ aísthēsis —que se suele traducir al latín como sensus communis—: el lenguaje común de los sentidos, de la sensibilidad. Ahí se asume que cuando se dota de significado a la realidad no solo lo hacemos con la razón, sino que también participan del proceso nuestros sentidos, nuestras percepciones, nuestros afectos y pasiones; con los hábitos del corazón y con los del espíritu. Lo que una época entiende por cordura, y no otra cosa es el sentido común, implica tanto a la razón como a nuestra sensibilidad e imaginación. La locura es tanto la sinrazón como un desarreglo de los sentidos, las pasiones y de nuestra facultad imaginativa. Además, esta postura asume que la razón y los afectos se declinan de forma distintiva en los diferentes momentos históricos —la comprensión se produce siempre dentro de una tradición, desde los propios prejuicios (entendiendo esta última noción en el sentido reivindicativo que le otorga Gadamer y la hermenéutica al concepto)—. Se dota de sentido a la realidad con los pies hundidos en el fango de la historia.

Me explicaré con el otro ejemplo que citas. Lo que aspira a encontrar Tocqueville en los Estados Unidos de América es un nuevo sentido de lo común: la revolución democrática se ha realizado en el viejo continente a nivel material, sin que en las leyes, en las ideas y en las costumbres hubiera ocurrido el cambio necesario para hacer útil esta ruptura abrupta con el Antiguo Régimen. La revolución reventó el viejo sistema de creencias, pero no fue capaz de implantar uno nuevo. Tocqueville describe la quiebra del sentido común que percibe en Europa en los siguientes términos: «es como si en nuestros días se hubiera roto el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que en todo tiempo se observó entre los sentimientos y las ideas parece destruida y se dirían abolidas todas las leyes de la analogía moral».

En la posibilidad mejor que Tocqueville descubre en los Estados Unidos se crea una síntesis entre la tradición y la innovación, entre «el genio religioso y el genio de la libertad» que cree imprescindible para poder construir el nuevo sistema de afectos, la sensibilidad compartida necesaria para vivir en este nuevo régimen político. Lo que busca en los Estados Unidos de América es un modelo civilizatorio que permita salvar a un gobierno y sociedad civil dominado por la igualdad de condiciones y predispuesto por ende al destino democrático de los dos grandes peligros que, según cree, acechan a esta nueva forma política: la tiranía de la mayoría o la anarquía.

Creo que el desvanecimiento del suelo en el que se sostenía el centro —«el middle o common ground»— tiene que ver con la crisis de los relatos fundacionales que nutrían la nación americana. Estos mitos dotaban al país con una religión civil que, aunque fuera interpretada en muchas ocasiones de forma diametralmente opuesta por los dos partidos políticos que se turnan el gobierno del país, proveía al menos a nivel formal un espacio común para potenciales acuerdos, por tenues que fueran, y disensos que respetaban, al menos, el derecho a la existencia de la fuerza política opositora. En un artículo clásico, Bertrand Russell reflexionaba sobre la debilidad de las democracias occidentales ante los totalitarismos, debido a sus carencias de grandes mitos. Los mitos encauzan las pasiones hacia un mismo destino, garantizan a las naciones el anhelo de un futuro en común. La única excepción que mencionaba el filósofo británico era los Estados Unidos de América. Pero, como ya se adelantó, vivimos en otro momento histórico. No me imagino a nadie hoy en día, en ninguno de los polos del espectro político, repitiendo la frase que incluye Whitman en su prefacio a la edición de 1855 a The Leave of Grass: «The Americans of all nations at any time upon the earth have probably the fullest poetical nature. The United States themselves are essentially the greatest poem».   Dos de los grandes mitos que cohesionaban la Unión Americana, el mito del país en el que casi todos pertenecen a la clase media, o al menos se perciben como tales, y el mito del individuo que se inventó a sí mismo y al hacerlo fundó la libertad moderna —la primera nación donde la ley es el único rey, para decirlo de nuevo con las palabras de Thomas Paine a quien ya he citado—, se han visto muy erosionados en los últimos años. El movimiento 1619, que le otorga al año en que se comienza la trata de esclavos el estatus de acontecimiento fundacional, y el slogan alrededor del cual se organizó Occupy Wall Street (el 99 por ciento contra el uno por cierto, el pueblo contra la oligarquía), son claros ejemplos de ello. El movimiento MAGA (Make America Great Again), por su parte, es una retrotopía—para usar el neologismo de Zigmunt Bauman— un intento reaccionario (en el sentido literal y metafórico de la palabra) de restituir una supuesta edad de oro perdida para que los grandes mitos de la nación americana vuelvan a hacerse realidad.

Hay momentos históricos, como el que vivimos ahora y atestigua la historia europea del siglo XX, en los que la búsqueda de un centro, independientemente de la cantidad de personas que aspiren a ello, tiene algo de quijotesco: tratar de construir un mundo donde ya no lo hay y con materiales, un sistema de creencias, que se consideran anacrónicos, obsoletos. El bombardeo a la línea de flotación que sostenía al centro se expande, además, desde otros frentes. Es muy probable que en este siglo Estados Unidos deje de ser la primera potencia económica mundial —hace ya un tiempo que ha dejado de ser la brújula moral de Occidente—, aunque seguirá por un buen tiempo siendo la primera potencia militar. Históricamente, siempre que la primera potencia militar y económica no coinciden, el conflicto se ha dirimido con la guerra. Serán guerras indirectas (proxy wars), como las que suelen tener las potencias que poseen arsenal nuclear. No obstante, el potencial impacto que tendría sobre la opinión pública norteamericana la pérdida de su protagonismo a nivel global podría ser devastador, pues le daría el tiro de gracia al mito quizás más arraigado en la nación americana: el rol mesiánico que América ha creído tener respecto al resto del mundo.

¿Será el trumpismo solo una anécdota en la historia política norteamericana o ha de rearticular un nuevo sujeto político que redefinirá al partido republicano y lo obligará a rediseñarse o escindirse en varias fuerzas políticas? ¿Logrará sobrevivir la primera república democrática de los tiempos modernos un segundo mandato de Donald Trump? ¿Podrá el partido demócrata interpelar a la población americana con nuevas nociones de comunalidad, como no se cansa de pedir en sus libros y artículos Mark Lilla, y dejar atrás las políticas de la diferencia inherentes a la agenda identitaria y la implosión de los aparatos normativos en miríadas de excepciones? Y otra de mayor alcance: ¿podría los Estados Unidos volver a reactivar las esperanzas de sus ciudadanos y cautivar su imaginación desde una percepción de su destino y su historia totalmente secular, asumiendo la crisis de sus mitos fundacionales?

Intentaré definir a nivel normativo —para recuperar el centro hay que restaurar el prestigio emotivo y conceptual de las normas, de la normalidad— qué significa ese centro o punto medio. Daré un salto en el tiempo, hacia la primera polis democrática, Atenas, y su primer gran legislador, Solón. Para Solón el centro o punto medio —es meson en mesoi— es el lugar donde se funda lo común, lo público. Hay que apresurarse a aclarar que este espacio no debe ser confundido, en ningún sentido, con una noción de neutralidad, que llevaría a no tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados. Entre las leyes de Solón destaca una que Plutarco, en sus Vidas paralelas, califica como la más extraña y singular de todas: aquella que condena a la atimia, a la pérdida de los derechos políticos y civiles —participación en la asamblea, derecho a reclamo ante un jurado, poder ser elegido a una magistratura, etc.— a quienes se mantuvieran neutrales en una guerra civil.

Las facciones privatizan la ciudad, la escinden en intereses incompatibles. El medio o centro se construye para postular un espacio común, para alojar las partes que litigan. La stasis, la escisión de la comunidad política en diferentes facciones o bandos, conlleva la privatización del espacio público. El arconte se sitúa con su escudo, como dice el sabio ateniense en uno de sus poemas, en el medio de los ejércitos listos para la batalla. El centro nunca es un espacio cerrado, aunque sí queda limitado por los litigantes que lo circundan. El concepto que define este territorio, metaíkhmion, el espacio que se erige entre dos ejércitos en pugna, expone la labor del magistrado y las instituciones que pretenden instaurar un terreno público para dirimir los conflictos sin que se aspire, desde un consenso ficticio y artificial, a anularlos. Esto impide que las instituciones se cierren dentro de un sistema de creencias que se pretende inamovible o se diluyan en querellas, en disensos, y que nunca arriben a un punto de encuentro. El centro —el espacio desde el cual una sociedad articula lo que considera común— es el lugar imaginario a partir del cual se fundan las instituciones del Estado. En él se intentan encontrar los marcos normativos que permitan hacer inteligibles y compatibles los diferentes reclamos de justicia que nacen de la sociedad civil. Desde ese espacio o tierra de nadie, como tú lo defines en tu pregunta, del cual ninguno de los bandos se ha apropiado todavía, desde ese no man’s land, se funda lo común, lo público.


*Entrevista aparecida en El Estornudo

Un debate sin salida


No por ser una confirmación de lo que parecía inevitable desde hace tiempo lo que se vio anoche en el debate presidencial alcanza la dimensión de terrorífico. De un lado un señor zafio y delincuencial que se siente por encima de todo y de todos, y no tiene la menor intención de dar cuenta al pueblo norteamericano de sus actos o de sus ideas, a menos que se cuente como idea su autopercepción de que él es lo mejor que le ha podido pasar al universo. De otro lado un ser absolutamente senil que no arroja dudas sobre lo que podrían ser sus próximos cuatro años de mandato en el caso dudoso de que alcanzara de nuevo la presidencia: queda clarísimo de que ni su cuerpo ni su mente están a la altura del reto que representa dirigir a los Estados Unidos en los tiempos que vivimos.

No se trata, como en otros casos de elegir entre dos males el menor: dado lo visto ayer estamos abocados a elegir entre dos versiones del mal mayor que es el caos, ya sea encabezado por quien no dudó en instigar a sus partidarios a asaltar el congreso el 6 de enero de 2021 o por quien no se le puede encargar siquiera que apague las velitas de su próximo cumpleaños.

Si es penoso y terrorífico que esto ocurra en cualquier es mucho más preocupante que se trate del país que se precia de ser todavía la primera potencia mundial. Que un país de más de 330 millones de habitantes sea incapaz de generar dos candidatos medianamente presentables es una tragedia no solo para Estados Unidos sino para la democracia y el equilibrio del planeta. Los partidarios de uno y otro bando podrán lanzárseme al cuello cuando lo verdaderamente preocupante es el hecho de que no tenemos nada mejor que escoger.

Discúlpenme la obviedad.

martes, 25 de junio de 2024

La lección olvidada

Los más jóvenes no me van a creer, pero hubo una vez un famoso pensador que anunció que la Historia se había acabado y hasta se lo tomaron en serio. Francis Fukuyama se llama y en su famoso libro El fin de la historia y el último hombre afirmaba que, con la caída del muro de Berlín, la disolución del bloque soviético y el consecuente final de la Guerra Fría sucedía «no sólo... el paso de un período particular de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno de la humanidad». Y así, concluía, la historia, entendida como lucha de ideologías, había terminado.

Había razones para que esta teoría no pareciera un mal chiste y sospecho que una de las principales es el deseo inagotable de la humanidad de sentir que se ha llegado a algún sitio, de entusiasmarse con una perspectiva de final que no fuera precisamente el apocalipsis atómico prometido por la Guerra Fría. Un modo iluso de expresar como un hecho el deseo de que no hubiera más guerras, de que la tolerancia y la comprensión se extendieran por todo el universo y de que las principales competencias que existieran entre los países fueran económicas. O deportivas.  

Debo decir que no me dejé arrastrar por el entusiasmo de Fukuyama y no por ser yo un dechado de sabiduría. Vivía a la sazón en Cuba, uno de los escasos regímenes totalitarios que había resistido la calentura democrática de la última década del milenio pasado, y todavía esperaba que mi país alcanzara esa utopía que el resto veía como condición natural y un poco aburrida. Eso sí, cuando al fin pude salir de Cuba no me abandonaba la sensación de ser anacrónico en un mundo que, pasadas las celebraciones de la caída del Muro de Berlín (que a Cuba nos habían llegado como mero rumor) había pasado la página o cambiado de canal televisivo, inmerso en preocupaciones muy diferentes a las que yo había dejado atrás.

Ya en el mundo exterior, «libre», me vi obligado a aprender muchísimo. No solo tuve que alfabetizarme en esos automatismos de la sociedad moderna que iban desde prepararme para entrevistas de trabajo, hacerme de una tarjeta de crédito u orientarme en el laberinto de un metro o entre las múltiples opciones que ofrece un supermercado para un mismo producto. También debí asumir que la experiencia cubana de escaseces y colas, de ideologización extrema y control policial, de permanente censura y sospecha eran perfectamente inservibles en mi nueva vida donde libertades y derechos civiles se daban por sentado y mis historias cubanas parecían venidas de un planeta ajeno e incomprensible.

De cualquier manera, mi experiencia no era del todo inútil. Si se le observa con atención, el totalitarismo tiene sus maneras de educarnos, aunque no sea más que explicar la importancia de ciertas cosas por el método de privarnos de ella. Por ese sistema inverso de enseñanza, en mis 28 años cubanos pude aprender a valorar los peligros de la ideologización extrema de la sociedad, el de mezclar ética y estética, o descubrir la relativa poca importancia de las opiniones políticas —siempre sujetas a cambios y transformaciones— para evaluar la esencia de un ser humano. Y hasta la importancia esencial de proteger los derechos de las minorías, no habiendo en un estado totalitario minoría más vulnerable que aquellos que lo contradicen. 

Acá aprendí no pocas cosas y, en ese sentido, la lección más valiosa me la dio justamente un señor que estaba en mis antípodas políticas. Solicitaba yo un puesto de profesor de español y mi entrevistador, al enterarse de que era cubano empezó a alabar a mi dictador de cabecera y al régimen que representaba. De inmediato olvidé toda etiqueta y me enredé en una discusión sobre un tema que nos importaba tanto como contrarias eran nuestras opiniones al respecto. Ya me disponía a retirarme cuando mi entrevistador me anunció que me esperaba a la semana siguiente a trabajar. Esa fue una crucial lección de tolerancia que me ofreció mi adversario de unos segundos atrás: que la discrepancia de nuestros puntos de vista no influía en la evaluación de mi capacidad laboral, algo que mi experiencia cubana no me permitía sospechar.

Un cuarto de siglo ha pasado desde entonces y Estados Unidos ha cambiado y no necesariamente para mejor: prima el extremismo y la polarización, cada vez es más difícil disociar las opiniones políticas de las relaciones interpersonales al punto que la mayoría de mis estudiantes reconocen ser incapaces de tener amistad con alguien que contradiga sus convicciones políticas fundamentales; cada vez se estimula menos el pensamiento crítico independiente para darle más peso al espíritu de manada, cualquiera que esta sea; los actos de censura desde cualquier punto del espectro político y social han pasado a normalizarse hasta extremos inimaginables años atrás; la crispación favorece la intolerancia y el fanatismo ideológico. 

Siempre he sospechado que en mis intercambios con los estudiantes yo soy el gran beneficiado. A cambio de conocimientos sobre lengua y literatura ellos me ofrecen una continua actualización de cómo las nuevas generaciones se interrelacionan, se divierten piensan y sueñan. No es poca ganancia (aparte del salario, por supuesto). Y si algo he notado es un creciente y profundo desencanto con la democracia liberal, la misma a la que Fukuyama le auguraba un futuro brillante y ubicuo. No rechazan el concepto de democracia, pero el modo en que esta se verifica en Occidente les parece falso y anticuado. A la fuente de todos sus malestares le llaman “capitalismo” y al cumplimiento de sus sueños le aplican el concepto vago de “socialismo”. En general concuerdan conmigo en que el comunismo fue una experiencia fallida, pero lo hacen pensando menos en la lógica criminal del Gulag que en la ridiculez tecnológica y ética que se encarnaron en productos como el Trabant, ese sucedáneo de automóvil que se fabricaba Alemania Oriental.

Quiero decir que la idea de mis estudiantes de lo que tuvo que sufrir la otra mitad de la humanidad durante buena parte del siglo XX es bastante frívola. No los culpo. Sus maestros nunca tuvieron oportunidad o tiempo de digerir las enseñanzas que ofreció la experiencia totalitaria, la que conocieron a través de la poco confiable propaganda de la Guerra Fría. A lo más que podían llegar era a una acumulación de exotismos atroces sin asociarlos con el atractivo que ofrece el totalitarismo a toda sociedad moderna y que la democracia es incapaz de satisfacer. La democracia liberal alimenta y libera, pero no ilusiona. Y si bien las nuevas generaciones no cifran sus esperanzas en erigir una nueva versión del comunismo no han renunciado a la búsqueda del absoluto que antes prometieron las religiones y los totalitarismos. No importa que los presupuestos ideológicos sean distintos: los que aprendimos las profundas lecciones del totalitarismo del siglo XX en carne propia podemos notar por todas partes la misma rigidez mental, el mismo frenesí engreído por arrancar la raíz de la injusticia humana acumulada desde el neolítico a la fecha, las mismas ansias de retorno a una edad dorada inexistente (da igual que sea la comunidad primitiva o los años 50 del siglo pasado) y el mismo desprecio por las virtudes básicas de la convivencia democrática.

Ese peligroso sentimiento de familiaridad hace que, para alguien como yo, empeñado en enseñar las complejidades del lenguaje y la literatura (que es una manera concreta de enseñar la complejidad del mundo), sienta que una experiencia que parecía definitivamente superada tiene nueva relevancia. Que no está de más recordar que los humildes principios de la democracia no están ahí para satisfacer las ansias de absoluto de nadie sino para hacer nuestra coexistencia habitable para todos. Y que aquella democracia que hace treinta años amenazaba con apoderarse del planeta y que hoy está en retroceso en todas partes es la peor de las formas de gobernar una sociedad, excepto por todas los demás.