martes, 25 de enero de 2022

Del salario del diablo y del diablo mismo*


Por Francisco García González

Enrique del Risco ─quien, si presume de humorista, firma como Enrisco y le da por escribir hilarantes resúmenes del año o crónicas sobre los mundiales de fútbol para entusiastas y no─, puede ser grave hasta donde uno no pueda imaginarse. Entonces firma como el primero. Si en plan de empaque le da por la novela o el relato, es una fiesta. De lectura, digo. Pero, si en lugar de la narrativa, toma el atajo del ensayo es diferente historia. Atrapado en la gravedad y profundidad con la que se debe sobrevivir en la academia y sus rituales durante veinte años o más, ha ido EDR de un exabrupto a otro. Es decir, de la escritura de un ensayo al siguiente. La cofradía docente lo exige a quienes viven a su amparo. Bajo esa sombrilla a nadie le interesa ni Leve historia de Cuba ni Qué pensaran de nosotros en Japón ni mucho menos Turcos en la niebla, aunque estén signadas por EDR y no por el “ingenioso” Enrisco.

Bajo esta premisa unida a mi desdén y escepticismo hacia la academia y sus producciones, normativas y políticas, me introduje a regañadientes en la lectura de Los que van a escribir te saludan. Ensayos sobre literatura y poder. Ay, EDR, los que van a morir (de aburrimiento) te reseñan. A gritos de ¿dónde está Enrisco, coño?

Cierto que la promesa anunciada como spoiler total del libro intentaba restar esa oscuridad de marabusales que rodea a la…, ya saben… Esto va de las políticas literarias de los autores que no es lo mismo que política para con los literatos, dictada desde el poder. Aunque no lo parezca, eso es algo. Una promesa encubierta: lectores, ténganme cierta fe y no se arrepentirán.

En la primera parte del libro titulada “Los orígenes”, EDR vuelve sobre el viejo tema fundacional de la nación que resume literatura y política. El autor desciende de su “Espejo impaciente” de Leve historia… a “El escribano paciente o cómo se funda una literatura”.

Y fue precisamente desde el comienzo de Los que van a escribir te saludan que comprendí que este se podía leer de manera diferente, y no como árido compendio de paja y metatranca para cumplir con los altos estándares de la… , ya saben, en esa interminable pasarela de eventos y congresos a través de los cuales la institución alcanza su encomiable plenitud.

El caso Balboa es visto desde la perspectiva de EDR no como texto fundacional. No existía manera humana de que el tal escribano supiera que escribía nuestra Odisea o Eneida, destaca aquí para EDR como estrategia de resistencia al poder. El comercio de rescate, obra subversiva a la que alegremente se entregaban los bayameses desde los indios, pardos y morenos hasta el obispo, provoca cierto arrepentimiento ante el gobierno absolutista, y allá va el escribano a sacarle las castañas del fuego a sus vecinos y miembros del gobierno local. ¿Resultado? Espejo de paciencia que tú conoces. Todo eso en caso de que no sea una obra apócrifa como aseguran algunos, nacida de la necesidad de nuestro poema épico inaugural.

Reconozco que el plot del ensayo de EDR es tan ingenioso como el de Silvestre de Balboa.

Y si seguimos la secuencia, llegamos hasta el caso Padilla (se me acaba de ocurrir). Entonces este ensayo posee, al igual que un relato, mensajes cifrados relacionados con experiencias distintas a las que ocupan al ensayista. El poeta, Padilla, dice, escribe y murmura en contra del poder, sorprendido en este comercio de rescate o contrabando de tentadoras mercancías foráneas que oxigenaban el ambiente que rodeaba al escritor y a la nación toda, es reprendido, la forma es alto conocida, y el resultado es: informe que tú conoces. Claro, primero debemos sortear una pequeña y nada sutil diferencia: no es lo mismo el absolutismo que el totalitarismo, pero dado los casos Balboa y Padilla, saltan a la vista ambas estrategias de escritura. De supervivencia a la culpa y al miedo. Suerte de marcas de una nación que evade por momentos mirarse al espejo.

Seguimos en esto de los plots. En el segmento de ensayos dedicados a Virgilio Piñera, destaco dos aspectos fundamentales. Primero, los coqueteos del autor con la literatura antitotalitaria, expresados en su pieza teatral Los siervos (1955). Si deseáramos ser rigurosos, pensaríamos que por el año en que se escribe hay mucho de frívolo en dicha obra. El tema del totalitarismo (aquí me señalan que la academia ha pasado la página con el término, es más apropiado decir socialismo que totalitarismo, persona esclavizada que esclavo, visionar que ver, etc. Así es la academia de paranoica: siempre debe decir lo apropiado) a los ojos de Piñera está más en sintonía con el absurdo que con sus prácticas y experiencia ciudadana, ajenas por completo al dramaturgo, por mucho que su compinche Gombrowicz le hubiese contado. O que hubiese acertado en su comprensión de los resortes sobre, y desde, los cuales se movía ese sistema bajo el cual vivía media Europa y gran parte de Asia.

La cosa sigue de la siguiente manera: Triunfa la revolución. Piñera vive una intensa y corta luna de miel con el nuevo régimen y sus autoridades. Los siervos no cuentan. El resto es como dice EDR: “todo es absurdo hasta un día”. En algún momento se agota su “breve rapto de fe” y todo se viene abajo, el pecado de ser poeta y tomarse la libertad de escribir a pie y juntillas, algo de lo que también abomina el socialismo real, lo hace culpable. El pobre Virgilio no lo vio venir. El totalitarismo, en su versión real, era aún más perverso que su pieza teatral. Tan perverso que sólo le quedaba el miedo. Tan aciago el día de su muerte, aparte del affaire del entierro, la prensa le dio una excelente cobertura a la presencia de Moncho, el gitano del bolero, que al escritor paria, fiambre cívica desde hacía tiempo.

Lo que sigue acerca de Piñera en Los que va a escribir…es una especie de pelea cubana contra los demonios. Hablamos de la polémica del poeta con sus pares de Orígenes a propósito del poema “La Isla en peso”. Vale la pena detenerse en el motivo. En el poema Virgilio le baja los humos al “ombliguismo” insular que consume a los origenistas. Los patricios del parnaso habanero se aprestan al ataque y este se perfila desde “Lo cubano en la poesía”, de Cintio Vitier, y a través de varias cartas de Lezama Lima y Gastón Baquero. La ofensiva se centra en que el poeta ha puesto en entredicho, mejor, ha echado por tierra, la condición de excepcionalidad que ellos, los varones letrados, atribuyen a la mayor de las Antillas. Comunistas, origenistas y hasta Eliseo Grenet y Jorge Negrete viven a su manera esta ilusión de excepción, expresada en una “hermosa tradición de cultura en más de un aspecto hacen a Cuba señal y signo de los pueblos de América”.

Sin embargo, para EDR la estrategia de Virgilio es otra. Es su diálogo con Aimé Césaire. Con la visión optimista que el miembro del Partido Comunista de Francia tiene de las Antillas, de las cuales Cuba es otra lenteja más en ese mar convulso y poseído.

¿Quién venció en el debate? A pesar del zarandeo que recibió Virgilio, EDR acude a otro de sus pasatiempos para explicarlo: escribir acerca del fútbol, a la vez que habla de la carrera por el Nobel de literatura en esta sesión de la CONCACAF: resto de las Antillas 2, Isla Excepcional 0.

Gracias a la política cultural de la revolución, el lugar que ocupa la generación del Mariel en la literatura y la historia de las artes plásticas cubanas es completamente invisible. Ese conocimiento más que cautivo es inexistente. Fuera de Reinaldo Arenas muy poco se sabe en la Isla Excepcional de aquellos escritores y artistas. Tuve que salir definitivamente para conocer la obra de los hermanos Abreu, Luis de la Paz, Eddy Campa, Carlos Victoria, entre otros.

A este tema EDR le dedica varios ensayos en Los que van a escribir… La tesis de estos trabajos podríamos resumirla en el leitmotiv que aparece una y otra vez en cada uno: El Mariel, respuesta literaria al totalitarismo. Una revuelta dentro de la granja en “revolución”. Rebelión literaria en este caso.

EDR sabe de esa orfandad de conocimientos y de estudios en la Isla Excepcional. Quizás sea esta la razón para hacer una radiografía casi tridimensional de la generación del Mariel. Generación que se forjó de manera casi clandestina en La Habana de los setenta mucho antes de los sucesos de la embajada del Perú. Desde mucho antes del éxodo del Mariel y de la aparición de la revista homónima, en Cuba estos autores se habían formado en una suerte de palenque literario que más que círculo de lectura o taller literario fungía como fragua de una obra que cada uno continuaría en el exilio.

Decir que el plot de estos ensayos sería generación del Mariel versus Hombre Nuevo, Guevariano de apellido, sería incorrecto. Simplemente los escritores del Mariel son el Hombre Nuevo, nacidos no como metáfora de resistencia al totalitarismo (que hoy día no se llama así, recuerden), sino una suerte de mártires de la literatura aún sin haber escrito la mayoría de los libros que soñaban o deseaban.

EDR se ocupa de varios escritores contemporáneos (suyos) con bastante generosidad. A Néstor Díaz de Villegas lo compara, en tono de broma y no, con Martí, un “Martí gusano”, desde luego. La comparación se basa más bien en las diferencias no exentas de algunos paralelos que van de la escritura comprometida a la cárcel y luego al exilio. Ni los regresos tan disímiles de ambos bajo el signo de una gesta independentista uno y de una empresa burdamente utilitaria el otro, escapan a los paralelos. Ambos generaron hermosos y conmovedores diarios.



Debo aclarar que del diario de José Martí, y sus páginas perdidas, nos habíamos ocupado EDR y quien escribe en Leve historia de Cuba, y cuando leí De donde son los gusanos (un libro despingante, disculpen el culterano adjetivo), tuve la idea de escribir un texto en el que Martí, luego de sobrevivir a la escaramuza de Dos Ríos, era apresado y deportado otra vez. Recién liberado regresa a la Isla Excepcional y desencantado con lo que ve (ni por asomo es lo que soñó) se retira de la política y se dedica a reparar su casa natal, Avenida de Paula 314, con la finalidad de alquilarla a turistas norteamericanos que cada vez son más frecuentes en La Habana. De repente, en algún momento, aparecía Néstor… Jamás pasé de la idea y del título (que traía de vuelta a otro exiliado): “Excursión a (un país) vuelta abajo”.

La Isla Excepcional ha sido y es una factoría de emisión de exiliados. Y entre estos los poetas constituyen un curioso y nutrido apartado. Dentro de este el de Gleyvis Coro Montanet, exhibido en su libro Lejos de casa, es, según EDR, un exilio “muy suyo”, y su yo poético o sujeto lírico vive en constante expansión como una perpetua implosión que sacude a su Cuba íntima. Por otra parte, no hay aseveración más abrumadora que “dentro de la revolución todo”. Desde su propia aurora, el evento politizó la sexualidad en función de la nueva moral que debía consumir a su Hombre Nuevo. Resultado: persecuciones, encierros, ostracismo… De eso se ha escrito bastante porque demasiados lo han padecido en toda su crudeza y, además, moviliza y define las razones del exilio de Gleyvis Coro, en una fecha en que existía el flamante CENESEX y su regenta aplaudía el cambio de sexo entre revolucionarios.

Sobre Gleyvis Coro (de nuevo me aparto del guion y de las reglas de la reseña) siempre quise escribir un texto acerca de cómo perdí, sin llegar a leerlo, su poemario Escribir en la piedra. Ediciones Loynaz. Trabajaba en el Centro Provincial del Libro y la Literatura de la desaparecida provincia La Habana y durante la Feria Internacional de Libro de La Habana de 2001, el estand de la provincia estaba situado justo al lado de su homólogo pinareño. Allí conocí a Gleyvis Coro y me regaló el poemario dedicado. Un verdadero lujo. Después de varias semanas, pasaba frente a una casa en construcción y uno de los obreros, alguien conocido, me llamó. El tipo fue al grano, estaba “saliendo con una jevita” y quería impresionarla con algún poema y como yo era escritor tal vez podría ayudarlo. Le dije que no era poeta, pero algo tendría en casa. Busqué en el librero y allí encontré el libro que ya se imaginan. Se lo pasé al obrero tan urgido de poesía sabiendo el riesgo de no retorno que corría. Porque, qué no se hace por una jevita, ¿verdad, Gleyvis? Y así, criminalmente, jamás me lo devolvió. Creo que esa es la mejor reseña de aquel cuaderno. La poesía en auxilio de las necesidades amorosas del prójimo. ¿Cierto, EDR?

Hurgando en el ciberespacio he encontrado un conmovedor poema de esta pinareña excelsa que se da un lujo que no le está permitido a muchos compañeros de armas: el optimismo, y encima nada velado. El directo que siempre duele. Cito el final:

Porque otra Cuba nace,

la Cuba de su patio y de su casa,

con una nueva juventud que hace

de la peste vivida su coraza.

Una Cuba valiente y redentora,

una Cuba que postea

con teléfono en mano vengadora,

y que no será otra Cuba que no sea

la Cuba de la rabia y de la idea.

Del ensayo dedicado a La lengua suelta, de Fermín Gabor, publiqué en esta revista una extensa reseña titulada “¿Qué mató a Fermín Gabor?” De esta para seguir atropellando el género (el de la reseña) y seguir con el primerpersonismo que consume al gremio cito el final:

Por último, como esto no es de Chacón y Calvo y sí de Simon & Garfunkel, me he preguntado muchas veces qué provocó la desaparición de Fermín Gabor. Aquí no hay guardia pioneril que venga en mi auxilio. Por mucho que trato, no encuentro mejor respuesta o hipótesis que esta: Fermín Gabor despareció a causa de leer tanto bodrio: ensayos, poemarios, novelas, entrevistas de cuanto escritor de infame de obra o proceder, o viceversa, que pasea en los predios de la literatura cubana. Imposible hacer lista. Imposibles de nombrar. ¿Quién sobrevive a experiencia tan sádica? En eso Gabor y AJP nos llevan ventaja. El primero desapareció, al menos, eso dice el segundo. Pero mientras, y eso es bastante, ahí está el trabuco, suelto, sin vacunar.


El prólogo del libro El compañero que me atiende, recogido en Los que van a escribir…, demuestra tanto la vigencia y salud del género “totalitario policíaco” como de las instituciones que le dan sustento: la Seguridad del Estado y su indetenible desfile de víctimas. Más allá del prólogo es el libro en sí lo que valida la gestión de EDR y, sobre este, el escritor fantasma Ramón Elías ha dicho:

El compañero que me atiende quizás no sea un libro definitivo, esperemos que no, pero es sin duda un hallazgo, un acto fundacional, en todo el sentido de la palabra. Hallazgo que queda definido a raíz de la conciencia de la existencia de un género: el totalitario policíaco. En este sentido, con este volumen nos atrevemos a asegurar que estamos ante la presencia de un libro imprescindible, que impulsará la escritura de otros, puesto que los materiales primordiales aún perviven (terror, vigilancia, represión, delación, agentes). Y si el devenir de la historia los arrastra o sepulta, lo merecemos todos, aun así valdría la pena volver sobre ellos; nunca estaría de más ejercitar la memoria.

A mi modo de ver, el ensayo más original de Los que van a escribir… es “Nitrógeno y mangostas: Cortázar y la Revolución Cubana”. La originalidad viene por su escritura, pues el texto trata de las peripecias del crítico Julio Mestre, exégeta de la revolución, que no sabe qué hacer con el relato de Cortázar “Con legítimo orgullo”. El ensayo discurre como un relato en el cual la voz ensayística, para no decir narrativa, de EDR nos va develando la historia de las angustias del crítico cuando descubre que el cuento de marras no habla de mitos, sino de algo más peligroso, vulgar y cercano, tan cercano como para ubicarlo en su país natal: la Isla Excepcional una vez más. Para colmo el cuento está lleno de puntos de intersección con un discurso de Fidel Castro de 1967. Claro, lo que en Cortázar es ficción, en el segundo es crudo experimento y vivencia. Ambas cosas harán que el crítico Mestre nos recuerde radiantes momentos de la narrativa de EDR. Mestre como personaje está a la altura, por sus obsesiones y empeños, de los que desfilan por las páginas de Turcos en la niebla. Y el hecho de valerse de leyes y presupuestos narrativos para operar en otro género es embarcarse en una aventura en que EDR sale airoso. Con elegancia podríamos decir.

El ensayo que EDR dedica a Roberto Bolaño expone el desencanto del escritor con los desmanes de la izquierda y de la derecha. La “distancia” exacta entre ambas fuerzas antagónicas, que suelen tocarse en los extremos, es sugerida de manera sutil en la novela Estrella distante, en la que el siniestro Carlos Wieder, poeta y serial killer, toma el cielo por asalto poético igual que había hecho Raúl Zurita en los cielos de New York. Por si no queda claro de lo que habla EDR remítase al discurso de Bolaño leído con motivo de la entrega del premio Rómulo Gallegos en 1999. Sus opiniones sobre los escritores de izquierda son demoledoras ni siquiera son “buenos padres”, “amigos” o “amantes”. Y como escritores, una vergüenza, no porque escriban mal sino por la calidad de las apuestas. Una de ellas la admiración a Fidel Castro, a quien Bolaño tilda sin filtros de tirano bananero, y su legado.

Hurtando el cuerpo al género hablo de nuevo en primera persona. Cursaba estudios de maestría en Estudios Hispánicos en la Universidad de Concordia, en Montreal, y me pidieron que organizara una presentación del poeta Raúl Zurita que, por aquellos días, se encontraba en Ottawa. Corría el año de 2015. Tras mucho email que va y viene, los anfitriones decidieron cancelar la lectura porque en calidad de estudiantes no disponíamos de ningún fondo para pagarle una lectura al autor de Poemas militantes. Curiosidad: en esa misma universidad EDR ha presentado muchos de sus libros de manera gratuita, aunque eso no sea nada extraordinario. Aun así, los destinos de la literatura y la literatura misma son asuntos del diablo. Lo digo por Bolaño, Zurita, EDR y la infinita procesión.

De mi experiencia en cuanto lector Los que van a escribir… puedo asegurar que ha venido a cubrir vacíos y lagunas, corroborar sospechas, lidiar con la mala memoria. Además de lograr domar a la academia, pues con este libro EDR articula la dramaturgia de la institución con su agenda política. Aclaro que en la tal agenda de EDR la robustez del número de páginas contrasta con la anemia temática. A EDR lo absorbe una sola idea: la Isla Excepcional.

De los ensayos que aún no he hablado, que son los menos, vaya por el libro para que se entere. No se pierda el triste carnaval que se gasta la perdedora en la carrera por el Nobel de literatura en la sección correspondiente de la CONCACAF.

Gracias, EDR. En esta ocasión por no haber hablado Enrisco. O quizás, fue el segundo quien lo hizo todo el tiempo.

Montreal, 20 de enero de 2022



Enrique Del Risco, Los que van a escribir te saludan, Editorial Casa Vacía, USA, 2021, 356p. De venta en Amazon.

*Publicado en La Santa Crítica

jueves, 20 de enero de 2022

Cuando no teníamos palabras


La de arriba es, si no me equivoco, una imagen de la presentación de la película “Plaff” por su director Juan Carlos Tabío en el teatro Enrique José Varona de la Universidad de La Habana. Lo sé porque estuve allí. Fue en diciembre de 1988, durante el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. “Plaff” era un producto típico de su época. Época en que los cineastas cubanos, empujados por los vientos de cambio que traía la perestroika soviética, comenzaron a atreverse algo más allá de las críticas al machismo más elemental o a la burocracia, eso que en la terminología de la época llamaban "rezagos del pasado" o "errores y tendencias negativas". Pero el hecho mismo del estreno de la película se encogió ante el debate que estalló en la sala apenas terminada la proyección. Soliviantados por las lecturas de "Novedades de Moscú", aquella revista que venía a enseñarnos que pese a las diferencias culturales o históricas los horrores del socialismo real eran idénticos en todas partes, nos movía el mismo impulso libertario que sacudía a la juventud soviética de entonces. Luego de tantos años de imitar la obediencia rusa ahora se nos hacía mucho más natural emular su rebeldía aunque todavía nos costara trabajo decidir contra qué dirigirla. 
¿Tenía sentido atacar la burocracia como si no fuera la esencia misma de un regimen que todavía llamábamos “revolución”?

El director, Tabío,  tuvo mucho cuidado de no hablar de más, de no ser acusado de azuzar a la ya enardecida audiencia. “Una película no es más que una provocación -dijo Tabío con palabras que transcribo de un documental descubierto al azar- para que termine en el espectador y ustedes son los que van a hacer la realidad. La película no hace la realidad”. Ni falta que hacía que lo advirtiera. Nótese en la foto que, en medio del debate, toda la audiencia estaba de pie. Esa era la realidad de la que el director intentaba tomar distancia.

Así, como el de aquella noche, es como yo imagino los debates de la convención francesa a inicios de la revolución hacia 1790 o 91, cuando los debates todavía eran posibles. A la izquierda del estrado -¿la casualidad es así de ordenada o fue que los convocaron expresamente como tropa de choque?- estaban los estudiantes más conservadores, los de la facultad de derecho, defendiendo a su querida Revolución de los supuestos ataques de la película. Y del grueso de la audiencia formada por las facultades más liberales de entonces -Matemáticas, Artes y Letras, Filosofía e Historia, Psicología, Periodismo- que exigía del director una declaración de intenciones más allá de su película. De ahí la insistencia de Tabío, atrapado por las pinzas del público polarizado, en defenderse distinguiendo entre película y realidad.

El debate fue feroz. A gritos y de pie. A un espectador ajeno pero experimentado y atento no se le escaparía que aquella era una discusión expresamente política. Que lo que nos obsedía no era aquella película en particular ni las relaciones entre cine y sociedad en general sino la insoportable asfixia que imponía un régimen que aquella comedia ligera apenas aludía lateralmente. No teníamos siquiera palabras para nombrarlo -ni “régimen”, ni “dictadura”, ni “totalitarismo”- pero el ahogo era tangible. Cuando el Tabío hablaba del cine como provocación en realidad intentaba apagar el fuego que su propia película había encendido, desembarazarse de la responsabilidad que luego se le quisiera achacar. Como su maestro Gutiérrez Alea, era firme seguidor del principio de que un director no debe exponer otra opinión que la que la que se insinúa en sus películas.

No obstante, no éramos espectadores ajenos ni experimentados ni teníamos palabras suficientes para enfrentar aquello. Hablábamos todavía de “revolución” de la que nos veíamos como legítimos herederos aunque me pregunto si ya no empezaba a costarnos trabajo creerlo. Si no nos hastiaba de que, ante la duda, era la libertad -palabra incluida en nuestro vocabulario- la que siempre sufría, la que se posponía eternamente. Todavía nos faltaba, -ahora lo veo- la tremenda educación sentimental que supuso para mi generación el juicio y fusilamiento del general Ochoa y el resto de los oficiales procesados junto a él. Ese que, bajo el pretexto del encausamiento por narcotráfico, nos advirtió que, si no había contemplaciones con un Héroe de la República de Cuba, menos la habría con ninguno de nosotros.

Recuerdo terminar aquella noche con uno de los protagonistas de la película condescendiendo a hablar con un grupo de nosotros en los bajos de la biblioteca central de la universidad. A oscuras -el alumbrado público siempre fue deficiente en aquella ciudad- intentaba aplacarnos, insistiendo en que la revolución podía cometer errores pero debíamos tenerle paciencia, confiar en ella.

Han pasado 34 años desde entonces. Han perdido todo sentido palabras que entonces 
usábamos profusamente como “confianza”, “paciencia”, pero sobre todo “revolución”. Si es que alguna vez lo tuvieron.

miércoles, 19 de enero de 2022

Estudios graduados

Hace tiempo que los estudios graduados se han convertido en algo tan normal como antes lo eran las licenciaturas. No siempre fue así. O no en todas partes. No en mi infancia, cuando un doctorado equivalía a que tu padre viajara a otro país a estudiar algo cuyo mero título ameritaba una visita larga al diccionario. Y al regreso, junto con lo más importante que salía de sus maletas —me refiero a los juguetes—, tu padre, demacrado por la dieta a la que se había sometido para poderte comprar esos juguetes y zapatos al resto de la familia, sacaba un diploma de un papel tan elegante que parecía casi de plástico escrito con letras góticas en idioma desconocido. Ese diploma lo acreditaba como especialista en algo incomprensible, aunque lo tradujeras a tu lengua materna. (Y hablando de madres, esas ni soñaban con hacer un doctorado. La mera posibilidad de que fuera el padre quien se quedara cuidando de los hijos mientras la madre se iba a estudiar a otro país por meses y años era tan inconcebible como que cualquier hijo de vecino llevara una computadora portátil en el bolsillo sin que le hiciera mucho bulto. Hoy las computadoras portátiles son esa realidad cotidiana a la que llamamos “teléfono inteligente”. En cambio, las madres, por muy inteligentes que sean les cuesta que los padres se encarguen de los hijos mientras hacen un doctorado).

¿Para qué servía ser un doctor que ni siquiera curaba? me preguntaba en mi infancia sin encontrar respuesta. Poco importaba que doctores como mi padre fueran tan escasos en mi país como los Ferraris. Porque ni para darme importancia ante mis amiguitos servía que mi padre fuera algo que yo mismo no sabía explicar bien. Menos si encima mi padre, con ese humor que se buscó en algún rincón de la Edad Media, me decía que no era cien-tífico sino veinticinco-tífico, grado que no me parecía especialmente prometedor.

Ahora, en un lugar y un tiempo muy diferente al de mi niñez la pregunta sigue siendo pertinente: ¿para qué un doctorado? Se me ocurren dos respuestas, las más obvias: para aprender y para hacer carrera. O sea, para formar parte del viejo proceso de adquisición, enriquecimiento y traspaso de conocimiento al nivel más elevado posible en determinada especialidad. O para participar en el proceso más antiguo aún de acumular méritos y ascensos en el escalafón de determinada especialidad al igual que se hace en la administración pública, la política o el ejército. O sea, dos procesos no necesariamente excluyentes pero que muchas veces la práctica los hace incompatibles.

Dependiendo de cual respuesta escojas así transcurrirán tus estudios graduados. O bien elegirás tus cursos guiado por la curiosidad, el ansia de saber y de rellenar los vacíos más urgentes en tu comprensión del mundo y por el deseo de avanzar en el tema que más te apasiona y sobre el que has decidido escribir tu disertación de diploma o, en caso contrario, te inclinarás por el método de los estudios estratégicos. Es decir, los estudios que harán avanzar tu carrera académica desde el mismo comienzo. Porque si tu interés principal, más que el saber, es hacer carrera académica, deberás analizar el campo de que se trate para determinar cuáles serán aquellos temas y áreas de conocimiento que estarán en su apogeo justo en el momento en que te gradúes y salgas a buscar trabajo.

Teniendo eso en mente seleccionarás los cursos entre aquellos temas que estén más a la moda o sean impartidos por los profesores que te puedan ayudar a impulsar tu carrera. (Un método infalible para elegir cursos en los estudios graduados: opta siempre por los de títulos más largos. Los títulos largos son los que mejor reflejan la capacidad del profesor por estar a la moda e impresionar a sus estudiantes y colegas. Los títulos cortos no solo denotan falta de imaginación sino también de audacia para adaptarse a la sensibilidad del momento. Puesto a escoger, ¿cuál curso preferirías? ¿Uno titulado simplemente “La historia de los vikingos” o “Trans-Thor: ecología de las sexualidades líquidas en la cultura escandinava de los siglos IX al XI”?). Una vez que tomes el curso pondrás cuidado en averiguar las opiniones de tus profesores a fin de no contradecirlas e incluso llegar a sus propias conclusiones antes que ellos mismos: por mucho que en la universidad se alabe la independencia de criterio nada hace avanzar más una carrera que la apariencia de capacidad intelectual envolviendo el más firme anhelo de no contradecir a tus profesores. En la academia, como en la física, a menor fricción, mayor velocidad. Luego, mucho cultivo de relaciones con los profesores mejor ubicados en el escalafón del poder universitario, mucha conversación obsequiosa y, si se tercia, ofrécete a cuidarles los hijos si tienen que ir al teatro. Y si te invitan a cenar en casa elógialos desvergonzadamente, como si se tratara del mismísimo Karlos Arguiñano aunque la paella esté medio cruda.

Pero no me hagas mucho caso. Soy de los que evitaba los cursos con títulos largos tanto como alabar paellas crudas. Así me va en la vida.