Se esperaba que Egipto reaccionara ante el efecto Salah, la estrella
de los faraones que se perdió el partido por lesión en torneo de judo contra
Sergio Ramos en la final de la Champions. Y efecto hubo. Como si los egipcios
hubiesen saltado al patio del colegio acompañados por el hermano mayor que no
iba a permitir que esos rusos grandulones los mangonearan. Se les notó en la
confianza con que afrontaron el primer tiempo. En cómo acosaron la portería,
incansables. Pero el efecto Salah fue más bien espiritual porque el propio
jugador apenas sí entró en contacto como el balón. Como si en vez de las manchas
pixeladas del cuero viera los ojos de Sergio Ramos, mirándolo fijamente.
Cualquiera lo entiende. Apenas se le acercaba el balón y ya debía dolerle el
hombro. Así que en el segundo tiempo los apadrinados de Putin se cansaron del
acoso y empezaron a hacer goles. O a invitar a que los momias se los anotaran
ellos mismos, que cuenta igual. Cuando por fin Salah decidió entrar en el juego
ya los rusos tenían tres goles a su favor y el penalti que cobró apenas servía
para mejorar sus estadísticas. O, si acaso, espantarse un poco el efecto Sergio
Ramos.
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