“En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia” nos recuerda Emilio García Montiel pero cuesta trabajo compartir el aplomo, la lucidez del poeta, como cuesta sustraerse al peligro de creer que cada partido trae consigo una moraleja definitiva. Preferimos actuar como si en un juego se cifrara el destino de la nación para que luego, tras la victoria o derrota de nuestro bando, todo siga más o menos igual que antes. (Excepto en Argentina claro, donde la última copa del mundo conquistada bastará para estar celebrando hasta el 2060. Pero hablo de seres humanos, no de argentinos, que ni siquiera ellos consiguen ser argentinos todo el tiempo).
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Si no era su destino ¿Qué nostalgia se
jugaba Cuba en su juego el domingo contra Estados Unidos? Ah, la nostalgia de
cuando ganaba campeonatos mundiales sin parar. De cuando generaciones de
magníficos peloteros, arrinconados en el potrero del “deporte revolucionario”
nunca tuvieron la oportunidad de enfrentarse a los mejores representantes de su
deporte. De demostrarse el peso exacto de su talento. Fue la época de la
invención de la pelota cuadrada donde los cubanos eran los únicos profesionales
contra equipos armados con estudiantes, carpinteros, constructores o contadores
públicos que en su tiempo libre jugaban béisbol y representaban su país sin
mayores consecuencias. Pero eso no importaba. En realidad, el deporte nunca le importó
a los inventores de la pelota cuadrada. Lo que importaba era que jugara una
bandera contra otra bandera y gracias a ello se derrotara al imperialismo una y
otra vez en el terreno de béisbol. Cada campeonato era Girón deportivo.
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Entre tantos deportes ninguna cumplía
a la perfección ese simulacro guerrero, de esta katá antimperialista, que el
béisbol. ¿No era ese el pasatiempo nacional del enemigo? Pues se le derrotaba
allí mismo donde más le dolía, sin importar que el aficionado norteamericano promedio,
entretenido como estaba con el espectáculo de las grandes ligas, no tuviera la
más leve idea de que el destino de su civilización se estaba jugando en alguna
ciudad japonesa o italiana. El béisbol era perfecto porque además no entraba en
los intereses de las hermanas repúblicas socialistas y no había que derrotar,
en la lucha por el campeonato, a selecciones soviéticas o búlgaras. La cuestión
quedaba entre los imperialistas yankis y nosotros.
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Casi siempre las victorias contra los
norteamericanos traían una victoria adicional. Era cuando a un jugador cubano
se le ofrecían millones por jugar en las grandes ligas. O mejor, un cheque en
blanco donde se suponía que pusieran una cifra acompañada de todos los ceros
que se quisieran. Al rechazar la oferta se derrotaba al imperialismo donde más
les dolía: en su pretensión de que el dinero podía comprarlo todo. Siempre la
misma heroica respuesta de que, a los millones que les ofrecían preferían
otros: los millones de compatriotas que profesaban amor incondicional por sus hazañas.
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En la década del 90 empezó a
resquebrajarse el hechizo de la pelota cuadrada. Por un lado empezaban afluir
jugadores profesionales a los campeonatos donde Cuba se permitía competir.
Equipos que empezaban a explicarle a las selecciones cubanas a qué sabía la
derrota. Por otro lado, comenzaron las fugas a cuentagotas de jugadores que
demostraban al menos dos cosas. Una era que la lealtad a la pelota cuadrada era
menos firme de que pretendían tantas historias de cheques rechazados: los jugadores
fugados, explicaban en las entrevistas, querían probarse en la pelota redonda y
ser remunerados por ello. Los fugitivos, como siempre, no solo debían cargar de
por vida con el san benito de “traidores” y “desertores” sino que se
arriesgaban a no volver a ver más a su familia, amigos o admiradores locales. Estas
fugas eran acompañadas por pequeñas
o grandes hazañas en los terrenos de grandes ligas que consiguieron destruir la
inconfesada superstición nacional de que los jugadores cubanos solo podían
brillar en la pelota cuadrada. Y que podían ganar millones sin perder la
admiración de millones de compatriotas, aunque esta tuviera que circular entre
susurros.
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Fue con las primeras grietas de la
pelota cuadrada que apareció el Clásico Mundial de Béisbol y contra todo
pronóstico Cuba se logró colar en la final contra Japón. Un equipo que habían
preparado como quien va a enfrentar al enemigo que va a saquear su casa y
violar a su familia sorprendió a los profesionales que venían de vuelta al
trabajo después del parón invernal y traían sus propias supersticiones. Como
que la superioridad infinitesimal en el sueldo garantizaba la victoria en el
terreno. Pocas veces una derrota ha sido tan celebrada. A los japoneses se les
podía perdonar que nos derrotaban. Al menos ellos no eran imperialistas como los
otros, los innombrables que quedaron por debajo en la tabla de posiciones. Una
derrota que permitía asumir que las victorias de la pelota cuadrada no habían
sido un espejismo. Y a eso se le
añadía una victoria moral aún mayor: ya fuera por sugestión mental o por la
habilidad con que los custodiaban los rancheadores del equipo ningún jugador se
atrevió a escaparse durante aquel campeonato.
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La dulce derrota ante a los japoneses
en el 2006, no obstante, tuvo consecuencias funestas a largo plazo para la
pelota cuadrada: sirvió para convencer a cada vez mayor número de jugadores de
que tenían posibilidades de brillar en el mundo de las pelotas redondas. Los
dueños de la pelota cuadrada para contener la hemorragia de jugadores tuieron
desde entonces que suavizar el control sobre sus jugadores permitiéndoles jugar
en México o Japón a cambio de una tajada de sus ganancias. Incluso llegaron a
acariciar la posibilidad de alquilarle sus jugadores a los equipos de grandes
ligas a un precio razonable pero tal negocio, a causa del criminal bloqueo, no
fructificó.
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Luego de la dulce derrota del 2006 se
repitieron las derrotas de la selección nacional, aunque no la dulzura. La selección
cubana perdía competencias cada vez más insignificantes. El mayor éxito de los
últimos años fue el campeonato conseguido en la Serie del Caribe de 2015
(competencia a la que Cuba regresó tras 54 años de ausencia). Lo que abundaban
eran derrotas cada vez más bochornosas en contraste con los éxitos obtenidos en
los últimos años por los jugadores escapados hacia las grandes ligas. Fue
entonces que en un alarde de flexibilidad y tolerancia se permitió que
integraran el equipo asistente al Clásico Mundial de Béisbol de 2023 jugadores
que se desempeñaban en las grandes ligas. No todos, por supuesto. Mientras el
resto de los países participantes revisan el árbol genealógico de cada jugador
valioso para poder incorporarlo a su selección bajo el pretexto de alguna
conexión genética Cuba, selectiva, se permitió discriminar a los jugadores por
su nivel de compromiso político con el gobierno. Por su obediencia vale decir.
A diferencia de otras selecciones a los creadores y dueños de la pelota
cuadrada más que ganar les importa dejar bien claro que ellos deciden quién
representa el país, con independencia de lo duro que lance la pelota o la
golpee con el bate.
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Cuba ha tenido suerte con los
organigramas de los Clásicos. En lugar de topar de entrada con países del Caribe
-la región geográfica con mayor tradición beisbolera fuera de Norteamérica- usualmente
le ha tocado enfrentarse con naciones donde el béisbol es un deporte
minoritario, prescindible. Así y todo, hasta ahora había conseguido sonadas
derrotas contra países como Holanda o Israel. Este año, pese al refuerzo de los
jugadores de grandes ligas, parecía seguir por el mismo camino luego de las
derrotas iniciales contra Holanda e Italia. Algo pasó a mediados del juego
contra Panamá que luego de ir perdiendo 4 a 2 en el sexto inning se despertó de
su estado zombi para aplastar a los panameños y luego a los taiwaneses en el
juego siguiente. La victoria contra Australia en cuartos de final la llevó a
semifinales por primera vez desde 2006. Cuba, el equipo y buena parte de la
afición, luego de tanta frustración, se sentían reivindicados. Como en el
chiste que se ha hecho sobre varios políticos norteamericanos privilegiados
desde la cuna, Cuba había nacido en segunda y se creía haber bateado un doble.
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Es hora de un pequeño aparte
sociológico. Desde la invención de la pelota cuadrada, o sea, a partir de que
el deporte se convirtiera en propiedad privada del régimen y asunto de Estado la
selección nacional dejó de ser la representación más o menos unánime del país. Por
un lado estaban los que se identificaban con el régimen en diferentes grados y
veían al equipo como su brazo deportivo: desde el fanático que seguía la serie
nacional cada día hasta el miembro del partido que no tenía tiempo para tales
distracciones pero no se perdía un enfrentamiento entre los locales y los
representantes del imperio. Por otro estaban los que resentían el régimen el
diversos grados y pocas cosas les hacían disfrutar tanto como las escasas
derrotas de la selección nacional. Más si era a manos de los norteamericanos,
algo que al gobierno le creaba especial urticaria. Daba igual que fuera en un
campeonato mundial o en un tope amistoso. Y mientras veían el juego insistían
en que pelota era la de antes, cuando los buenos de verdad llegaban a grandes
ligas y la pelota nacional se repartía entre Almendares, habana, Marianao y
Cienfuegos. La crisis de los noventas trajo, entre muchas cosas un repunte
nacionalista instigado por el propio gobierno, pero no reducido a este. Una
equivalencia algo menos férrea entre ideología y nación (que en el plano
artístico produjo la consigna “la cultura cubana es una sola”) le permitió al
cubano, incluso si era “gusano” de toda la vida, apoyar el equipo nacional sin
sentirse que con ello apoyara el sistema. Aunque el régimen no dejara de usar
los cada vez más escasos triunfos deportivos para alimentar su propaganda esta
era algo menos enfática a la hora de atribuírselos como empresas políticas. El
régimen aprendió a ser algo menos burdo con tal de usar el júbilo como muestra
de unidad de la nación. Después de todo “Nación” era uno de los apodos del
régimen.
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Luego de las dos primeras derrotas en el
Cl’asico de 2023, la milagrosa clasificación del equipo primero y el avance a semifinales después
fueron la señal para que los inventores de la pelota cuadrada insistieran en
asociarse al éxito parcial de la empresa. En un acto inédito de populismo un régimen
que suele ser tan indigente de casi todo como elitista en su trato con la gente
común bautizó o confirmó el bautizo de la selección como Team Asere. Sí, el
mismo gobierno que lanza decretos contra la vulgaridad, trata de antisociales y
marginales a los que protestan contra él y solo autoriza el uso oficial de la
palabrita cuando está en boca de algún personaje delincuencial, usó el saludo popular
para tratar de confundir su entusiasmo con el del pueblo llano. En un gesto que
replica la visita pública a altares afrocubanos tras las protestas del 11J la
Primera Dama habló de usar cascarilla para asegurar la victoria cubana. Esta
vez se enfrentarían a los Estados Unidos. Vale decir: se enfrentarían por
primera vez a una selección nacional norteamericana integrada por jugadores de las
ligas mayores. Y no era que Díaz Canel se viera muy convencido de la victoria.
Por eso dijo el día anterior que “ya ganaron” como sugiriendo que, salvo un
milagro, debían conformarse con lo obtenido hasta el momento.
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El fin de semana fuimos testigos del hecho
asombroso de que los creadores de la pelota cuadrada acusaran al exilio de
politizar el deporte. Como si no fueran políticos los criterios para integrar
los equipos, administrar su desempeño y manipular sus resultados. O expulsar al
mejor jugador del momento del deporte al encontrarle 80 dólares regalados por
un colega extranjero. Nada más político que la pelota cuadrada diseñada
exclusivamente para encajar en el repertorio propagandístico del régimen. Poco
importa que acepten ahora jugadores de grandes ligas si condicionan su
participación a la obediencia política y a su silencio cívico. O si dentro del
equipo se mantiene el mismo apartheid con que se controla al resto de la
sociedad. O si sigue interviniendo en la conformación y manejo de la selección nacional
como ninguna otra dictadura del continente, pasada o presente, se ha atrevido a
hacerlo.
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Hablemos por un instante de béisbol. Un
viejo dicho deportivo afirma que ningún equipo es tan bueno como luce cuando gana
ni tan malo como luce cuando pierde. Sin embargo, luego de anotar solo una
carrera en un primer inning que iniciaron con las bases llenas sin outs era
evidente que el equipo tenía muy poco que hacer en el terreno del LoanDepot
park frente a la escuadra norteamericana. Aunque el desenvolvimiento de los yankis
durante la ha sido cualquier cosa menos un paseo, frente a los cubanos parecían
un equipo adulto enfrentando adolescentes. Adolescentes con fuerte tendencia a
la obesidad, vale decir, y no especialmente talentosos. Los bateadores cubanos lucían
desorientados contra pitchers que no son los más destacados de las grandes
ligas mientras los lanzadores isleños hacían lucir a los contrarios como si
estuviesen de práctica de bateo. Visto lo ocurrido sobre el terreno el marcador
de 14 carreras a 2 parece un acto piadoso. Pudo ser aún peor.
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Las gradas replicaban la confusión que
parecía reinar en la mente de los jugadores cubanos. Repletas con un público
que, según la profusión de banderas cubanas, estaba compuesto en su mayoría por
compatriotas, jaleaban lo mismo las discretas amenazas de los visitantes como
la demoledora artillería local. Resuelto el partido cuando apenas empezaba la
ocasión se convirtió en multitudinaria protesta contra los creadores de la
pelota cuadrada, no contra sus pobres representantes en el terreno. Nada demasiado
alentador si nos atenemos a la actitud frívola de quienes en los últimos
tiempos se han erigido en voceros del exilio: nunca quedó tan clara su
condición de faranduleros con ínfulas vagamente políticas. Y los carteles que
alzaban detrás de home, como las penas de aquella canción, eran tantos que se
atropellaban. Intentos individuales, heroicos pero aislados trataron de romper la
monotonía del juego y de las protestas, de darle un mínimo de drama a algo que
se parecía a la fatalidad, ya fuera el juego de pelota o el régimen dueño del
equipo perdedor.
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Muchos exiliados se fueron a dormir felices esa noche
como, sospecho, lo harían no pocos cubanos en la isla. Una felicidad incómoda,
desazonada. Porque después de todo ¿qué se había ganado? ¿Y quiénes? (A
excepción de la escuadra yanki, claro). La dictadura no se había movido un
milímetro. Los presos siguen presos. El hambre y la represión siguen asolando
la isla sin siquiera el consuelo de que al menos Cuba es primera en algo.
Porque, debemos reconocerlo, por muchas quejas que haya sobre el deporte
nacional este funciona bastante mejor que el resto del país. Ya quisiera Cuba
quedar en cuarto lugar mundial de producción de alimentos o de zapatos. O el
cuarenta. La reacción eufórica del Granma ante la derrota (“El Team Cuba,
asere, la partió”, “Cuba cumplió, no se achicó”) nos recuerda que pudo ser
mucho peor. Que de ganar Cuba, o incluso de perder de manera menos escandalosa,
la propaganda que deberían soportar los compatriotas en la isla habría durado
meses. Tan o más abrumadora que aquella que cundió en los días de la pugna por
el balserito Elián. Eso, por supuesto, es apenas un consuelo. Si como decía el
poeta, en los stadiums no se juega el destino de un país sino su nostalgia el
domingo la nostalgia perdió por paliza. Y ya no queda nada donde reposar la añoranza
“de esta ciudad podrida, remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no
significan nada”.