El segundo partido del sábado le
correspondía otro enfrentamiento nórdico-sudaca, Dinamarca contra Perú. Dinamarca
es un habitual en estas citas. Perú, en cambio, perdió la costumbre desde 1982,
en los tiempos en los que Sendero Luminoso daba sus primeros pasos acumulando
muertecitos. (O sea, una época totalmente analógica lo que para un milennial es
contemporáneo con la fundación de Machu Pichu).
Los peruanos saltaron al terreno
con la ansiedad de un reo que sale luego de larga estancia en prisión: asesino
en serie en Estados Unidos, contrabandista de carne de res en Cuba. Amenazaban
con comerse el terreno en un partido de los más intensos hasta ahora. Los peruanos
intentaron de todo. Incluso dejarse caer en el área de penalti con elegancia y
distinción que el VAR confirmó como pena máxima. Pero llegada la hora de
cobrarla Cueva decidió que era mejor entregarle la pelota al público al que
todo le debe, patada mediante.
Luego, en el segundo tiempo entre ataque y ataque
peruano se coló un gol danés. Un contragolpe rápido y efectivo como venganza de
narco. Y prosiguieron los peruanos sus ataques insistentes, llenos de detalles
brillantes pero más ineficaces que los antidepresivos de Anthony Bourdain. Y
así llegaron al final estos peruanos generosos y esforzados, con la
satisfacción del deber incumplido. Porque de seguir así saldrán pronto del
torneo. Y sería una lástima.
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