La nobleza de nuestro oficio siempre tendrá sus raíces en dos compromisos difíciles de mantener: el rechazo a mentir sobre lo que sabemos y la resistencia a la opresión 
(Albert Camus). 


El poeta se equivoca,
es obstinado, testarudo, vanidoso, frágil.
Pero antes de rendir la letra,
prefiere el cepo, la muerte, que lo desmiembren,
que lo arrastren frente al coliseo,
cuando la poesía ha tocado en serio
la caja de su espanto
(Joaquín Badajoz).


Hablar de las relaciones entre literatura y política podría parecer redundante. Sobre todo, en una época en que la primera se reduce a la segunda en modos que ya habrían querido para sí los más ortopédicos manualistas soviéticos. Pero de eso se trata: de no ser redundantes. De recordar la diferencia que existe entre ellas, pues, de no haberla, tampoco tendría sentido hablar de otra relación que no fuera el sometimiento total de las palabras al Poder. 

En Los que van a escribir te saludan (Casa Vacía, 2021), intento resistirme a la idea, cada vez más generalizada, de que la literatura es la política por otros medios. Una noción que no es más que el reverso de la que considera que literatura y política transcurren en realidades paralelas y apartadas entre sí.

Las relaciones entre política y literatura se complican, en parte, porque ambas se realizan a través del lenguaje y, en parte, porque la mala literatura se parece demasiado a la política. Harold Bloom terminó retorciendo una frase de Oscar Wilde (“All bad poetry springs from genuine feeling. To be natural is to be obvious, and to be obvious is to be inartistic”) hasta hacerla decir algo que suena más a Wilde que la original: “toda mala poesía es sincera”. Tan sincera como la política. Una sinceridad torpe y pobre que, incluso cuando intenta embaucarnos, resulta prístina en sus intenciones.

Mientras la política doma el lenguaje hasta hacerlo parecer lo más contundente que se pueda, la literatura es, al decir de Ezra Pound, “simplemente lenguaje cargado con significado en la mayor medida posible”. Y tal concentración de significado que le concede a la literatura su capacidad de deslumbramiento, su poder, al mismo tiempo la hace muy poco confiable en términos políticos, tal y como nos advirtió Platón en su República

La política, que necesita de las palabras casi tanto como la literatura, recela de esta como la policía de un criminal consuetudinario. Razón no le falta. Por ilusorio que sean los mundos creados por la literatura siempre terminan proyectando su sombra incómoda sobre la realidad, haciéndola lucir ridícula, pobretona. Aburrida hasta la obscenidad. El dogma —o si prefieren, la ideología—, que es la lengua con la que se expresa el Poder, envidia rabiosamente a la literatura. Envidia su desenvoltura, su insensatez, su irresponsabilidad con lo real. O hasta con los propios discursos del poder que saquea, para luego devolverlos prácticamente irreconocibles. 

Lo que hace autónoma a la literatura es precisamente lo que la hace literatura: su libertad, su capacidad de superar la chatura del dogma, de desentenderse del pragmatismo de la política o la ortopedia de la gramática e ir más allá en sus exploraciones de la realidad y del lenguaje que intenta representarla. O puede definirse a la inversa: cuando la literatura no es autónoma se limita a reproducir los lugares comunes de alguna ideología. Desnaturaliza la literatura quien, buscando añadirle sentido o consistencia, le impone los límites de cualquier ideología. 

Está visto que, mientras más elevada sea la idea que el Poder tenga de sí mismo, más rígidos sus dogmas, mayor urticaria le provocará la ligereza con que los escritores se relacionan con lo real. Y si se mira la historia de la humanidad, son escasos los momentos, si alguno, en que el Poder no se haya tenido en altísima estima. Tan escasas como las veces en que el Poder no ha ejercido de mecenas, consejero o capataz de la literatura y simplemente la ha dejado estar. Es inevitable que relaciones tan estrechas condicionen el ejercicio literario y que los escritores se sientan obligados a responder a ese asedio con lo que llamo política literaria: una suerte de guerra de guerrillas empeñada no en favorecer o contradecir determinado proyecto político, sino en enfrentarse a las presiones que, desde los diferentes poderes, intentan apagar su voz o domesticarla. 

La política literaria intentará afirmar la autonomía de la literatura por todos los medios posibles: ya sea enfrentándose abiertamente al discurso del poder, contradiciéndolo o ignorándolo por completo. Sin embargo, la mayor parte de las veces, la política de la literatura ha consistido en simular obediencia pública al discurso del poder mientras lo canibaliza y se pone su piel como si de un Hannibal Lecter de la literatura se tratara. (Un símil que obliga a asumir a Hannibal Lecter como incomprendido artista del performance.) Por inocente o etéreo que se pretenda, el ejercicio literario siempre representará una revuelta contra el monopolio de sentido al que aspira el poder. 

Ocasional escritor de ensayos literarios durante más de dos décadas, al recopilarlos no me ha sorprendido que, en buena parte de ellos, se evidencie cierta obsesión por lo que llamo política literaria. Los que van a escribir te saludan es un obvio guiño al “Ave, Caesar, morituri te salutant” que citaba Suetonio en Vidas de los doce césares y que Hollywood ha convertido en saludo habitual de los gladiadores. El combate al que se alista todo escritor es aquel que lo enfrenta a la tradición literaria y a los colegas contemporáneos que la reconstruyen y disputan. Pero el escritor no ignora que tal batalla se da en medio de la polis letrada y política que decidirá el resultado del combate. 

Reconocer la existencia de ese público no supondrá la resignación con que los gladiadores saludaban al césar. La interpelación a cualquier forma de poder puede tener mucho de desafío. Pero no debe distraer al escritor del hecho de que su combate decisivo se dará en la arena de la literatura. Porque la fantasía de que el césar de turno saltará a la arena a batirse en igualdad de condiciones con el pobre escritor puede cumplirse en una película como Gladiator pero no en la realidad del ejercicio de las letras. Parafraseando a Dirty Harry, un escritor debe reconocer sus limitaciones.

Los que van a escribir te saludan comienza hurgando en diferentes episodios de la literatura cubana, país fecundo en autoritarismos, en los que escritores interpelaron a los poderes vigentes tanto en lo político, lo literario, lo cultural o lo académico. No se trata de buscar ejemplos de literatura política sino, insisto, de entender la política literaria de sus autores. Si me obligan a generalizarla, diré que el objetivo de tal política consiste en que los dejen hacer lo que mejor saben y en usar la existencia e influencia de los poderes políticos o culturales constituidos como materia prima para crear su propia obra. En defender su autonomía a la vez que usa ciertas obviedades políticas de su tiempo para construir y recrear su idea de lo literario. A la gravedad y unidireccionalidad de los dogmas políticos y culturales que los circundan, los escritores oponen, más que razones contrarias, la ambigua levedad de la literatura.

En este libro se analiza desde la supuesta obra fundacional de la literatura cubana, Espejo de paciencia, hasta casos tan recientes como el volumen satírico La lengua suelta del binomio Fermín Gabor-Antonio José Ponte, o la poesía de Gleyvis Coro Montanet y de Néstor Díaz de Villegas, pasando por la obra de Virgilio Piñera y de la Generación Mariel. Autores enfrentados, casi siempre a regañadientes, a los autócratas de turno, los dogmas de turno, ya fueran políticos, literarios o culturales.

La última sección de este libro titulada “En tierras firmes”, rastrea el mismo conflicto en ámbitos distintos al cubano, aunque no necesariamente ajenos a este. Allí se incluye un breve análisis de la política literaria de Roberto Bolaño, mi lectura de cierto cuento especialmente “gusano” del argentino Julio Cortázar, un acercamiento a la condición universalmente exiliada de la literatura o mi anacrónica intercesión en una polémica entre el Premio Nobel de Literatura Joseph Brodsky y el también escritor y presidente checoslovaco Václav Havel. Las interpretaciones que hago de los textos del chileno y del argentino son especialmente sibilinas y van en contra de lo que se suele considerar como la ideología pública de estos. Justo por ello, mis análisis de estos textos de Bolaño y Cortázar son emblemáticos de lo que entiendo como política literaria: no solo es más densa y compleja que las convicciones ideológicas de los escritores en cuestión, sino que en ocasiones las contradicen a un nivel esencial. La literatura entonces se convierte en modo secreto de traicionar servidumbres públicas. 

Textos escritos a lo largo de más de veinte años no están dispuestos aquí en el orden en que fueron apareciendo, sino más bien de acuerdo a la cronología de la historia literaria que describen. Para que no desentonaran demasiado en un estilo que forzosamente ha cambiado a lo largo de los años, sometí estos ensayos a un mínimo proceso de corrección. Muchos de ellos ahora resultan algo más legibles que cuando los escribí originalmente, detalle que espero que los lectores de este libro agradezcan. No obstante, aclaro que no existe idea, argumento o cita que no haya estado presente en su versión original. De ahí que insista en acompañar estos artículos con la fecha en que fueron creados: algo debo de haber cambiado en estos años, pero no lo suficiente para que, en lo básico, las ideas propuestas en estos textos me sean ajenas.

Por último, debo aclarar que, si dedico este libro a Jorge Brioso, es porque, de no hacerlo, cometería una imperdonable injusticia. Que Brioso haya sido el principal lector y comentarista de buena parte de estos ensayos ha sido un privilegio que esta dedicatoria no empieza a pagar. No puedo imaginar mejor interlocutor intelectual. Pueden llevarse una idea bastante aproximada de su inteligencia y lucidez en El privilegio de pensar, también editado por Casa Vacía. Agradezco a su vez a esta editorial y en especial a su editor, Pablo de Cuba, la confianza que deposita en este libro al publicarlo. Espero que la lectura de este justifique la tala de los árboles necesarios para imprimirlo. Aunque, visto así, ya empiezo a arrepentirme de este mal pretexto para masacrar árboles y, si acaso, me hace revalorar las virtudes de la edición digital.