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martes, 22 de abril de 2025

La literatura es fuego




Es conocido el hecho de que cuando Mario Vargas Llosa ganó el premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde en 1967 y estaba en plena luna de miel con el régimen cubano Alejo Carpentier se le acercó con una propuesta: donar los veinticinco mil dólares del premio públicamente a la guerrilla venezolana de entonces. Por el dinero en sí no debía preocuparse. El gobierno de su país -le explicó Carpentier- se lo reintegraría a través de Casa de las Américas en plazos mensuales. El escritor en funciones de escritor rechazó de plano la propuesta por poco ética.

También es conocido el discurso que Vargas Llosa pronunciara al recibir dicho premio el 4 agosto de ese año bajo el título de “La literatura es fuego”. Dedicado al poeta peruano Carlos Oquendo de Amat muerto de tuberculosis en España en vísperas de la guerra civil de aquel país, el discurso es una de las defensas más apasionadas de la dignidad de la literatura frente a cualquier poder. Dignidad entendida como resistencia a cualquier tipo de servidumbre política, como rebeldía irreductible de la conciencia literaria y humana de su autor.

Hablaba el peruano de Cuba en ese discurso. De Cuba como ejemplo a alcanzar por el resto de América Latina en materia de justicia social y emancipación. Pero ni aún alcanzada esa justicia y esa emancipación -advertía el peruano- la literatura debía renunciar a su naturaleza rebelde.

Ese discurso debe leerse, entre otras cosas, como respuesta pública a la propuesta secreta del régimen cubano.

“Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros países como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá, deberá seguir siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye, de parte del escritor, una traición. Dentro de la nueva sociedad, y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demonios personales, tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando, de esa manera viviente y mágica como sólo la literatura puede hacerlo, que el dogma, la censura, la arbitrariedad son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana, afirmando que la vida no es simple ni cabe en esquemas, que el camino de la verdad no siempre es liso y recto, sino a menudo tortuoso y abrupto, demostrando con nuestros libros una y otra vez la esencial complejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos”

martes, 15 de abril de 2025

Mario Vargas Llosa (1936-2025)


Ha muerto Mario Vargas Llosa, el mejor novelista de la lengua. Solo le faltó escribir El Quijote. En cambio, su retahíla de novelas que inició con La ciudad y los perros, a la que siguieron La casa verde, Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo es una de las secuencias más perfectas de novelas de cualquier literatura. No siempre estuvo a la altura de aquellas seis novelas iniciales, pero a cada rato daba muestras de su brillantez como ocurrió con su reconstrucción de la brutalidad del trujillismo en La fiesta del chivo.

No obstante lo incuestionable de sus méritos literarios, no es de buen gusto reconocerlos. Dentro de los confines de la izquierda tribal no le perdonan ni su brillantez literaria ni su consecuencia política. Más allá de lo controversial de sus posiciones Vargas Llosa se escapaba una y otra vez de cualquier rebaño intelectual en que se le quisiera enmarcar. Lo mismo denunció el esperpéntico caso montado alrededor del poeta cubano Heberto Padilla que le reclamaba a la junta militar argentina por los desaparecidos cuando casi todo el mundo miraba hacía como si no existieran o rechazaba clasificar las dictaduras entre buenas y malas. Para Varguitas todas eran funestas. También rechazó el paquete de fáciles alineaciones ideológicas cuando conmovido por la terrible situación de los palestinos en los territorios ocupados le dedicó una estremecedora serie de reportajes.
Nunca tuve el placer de hablar con él pero en cambio le agradezco cada ocasión en que le pedimos su apoyo para una campaña en defensa de los derechos humanos en mi país y nos lo dio. Poco importaba lo desconocidos que fuéramos para él quienes le pedíamos su firma: no nos falló ni una sola vez. Justo a la inversa de la mayoría de sus colegas latinoamericanos le bastaba que se tratara de la tiranía más antigua del continente para exigirle respeto por los derechos de sus ciudadanos. Incluso antes de iniciar cada una de nuestras campañas ya podíamos contar con la firma de un premio Nobel. Y esa era la del peruano.

Su fama no impedía que se ensañaran con él, más bien estimulaba a sus detractores, que no pudiendo emularlo en maestría narrativa, debían conformarse con lanzarle zancadillas políticas. Trataban de enlodarlo cada vez que podían pero nunca consiguieron que se sometiera a la cobarde obediencia del rebaño. Más que fiel a alguna ideología lo fue a su profunda humanidad siendo tan generoso con sus sentimientos como con su talento. Hoy el mundo se ha quedado sin uno de sus mejores narradores y los amantes de la libertad -de la suya y de la ajena- bastante más solos.

martes, 18 de febrero de 2025

Francisco López Sacha (1950-2025)

Ha muerto Francisco López Sacha, funcionario vitalicio de la UNEAC y escritor en sus escasos ratos libres. La última vez que nos vimos fue hace menos de un año, durante la discutida Feria del Libro de Tampa, cuando su mera presencia junto a un grupo de compañeros de armas de la burocracia cultural de la isla le dio un giro a un evento más bien apacible. El Granma, el mismo libelo que en su momento calló la muerte de Reinaldo Arenas o el Cervantes de Cabrera Infante llama a López Sacha "una de las figuras más relevantes de la literatura cubana contemporánea". Días después de nuestro fugaz avistamiento en Tampa lo reconstruí así:


El único detalle que disonante en los días de la feria fue justo la presencia de Francisco López Sacha, otrora presidente de la sección de literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Nunca fui miembro de la UNEAC, porque cada cual se cuida el hígado como cree conveniente, pero a Sacha sí lo conocí en persona, cuando el jurado del premio Pinos Nuevos de 1993 lo eligió como intermediario para censurarme el libro que yo había presentado a concurso.

Sacha en aquel entonces me confesó que no había leído mi libro, al tiempo que comentaba el argumento íntegro de los cuentos “conflictivos” y me recitaba fragmentos de memoria. Pese a lo incómodo de la situación, Sacha evitó ser desagradable: era la versión letrada del policía bueno.

Para que se entiendan sus prioridades, debo recordar que, al presentarme en su oficina para hablar de mi libro, le anunció a otro escritor en la antesala que debía esperar a que terminara de atender mi caso, aclarándole: “Pero no te preocupes: los problemas de tu libro no son políticos, solo literarios”.

Y ahí estaba Sacha, sentado en medio del patio del Hillsborough Community College, hablando sin parar por teléfono mientras a su alrededor se sucedían presentaciones de libros. Su presencia allí desentonaba, pero no me sorprendía: más que por sus artes de intermediario de censores, Sacha es reconocido por su habilidad para montarse en un avión.

Al terminar la presentación del libro
Nostalgia represiva de Francisco García González (que incluyó una deliciosa coda de sus tribulaciones con la Seguridad del Estado, como museólogo del Presidio Modelo), Sacha seguía hablando por su teléfono, incansable, como si de un general dirigiendo sus tropas se tratara… O como Sacha planificando sus próximas movidas.

Me bastó con estrecharle la mano sin que abandonara su perorata. Quiero pensar que fue un gesto cortés pero, conociendo mi naturaleza socarrona, sospecho que apenas quería dejarle saber que estaba allí, en tierra de viejos gusanos.

sábado, 18 de enero de 2025

El enano y el cake




Terrible amanecer con la muerte. Con la noticia de la muerte de un amigo quiero decir. Hacía treinta años que no veía a José Tellez, El Enano, pero a falta de una ofensa imperdonable, El Jose, sin acento, es de esa gente a la que tienes por amigo hasta el fin de los días.
Lo conocí como parte de Los Hepáticos ese grupo fantástico donde estaban Omar Franco, Otto Ortiz, Luis Simpson, Carlos Vázquez (Rikimbili) y El Jose. En medio de la sofisticación que imperaba entre los grupos teatrales de humor de la época (La Seña, La Leña, Nos-Y-Otros, Salamanca, Onondivepa, La Piña, Lengua Viva etc) Los Hepáticos preferían un humor más popular, más directo pero igual de inteligente. El sketch de “Los guapos” de Otto y Omar hizo época en aquellos espectáculos en el Carlos Marx a finales de los ochenta a donde los humoristas acudían a entretener al público pero también a ponerse a prueba y deslumbrar a sus colegas.

Luego de la marcha de Omar y Otto del grupo Los Hepáticos se mantuvieron en esa élite del humor teatral cuyo escalafón no aparecía publicado en ningún sitio pero todos los que pertenecíamos al mundillo revisábamos con celo. Un gesto, una exclamación después de cada presentación, la elocuente telegrafía de las cejas, equivalía a un pulgar hacia arriba o hacia abajo en el coliseo romano: “Estos sí”, “estos no”. Los Hepáticos siempre fueron “sí”. Todavía recuerdo de esa época un chiste de Carlos que ya no lo es: “Cuba pertenece al Tercer Mundo con grandes posibilidades de pasar al Cuarto”.

En un principio las apariciones de El Jose en escena eran menores (no pun intended) pero efectivas. A la corrección de las maneras le faltaba décadas por llegar al teatro pero las rígidas reglas del ICRT censuraban la aparición de un enano en pantalla porque supuestamente promovería la burla a los defectos físicos. Jose debía conformarse con exhibir su talento en los escenarios y Los Hepáticos no se cortaban para usar a un enano que le bastaba pararse en el escenario para arrancarle carcajadas al público. Hasta que un día en el teatro Mella El Jose salió solo a escena para soltar un monólogo que nadie esperaba, el de la tragicómica existencia de alguien como él. Alguien a quien la mayor parte de las veces veían más como un protecto de persona. Todas las carcajadas que desató aquel monólogo no bastaron para disimular el estremecimiento de entender que, chistes aparte, El Jose nos hablaba con el corazón en la mano de heridas y humillaciones reales. Ni impidieron que nos metiéramos en su piel de enano negro. No creo que luego de ver ese monólogo con aire shakespereano -como el de Shylock en El mercader de Venecia en versión de enano habanero- alguien siguiera viendo a El Jose -o a los enanos en general, fueran actores o no- del mismo modo.

Ya en mis últimos años habaneros entablamos una relación más cercana. Carlos y Jose buscaban renovar el repertorio del grupo y fueron a visitarme a La Víbora donde vivía con Eida. O alguna vez los fui a ver a una termoeléctrica donde trabajaban como técnicos con uniforme y una seriedad que no haría sospechar que su verdadera vocación era hacer reír. 

No perteneciendo a la plantilla de ningún grupo no era extraño que buena parte de estos en algún momento me pidieran algún texto para representar. Lo distinto fue el tremendo agradecimiento que me mostraron Carlos y Jose cuando les escribí un par de sketchs (creo que uno iba sobre un circo romano y otro sobre un juego de pelota ¿o eran uno los dos?) ese agradecimiento que distingue a la gente bien nacida y bien criada -disculpen el anacrcronismo- del resto. Carlos, al notar que colábamos el café con un calcetín viejo al rato nos trajo una cafetera italiana. Hablo de la época más oscura de la república de Cuba hasta que la de ahora mismo le ganara en oscuridad, cuando la entrega de una cafetera era el equivalente medieval de regalar medio reino.

Pero El Jose subió la parada. Se apareció nada menos que con un cake hecho por su madre cuyos ingredientes bien podían equivaler a meses de racionamiento. Solo que El Jose no contaba con una cosa: hacía semanas que Eida y yo llevábamos separados. “Cuando se lo dije se puso más chiquito de lo que era” me contó Eida por teléfono. Hacía rato que yo había aprendido a medir a la gente más allá de su estatura. Gestos como ese, un cake en medio del apocalipsis, son el mejor epitafio de cualquiera.

No volví a ver a Jose desde aquellos días y ahora es tarde para agradecerle de nuevo lo mucho que me conmovió su regalo. Ahora, cuando la muerte debe haberlo encogido más que cuando se apareció en La Víbora con un cake en las manos, sobra todo lo que no sea el agradecimiento de haberlo tenido entre nosotros. Sobra incluso la última pregunta que tenía pendiente: Coño Jose, ¿por qué no contestas mis mensajes?


P.S. de Armando Tejuca: "Hoy estaba recordando algo que quizás olvidaste. En tus últimos días en Cuba me pasaste varios amigos. Nos veíamos con algún amigo y como si se tratara de una herencia me decías "tu sigue la amistad con este que ya me voy". Un día me llamaste y me dijiste que tenías el compromiso de escribir un monólogo para Tellez, "el enano" y que ya no te daba tiempo, me dejabas su teléfono y su amistad y el compromiso de que yo le escribiera algo. Y en unos días te piraste. Lo llamé y nos vimos dos o tres veces en varios lugares y me lo encontraba a cada rato y lo primero que hacía era preguntar por tí. Siempre en bicicleta. Comencé a escribir algo, Tellez era Hitler. Odiaba a los hombres imperfectos y a los negros. Escribí dos o tres párrafos para darme cuenta que me había metido en tremendo rollo. Aquello del racismo y el poder se me fue de las manos y preferí quitarme del humor escrito. O sea, tus herencias fueron amigos y de frente contra el poder. Cada vez que vi a Tellez después en tv o las redes recordaba aquellos días de bicicletas y Aquelarres. Sé cuánto le apreciabas y lo siento mucho. Un abrazo".

sábado, 30 de noviembre de 2024

El bodeguero de la calle Ocho


Uno quiere pensar que muertes como la de Juan Manuel Salvat deben doler menos. Que cuando se ha cumplido el ciclo vital a plenitud como fue su caso la muerte es menos desgracia que trámite inevitable. Porque el Gordo Salvat, como le llamaban desde joven, cumplió con todos los requisitos que se le imponían a un hombre de su tiempo. Rebelde connotado contra las tiranías que le tocaron en macabra suerte supo ser empresario exitoso, padre de familia, patriota y promotor de cultura, casi todo al mismo tiempo.

Cuando conocí a Salvat era ya una leyenda miamense. Había leído su edición de El color del verano, la arrebatada novela de Reinaldo Arenas con ese fervor que solo se puede encontrar en una Habana hambrienta, entre tantas cosas, de lecturas así. Era Salvat la tabla de salvación de libros que por aquel entonces no podían encontrar acomodo en ningún otro sitio. Libros gusanos, quiero decir. Libros que, independientemente de su valor literario, histórico o antropológico, cargaban con el estigma de que sus autores transitaban por el lado equivocado de la historia cuando el rumbo correcto de esta lo marcaban abominaciones como la llamada Revolución Cubana.

Acudí a Salvat para publicar una colección de artículos humorísticos gusanos que en principio pensaba llamar La política cómica pero que, enterado de que en aquellos tiempos existía un periodiquito en Miami de igual título cambié por el de El Comandante ya tiene quien le escriba. Salvat fue todo lo amable que se puede ser en aquellas circunstancias: yo llegaba con el que iba a ser mi primer libro en Estados Unidos, o en Miami, si es que eso es compatible. Con todo el desparpajo que cabe suponer, con toda la torpeza. Pensando que hasta algún dinero le podría sacar a aquel librillo. Pero ¿iba a sacar de paso a alguien que había tratado a Lydia Cabrera, a Carlos Montenegro, a toda la generación de Mariel?

Hasta donde sé en Universal había dos categorías de autores: los que pagaban para publicar y los que no. Nunca escuché que hubiese autores que pertenecieran a una tercera categoría, la de los que recibían dinero por los libros, aunque tampoco lo descarto. Salvat comentaba, riéndose, que Lydia Cabrera lo más cerca que tuvimos los cubanos de una aristocracia intelectual, lo llamaba El Bodeguero de la calle Ocho. Hijo de un bodeguero literal de Sagua la Grande a quien había ayudado siendo niño, el mote, lejos de ofenderlo, debía reportarle no poco orgullo. Los libros pueden ser una mercadería tan digna o tan indigna como otra cualquiera. Que otros vieran su tránsito de luchador clandestino a editor y librero como dos fases de una misma batalla contra la opresión o la insignificancia. Salvat entendía que al final lo que importaba era que cuadraran las cuentas con las cuales mantener a su familia y hacer que Universal siguiera funcionando. Cumplía con sus autores imprimiendo sus libros, poniéndolos a la venta y cumpliendo con el ritual de invitarlos a comer a Casa Juancho en donde te conminaba a que probaras el cordero, lo mejor del menú. No cabía espacio para otra misión de beneficencia que no fuera convertir en libros manuscritos que de otra manera se hubieran perdido en el reciclaje perpetuo de los basureros del exilio.


Durante años cultivamos una relación distendida, con o sin libros por medio. Nuestras familias coincidían en Miami Beach donde Salvat tenía un apartamento y nosotros usábamos el que nos prestaba otra librera y editora, Teresa Mlawer, cubana que, con tesón parecido, se había abierto camino en Nueva York principalmente con la edición y venta de literatura infantil. Una amistad de arena y sol del verano permanente de Miami y de las visitas obligadas a Universal para encontrar con libros y amigos inesperados. O encuentros en la feria del libro de la ciudad donde en las mesas correspondientes a la librería permanecía, inagotable, El comandante ya tiene quien le escriba. Entre nosotros el dinero por la venta de los libros nunca fue un problema: nunca le reclamé un centavo, ni me lo pagó.

Pero de todas las conversaciones que tuve Salvat la que mejor recuerdo fue una de las primeras. Supongo que fue el día en que acordamos que publicaría mi libro. Todavía estábamos conociéndonos. Hablamos de la historia cubana reciente que era también la de su vida. De sus misiones clandestinas bajo el ojo implacable del castrismo, del cañoneo desde una lancha del edificio Rosita (reconvertido en el Sierra Maestra) donde se suponía que un grupo de jerarcas soviéticos celebraban algo. Me mencionó las penalidades increíbles que tuvieron que pasar en los primeros años del castrismo: las prisiones, los compañeros fusilados. “Nada de lo que vino después se compara con lo que pasamos nosotros”, concluyó. Con toda mi arrogancia de aquella edad lo contradije. Le comenté que peor debió haber sido para la generación del Mariel, gente continuamente acosada por un régimen ya totalmente constituido, donde hasta la familia les retiraba el saludo. Luego, el escarnio horroroso contra los que se atrevían a irse para llegar a Estados Unidos y ser asolados por la alienación de los inadaptados y la epidemia del SIDA. Lo lógico era que en ese momento Salvat se hubiera aferrado a sus propias desventuras e imponerlas sobre las ajenas frente a uno que no había conocido de primera mano ni unas ni otras pero aquellos ojos claros en su cara redonda tuvieron un momento reflexivo para concluir:

-Sí, es posible.

En esa concesión nada trivial -Dios sabe lo celosos que somos los cubanos con la importancia de nuestros sufrimientos- Salvat me reveló una de las claves de su incansable gestión. Esa paciencia, esa falta de arrogancia, tan rara entre compatriotas, tuvo que ser decisiva para conservar ese refugio de libros clavado en una arteria -la calle 8- por la que circulaba con mucha más fluidez la yuca y la carne de puerco. Por noble que pudiera parecer su trasiego con libros no habría podido sostenerlo por tanto tiempo de faltarle su humildad y tesón de bodeguero.


Con el escritor Luis Aguilar León

Decía al principio que una muerte como la de Salvat nos debía doler menos sabiendo que faltaba a la verdad. Porque, para un ser limpio y empecinado como Salvat, todos los honores y agradecimientos que recibió en vida debieron parecerles pocos comparados con la conciencia de que el país que tantos desvelos le causó sigue asfixiado por el mismo yugo contra el que luchó desde su juventud por todos los medios a su alcance. El dolor que debió sentir hasta el último minuto ante ese fracaso esencial, más que todos sus éxitos, nos da la verdadera dimensión de valor de gente como Salvat.

martes, 26 de noviembre de 2024

Prólogo monstruoso


Aquí les comparto el prólogo de El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez que escribí como introducción a decenas de testimonios sobre las virtudes y hazañas de nuestro amigo común:

Prólogo monstruoso

Los que hacen el bien lo hacen a lo grande; en cuanto han experimentado esa satisfacción, ya tienen bastante y no piensan en fastidiarse y seguir todas las consecuencias; pero los aficionados a hacer el mal ponen más diligencia, lo persiguen hasta el final, nunca se toman una tregua, porque tienen ese gusanillo que los roe.

Alessandro Manzoni

 

Por Enrique Del Risco

Este es el libro más sencillo del mundo. Se trata de homenajear a quien todos los que lo conocemos le debemos algún favor. Favores de los que te cambian la vida empezando por el más elemental que es el de conocerlo. Se podría decir que es el libro de una pandilla de abusadores de la bondad de un buen hombre, pero no es cierto, porque todavía nadie ha encontrado el fondo de la bondad de Armando Álvarez que parece ser infinita. Y porque Armando es bastante más que su bondad sin fondo. Armandito es un ser con unas ganas de vivir y de divertirse casi tan grandes como la de servir al prójimo y ahí es donde muchos se confunden. ¿Es que se puede hacer las dos cosas a la vez? Ya lo sabemos porque Armandito es un ejemplo viviente de ello, no porque tengamos idea de cómo lo logra. De dónde sale esa energía para practicar la decencia y la generosidad a una escala inhumana y al mismo tiempo para evitar la santurronería y el engreimiento tomando como pedestal sus virtudes o el agradecimiento del prójimo.

Por lo que conozco a Armandito me llevo la idea de que él no practica sus virtudes para ser mejor que nadie sino simplemente para sentirse bien: se trata de alguien que extrañamente ha conectado su muy humano sentido del placer al del deber. Y lo hace tanto con la gente que conoce como con perfectos desconocidos que a los minutos de encontrárselo empiezan a entender de que se trata de alguien fuera de lo común, con una generosidad tan increíble que te hace pensar que está a punto de secuestrarte, de extraerte tus órganos para venderlos en E-bay o devenderle tu carne a una fonda del barrio, lo cual explica que ciertos restaurantes sigan siendo tan baratos. Luego de esos minutos o semanas de dudas sobre las verdaderas intenciones de Armandito, dudas que él no tiene prisa por despejar, vámonos dando cuenta poco a poco de la grandísima suerte que tenemos de habérnoslo encontrado, de que su presencia bendiga el sitio en que vivimos o cualquier lugar por donde pase.

Convengamos en que cualquiera que sea el origen de tan extraño personaje, Armandito ejerce su bondad y su maldad con la misma naturalidad con que se toma una cerveza con un amigo. Solo que aunque su bondad es auténtica sus maldades son falsas, pero se divierte muchísimo armándolas durante días, semanas y hasta años. Armandito es mañoso y eficaz como un villano de películas pero sus esfuerzos están encaminados a beneficiar a alguien cuando no se trata de reírse a costa de él. Y a veces hasta consigue hacer las dos cosas al mismo tiempo. De ahí el título de este libro. Su explicación de alguna manera la sugiere la cita de Alessandro Manzoni con que encabezo este prólogo. Y es que el bien generalmente se ejerce con distracción, inconstancia y ciertos melindres mientras el mal, alimentado por el egoísmo y las bajas pasiones suele actuar sin escrúpulos, hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, Armandito ejerce el bien con la constancia y el empuje con que un Pablo Escobar se empeñaba en expandir su imperio solo que la única ganancia que a Armandito le reportan sus acciones es el agradecimiento y el respeto ajenos y la satisfacción propia.

Armandito es un tipo más complicado de lo que parece. Si no, díganmelo a mí que lo he hecho protagonista de un cuento y de la cuarta parte de una novela de más de cuatrocientas páginas y siento que todavía no he empezado a dar una imagen auténtica de quién es él. El problema de meter a todo Armandito en un libro de ficción es que resultaría un personaje demasiado increíble. Hay entonces que cortarlo por partes e irlo distribuyendo por todos lados como cuando se trata de un cadáver demasiado grande del que queremos deshacernos del modo más discreto posible. Esto me recuerda la que, según Armandito, es la perfecta definición de amistad. Un amigo es alguien a quien te le apareces en la casa con la ropa ensangrentada diciéndole que acabas de matar a alguien y te pregunta: “¿Dónde están las palas para enterrar al muerto?”. Solo que Armandito no es así. Cuando te le apareces en la casa con la ropa llena de sangre ya tiene las palas listas y conoce el sitio perfecto para enterrar el cadáver sin levantar sospechas.

Armandito vive en una realidad aparte que sin embargo le funciona bastante bien. A poco tiempo de haberlo conocido lo invité a comer a la casa. Recuerdo hasta que era una receta de pescado en salas verde con la que estaba experimentando. Apenas terminábamos la comida y le entró una llamada al teléfono. Cuando terminó de contestar me preguntó si podía acompañarlo a una gestión. Hablo de un sábado, tarde en la noche. Dije que sí, por supuesto y me llevó en su camioneta hasta la zona más oscura del parqueo de un mall para encontrarse con unos chinos. Tras un breve intercambio en inglés, Armandito le pasó un sobre con dinero a uno de sus interlocutores y a continuación me vi cargando cajas desde el vehículo de los chinos al de Armandito. Cuando nos sentamos de nuevo en el carro y Armandito se disponía a arrancar le pregunté: “Monstruo, solo por curiosidad, ¿por qué es por lo que vamos a caer presos?”. No es que imaginara que Armandito anduviera en algo ilegal pero sí quería hacerle notar lo raro que todo ese trasiego le podía resultar a alguien que no fuera de la estirpe de Pablo Escobar. O de Armandito. (Aquella historia se pone más interesante a partir de ese punto porque lo que Armandito acababa de comprar eran mil unidades de un aparato que supuestamente servía para recibir llamadas y detectar su origen pero no para contestarlas. Algo así como el eslabón perdido en la evolución que va desde el bíper hasta el teléfono celular, un aparato que los meses siguientes demostraron que no tenían ningún futuro. Armandito los había comprado a cinco dólares la unidad y esperaba venderlos por veinte. Ganancia redonda en caso de que hubiera podido realizar la venta, pero lo cierto es que, pese a su capacidad de convicción y su insistencia, los comercios minoristas no querían aquellos aparatos ni regalados. Deshacerse de las cajas que contenían aquellos aparatos tampoco fue fácil. Primero intentó dejarlas en uno de esos barrios donde te roban el jamón del sándwich mientras te lo estás comiendo. En efecto al poco rato las cajas desaparecieron pero, para sorpresa de Armandito, volvieron a dejárselas donde mismo las había puesto: ¡Ni los delincuentes del barrio sabían qué hacer con aquellos aparatos con los que Armandito había pensado hacer un gran negocio!) Lo que quiero establecer con esta historia: Armandito El Monstruo no vive en la misma realidad que tú y que yo. Eso sí, no deja de visitar la nuestra para asegurarse de hacernos la vida un poco más fácil.  

Vivir fuera de la realidad donde habitamos el resto de los mortales le viene a Armandito prácticamente desde nacimiento. Al poco tiempo de venir al mundo su padre Armando, capitán rebelde antibatistiano, cayó en prisión por conspirar contra la nueva dictadura que acababa de surgir en la isla, la de Fidel Castro. Los primeros años de Armandito transcurrieron acompañando a su madre a visitar a su padre preso en el Presidio Modelo de la Isla de Pinos. Tan mal encontró Hilda a su esposo en la prisión que, convencida de que le quedaba poco tiempo de vida, se alojó cerca del presidio para esperar a que se produjera un desenlace que creía inminente. Así fue hasta que Hilda, al descubrir que su hijo pequeño había convertido a sus soldaditos en presos y guardias se dio cuenta que tenía que sacar al muchacho de un entorno que podía terminar traumatizándolo.

Ser profesor de Armandito debió haber sido una tortura. Para eso me atengo a sus propias anécdotas y las de sus amigos de aquellos años. Avispado e hiperkinético Armandito en clase debió haber sido una versión desaforada de Pepito el de los cuentos. Un día una de sus bromas exasperó al profesor hasta hacerlo maldecir la madre de todos los presentes. Fue entonces que Armandito se paró y le dijo: “Con mi madre no se meta que está bajo tierra”. “Lo siento, no sabía que tu madre murió” intentó disculparse el pobre profesor antes de que Armandito le aclarara. “No, mi madre no está muerta. Ella trabaja en las minas de Matahambre”. Y era cierto que Hilda, su madre, había nacido en el pueblo aledaño a las minas, pero nunca se había metido en una de ellas.

Esa tromba humana fue lo que encontró el viejo y severo Armando al salir de prisión. No debió haber sido fácil para alguien que había sobrevivido al presidio político anticastrista tener que sobrevivir a un hijo tan rebelde como él mismo, pero bastante más ocurrente. Un muchacho que cuando sus profesores, frustrados por sus bromas y carácter indómito, lo mandaron a buscar a sus padres contrató al primer borrachito que se encontró en la esquina para hacer su papel de padre en la reunión con el director. No fue hasta tiempo después que el propio director descubrió que el verdadero padre de su alumno no era el borracho que había ido a verlo sino un señor que trabajaba en la barbería vecina.

De alguna manera aquel terremoto con brazos, piernas y cerebro agilísimo se graduó de educación media e ingresó en la universidad. Pero no sería por demasiado tiempo. Transcurría el año del señor 1980 y tratándose de Cuba fue el año en que la embajada de Perú en La Habana fue invadida por más de diez mil personas deseosas de escapar del país. La conmoción que este evento causó en el régimen fue tal que este, aparte de la infame campaña de acoso y vejaciones que desencadenó contra los que intentaban escapar, promovió el mayor éxodo masivo que había conocido la isla hasta entonces a través del puerto de Mariel. En medio de aquella conmoción el 2 de mayo de ese año, preocupados por definir su situación ante los nuevos acontecimientos, unos setecientos expresos políticos se reunieron frente a la entonces Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Fue entonces que agentes de las tropas especiales cubanas vestidos de civil agredieron con palos y cabillas a los ahí reunidos, un ataque que, recogido en cámaras de diversos periodistas luego ha aparecido en diversas películas como muestra de violencia extrema (ahí está en las imágenes iniciales de The Experiment de 2010). ¿Dónde estaba nuestro aguerrido protagonista en esos terribles momentos? Fiel a su naturaleza osada y pícara Armandito había envuelto por la retaguardia a un enemigo superior en número y armamento con un movimiento en pinzas que el mismísimo Napoleón hubiera envidiado y a continuación los acribilló por la retaguardia a pedradas y botellazos. Luego de aquella hazaña a Armandito no le quedaba mucho por hacer en Cuba excepto competir con su padre en años de prisión. Comprensiblemente decidió emigrar a Estados Unidos a donde llegó como un marielito más aunque fiel a su costumbre excéntrica sus pies nunca pisaron los muelles del puerto de Mariel.

Una vez en la república independiente de Nueva Jersey las calles del condado de Hudson supieron de las buenas artes de uno de los hijos más ilustres de Arroyo Naranjo. Fue allí donde Armandito descubrió su talento para los negocios no siempre felices, pero invariablemente osados. Pero ni siquiera esta vocación lo distrajo de sus obligaciones patrióticas o asuntos parecidos. Como cuando se hizo un llamado a realizar una misión de internacionalismo antiñángara en la hermana república de Nicaragua, para aquel entonces en manos más o menos de los mismos que ahora. Armandito se ofreció junto a un grupo de compatriotas para combatir en Nicaragua, el nuevo escenario del imperialismo castrista en aquel entonces. A medida que iban pasando los días y los niveles de exigencia y compromiso iban aumentando los voluntarios abandonaban el grupo inicial hasta que a la hora de entrar en combate —es un decir— los voluntarios que quedaban podían contarse con una mano y sobraban varios dedos. El asunto es que entre los que persistieron estaba Armandito y, aunque nunca entró en combate real —aunque corrió riesgos de variada especie—, ya eso nos dice de la persistencia de nuestro personaje a la hora honrar su palabra.

Esa lealtad a sí mismo, a sus amigos y a desconocidos con los que se compromete con un simple estrechón de manos ha marcado la vida de Armando Álvarez desde siempre. No importa lo poco prometedor o directamente peligroso que pueda parecer un empeño para que Armandito lo acometa hasta las últimas consecuencias. (Sus aventuras como administrador de un supermercado en el peor barrio de Baltimore da para una serie de Netflix: si vendiera los derechos va y recupera todo el dinero que perdió en esa ocasión). En el Norte revuelto y brutal que nos soporta Armandito ha tenido un hijo, seguramente sembró unos cuántos árboles y ha protagonizado hazañas que darían para escribir unos cuántos libros de los cuáles El patrón del bien sería apenas un punto de partida. Acá cuidó de sus padres Armando e Hilda mientras vivieron y sigue honrando su memoria. Pero la acción y la fama de Armandito no se limita al condado de Hudson: se extiende a la Florida donde creció su hijo y tiene innumerables amigos, a Centroamérica donde desarrolló todo tipo de labores y cultivó amistades para toda la vida. Porque si de algo es incapaz Armandito es dejar indiferente a alguien que lo conozca. Pero su impacto mayor sin dudas ha sido en nuestra comunidad, donde tenemos el privilegio de verlo desenvolverse cada día cuando no se embarca en uno de esos viajes repentinos a lugares previsibles o esos que se inventa como si estuviera pasando un curso de geografía acelerada. Ha sido acá, a orillas del Hudson donde hemos disfrutado el privilegio de tener a alguien que nos respalda, nos guía y nos orienta sin esfuerzo enseñándonos de paso que cumplir ciertos deberes con respecto a los demás no es sacrificio sino el más perfecto de los placeres. Armandito es sin proponérselo —porque algo así para que funcione debe ser no admite premeditación— un maestro zen a la cubana. A golpe de ejemplo nos enseña, sin que parezca que lo esté haciendo, a querernos mejor entre nosotros y a que la palabra comunidad tenga un sentido más cabal y profundo. Si hemos aprendido a ser más unidos y solidarios entre nosotros eso se debe en buena medida a la generosidad y el ejemplo de Armando Álvarez.

Hay otra razón por la que este libro haya sido tan fácil de componer. Y no solo porque es una idea concebida por quien más cercana se encuentra a él, su compañera Isabel Milanés que junto a su inseparable amiga… imaginó el libro y se ha encargado de hacerlo realidad. Isabel ha sido quien, con su sentido de la organización y un tesón envidiables, ha acarreado a los múltiples autores de este libro a que ofrezcan el fiel testimonio de la personalidad de su protagonista. Tiene Isabel otro mérito tremendo y es que con su la profunda complicidad que uno ve en las parejas de muchos años ha enseñado a alguien que parece saberlo todo, alguien tan generoso como desconfiado, a entregarse de una manera que no le había conocido hasta ahora.

Puede que El patrón del bien no sea recibido por su protagonista con el mismo entusiasmo con que hemos acometido su escritura. En este libro Armandito no aparece escudado en la ficción. Aquí, como diría el propio homenajeado, “le hemos cantado jugada”. Hemos desnudado su bondad, desvelado el mecanismo minucioso con que funciona su generosidad, hemos sido indiscretos con un accionar que siempre ha evitado las exhibiciones, convencido, como todo hombre verdaderamente bueno, que el exhibicionismo es el enemigo más perverso del bien. Deseamos por eso que Armandito nos perdone todo el exceso de entusiasmo en que hemos incurrido mientras describíamos los actos y virtudes de alguien a quien usualmente le estamos agradecidos de maneras más discretas. Todo esto no es más que una manera de desearle —y agradecer— que Armandito siga siendo Armandito por muchos años más.

jueves, 21 de noviembre de 2024

Discurso en el 65 aniversario del natalicio de Armando Alvarez:



El motivo que nos convoca aquí a tantas personas no podría ser más trascendental. Se trata de conmemorar el aniversario 65 del natalicio del gran Armandito Álvarez, el máximo orgullo del norte de New Jersey. Si los parisinos pueden mostrar orgullosos la torre Eiffel, los romanos el Coliseo, los neoyorquinos la Estatua de la Libertad, nosotros, habitantes del condado de Hudson y alrededores, podemos mostrar con orgullo a Armandito Álvarez, esa figura que se alza, imponente, al lado de la rubia de ojos azules, orgullo de Bayamo, que responde al nombre de Isabel Milanés.

Porque Armandito es más que un amigo. O que un agente de real estate. Armandito es un refugio de los desamparados, consuelo de los desterrados, amigo de sus amigos y hasta de los desconocidos que deambulan por las calles del condado, ajenos a la suerte que les va a caer encima una vez que conozcan a Armandito. Y si Armandito no encuentra desconocidos en la calle para convertirlos en amigos, entonces te roba los tuyos: al instante de presentárselos, con pérfida generosidad te los roba, sobornándolos con una invitación a almorzar o con un paseo a bordo de esa palangana con motor que él orgullosamente llama “mi yate”.

No obstante, además de excelente ladrón de amigos, Armandito es un firme defensor de su patria esclavizada, incesante maquinador de las bromas más sofisticadas que se han tramado en esta parte del planeta y, sobre todo, un monumento a la libertad tan imponente como esa señora que recibe a los navegantes a la entrada de Nueva York con un libro en una mano y una antorcha en la otra. Porque Armandito fue el hombre más libre del mundo hasta ser pescado en las revueltas aguas del Vesubio por la bayamesa de ojos azules. (Una aclaración geográfica: aunque para el resto de la humanidad el Vesubio es un famoso volcán italiano, para los habitantes de esta zona el Vesubio es un magnífico, aunque modesto restaurante, donde puede ocurrir cualquier cosa, incluso que una aparentemente inofensiva bayamesa pesque a un ejemplar de la talla de Armandito).



Sin embargo, por jubiloso que pueda parecer el motivo que hoy nos reúne, permítanme recordarles que el aniversario que le celebramos hoy al gran Armandito Álvarez es el número 65. Y el 65 es un número terrible en el mundo laboral porque indica el momento del retiro. Y la pregunta alarmada que nos surge es ¿de qué se va a retirar Armandito? ¿De agente de bienes raíces o de bromista incansable? ¿De rey del doble parking a este lado del Hudson (que es el oeste)? ¿De organizador de patrióticas comelatas? ¿Dejará Armandito de aspirar a derrocar a la Madre Teresa de Calcuta como campeona de los necesitados y de los perseguidos por los “biles”? ¿Se privará Armandito de estimular la economía local perdiendo dinero en los negocios más estrafalarios que quepa imaginar? ¿Se retirará como bateador de croquetas metafóricas en la liga del ibuprofeno o de croquetas literales en las fiestas de sus amigos? ¿Renunciará a acosarnos para convertirnos en marineros a la fuerza en ese botecito que no sin cierto orgullo llama “su yate”? ¿Desistirá de robarle amigos a sus amigos por medio de perversos sobornos? ¿Dejará de pescar (o ser pescado) a orillas del Vesubio?

Si renuncia a todo eso, ¿a qué se dedicará entonces este inquieto hijo de Arroyo Naranjo? ¿En qué empleará sus días nuestra Madre Teresa del Hudson? ¿Se imaginan a Armandito sentado todo el día viendo series de Netflix o sacando a pasear al perro que no tiene? No, no pueden imaginárselo, por muchos años que cumpla, este híbrido de mono con ardilla no está hecho para el retiro. Quizás aprenda música y organice una orquesta para que, generoso como siempre, logre que sus amigos hagan algo que él nunca consiguió hacer: bailar. O quizás inicie una carrera política para destronar a Albio Sires como alcalde de West New York y hacer realidad un viejo sueño de sus habitantes. No, no me refiero a crear un centro cultural sino a fundar un casino, que es más entretenido y genera mucho más dinero. Pero todos sabemos que Armandito se mantendrá alejado de la política local porque ese sería el momento en que su rival aprovecharía para cobrarle todas las multas por doble parking que le debe y en ese caso estamos hablando de una deuda que dejaría en la bancarrota al propio Jeff Bezos.

Si me imagino a Armandito retirado será escribiendo pacientemente sus memorias: allí contaría la historia de sus bromas macabras, de sus actos de caridad, de negocios tan desastrosos que también parecen actos de caridad. En sus memorias, Armandito revelaría las claves de por qué a pesar de tener amigos que le cuestan más que un Ferrari se las arregla para mantenerse eternamente alegre. Aunque pensándolo bien, no sería buena idea que Armandito publique sus memorias. Y no solo por la competencia que le hará a nuestro libro El patrón del bien contando sus hazañas y aventuras. Imagínense que Armandito, además de sus secretos, publicara los nuestros. Porque estoy seguro que nuestro homenajeado le sabe a cada uno de nosotros secretos que, de publicarlos, merecerían un baño en las aguas del Hudson con una llanta de camión colgada al cuello.
Pero la revelación de los secretos de nuestro héroe puede traer un resultado peor aún. Imaginemos que toda la incomprensible generosidad que Armandito ha desplegado durante años tuviera una explicación siniestra: imaginemos que en sus memorias confiese que es un agente de la seguridad del estado cubana infiltrado en nuestro exilio para torpedear los planes que los desterrados fraguan a la sombra de El Vesubio. Imagínense que todo el dinero donado para los presos políticos en Cuba haya sido usado para comprar tonfas y gases lacrimógenos para la policía cubana. Definitivamente el exilio, que ha soportado todo tipo de reveses durante años, no podría soportar que uno de sus pilares más importantes se dedique a airear sus memorias.



De manera que creo que expreso el sentir de todos si le ruego a nuestro homenajeado que, a pesar de cumplir 65 añitos, no se retire nunca. Armandito, sigue siendo como eres todos los años que puedas junto a tu bayamesa de ojos azules. Poco importa si tu inagotable bondad obedece a una predisposición genética o a un pacto con el diablo o con la seguridad del estado, que es más o menos la misma cosa. Nosotros te seguiremos venerando como la Santa Teresa del Hudson que eres, nuestro patrón del bien y una de las mejores cosas que nos ha pasado en nuestra vida luego de nacer y salir de Cuba.
¡Viva San Armandito!
¡Viva el patrón del bien!

El patrón del bien: homenaje a Armando Alvarez

Como parte de una fiesta sorpresa que le preparamos a Armando Alvarez, el mejor amigo que cualquiera pueda tener, compilamos y editamos los testimonios reunidos en el libro El patrón del bien. El libro incluye ochenta testimonios -la mayoría de ellos tan divertidos e increíbles como el personaje que homenajea- firmados por autores como Ramón Saúl Sánchez, Joaquin Badajoz, Francisco García González, Anamely Ramos, Cesar Pérez, Armando Tejuca, Eliecer Jiménez, Meyken Barreto, Geandy Geandy Pavon, Ivan Acosta, Maria Antonia Cabrera Aruz, Jorge Ignacio Domínguez, Paquito D'Rivera, Brenda Feliciano, Orlando Gutierrez Borbonat, María Perez, Vicent Bloch, Janisset Rivero, Ricardo Quiza y el prólogo de un servidor. Se aclara que las ganancias de este libro serán destinadas a los presos políticos en Cuba y sus familiares. 

Al inicio del libro se dice: 

Este es el libro más sencillo del mundo. Se trata de homenajear a quien todos los que lo conocemos le debemos algún favor. Favores de los que te cambian la vida, empezando por el más elemental que es el de conocerlo. Se podría decir que es el libro de una pandilla de abusadores de la bondad de un buen hombre, pero no es cierto, porque todavía nadie ha encontrado el fondo de la bondad de Armando Álvarez, que parece ser infinita. Y porque Armando es bastante más que su bondad sin fondo. Armandito es un ser con unas ganas de vivir y de divertirse casi tan grandes como las de servir al prójimo, y ahí es donde muchos se confunden. ¿Es que se pueden hacer las dos cosas a la vez? Ya sabemos que sí, porque Armandito es un ejemplo viviente de ello, no porque tengamos idea de cómo lo logra. O de dónde sale esa energía para practicar la decencia y la generosidad a una escala inhumana y, al mismo tiempo, para evitar la santurronería y el engreimiento tomando como pedestal sus virtudes o el agradecimiento del prójimo.

Para comprar El patrón del bien pinche en este enlace.

domingo, 1 de septiembre de 2024

Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria


Cuando titulé mi artículo "Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria" sobre el libro Una amiga en París no sabía que su autor estaba muriéndose. La salvación a la que me refería en el artículo no era cuestión literal ni medianamente metafórica sino la salvación abstracta que nos proporciona la escritura haciéndonos distintos a nuestras circunstancias en lugar de sus víctimas. Ya le había hecho saber a través de nuestra amiga en Miami y editora común de Ediciones Furtivas, Karime Bourzac, lo mucho que me había gustado Una amiga en París pero sin avisarle que planeaba escribir una reseña. Quería darle la sorpresa a Reinaldo pero la sorpresa me la dio él a mí. Para cuando apareció el artículo ya Reinaldo se encontraba hundido en un coma del que solo salió para morir.

No puedo decir que fuera especialmente cercano a García Ramos ni que lo conociera más allá de las intimidades que se permiten los escritores con sus lectores. Sí hablamos bastante cuando vivía en Nueva Jersey y nos encontrábamos en la guagua camino a Nueva York. Hablábamos sobre todo de Mariel, revista de la que fue editor y que, para mí, hasta hacía poco era más mito que realidad palpable de papel, tinta y polvo. Porque Reinaldo no se había limitado a darle aliento a la revista mientras esta existió sino que se empeñó en conservarla en formato digital. Hablábamos tanto de los pormenores de su redacción, los cambios de sede (que no era otra que el apartamento de quien se hiciera cargo de la edición correspondiente) y de la batalla que libraba para defender el archivo digital de la revista de los ciberataques del mismo régimen que en Cuba se dedicara a hacerles la vida literalmente imposible a los futuros creadores de Mariel. El mismo régimen que ideara el éxodo epónimo para sacarse de arriba una crisis que empezaba a escapar a su control ahora se dedicaba a intentar destruir el archivo creado por los fugitivos.

A Reinaldo no había que convencerlo de la importancia preservar la memoria colectiva o personal. Aunque fuera por pura reacción al empeño que ponían sus antiguos perseguidores en borrarla. Años después nos reencontramos en Miami Beach a donde íbamos a vacacionar que es otra forma de llamarle al maratón de encuentros con amigos entre sol, playa y cervezas. Venía a ver a mi suegra, Teresita Valladares, quien trabajó por largos años en ese refugio de los parias de la cultura que fue durante tanto tiempo la Biblioteca Nacional. En esas ocasiones todo era más familiar. Ni literatura ni Mariel. Sencillamente dejarse llevar por el vaivén del verano enfático de Miami Beach.

Pasaron los años sin vernos. Solo mensajes ocasionales con el pretexto de algún proyecto o presentación. Hasta que con la publicación de Una amiga en París me llegó el pretexto perfecto de asomarme a su vida anterior a la que le conocía, de admirar la discreta y trágica firmeza con que se resistió a aquello que otros aplaudían aunque lo repudiaran en secreto, su renuncia al remedio fácil y perverso de engañarse a sí mismo. Admirar la persistencia y convicción con que finalmente Reinaldo publicó las cartas de medio siglo atrás. Publiqué el artículo, llamé a Karime para hacérselo llegar y entonces me enteré que Reinaldo, ese que se me había hecho tan presentes en las cartas recién publicadas estaba yéndose sin remedio. Como consuelo Karime me dijo que le habían leído mi reseña cuando ya estaba en coma. La manera que había encontrado de darle las gracias por esa existencia ejemplar por tranquila pero firme le llegó tarde. Tampoco es que le hiciera mucha falta, pienso. Gente como Reinaldo García Ramos no necesita de esas confirmaciones para vivir como viven. Somos nosotros, más débiles en el más profundo de los sentidos, a los que siempre nos queda algo por decir, algo por escuchar.

Reinaldo García Ramos o la salvación por la memoria

Los pueblos ya vienen de por sí olvidadizos. Por eso cuando un estado totalitario acomete su habitual borrado de la memoria colectiva no hace más que acentuar un proceso natural, si es que hay algo natural en lo que respecta a los pueblos y su memoria. Son por lo general esos seres melancólicos llamados intelectuales —cuando no cosas peores— los que se empeñan en dejar por escrito el testimonio de un pasado que no le importa a casi nadie hasta que es demasiado tarde y no queda más remedio que convertirlo en mito.

En cuestiones de memoria los cubanos hemos ido mejorando nuestra suerte. Desde que Aldo Baroni —en un libro que muchos citan el título pero que pocos parecen haber leído— definiera la isla como “Cuba, país de poca memoria” en 1944 se ha avanzado bastante en la restitución del pasado. Sobre todo, a través de la palabra escrita como en buena parte de la obra de Guillermo Cabrera Infante, uno de los primeros en darse cuenta luego del “Affaire PM” de que ese presente que se deshacía en las manos para convertirse instantáneamente en pasado merecía ser retenido a través de la literatura.

Los soviéticos resumieron muy bien la arbitraria administración de la memoria por un régimen comunista con la frase: “nadie sabe el pasado que le espera”. Bastante sabían ellos de eventos desvanecidos en las cronologías, personajes que desaparecían de fotos icónicas o de la misma memoria colectivizada en diccionarios o relatos oficiales después que el pelotón de fusilamiento, el Gulag —cuando no el exilio en el caso de los afortunados— hubiera dispuesto de la materia inservible para la historia oficial. No es casual que sea la generación de Mariel —la primera en constituirse como grupo de resistencia literaria y cultural contra el asedio totalitario— la que con más conciencia se empeñó en dejar constancia casi notarial del pasado escamoteado a todos. No solo pienso en Reinaldo Arenas y su famosa autobiografía Antes que anochezca. También está José Abreu Felippe y su pentalogía “El olvido y la calma”, un quinteto de novelas que abarca desde la infancia del protagonista en la década de los cincuenta hasta entrados los ochenta cubanos. O su hermano Juan que con sus memorias Debajo de la mesa y la suerte de diario que tituló A la sombra del mar donde reconstruye su vida desde su infancia hasta los durísimos años setenta, esos en que de ocuparle aquellos escritos en el fondo de una gaveta podía haberle acarreado unos cuantos años de cárcel. (Lo anterior me hace recordar otro chiste soviético. Aquel en que en una conversación de condenados en el Gulag le preguntan a un recién llegado cuál es su condena. “Diez años” responde este. “Y ¿por qué estas preso?”. “Por nada” vuelve a responder. “Mientes”, le dicen “porque por no hacer nada solo te meten cinco años”. Igualmente, en los años en que Juan Abreu escribe las páginas que luego irán a parar a A la sombra del mar no hacer nada era un delito que la famosa Ley contra la Vagancia castigaba con el envío a un campo de trabajo conocido entonces con el bucólico nombre de “granja”. Por escribir te tocaba un poco más).

Ahora Ediciones Furtivas nos trae una reconstrucción arqueológica de hace más de medio siglo con el libro Una amiga en París (Cartas 1968-1972) de Reinaldo García Ramos. García Ramos es una figura clave de la generación de Mariel, recordado tanto por sus poemarios como por su participación en la revista que recogiera el nombre del éxodo que el castrismo había convertido en carne de infamia. Lo natural es que las páginas de Una amiga en París se hubieran perdido entre otras tantas que los cubanos nos hemos exprimido dentro y fuera de la isla con la misma vocación de náufragos. Porque lo que recoge García Ramos en Una amiga en París es una selección de 33 de las más de doscientas cartas que este le escribiera a la poeta Ana María Simo miembro de la generación agrupada alrededor de Ediciones El Puente, la editorial fundada por el también poeta José Mario y una de las tantas víctimas del ansia castrista de control absoluto. Simo es la amiga en París a que se refiere el título y a quien García Ramos le escribía para coordinar las gestiones para sacarlo de Cuba, la isla donde la homofobia de Estado y la persecución ideológica la habían vuelto inhabitable para el autor de las cartas.

Las cartas de Una amiga en París van desde abril de 1968 hasta septiembre de 1972. Son años de triste recordación que incluyen la mencionada Ofensiva Revolucionaria; el escándalo que fueron objeto los libros Fuera del juego de Heberto padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat tras recibir los Premios UNEAC de 1968; la devastadora Zafra de los Diez Millones; la detención del propio Padilla por la Seguridad del Estado; el feroz Congreso de Educación y Cultura de 1971 y el subsiguiente proceso de “parametración” con que expulsaron del mundo de la cultura a todo el que no les pareciera lo suficientemente adecuado política, sexual o estéticamente. A todos estos sucesos se refiere García Ramos en medio de sus tribulaciones burocráticas ya sea para gestionar su salida como para encontrar algún oasis en el desértico mundo laboral cubano, árido sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba poca simpatía por el régimen o “desviaciones” ideológicas o sexuales que por aquellos años venían a ser más o menos lo mismo.

Gracias a la sensibilidad y a la acuciosa disciplina con que García Ramos reporta desde las incidencias del Salón de Mayo en La Habana hasta un artero ataque de ladillas nos vamos haciendo una idea íntima y tremendamente compleja de aquellos años. García Ramos no es lánguido burgués de Memorias del subdesarrollo y cuyo distante reporte se interrumpe en la Crisis de los Misiles de 1962. El protagonista de Memorias al menos vivía de las rentas y sus amoríos eran vistos con cierta comprensión por los mismos encargados de vigilarlo. El reportaje de García Ramos viene de años tan terribles como los de Memorias pero todavía más oscuros, menos iluminados por el recuerdo colectivo. Encima, en su doble condición de “gusano” y homosexual, García Ramos era doblemente marginado, vigilado y sus aventuras sexuales debían ser tan clandestinas como sus lecturas. Uno puede entender lo importante que fueron para el autor estas cartas donde podía expresarse con una libertad y una lucidez imposibles en su vida cotidiana. Lo mismo da cuenta de las últimas medidas tomadas por el gobierno para apretar las clavijas económicas o políticas que de su propio embrutecimiento y alienación y del “espectáculo de mi propia depauperación individual”.      

Se puede pensar que cualquiera con dos dedos de frente y con ojos y oídos para percibir lo que ocurría a su alrededor podría haber escrito una crónica honesta de aquellos años. Pero sucede que no. Donde los Carpentier, los Vitier o los Eliseo Diego sobornados por las imposiciones de la Historia o incluso los Lezama o los Piñera, atenazados por el miedo, no se atrevieron a confesar en sus cartas más íntimas lo que sentían y pensaban, la coherencia intelectual y la integridad ética de un García Ramos (auxiliado por cierto candor juvenil) fue capaz de dar cuenta honesta de tiempos en que tantos aplaudían a los verdugos de su libertad. Aún consciente del peligro de hablar por lo claro (“No puedo manifestar ni un segundo, con nadie, mis preferencias políticas o sexuales, por ejemplo. Me liquidarían sin contemplaciones”) el autor de las cartas no incurre en el pecado mayor de mentirse a sí mismo y rechaza el régimen en el que sobrevive no por sus fallas circunstanciales sino por su propia esencia: la de “encasillar en patrones abstractos los deseos y necesidades de millones de criaturas vivas y darles (o pretender darles) a todos ellos por igual, la misma supuesta satisfacción”. 

La estrecha vigilancia ética a la que García Ramos somete al régimen que lo constriñe se redobla cuando juzga sus propias tácticas de supervivencia. Reconoce que por mucho que se refugie en su ironía y sus lecturas

cuando llega la hora de celebrar chistes y comentarios mediocres, cuando es preciso perder tiempo y hacer concesiones (porque hacer lo contrario, rebelarse, carece absolutamente de sentido), todas esas lecturas se van a la mierda. y un diálogo genial de una obra de Camus no penetra sino nominalmente en nuestra sensibilidad y sólo tenemos escasamente unos segundos para darnos cuenta, con un estremecimiento de sorpresa y de confirmación a la vez, que estamos siendo tragados por ese personaje que nos hemos visto obligados a inventar, y que nuestros actos ya no se corresponden ni en lo más mínimo con nuestro ser más íntimo ni con nuestras aspiraciones ni con nuestra inteligencia.

Hundido en los intestinos del castrismo García Ramos no renuncia a entender el régimen más allá de sí mismo. Sobre todo en relación con el mundo occidental que todavía veía el comunismo con simpatía. Pero no por ello acepta el relativismo “de que la existencia es prácticamente insoportable en cualquier parte” para hacer de su vida en Cuba algo más aceptable. En los mismos días en que Michel Foucault se declara admirador de Mao Zedong en el París al que García Ramos sueña escapar, el cubano acepta con orgullo su condición de desertor de la Gran Marcha de la Humanidad hacia el Porvenir. Al escribir estas cartas se resiste a que su experiencia sea reducida a lo que aparezca en “los sesudos ensayos de periodistas ladinos y experimentados, ni en los discursos, ni en las estadísticas, ni en los libros de historia académica, vida que sólo se puede captar por la expresión desgarrada del que la sufre”. El corresponsal se resiste a ser mero objeto de la descripción de los que peregrinan al paraíso revolucionario. Como Padilla en su famoso poemario García Ramos se sale del juego en el que solo tienen derecho a ser escuchados los devotos de la religión del progresismo. “Quizás, sí, me he convertido sin remedio en un reaccionario ajado y sin gran dosis de vitalidad: no me importa. No es de los libros ni de las creencias políticas en boga de donde tengo que sacar una verdad; es de mí mismo, de lo que con mi torpe existencia pueda llegar a descifrar”.  

En todo caso, a pesar de contar con todas las disculpas posibles Una amiga en París evita caer en el patetismo. El humor que recorre estas cartas se lo impide. Un humor entendido no como el impulso de tirar a broma incluso lo más terrible sino el esfuerzo por distanciarse de su propio sufrimiento para poder apreciar mejor el profundo sinsentido que lo produce. Al fin y al cabo la tragedia siempre termina dignificando sus causas. En cambio, todo el acoso y la marginación por los que pasa García Ramos no le impiden apreciar la ridiculez y el absurdo del régimen que lo oprime. Comprende, por ejemplo, que de aceptar los principios sobre los que erige el “hombre nuevo” guevariano él mismo quedaría despojado de todo rastro de dignidad.

Digámoslo: sobrevivimos sólo para que sobre nuestros huesos pasen las sonrosadas piernecitas de estos gozadores del futuro. Ellos son la pureza. Ellos son la garantía de una salvación. Nosotros no; nosotros somos un rebaño de seres monstruosos y deformes, viles y cínicos, que apenas logramos por momentos convencernos de nuestra inservible condición histórica. Por eso estamos (sí, desde luego, dichosa y divinamente) preparados para desaparecer. [...] Somos criaturas, repito, convencidas de su próxima, necesaria e inexorable desaparición.

En el episodio más humillante que recogen estas cartas, el del interrogatorio por el que debe pasar su autor sobre sus preferencias sexuales conducido por militares que supuestamente evalúan su incorporación al Servicio Militar Obligatorio, termina convertido en una falsa teatral titulada El golpetazo del oprobio. En dicha farsa, mientras que el autor se reserva el papel de “El Incomprendido”, le asigna a sus interrogadores personajes nombrados “Primera Señora” y “Segunda Señora”. No obstante, las hilarantes escenas que describe no le ahorran al lector lo vejatorio de una situación que incluye parlamentos (tomados del natural) dignos del orwelliano interrogador de 1984:

Aquí tenemos nosotros toda la información, pero queremos que seas tú mismo el que nos hables del asunto y ver hasta qué punto podemos confiar en ti. Nosotros no queremos destruirlos a ustedes [los homosexuales, se sobreentiende], sino ayudarlos. Cuando tú termines de hablar, nosotros te vamos a dar un consejo. Nosotros no hacemos nada con pasar este expediente tuyo al departamento de lacras sociales…

Hay que agradecer la escritura, rescate y publicación de estas cartas de cuya importancia el autor estaba consciente incluso a medida que las redactaba. En algún momento, García Ramos al revisar correspondencia acumulada reconoce quedar impresionado por su volumen: “¿es así como se escriben esos enormes libros que leemos? ¿Esas novelas alemanas interminables? […] ¿Te imaginas que en esas trecientas cuartillas puede haber por lo menos cien de un interés más permanente?”. La edición de estos cinco años de confesiones epistolares, interrumpidas por el traslado de la destinataria a Estados Unidos, suma 161 páginas que nos traen, junto con noticias fresquísimas del pasado, una pequeña epopeya de la dignidad humana. La de un escritor que, abandonada toda esperanza de expresarse públicamente, no renuncia al deber fundamental de todo ser humano de ser honesto consigo mismo, cualesquiera que sean las circunstancias. Y pocas circunstancias pueden ser más asfixiantes que las de un ser inteligente, honesto, independiente y sensible en medio de una sociedad que ha optado por la necedad y la obediencia.

Interrumpida la correspondencia en 1972 a García Ramos todavía le faltarían ocho años para poder escapar de Cuba a través del éxodo de Mariel. Uno puede lamentar la pérdida de lo que el autor pudo haberle contado a su confidente en aquellos años pero también vale preguntarnos si estamos dispuestos a padecer tanta verdad.


domingo, 28 de julio de 2024

Bill Mlawer (1929-2024)



El viernes 26 de julio de 2024 tuvo lugar el entierro de Bill Mlawer, mi primer empleador en Estados Unidos y, desde entonces, amigo para toda la vida. Durante décadas fue dueño de la librería Lectorum, la más importante en español en Nueva York hasta su cierre en 2008. Bill era hijo de judíos rusos que habían escapado de los progromos, de la Primera Guerra Mundial o de la revolución. A los judíos nunca le han escaseado los motivos para huir a otra parte. Sin saber de la existencia del otro sus futuros padres escaparon de puntos distintos del imperio ruso para confluir en La Habana donde se conocieron y con algo de suerte hicieron fortuna y familia, aunque sin exagerar. Bill me contaba cómo el mismo día de su desembarco en La Habana el padre se encontró con un paisano, de los muchos que plantaron tienda, literalmente, en la calle Muralla, que se puede traducir también de manera literal como Wall Street y ayudó a introducirlo en el entonces dinámico mundo de los judíos aplatanados a los que los locales designaban con el mote caprichoso de polacos.

Bill nació el 17 de febrero en 1929, meses antes de aquel famoso lunes negro de la otra calle Muralla, la Wall Street literal, que puso al mundo a hacer colas para buscar sopa en calderas comunales. De las repercusiones cubanas de la crisis mundial y los años finales del machadato, Bill no recordaba nada, por supuesto. Recordaba su infancia como la de un niño cubano cualquiera a pesar de que a juzgar por las fotos su protectora madre le encasquetaba a él y a su hermano Boris sendos suéteres en pleno verano. Madre protectora y padre férreo, combinación que, de tan habitual, da pena mencionar. El caso es que Bill iba a la escuela y jugaba como los otros cubanitos de su tiempo, aunque entre sus compañeros de pelota callejera estaba la futura estrella de las grandes ligas, Camilo Pascual, que era su motivo de orgullo. Eso, y que una vez en el estadio, muchos años después, el jugador lo reconoció en las gradas y lo fue a saludar. El tipo de recuerdos que un hombre trae a las conversaciones mientras conserve la memoria.

Viajó a Estados Unidos a los veinte años donde se estableció el resto de su vida. Allí estuvo en el ejército como correspondía a cualquier hombre en aquellos años y estuvo destacado en Alemania, el mismo país que tanto dolor causó a sus correligionarios. Nunca me habló de ello, pero al encontrar después de muerto unas fotos vestido de soldado junto a unas señalizaciones en alemán supuse que era un tema que su memoria evitaba como mismo evitó, entre los muchos viajes que dio por el mundo, ir a Rusia.

Estudió, trabajó, se casó, tuvo tres hijos, se divorció. En 1971 se alió a un amigo para comprar una librería en español. El amigo puso el dinero y Bill el conocimiento y el trabajo para mantener a flote una librería en una ciudad con un cuarto de hispanohablantes que no eran necesariamente grandes lectores. Ya en la madurez, conoció a Teresa, una cubana exiliada desde joven, editora y traductora, con quien se casó, y quien llegó a ser parte esencial de Lectorum y de la vida de Bill. Juntos convirtieron a Lectorum en librería de referencia en la ciudad y en sello editorial especializado en textos infantiles originales o traducidos principalmente por Teresa. Vivieron juntos el resto de su vida, una vida plena y generosa.

Teresa, bastante más joven que Bill se le adelantó en la muerte, hace cuatro años. Predeciblemente, Bill quedó desolado, desnortado, sin saber qué hacer con su vida y con su tiempo. Yo le insistía que escribiera un libro con sus memorias, pero mi insistencia equivalía a la suya en que yo escribiera un bestseller, como si el acto de escribir me capacitara automáticamente para producir uno. En la escritura, Bill y yo teníamos una diferencia irreconciliable. Bill nunca le vio sentido a escribir un libro que no se vendiera bien mientras que yo le insistía en la necesidad de darle sentido a la existencia, la suya incluida, por escrito. Ya los lectores se encargarán de decir si mis libros o los recuerdos de un viejo judío-cubano valían el esfuerzo de escribirlos.

En Cuba Bill solo vivió las primeras dos décadas de sus noventa y cinco años de existencia pero, teniendo las opciones del judaísmo milenario de sus padres o la nacionalidad del país que le había concedido oportunidades y un pasaporte, el hombre que conocí se sentía cubano por sobre todas las cosas. No una cubanidad estentórea pero sí diáfana y elegante, como el cuadro de Humberto Calzada que presidía la sala de su casa. Como la generosidad que ejercía alguien que por otra parte nunca tuvo fama de botarate. (Su saldo vital es tan limpio como sus libros de cuentas: no conozco a alguien que lo tratase que no tuviese algo que agradecerle, como no conozco a nadie que le reprochara algo más que ser demasiado directo). Aquellos primeros veinte años de vida habanera habrán pesado mucho en sus recuerdos, o la costumbre del español o la complicidad con Teresa. Quizás insistiera en ser cubano por mera compasión. Por sentirse parte de un pueblo que, como el de sus padres, trata de recomponerse en medio de su naufragio como nación. Fue de él la iniciativa de vender unos viejos billetes cubanos que le había entregado otro exiliado para ayudar a los nuevos compatriotas que siguen llegando por la frontera, por la misma causa que había expulsado a su esposa y a tantos otros.

El caso es que Bill era un viejo cubano de los de antes, con sus canas peinadas con esmero y el cinturón de sus pantalones ajustados a una altura imposible. Cubano en la fruición incansable con la que asaltaba los frijoles, la ropa vieja y los tamales que le traíamos desde el barrio o el dolor mezclado con un hálito de esperanza con el que me preguntaba por el futuro de Cuba. El viernes, mientras lo despedían con frases en hebreo, todavía Bill impuso su deseo póstumo de que su yerno le tocara un viejo bolero. El bolero, “La historia de un amor”, es obra de un panameño, pero no hay nada más cubano (o de cualquier nacionalismo en general) que esas imprecisiones geográficas. Porque cuando se trata de ligar los sentimientos con un sitio conocido o una tribu de miembros solo conocidos en una mínima parte, vale cualquier subterfugio. Basta que te recuerde un momento y unos seres muy concretos. Un bolero como cualquier otro que remita a ciertas cadencias, ciertas complicidades. Cadencias y complicidades similares a las que disfrutaron mis padres y abuelos al bailar o cantar “La historia de un amor”. Una manera de decirnos -como el kadish que luego entonaron en la lengua del Antiguo Testamento- que no estamos solos del todo. Ni en la vida ni en la muerte.

martes, 7 de mayo de 2024

La noche que David dijo NO


Las noches de filin de David Oquendo son una de las armas secretas con que cuentan los cubanos de Nueva Jersey para enfrentar la nostalgia y la disolución. Sobrevivientes a dos cierres de restaurantes (Trova en North Bergen y Manchego en Union City) Las noches de filin en el restaurante The Cuban Around the Corner en Bergenfield son el tercer avatar filinesco de este músico todoterreno. Durante nueve años (1996-2005) Oquendo animó las legendarias Noches de la Rumba en el desaparecido bar La Esquina Habanera, con su conjunto, Raíces Habaneras, que le valió una nominación a los premios Grammy. Versatilidad y persistencia son dos de las marcas de distinción de un músico que le ha dado nueva vida a viejos géneros cubanos dirigiendo lo mismo tríos de son que orquestas de salsa. No se podrá escribir la historia reciente de la música cubana en Nueva York y alrededores sin mencionar el nombre de David Oquendo.

Pero incluso Las noches de filin son algo distinto en la carrera de David Oquendo. Protagonista en solitario -aunque suele contar con invitados de lujo como el percusionista Vicente Sánchez o el virtuoso Paquito D’Rivera- nada como estas noches para apreciar el profundo conocimiento y amor de Oquendo por el cancionero cubano y la amabilidad sin límites con que lo prodiga. David lo mismo complace las más recónditas peticiones del público que pone a prueba sus conocimientos musicales. En esas descargas, mientras los nostálgicos rememoran las del Pico Blanco habanero, mis hijos han hecho suyo uno de los cancioneros más hermosos compuestos en la lengua de sus padres.

No debo dejar de mencionar que David Oquendo es abakuá, condición que encarna en su sentido original de estricto código ético de respeto minucioso a sí mismo y a sus semejantes. La amabilidad de Oquendo es tan inagotable como meticulosa es su resistencia frente a cualquier imposición externa. Fue esa actitud la que lo llevó a pasar años de prisión por negarse a participar en la aventura castrista en Angola o, desde su salida de Cuba, a no olvidar las razones de su exilio.

El público de Oquendo en sus Las noches de filin lo componen tanto viejos conocidos como el público ocasional de todas partes de Hispanoamérica que acude a celebrar algo en los restaurantes donde toca. Oquendo, siempre atento a los deseos de los presentes, junto al repertorio usual de monstruos del filin -ese fecundo apareamiento entre el bolero y el jazz- como José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz o Marta Valdés, incluye en sus presentaciones temas de compositores mexicanos, boricuas o de cualquier otra parte del continente envueltos siempre en la calidez de su guitarra y su sonrisa.

Doy todos estos antecedentes para que se entienda mejor lo ocurrido el pasado sábado cuando, desde una de las mesas de restaurante, se empezaron a escuchar gritos de “¡Silvio! ¡Silvio!”. Esos gritos nos despertaban de la utopía filinesca que Oquendo nos ofrece para recordarnos que, en el mundo hispanohablante, un cubano con guitarra sentado en una banqueta se asocia casi automáticamente con Silvio Rodríguez, el músico con menos “filin” de aquella isla: un compositor de contorsionadas metáforas ya depuradas de la gracia que durante siglos ha distinguido la música cubana. Sin mencionar las resonancias políticas que el nombre de Silvio puede traerle a un viejo exiliado.

Al principio el amable David jugó a no entender de qué le hablaban. Los peticionarios, que suspenderían cualquier examen de sutilezas por fácil que estuviera, insistían canción tras canción. “¡Silvio, Silvio!”. Primero Oquendo adujo falsamente que no conocía sus canciones pero cuando los otros machacaron “Silvio, ‘Ojalá’” el músico completó.

-Ojalá que se muera.

A continuación les explicó a los hermanos latinoamericanos lo que significaba para él, exiliado cubano, complacer la petición que tan alegremente le pedían: lo insultante que le era que le exigieran canciones de un servidor del mismo régimen que lo había desterrado. Y los cubanos presentes aplaudimos a Oquendo con el mismo entusiasmo con que el variopinto público del bar de “Casablanca” se puso a entonar La Marsellesa en aquella famosa escena.

Hasta el fin de la primera parte del espectáculo la sonrisa se borró de aquellos labios que narraban amores bien o mal correspondidos. Cuando David dejó de cantar y fui a ofrecerle mis condolencias me dejó claro que su discordia con el famoso cantautor iba más allá de la abstracta cuestión política.

-Silvio Rodríguez es un traidor para mi generación. La primera vez que caí preso, a los trece años, fue por cantar una canción suya: "Resumen de noticias". La canté en un evento de mi ESBEC y terminé en Villa Marista.

Sí, porque alguna vez las canciones de Silvio fueron lo más contestatario que podía imaginar un joven cubano. Pero eso fue mucho antes de que se convirtiera en el más eficaz propagandista del mismo régimen que perseguía sus canciones más honestas.

Luego de su habitual descanso, David volvió a cantar, más distendido, y cuando le pedimos en broma que cantara “Ojalá” su sonrisa de siempre volvió a aparecer.

Todo quedaría como un incidente que apenas afeó una de Las noches de filin, arma secreta de los cubanos de Nueva Jersey. Pero entonces le da a uno por buscarle sentido a la conducta de alguien para quien la música es inseparable de su experiencia vital y su conducta ética. Así se comprende qué es lo que diferencia a un artista de un simple entretenedor 
("un testaferro del traidor de los aplausos, un servidor de pasado en copa nueva" como diría el cantor), por mucho que este domine su oficio.

Porque tratándose de arte -no importa lo que digan los capitalistas- el cliente no siempre tiene la razón.