viernes, 27 de enero de 2023

La universidad y el universo*


No es casual el parecido entre las palabras universidad y universo, ni que compartan raíces comunes. Tanto una como el otro comparten la raíz latina de unus (uno) y vertere (doblar, girar, volver). No siempre las universidades tuvieron esa vocación universal, por supuesto. Ni siquiera comenzaron llamándose así. Surgidas en pleno medioevo la universidad más antigua de Occidente, la de Bolonia, creada en 1088, no recibe el título de Universidad hasta pasados más de dos siglos. De escuelas locales concentradas en la enseñanza religiosa fueron convirtiéndose lentamente en otra cosa. De tratar las cuestiones de la fe y las artes retóricas menores tales escuelas terminaron ofreciendo educación a los seglares sobre asuntos laicos como las leyes y la medicina. Su universalidad en el sentido más inmediato pasaba por garantizar la validez de los conocimientos y de los diplomas que otorgaba, más allá de los estrechos confines medievales del lugar donde estuviesen ubicadas las universidades, así como la protección a los estudiantes forasteros.

El papel de las universidades fue ampliándose desde entonces junto con la idea del universo, ya fuera en sentido geográfico, filosófico, científico y hasta cósmico. Las universidades fueron estrechos cómplices de la modernidad, tanto en sus mejores como en sus peores versiones: tanto en la iluminación de diversos rincones de la realidad —como la física, la geografía o la astronomía— como en el voraz expolio del mundo colonial. Las universidades hicieron el mundo menos misterioso, más racional, y ayudaron a ensanchar la idea occidental de lo humano, al tiempo que daban a los saqueos imperiales la pátina de empresas ilustradas.

El proceso de descolonización que provocó el retroceso y la decadencia de los imperios coloniales comenzó a revertir esa situación y a cuestionar los conceptos sobre los que se asentaba la anterior idea de universalidad, de humanidad. Se atacó la propia noción de humanismo por eurocéntrico, blanco, heteropatriarcal, y su lugar ha venido a ser ocupado primero por el multiculturalismo y luego por las políticas identitarias. El antiguo debate entre el humanismo teórico, que entendía la humanidad como un valor absoluto, una fe, y el humanismo práctico que basaba su voluntad de defender, proteger y darle sentido a lo humano teniendo en cuenta sus limitaciones se volvió obsoleto. Ya no se trata de darle sentido a lo humano al tiempo que se lo cuestiona sino de explicar por qué determinada identidad debe ser sagrada. Como antes con el humanismo teórico —que veía a la humanidad como un absoluto al que las circunstancias históricas habían impedido alcanzar el potencial al que estaba destinado— ahora las diferentes teorías santifican una determinada identidad en base al martirio al que la han sometido las circunstancias históricas. Debe recordarse que el humanismo teórico dio pie a ciertas perversiones totalitarias que llegaron a los peores extremos en nombre de la razón y el amor a la humanidad.

En estos tiempos, la idea tan aceptada y difundida por el cristianismo de que el martirio y el sufrimiento purifican y elevan ha migrado de alguna manera a las teorías identitarias. El convencimiento de que la opresión de un género, raza, etnia o de cualquier otro grupo ennoblece en proporción directa al sufrimiento que este grupo ha experimentado ha dado lugar a los juegos olímpicos del victimismo en que se han convertido muchas interacciones sociales dentro y fuera de las universidades.

Con las políticas identitarias, las falacias del humanismo teórico más que desaparecer se han multiplicado. Si cada grupo identitario reclama ser único y especial, ¿dónde quedaría aquel reclamo universal de igualdad? ¿No sería un absurdo? ¿Qué sentido tiene defender y reclamar derechos humanos en un mundo donde el individuo, fundamento de esos derechos, ha dejado de tener valor frente a los distintos grupos identitarios? Debemos preguntarnos ¿hasta qué punto se contrapone la creciente internacionalización de las universidades a la fragmentación de nuestra idea de humanidad? Preguntémonos de un modo más concreto, ¿cómo conjugar la defensa tajante de los derechos LGBTQ+ en un campus en Nueva York mientras se negocia la discriminación de ese mismo grupo en el campus de Abu Dabi o se ignoran las violaciones a la libertad de expresión de minorías y mayorías en los alrededores del campus de Shanghái?

Comprendo que las mías acaban siendo de esas preguntas retóricas que traen consigo mismo la respuesta. Porque —ahora que lo pienso— es precisamente el humanismo práctico uno de los principales impedimentos teóricos para que las universidades se globalicen: la exigencia de tratar a todos los seres humanos con las mismas dosis de respeto independientemente de donde se encuentren sería un incordio, por ejemplo, a la hora de que una universidad norteamericana establezca un campus en un país donde sistemáticamente se violen los derechos humanos de una parte de la sociedad o de esta en su conjunto. Por otra parte, la segmentación de lo humano que traen aparejadas las políticas identitarias será lo que permita a un estudiante en San Francisco o Los Ángeles exigir el derecho que siente vulnerado sin compararse con sus congéneres en Teherán o Lagos. Sin aspirar a la coherencia. Porque es justo su renuncia a la coherencia lo que les permita hablar de igualdad cuando en realidad quieren decir privilegio.

*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine.



martes, 24 de enero de 2023

La Seguridad y Lezama, "enemigo ideológico de la Revolución"

Mientras no se cumpla el viejo sueño colectivo de acceder a los archivos de la Seguridad del Estado habrá que conformarse con las piltrafas que vayan encontrándose por cualquier parte. En este caso se trata de una página de un informe de la Seguridad del Estado que una amiga me envía desde Berlín. El informe fue presentado en un encuentro de órganos de inteligencia celebrado en La Habana en 1974 y una copia fue encontrada por mi amiga en los archivos de la Stasi. Que sea una sola página deja muchas lagunas sobre el sentido y las intenciones generales del texto, pero se pueden establecer ciertos detalles. Como que el sentido general del texto era presentar un resumen de lo que en ese contexto llamaban la “lucha contra el diversionismo ideológico” que no era otra cosa que el sistema de vigilancia y persecución desarrollado contra todo atisbo de autonomía intelectual o cultural.

He aquí la página:



Esta es la transcripción:

lla resultó inesperada para el enemigo por constituir la primera medida de esa índole contra tales elementos. Como reacción el imperialismo organiza una amplia campaña propagandística a su favor y en contra de la política cultural y el prestigio de la Revolución, lo que contribuyó a la definición de algunos intelectuales que aspiraban a que la dirección revolucionaria se retractara de las medidas adoptadas.

La celebración del Congreso de Educación y Cultura, que resumió y organizó las opiniones de las masas en relación a la necesidad de una cultura socialista y cuya resolución final es una amplia plataforma de trabajo que constituye la política cultural de nuestro Estado, convence a estos elementos de la necesidad de modificar sus métodos, los que se tornan más sutiles.

Tras unos meses de espera, continúan desarrollando su trabajo dirigido a mantener figuras de algún renombre real o fabricado como centro de posibles conflictos, esta vez en la persona del escritor José Lezama Lima, autor de procedencia católica, de extracción pequeño-burguesa y plenamente definido como enemigo ideológico de la Revolución.

Para esto publican sus obras en varios idiomas, le otorgan premios literarios en el exterior y le dedican artículos y comentarios, situándolo intencionalmente en distintas publicaciones como candidato al Premio Nobel de Literatura.

En el plano interno mantienen como línea de trabajo la utilización de elementos diversionistas y la selección de autores de señalada posición revolucionaria, susceptibles de ser penetrados y desviados ideológicamente. Surgen tendencias de este matiz en jóvenes creadores, que no han mantenido vinculación con figuras tradicionalmente diversionistas”


La “primera medida de esa índole” a que se refiere el principio del fragmento debe ser la detención del poeta Heberto Padilla por parte de la Seguridad del Estado. Y con la “amplia campaña propagandística a su favor y en contra de la política cultural y el prestigio de la Revolución” se referiría a las dos cartas que en, favor del poeta preso, subscribieron decenas de destacados intelectuales en todo el mundo y a su resonancia posterior.

En el siguiente párrafo se presenta el Congreso de Educación y Cultura de 1971 como una jugada estratégica que obliga al enemigo a modificar sus métodos para hacerlos más sutiles. ¿Cuáles son estos métodos? Escoger a un “plenamente definido […] enemigo ideológico de la Revolución” como Lezama Lima para publicarle su obra en varios idiomas, otorgarle premios y dedicarle artículos y comentarios. Resumiendo, la fama extranjera del autor de Paradiso es mera componenda de la CIA.

En el último párrafo se refieren al “plano interno”, o sea, a la situación dentro de la isla. Allí, el enemigo está manipulando a su favor a intelectuales de “señalada posición revolucionaria” pero “susceptibles de ser penetrados y desviados ideológicamente”. También el informe nota “tendencias de este matiz” diversionista, se sobreentiende, en “jóvenes creadores” a pesar de “que no han mantenido vinculación con figuras tradicionalmente diversionistas”.
Primera página de la traducción polaca del documento. Dice:
Traducción del español
Secreto
Objetivos y tareas
El trabajo ideológico en la etapa moderna

Ninguna adición importante a lo que ya se sabe. En el 2011 el escritor Antonio José Ponte analizaba un documento extraído de los mismos archivos de la Stasi desde donde me enviaron esta hoja solitaria. Se trataba de un folleto de 18 páginas presentando una exposición realizada por la Seguridad del Estado también en 1974. Una de las secciones de dicha expo versaba sobre la vigilancia a la que sometió al escritor Lezama Lima e incluía manuscritos inéditos ocupados al autor. No es difícil imaginar que la exhibición fuera estrenada en ocasión del mismo encuentro de “servicios de inteligencia hermanos” celebrado ese año para el que se preparó el informe del que he recibido esta única página.

Ya aquel documento descubierto por Jorge Luis García Vázquez y comentado por Ponte hacía evidente que la persecución contra Lezama no se debía a una anomalía del sistema: una “directiva improcedente” o “un puñado de comisarios desbocados”. Obedecía a un plan en perfecta sintonía con las intenciones del régimen. Esta hoja además de trazar una línea recta entre las intenciones del poder y las acciones de sus órganos de seguridad hace más clara aún la lógica de aquella persecución: calificar como enemigo y agente del imperialismo, a todo aquello que no respondiera directamente a la caprichosa voluntad del poder en Cuba. Si Lezama era considerado enemigo ideológico cada una de sus publicaciones en el exterior, cada referencia a su obra, formaba parte del plan imperialista para desprestigiar a la Revolución.

Tan eficaz y ubicuo era dicho enemigo que no solo podía contar con la quinta columna ideológica sino que hasta intelectuales de “señalada posición revolucionaria” podían ser “susceptibles de ser penetrados y desviados ideológicamente”. La idea que la desviación ideológica solo puede provenir del exterior de un sistema impoluto como el comunista es puesta en entredicho por los autores del informe al reconocer -para su turbación- que el diversionismo es detectado incluso en jóvenes que no han tenido contacto conocido con fuentes externas.

Ni más ni menos que la vieja paranoia de cualquier inquisición: a la idea de que el mal solo puede provenir del demonio le sigue la de que todo lo que no proviene de dios es demoniaco para terminar viendo al diablo multiplicado por todas partes. La inquisición castrista se distingue de la otra porque obedece, dice, a la razón no a la fe y porque se encarga, además del espíritu del cuerpo físico de los blasfemos.

Los tiempos han cambiado desde entonces. Lezama, por ejemplo, ha sido añadido al panteón patrio luego de las labores de higiene ejecutadas por el cuerpo de limpieza del MINCULT, desde Abel Prieto a Cintio Vitier, pasando por Senel Paz, al tratar de convertir a Lezama en admirador del Che Guevara, partidario de Fidel Castro, precursor y devoto secreto de su régimen y deidad invocada en Fresa y chocolate. La inquisición es ahora, por otra parte, algo más flexible y no persigue a todo lo que no obedezca estrictamente a su voluntad. Su lógica, en cambio, sigue siendo la misma: todo lo que lo contradiga no puede emerger de manera natural de la realidad sino que es parte del plan del Maligno. De manera que todo el que piense con independencia del régimen deberá demostrar a cada paso que no es parte de algún complot de la CIA. Pero de seguir su lógica habría que preguntarle al régimen por qué el Mal -definido por este como lo que se le opone- crece con mucha más espontaneidad que el Bien.

Lo sagrado*



Siendo en su origen una institución medieval, la universidad fue —junto al florecimiento del comercio y de las artes— uno de los instrumentos fundamentales en la transición del medioevo a la sociedad moderna.

Si la universidad fue esencial en el establecimiento de una civilización que terminara privilegiando la razón sobre la fe que había monopolizado la espiritualidad europea por siglos fue porque se empeñó en entender la razón —como la define el filósofo André Compte Sponville— como la “relación verdadera con lo verdadero o de lo verdadero consigo mismo” y como “el poder humano de pensar en todo”. Pensar cuestionando incluso la fe que servía de soporte espiritual a eso que hoy conocemos —con no poca condescendencia— como Edad Media.

Es por eso que resulta una paradoja esta reciente vuelta de la universidad a lo sagrado. Lo sagrado, entendido como lo que no puede “ser tocado, salvo especiales precauciones, sin cometer sacrilegio”. El justificado y necesario respeto hacia grupos que hasta no hace mucho tenían un acceso limitado a las aulas universitarias se va convirtiendo —en un gesto que aúna hipersensibilidad, puritanismo, oportunismo y simple incapacidad o costumbre de lidiar con las diferencias— en una sarta de prohibiciones cada vez más absurdas. Alrededor de las multiplicadas identidades minoritarias se van erigiendo tabúes que escapan a la racionalidad del respeto básico, imprescindible, hasta convertir dichas identidades en sagradas, intocables.

Los casos más notorios han saltado a los titulares de los principales periódicos. Como el del músico y profesor de origen chino Bright Sheng que en su clase de la Universidad de Michigan exhibió la versión de Othello de 1965 protagonizada por Lawrence Olivier donde el actor aparece caracterizado como el personaje shakesperiano. El maquillaje utilizado entonces podría parecer grotesco y hasta ofensivo, así como el hecho de que el primer protagónico negro del teatro occidental fuera hasta fechas relativamente recientes interpretado por actores blancos. Sin embargo, donde pudo haber una oportunidad para debatir los complejos problemas de la representación —pudiendo compararse, por ejemplo, dicha versión con la que realizara años después el actor afroamericano Lawrence Fishburne— el profesor, represaliado en su país natal durante la Revolución Cultural, pese a sus reiteradas disculpas, fue separado de la clase. En otros casos es el mero uso de abreviaturas de palabras tabú en discusiones de clases o exámenes lo que han llevado a la suspensión de profesores como fue el del profesor Jason Kilborn de la Universidad de Illinois.

Podría debatirse la justicia con que se han manejado dichos casos. Lo indiscutible es cómo la multiplicación de estos incidentes ha incidido en el ambiente de discusión en las clases. Porque no se trata ahora del respeto que se le debe a cada ser humano sino del temor a parecer ofensivo más allá de las intenciones del profesor en cuestión. Del temor a incurrir en tabúes que se van improvisando sobre la marcha. Porque el asunto rebasa la simple preocupación de los profesores por cuidar sus puestos de trabajo. Tomarse con demasiada literalidad el carácter sagrado de la persona humana es pasar de la preocupación ética al fervor religioso. Y eso entraña, inevitablemente, un retroceso de la razón.

Algún placer le extraerán los beneficiarios de estas ideologías al temor que inspiran en las autoridades académicas que antes se sentían todopoderosas. Quizás hasta sirva para democratizar un mundo que hasta hoy arrastra unos cuantos vicios de su origen medieval. Pero, me temo, reinstaurar lo sagrado en la universidad después de tantos siglos, restringir la posibilidad de discutir cada tema que resulte complejo equivale a restarle el espacio a la razón por el que desplazarse libremente en busca de la verdad. Donde quiera que se encuentre. Tanta protección, tanto safe space, terminaría constriñendo la libertad de la razón como si se tratara de un baile entre caballeros con armaduras. Y todos —incluidos aquellos que de alguna manera pertenecen al bando opresor— terminarán acogiéndose a alguna identidad protegida porque así lo prescribe la lógica del victimismo.

¿Y la verdad? Bien, gracias. Se verá apenas como un rezago heteropatriarcal, blanco y eurocéntrico de cuya adicción deberemos librarnos por completo mientras el mundo fuera de las universidades seguirá funcionando igual que siempre y los políticos más atroces parecerán paladines del sentido común. ¿Exagero? Me encantaría que fuera una exageración, pura reducción al absurdo de tendencias que traen más beneficios que riesgos. Pero doy fe que el temor que se vive en las universidades es real. Que ante el campo minado en que se ha convertido cada discusión sobre ciertos temas medulares se prefiere desviar la razón a territorios menos conflictivos, y con ellos alejarnos de la claridad de la que tan necesitados estamos. Que ante el temor de incurrir inconscientemente en alguna herejía se avanza por los caminos menos riesgosos, los de los lugares comunes quiero decir. Lejos de la polémica y la fricción, que es justo donde podemos salir al encuentro de nuevas certezas.

*Tomado de Hispanic Outlook on Education Magazine

miércoles, 18 de enero de 2023

Carta de Virgilio Piñera a Guillermo Cabrera Infante: "O Cortázar es un hijo de puta o lo es Arrufat"

 

En diciembre pasado visité la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton y aproveché para asomarme a la magnífica colección de manuscritos que tienen allí. Una de las colecciones que más me atraía son las de las cartas de Virgilio Piñera aunque buena parte de ella -si no todas- han aparecido en los libros de Carlos Espinosa y Thomas F. Anderson. No obstante en la carpeta de la correspendencia de Guillermo Cabrera Infante aparecen varias cartas dirigidas a este por Piñera. Sirva de muestra esta del 24 de abril de 1963. 

La carta es interesante por algún que otro brete antiguo que hace lamentar (o agradecer) que a Virgilio no le haya tocado esta época de redes sociales y tiradera continua. (La foto del escritor que acompaña a esta nota también es parte de los archivos de la Firestone. Al dorso dice: "Guanabo, La Habana, diciembre de 1954").

En el momento más jugoso de la carta Piñera dice:

"Ya rompí definitivamente con Antón Arrufat. Una nueva y triste hazaña suya me obligó a hacerlo. Complotó para que yo no apareciera en el número que la revista mejicana Siempre dedicará a los escritores cubanos. Trató de justificar su actitud diciendo que en ese número solo iría la nueva generación. Pero donde está su cabronada es en haberlo ocultado. Pero como si eso fuera poco le pidió a R[odríguez]. Feo el ensayo de presentación para ese número de escritores de Lunes. Ahora ha añadido otra infamia. Aprovechando que yo estaba en Varadero fue el viernes a casa de Hurtado y allí dijo que “El caramelo” era una mierda y utilizó como argumento de autoridad la opinión de Julio Cortázar, diciendo que este le había declarado que a mi cuento le sobraban diez páginas. En todo esto hay un hijo de puta que habrá que descubrir porque Cortázar, al que yo le había dado el cuento en separata dijo textualmente: Che, anoche leí tu cuento. Me dio un golpe en el hígado, hubiera querido escribirlo, es de esos cuentos que uno no puede sino leer de un tirón, es magistral etc, etc. Además lo declaró públicamente en casa de Lisandro. O Cortázar es un hijo de puta o lo es Arrufat"

Para ampliar la imagen, pínchela.






lunes, 16 de enero de 2023

Educación con asterisco*



Esta vez no voy a tratar una cuestión abstracta que afecta a la educación superior para luego sustanciarla con algún ejemplo concreto. Procederé en sentido contrario, tomando un evento ocurrido en mi propia universidad, NYU. Se trata del caso del profesor emérito de química orgánica Maitland Jones Jr., despedido en estos días tras una petición firmada por 82 de sus 350 estudiantes quejándose por las bajas notas recibidas.

No estoy aireando ninguna información confidencial. La noticia del despido del profesor fue publicada por The New York Times y debatida nacional e internacionalmente en los días siguientes. Y es que el suceso tenía los ingredientes para convertirse en carne de debate. Para empezar, no se trataba de un mal profesor, todo lo contrario. Maitland Jones Jr., enseñó en la exigente universidad de Princeton por más de cuatro décadas donde hizo aportes sustanciales tanto a la química orgánica como a su enseñanza. Es autor incluso de un conocido libro de texto que cuenta con cinco ediciones. Mirado desde cierto ángulo puede decirse que Jones fue despedido por ser demasiado exigente en su trabajo. Si a esto se le une el hecho que la causa directa de su expulsión fue una petición estudiantil estamos ante la típica situación periodística de “niño muerde perro”.

El vocero de NYU, John Beckman, al defender el despido dijo que no se trata solo de la petición estudiantil sino que además pesaron en este la alta tasa de abandono de sus clases, las malas evaluaciones que le hacían los estudiantes y las quejas sobre “su desdén, falta de respuesta, condescendencia y opacidad sobre la calificación”. “En resumen, fue contratado para enseñar y no tuvo éxito”, añadió el vocero.

El profesor Jones, por su parte, ha presentado una queja contra la escuela por despido injustificado. Según sus propias declaraciones le preocupa menos la rescisión de su contrato —pues ya a sus 84 años no tenía planes de seguir enseñando por mucho más tiempo— que el precedente que pueda sentar. Al profesor le “gustaría que se cambiaran las reglas en NYU. Para que esto no le pase a nadie más”. Loable empeño que —sospecho— no llegará a ningún sitio. Porque no se trata de un caso aislado ni de una sola universidad. Hablamos de otro paso en la alianza entre la universidad-corporación y los estudiantes-clientes. Apenas los estudiantes protestan por sus notas la administración corre a satisfacer sus demandas antes de que se corra la voz y los clientes opten por otra empresa más indulgente. Porque luego de pagar decenas de miles de dólares al año solo en matrícula los estudiantes se sienten con todo el derecho a ser exigentes con sus calificaciones mientras la administración se desvive en complacerlos.

No se trata aquí de añorar los viejos buenos tiempos en que los profesores regían sus clases como señores feudales, si es que alguna vez tal época existió (o si es que vale la pena añorarla). Se trata de preguntarnos una vez más el sentido que tiene la enseñanza universitaria en medio de la pertinaz pugna entre varios modelos a la vez: ya sea el de creación de élites intelectuales con acceso a un conocimiento superior o el de un servicio carísimo de expedición de autorizaciones para ejercer carreras más o menos bien recompensadas. Incidentes como el del profesor Maitland Jones Jr. en el cual los peticionarios recibieron bastante más de lo que pedían —y lo que recibieron fue la cabeza simbólica del profesor criticado— revelan cuán dispuestas están las administraciones universitarias a contentar a sus usuarios. En el affaire Jones pesó menos la competencia con que despachaba la mercancía (el conocimiento de química orgánica) que la amabilidad con que lo hacía. Acusaron al profesor de ser “condescending” o sea, de tratar a sus estudiantes con superioridad mientras la universidad practicó la otra acepción que conserva el vocablo “condescendiente” en español: esto es “acomodarse por bondad o conveniencia al gusto y voluntad de alguien”. 

Se supone que asignaturas como la que impartía Maitland Jones Jr. sean especialmente difíciles. Es la química orgánica, con su desalentadora complejidad, la que separa a aquellos estudiantes capaces de remontar una carrera tan exigente como la de medicina de los que no están preparados para los retos que esta propone. Sucede que, pese a los costos, la educación universitaria se masifica cada vez más —algo positivo y necesario en una sociedad cada vez más compleja— pero de los ajustes que se hagan a tal masificación depende que no haya un descenso importante en la calidad del aprendizaje. Seamos sinceros: en aras de tal masividad ¿realmente estamos dispuestos a ser atendidos por un médico que “resolvió” su curso de química orgánica firmando una petición contra su profesor? No lo sabremos porque al final el diploma de ese doctor estará escrito con la misma primorosa letra gótica con que se redactaron los otros y esperamos que esos pergaminos garabateados como por un monje copista nos garantice la calidad del profesional en cuestión.

El cuadro general ha sido empeorado —como casi todo— por los efectos de la pandemia. Reportes de todo el país reconocen que durante la crisis provocada por el coronavirus los estudiantes sufrieron una merma en su preparación respecto a años anteriores. Las universidades han intentado superar ese déficit con ayudas adicionales a la preparación. El propio profesor Jones declara haber pagado de su propio bolsillo más de 5 mil dólares en videos de conferencias explicando el contenido de su asignatura para que estuvieran accesibles a los estudiantes en todo momento. Pero al parecer no ha sido suficiente. La otra opción era ser más flexible con el nivel de exigencia de las clases y exámenes, algo a lo que Jones no parecía dispuesto. Si este episodio se trata de una circunstancia temporal debido a la pandemia o es una muestra más del declive que sufre la educación universitaria en medio de un nuevo modelo administrativo, solo el tiempo lo dirá. Esperemos, al menos, que a los diplomas de los estudiantes graduados en estos años no haya que añadirle un asterisco. Después de todo, ¿cómo se escribirá un asterisco en estilo gótico?