domingo, 29 de marzo de 2020

Teresa Mlawer


Fue en el verano de 1997. Llevábamos un mes en los Estados Unidos. Yo ya había trabajado por dos o tres semanas en esas fábricas que son una parodia de la comedia de Chaplin sobre el capitalismo en serie. En condiciones que parecen diseñadas para que todo lo que venga después parezca un regalo. Fue entonces que una amiga, la escritora y editora Yanitzia Canetti, le habló a Eida de Teresa Mlawer. Una cubana, presidenta de una compañía en el corazón de Manhattan dedicada a los libros. Fuimos los dos para allá. Eida para la oficina y yo al almacén, a mover cajas de libros de un sitio a otro. Unas vacaciones en contraste con mi experiencia en las factorías de Nueva Jersey.

Teresa era una presencia severa que recorría a paso firme el imperio que había levantado desde que “Lectorum” era solo una librería de libros en español en la calle 14. Ahora se había ampliado a casa editorial y a una de las distribuidoras de libros en español más grandes del país con oficinas y almacén en la octava avenida y decenas de empleados.


A los dos meses, o menos, Teresa se dio cuenta de que Eida valía para algo más que para entrar datos en el sistema de la empresa y le propuso convertirla en jefa de compras con el doble del sueldo que había ganado hasta entonces. El capitalismo transformado en la historia de Cenicienta. Luego de ciertas dudas ante una responsabilidad que nunca antes había presentido (es licenciada en biología: toda su experiencia en el mundo de los libros se reducía a su condición de lectora compulsiva) Eida aceptó. Mi ascenso en la empresa fue más tortuoso: concentrado en ingresar en un programa de doctorado en alguna de las universidades locales debí ser de los peores empleados que nunca pasaron por ahí.

Por suerte estaba Eida, a quien Teresa le había tomado un cariño maternal. Con el tiempo, no mucho a decir verdad, llegamos a ser como de la familia. O pasábamos fines de semana en la casa de Teresa y su esposo Bill Mlawer en Long Island o ellos nos visitaban para que Bill calmara su infinita sed de frijoles negros. (Bill Mlawer, hijo de judíos de Europa oriental, nacido en Cuba y emigrado a los Estados Unidos siendo adolescente es prueba viviente de lo pegajosa que es la cubanería: ni sus ancestros judíos ni casi ocho décadas en los Estados Unidos han conseguido borrarle sus esenciales instintos cubanos. De esos que logran que te reconcilies con lo cubano por mucho que antes lo asocies a ciertas miserias.) Durante años nuestro lugar de vacacionar en Miami fue el magnífico apartamento de Teresa Mlawer en la avenida Collins con balcón al mar.

Cuando nuestros caminos laborales se separaron fuimos más cercanos, si cabe. Cada minuto a su lado servía para explicar al detalle que la progresión de Teresa en el mundo del libro en los Estados Unidos no le debía nada a la casualidad. La expansión de Lectorum y la conversión de Teresa en una de las principales traductoras y editoras de libros infantiles al español se debían en primer lugar a una dedicación sin límites. El mayor defecto que le conocí se parecía peligrosamente a una virtud: no sabía descansar. Su incapacidad para relajarse era notoria y no había ambiente, por festivo que fuera, en el que ella no consiguiera colar, insidiosa, alguna cuestión editorial.   

Si Eida era como una hija yo era más bien un yerno al que hay que mantener a raya. Su saludo habitual cuando yo le salía al teléfono era “¿Dónde está la persona más inteligente de la casa?”. Se refería a Eida por supuesto. Como si yo no lo supiera. Cuando la visitamos por primera vez después de saber de su enfermedad quiso jugar a parecer débil. “Llévame suave que estoy enfermita” para segundos después darnos una completa demostración de que esa voluntad que era su mayor marca de distinción seguía intacta pese a la enfermedad terrible que la estaba devorando. Era como siempre, el centro de la galaxia Teresa Mlawer. Una galaxia de libros infantiles, ilustraciones y ediciones cuidadas. La última vez que fuimos a verla, ya debilísima y sin esperanzas, fue la única vez que le vi darle descanso a su voluntad de hierro. Lloró. Rodeada de amigas de toda la vida lloraba no por compasión por sí misma sino por no tener palabras para consolar a las que iban a despedirse de ella. O a Bill, más desconsolado que nadie. Teresa ya se ha ido. Su voluntad, en la forma de todo el mundo que fue construyendo a su paso nos seguirá acompañando. Y donde quiera que esté dudo que consiga relajarse. Eso de “descanse en paz” no va con ella.

jueves, 26 de marzo de 2020

“Cuba está tan jodida que necesita que nos desvelemos por ella”* (revisado)

Por Camilo Venegas Yero

A principios de los años 90 del siglo pasado, yo laboraba en la Editora Abril. Todas las publicaciones dedicadas a los jóvenes, adolescentes y niños cubanos habían sido reubicadas en las ruinas del edificio del Diario de La Marina, donde ya no funcionaban los ascensores, el aire acondicionado ni el complejo sistema de mensajería por conductos.
En un edificio contiguo, también en ruinas, había un comedor obrero en el que nos servían almuerzo. Siempre compartía la mesa con Alí (de Juventud Técnica), Armandito y Luis Felipe Calvo (de El Caimán Barbudo).  Un día Luis Felipe le consiguió un ticket a un amigo suyo y le hicimos un lugar en aquella tabla redonda.
Era Enrique del Risco. Así nos conocimos en persona. Lo leía y lo seguía (de manera análoga, como se hacía en aquella época) desde mucho antes. Hace poco estuvo de visita en Santo Domingo y, otra vez, nos reunimos alrededor de una tabla redonda (mucho mejor servida, debo reconocer). Esta entrevista puede verse como una continuidad de esas dos conversaciones.

Entrevistar a alguien que constantemente dice lo que piensa, es una tarde más difícil que aquella que se planteó Fidel cuando aseguró que “¡ahora sí vamos a construir el socialismo!”. A propósito de Fidel y de Cuba, ¿tienes algún modo de explicarle a las personas que acabas de conocer, de la manera más sencilla y sucinta, el país de donde vienes?
Depende. Si se trata de alguien que haya vivido bajo algún tipo de totalitarismo (y te recuerdo que en algún momento buena parte de la humanidad ha pasado por esa experiencia) no hay nada que explicarles. La comprensión es inmediata. Da igual que se trate de polacos, checos o tibetanos.
Todo eso se me hizo muy claro desde el día en que, siendo estudiante universitario, me tropecé con un libro de sátiras del polaco Slawomir Mrozek y descubrí que sus burlas sobre el régimen polaco, eran perfectamente traducibles a nuestro mundo a pesar de todas las diferencias culturales. 
Con los que no han pasado por esa experiencia, la explicación se vuelve casi imposible. ¿Cómo explicarles la total indefensión que tiene un súbdito del totalitarismo frente a un Estado que acomoda la ley a sus necesidades y ni aún así las cumple? El mejor ejemplo que se me ocurre es el de la esclavitud. Pero siempre haciendo ciertas salvedades. 
Porque a la esclavitud hay que reconocerle su franqueza. Con la esclavitud una persona es propiedad de otra que puede disponer de su vida del modo en que lo entienda. Esa “nueva esclavitud” del socialismo totalitario de que hablara Spencer en el libro que famosamente reseñara Martí, es más discreta en cuanto al poder del Estado sobre las personas. 
Ocurre con frecuencia, sobre todo en los que nacen bajo ese sistema, que la gente se sienta completamente libre… a condición de que sus intereses se correspondan punto por punto con la capacidad de movimiento que le ha asignado el Estado. Los sistemas totalitarios se basan en un discurso redentor de la especie humana (en el caso del comunismo) o de una comunidad específica (en el del fascismo) pero a la larga resultan tan degradantes para su condición humana como la esclavitud. 
Y por condición humana entiendo esa noción renacentista de que es aquella capaz de redefinir su esencia a cada paso, basada precisamente en su libertad. Mientras para un esclavista un ser humano puede ser reducido a mera herramienta, a mera propiedad, para un Estado totalitario los individuos son simples piezas de su mecanismo estatal. Piezas perfectamente sustituibles unas por otras. 
Si algo nos enseñó el proceso contra el general Arnaldo Ochoa, era que aun los héroes más admirados y condecorados por aquel sistema podían ser eliminados si el Estado lo consideraba necesario para dar una lección. Y sustituidos por el primero que se le ocurriera, como ocurrió con Leopoldo Cintra Frías, a quien a partir de entonces le atribuyeron todos los méritos de las batallas de la guerra de Angola que se pelearon bajo el mando de Ochoa. 

Vives en un lugar, New Jersey, y enseñas en la New York University, donde Cuba resulta tan ajena como Tombuctú. ¿Cómo te las arreglas para estar todo el día pensando, opinando y movilizando las ideas hacia tu país?
No hay que exagerar. Vivo en una zona de Nueva Jersey donde una de cada diez personas es de origen cubano. Digamos que es un ambiente saludable para ejercer la cubanía: ni tantos cubanos que te abrumen ni tan pocos como para que no tengas dónde escoger. Y en mi universidad no te creas que Cuba importa tan poco. 
No como sitio real, por supuesto, pero sí como idea. Cuba no es un país sino una imagen que cada cual asocia más o menos con lo que le dé la gana. Y, por esas extrañas vueltas que dan las circunvoluciones del cerebro académico, criticar el castrismo puede verse como una manera de apoyar a Trump. 
Pero lo cierto es que como todo el mundo sabe lo que pienso al respecto mi variante de pax cubana es que nadie me habla del tema cubano excepto los que tienen un interés genuino por enterarse de lo que pasa allá. (Afortunadamente me he quitado de encima esa especie molesta que te viene a explicar Cuba después de estar una semana por la isla).
Pero tu pregunta va por otro lado. ¿Por qué sigo empeñado en pensar en Cuba? Digamos que desde niño tuve una suerte vedada a buena parte de los cubanos: conocer Cuba. Mi padre es un biólogo, especialista en bosques y encima siempre ha sido muy aficionado a la historia. Así que nos mostró casi toda Cuba y encima nos hizo visitar casi cada museo que nos encontrábamos al paso. 
No es extraño que yo estudiara la Licenciatura de Historia y cuando tuve que escoger especialidad me especializara en historia de Cuba. Es decir: era lo que se dice un cubano profesional en el sentido burlón en que Borges decía que Lorca era un andaluz profesional. Pero sospecho que hay otras razones. Y las resume una frase de Martí que cito de memoria “uno puede renunciar a su patria, pero no a sus desdichas”. 
Una frase que yo entiendo así: si uno viene de un país más o menos estable, razonablemente feliz, termina desentendiéndose de este un poco, pensando que él solo se bastará para defenderse. En cambio, Cuba está tan jodida que necesita que nos desvelemos por ella. 
Porque de alguna forma la desdicha de Cuba nos persigue donde quiera que estemos. Ser cubanos es, lamentablemente, compartir esa degradación que trae consigo la “nueva esclavitud”. Cuando le dices a un taxista de dónde eres y este exclama entusiasta “Cuba, Castro”, sin quererlo te está asociando con ese modo de esclavitud con la que por lo visto debes de estar muy satisfecho. 
Hay quienes ante esa situación optan por el olvido. Yo, en cambio, soy un memorioso, así que no tengo otro remedio que recordarme de dónde vine y actuar en consecuencia.  

Todo lo que escribes, tanto en tus novelas, como en tus ensayos, artículos de opinión y post, da la impresión de que libras una batalla sin cuartel contra el olvido. ¿Cómo quisieras que te recordaran tu hijo y tu hija (esa que siempre deja la puerta de la calle abierta)? ¿Cómo quisieras que te recuerden los que recuerdan a Cuba?
Esa no es una pregunta que se le hace a alguien que está en la flor de la edad, la cincuentena, como decía aquel escritor radial de La tía Julia y el escribidor. Mis hijos quiero que me recuerden como un buen padre, obviamente. Como alguien que, dadas las circunstancias, hizo lo mejor que pudo. Para el resto me conformo con que me recuerden como alguien que intentó mantenerse despierto todo el tiempo, que rechazó los automatismos de su época, que luchó por no estar a la moda. A ninguna moda. Y eso sin perder el sentido del humor.

Como eres quien mejor lo puede hacer, te planteo el siguiente reto. Escribe una biografía de no más de 50 palabras sobre los siguientes personajes, siempre pensando en que están dirigidas a personas que no los conocen: José Martí, Fidel Castro, Guillermo Cabrera Infante, Paquito D’Rivera, Silvio Rodríguez y Miguel Díaz-Canel.
José Martí: el escritor mejor dotado de Cuba del que sin embargo nos debemos conformar con un picotillo de artículos, cartas, diarios y apenas un par de buenos poemarios que publicara en vida. El resto es devoción póstuma, pura curaduría. Pero por si fuera poco, fue el político más hábil y humano del país. Más una mezcla de Cristo, Buda y Juana de Arco. Demasiado para aquella pobre isla. 
Fidel Castro: el destructor de Cuba. El ser más voluntarioso y falto de escrúpulos que ha dado aquella isla. Ante la disyuntiva del bienestar de su país y el poder, siempre eligió el poder.
Guillermo Cabrera Infante: el Habanero Mayor nació en el pueblito oriental de Gibara y pasó la mayor parte de su vida en Londres. Gracias a él y a su verbo extraordinario, hemos podido conocer y hasta vivir una ciudad cuya realidad actual es más bien fantasmal.
Paquito D’Rivera: la grandeza, la simpatía y la cubanía hecha saxo, clarinete y memoria. Paquito es como una vitrola de la memoria. Siendo niño prodigio, tuvo la oportunidad de conocer de primera mano más generaciones de músicos cubanos que ningún otro. Siendo un músico prodigioso, al tiempo que ser simpatiquísimo con el que todo el mundo quiere tratar, conoce el mundo de la música como pocos. 
Silvio Rodríguez: entre ser voz crítica de su generación —vagamente cantada, poética— y convertirse en una especie de flautista de Hamelín de la izquierda latinoamericana, prefirió lo segundo. Y se entiende: es bastante más rentable. Lo que no se entiende es que se siguiera degradando tanto hasta hacer olvidar que alguna vez tuvo frente a sí esa disyuntiva. Por lo demás más allá de su talento creativo, con su tono plañidero y quejumbroso, consiguió convertir una de las músicas más alegres del mundo en algo melancólico y tristón.
Miguel Díaz-Canel: el más gris de la camada de dirigentes de laboratorio del castrismo. Gracias a eso pudo sobrevivir a todas las pruebas de docilidad que le hicieron a lo largo de su carrera. Los supuestos expertos en cubanología apostaban a que nos daría una sorpresa, pero, por lo que se ha podido observar hasta ahora, lo de él es el castrismo sin atributos, sin voluntad propia y sin carisma.

Eres un trabajador incansable, eso puede dar la idea equivocada de que, hasta el momento, has logrado realizar todos los proyectos que te has propuesto. ¿Qué idea no has logrado realizar aún, que proyecto creativo te sigue quitando el sueño?
Acabo de terminar Nuestra hambre en La Habana, que son mis particulares memorias del llamado Período Especial, aquella crisis espantosa que me tocó vivir en la primera mitad de los noventa (si no prosigo con la segunda mitad es porque me fui de Cuba en 1995). Es ese tipo de libros que uno tiene que sacarse del pecho si quiere seguir respirando, hablar de otras cosas.
Luego me queda terminar con la que llamo Trilogía Cubana del Hudson, un trío de novelas sobre la presencia de los cubanos en el área de Nueva York-Nueva Jersey en los últimos 200 años de la cual Turcos en la niebla, ya publicada, era la parte correspondiente al siglo XXI. 
Luego vendrá Los cimarrones de Greenwich Village que se corresponde al siglo XIX y de la que ya tengo una parte adelantada y la correspondiente a mediados del siglo XX en torno al mundo de los músicos y de la que no he escrito una palabra. 
Y tengo un viejo proyecto de novela en la que La Habana es una suerte de parque temático de la historia cubana, que siempre he querido escribir pero que a estas alturas no sé si tenga sentido. La realidad cubana se caricaturiza tanto a sí misma que cada vez resulta más difícil satirizarla, exagerarla.

Tomado del blog El Fogonero

miércoles, 25 de marzo de 2020

Nostalgia represiva


Comparto con ustedes mi nota de contraportada para Nostalgia represiva, el último libro de cuentos de Francisco García González, un hermano escritor que a estas alturas, y a pesar de lo bien que conozco su obra, se las  sigue arreglando para asombrarme:



La nostalgia es una trampa y en ella puede caer cualquier cosa. Empezando por nosotros mismos. Y como buena trampa a cierta distancia parece inofensiva.  Francisco García va conduciendo hasta ella todo lo que encuentra: recuerdos infantiles o el miedo como forma de vida. Pero, si miramos con atención, entenderemos mejor el delicado mecanismo de la trampa. Delicado y omnívoro, como el de este libro que incluye lo mismo recuerdos del autor como objetivo ocasional de la no tan secreta policía secreta cubana que su aporte a la felizmente frustrada construcción del Chernóbil caribeño. O “Nostalgia batistiana”, uno de los cuentos más divertidos que haya leído nunca, armado con materiales particularmente atroces. Ya lo dije: la nostalgia es una trampa. Y la literatura, otra.

domingo, 22 de marzo de 2020

Una recogida

Ahora que se han puesto de moda las detenciones en Cuba -como si no lo estuvieran siempre- pensé que valía la pena reproducir aquí un fragmento de la magnífica y poco comentada novela El instante de José Abreu Felippe, uno de los principales representantes de la generación de Mariel y uno de los mejores novelistas cubanos vivos. En El instante, cuarta parte de la pentalogía El olvido y la calma Abreu intenta resumir la experiencia de jovenes inconformistas en la Cuba de finales de la década del sesenta hasta el éxodo del Mariel en 1980. El fragmento en cuestión trata sobre una de las famosas recogidas de jóvenes por parte de la policía. La recogida en cuestión tuvo lugar durante un amago de protesta ante la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968. Al pedirle permiso al autor este me comentó: 

Releer ese texto ahora me produjo escalofríos. Así fue en realidad, la única diferencia es que aquí yo lo reduzco por intereses de la novela a lo esencial, pero el confinamiento duró más de una semana. Después supe que mi madre me buscó por morgues y hospitales, que cuando se enteró de la inmensa recogida -más tarde salió un artículo de una página en Juventud Rebelde- fue a Villa Marista y allí le dijeron que yo no estaba. Así que estuve desaparecido oficialmente.


Sin más, los dejo con este fragmento de un capítulo mucho más largo que podría titularse -el fragmento- "Una recogida":

"Hacía unos días me habían cargado cuando salía de la Cinemateca. Ese día acabaron con media Habana. Los hippies ha­bían organizado una manifestación frente a la embajada de Checos­lovaquia para protestar por la invasión rusa y, como era de supo­ner, cargaron con todos. Igual había pasado cuando les dio por interrumpir el tráfico en pleno Galiano acostándose en la calle; lo mismo cuando se reunían en el Capri, en La Rampa. Un hippie para la policía era cualquier joven que estuviera peludo, o lle­vara camisa ancha y pantalones estrechos; cualquiera que anduvie­ra con un radio portátil o que usara gafas oscuras; sin hablar de las sandalias sin medias. De ahí se desprende que la recogida fue inmensa.
Esa tarde yo me tomé un helado en el Ten Cent del Vedado. Había ido a visitar a mi abuela y después me metí en el cine a ver una película americana de gangsters que estaba de lo más buena. A la salida, cuando me encaminaba a la parada de la guagua, un tipo se me arrimó, me tiró un brazo de hierro por arriba y me dijo:
—¿Y qué mi socio?
Ya casi llegaba a 12 y 23 cuando me alcanzó, me hizo doblar, y junto a la pared de un garaje me registró para ver si llevaba armas. Yo lo miraba asombrado.
—Lo que tienes es un mundo atrás –me dijo.
En el acto parqueó una máquina junto a nosotros  y me montaron. Dentro iban tres tipos. Me sentaron en la parte trasera, entre dos de ellos.
—¿Se puede saber por qué me llevan y adónde? –pregunté.
Incomprensiblemente no estaba nervioso. Casi siempre en los momentos de mayor tensión es cuando más tranquilo me siento.
—Vamos a Villa Marista –me contestó el que iba junto al chofer y ese mismo me preguntó:
—¿Qué tú haces, estudias o qué?
—Me desmovilicé el mes pasado. Estudio en el Pre de La Víbora.


—¿Y tú conoces la historia de los mártires del Pre de La Víbora? –me gritó el que parecía el jefe.
Me quedé callado. No volví a hablar en todo el viaje.
Villa Marista estaba atestada de muchachos. Cuando llegamos me metieron en un salón. Los que habían traído antes, unos veinte, esperaban sentados en unos bancos que había pegados a la pared. Cada cierto tiempo entraba un policía y se llevaba a uno. Conti­nuaban llegando máquinas atestadas. Allí, junto a un mostrador me volvieron a registrar y me vaciaron los bolsillos, me zafaron el cinto y me halaron el pantalón por la cintura. Después me hicie­ron quitar las medias y revisaron el interior de mis zapatos. Los objetos personales los iban guardando en un sobre. A algunos muchachos los retrataban a otros no. Cuando acabaron conmigo me llevaron a otro recinto que estaba lleno de unas celdas donde só­lo cabía una persona. En la pared había un saliente que servía de asiento y que no estaba completamente horizontal, sino algo in­clinado hacia adelante, lo que obligaba a mantenerse atento, pues uno se resbalaba constantemente. La pared del fondo y las latera­les estaban repelladas de forma tal que hincaban, lo cual impedía recostarse a ninguna de ellas. De cualquier manera, estaba prohi­bido dormir y un policía vigilaba para que nadie cerrara los ojos.
—Ciudadano –decía–, abra los ojos.
Dije que quería orinar y me sacaron. En mi recorrido pude obser­var las otras celdas, los rostros de los muchachos que me miraban al pasar. En una esquina había una pila.
—Orina ahí –me gritó el policía como si estuviera a cien kilóme­tros de él.


Me llamaron varias veces en la noche. Me conducían por largos pasillos hasta un cuartico donde un oficial me interrogaba. Nunca estuve seguro que fuera el mismo sitio, pues siempre me llevaban haciendo un recorrido diferente. Había que andar rápido, escolta­do por dos policías.
—No mire hacia los lados, ciudadano –ordenaban.


La primera vez me condujeron a una minúscula habitación de paredes blancas. Los perros salieron y me dejaron solo. Me quedé parado junto a la puerta sin saber qué hacer. Sentía mucho frío. El cuarto no tenía ventanas ni ningún tipo de decoración en las paredes. Sólo había un pequeño buró con una silla. Al rato, se abrió una puerta medio disimulada en la pared del fondo y entró un oficial. Su uniforme era diferente a los del ejército. Era un híbrido entre overol y uniforme de gala de las FAR. El hombre me miró sin decir palabra y después se sen­tó y se puso a estudiar un file que había sobre la mesa. Yo lle­vaba un camisón de seda cerrado hasta el cuello que era un escándalo, anchísimo y tan largo que me daba por las rodillas –yo adoraba aquella camisa enorme que había heredado del padre de La Lechuza–, y un pantalón de mecánico virado al revés, para que pareciera mezclilla, tan estrecho, que sufría y sudaba cada vez que me lo ponía. En los pies portaba unas botas cañeras estupendas. No estaba muy peludo, eso sí. Hacía poco que me había desmovilizado del servicio y el pelo no había tenido tiempo de crecer. Yo seguía parado junto a la puerta, el corazón se me que­ría botar y temía que cuando hablara la voz me saliera en false­te. El oficial me preguntó que si no me daba vergüenza andar con aquella ropa, tan indecente, y de clara filiación capitalista. Yo le di la razón y le prometí que en cuanto llegara a la casa la iba a quemar en el patio. Él me dijo que bastaba con anchar el pantalón un poco y estrechar la camisa. Después indagó sobre la película que había visto en la cinemateca, de qué trataba, si es­taba buena, a qué hora se acabó. Luego cambió el tono y me pre­guntó si yo sabía quién había organizado la manifestación y a qué banda de hippies yo pertenecía.
Siempre me hacían las mismas preguntas y me llenaban las mismas tarjetas. Después me devolvían a la capilla. En una de las veces que me llevaron a interrogar lo único que me obligaron a hacer fue llenar una hoja desde el principio hasta el fin con mi firma. Me dio la impresión de que me estaban castigando, como cuando en la escuela la maestra me mandaba a escribir 500 veces "debo por­tarme bien en clase". En otras insistían en que confesara, que ya "mi amigo" lo había dicho todo. "Mi amigo" era un muchacho que me había encontrado a la salida del cine, nos saludamos, conversamos unos segundos, y él siguió su camino. En aquella época yo iba mu­cho a la cinemateca y nos conocíamos de allí. Algunas veces ha­bíamos caminado juntos hasta el malecón. Tenía unos 16 años y un pelo lacio, rubio, muy lindo.
A un muchacho de 14 o 15 años, le dio un ataque de nervios, y se formó un escándalo en las capillas. El muchacho se daba con la cabeza contra el cemento corrugado y el policía frente a él, lo incitaba.
—Date más, aún no te has sacado sangre.


Después se apareció otro policía con un vaso con agua y una pas­tilla. Los golpes resonaban como bombazos. No hacía mucho, un mu­chacho que yo conocía me había contado que cuando lo detuvieron, en los interrogatorios, lo habían obligado a subir y bajar conti­nuamente una escalera calzando unas botas de plomo para que con­fesara no sabía qué. También conocía de la existencia en los só­tanos de los cubículos herméticamente cerrados, donde te encuera­ban y después hacían bajar y subir la temperatura alternativamen­te. Yo estaba que me cagaba. Había perdido la noción del tiempo; me habían quitado el reloj y los cigarros. Hacía frío allá aden­tro. De pronto dijeron que podíamos salir de las capillas y ti­rarnos en el suelo a dormir hasta nueva orden. La cantidad de mu­chachos allí reunidos nos acomodamos como pudimos entre la pared y los bordes de las celdas, y al oído, nos hacíamos preguntas.
—¿Dónde te cogieron a ti?
—En la cinemateca.
—¿Y a ti?
—En Coppelia.
—A mí me cargaron en La Rampa –dijo el que estaba a mis pies.
Empezó a circular un cabo de cigarro. Cuando me estaba embelesan­do mandaron a regresar a las celdas; nuevos interrogatorios. Vo­ceaban los nombres. No sé cuántas horas llevábamos ya allí. Re­partieron unas bandejas con una bola de espaguetis empegotados y blancuzcos que no había quién se los metiera, un verdadero vomi­tivo. La gente protestaba. Alguien  tiró una bandeja y lo desapa­recieron. Uno de los policías nos advirtió.
—Ustedes no conocen nada todavía. Esténse quietos que les con­viene.
Hasta ese momento yo no había pensado en mi casa,  ni en ella. Me habían preguntado si tenía novia y yo había dado, un poco por im­bécil, un poco por miedo, la dirección de C. Qué estaría pasando en mi casa. No sabían nada de mí y yo no podía avisarles. Comencé a desesperarme. Durante mucho tiempo  –¿cuatro, cinco horas?–, no me volvieron a llamar. Pasó el tiempo. De pronto, me sobresalté cuando oí mi nombre.


—Aquí –dije, y me levanté.
Me llevaron a otro salón donde había un grupo grande de mucha­chos. Me preguntaron mi nombre una vez más, y sacaron un sobre con mis pertenencias, entre ellas, ahora lo recordaba, un libro de poemas míos y una revista de la Universidad de La Habana; tam­bién el periódico de la tarde anterior o de la otra, o de la otra. Un oficial hojeó el libro durante varios minutos sin hacer ningún comentario. Me producía una desagradable sensación que aquel tipejo leyera mis cosas; me sonrojé. Al fin tiró el libro sobre el mostrador. Me hicieron firmar, recogí mis pertenencias y me llevaron a otro salón. Allí me hicieron esperar de nuevo. Lle­gaban nuevos muchachos.
—Yo creo que nos vamos –dijo uno.
Lo mandaron a callar. Cuando al parecer estaba el grupo completo, un policía empezó a hablar. Entre otras cosas dijo que ya todos nosotros estábamos fichados y que al que volvieran a coger por ahí lo iban a mandar para una granja en Camagüey, por dos años como mínimo, a trabajar en la agricultura.
Nos sacaron de Villa Marista en máquinas, por pequeños grupos, y nos fueron dejando regados por distintos lugares de La Habana. Era casi de noche"

miércoles, 18 de marzo de 2020

De cuando Hearst rescató a Evangelina*

La guerra de independencia cubana iniciada en 1895 fue para Nueva York una cuestión local: como una elección a la alcaldía o como una Serie Mundial entre los Yankees y los Mets. No solo porque en Nueva York vivía José Martí, el principal organizador de la guerra y estuviera la sede del Partido Revolucionario Cubano, creado para preparar la guerra y sustentarla; ni porque allí se publicara Patria, el órgano de prensa de los independentistas o porque los cubanos se la pasaran reuniéndose, dando discursos, reuniendo dinero y discutiendo los temas de la guerra por las calles de la ciudad con esa efusión de decibeles con que los caribeños declaran que algo les importa medianamente.
Si la de Cuba fue asumida como una cuestión local es porque las guerras pueden ser muy entretenidas. Sobre todo, si se observan a distancia prudencial. Esta guerra tenía todos los ingredientes para ser popular: una heroína (Cuba) enfrentada a la maldad de un poderoso (el imperio español) para alcanzar su libertad. El mismo argumento de La esclava Isaura, una de las telenovelas brasileñas más famosas. Y todo esto en el momento de oro de la prensa amarilla a la que no le llamaban así precisamente por su brillantez y valor intrínseco.
La prensa amarilla se dedicaba a vender sangre. Sangre en forma de crímenes, accidentes, suicidios, violaciones y horrores de todo tipo. Los avances alcanzados en las comunicaciones permitían la difusión de noticias a velocidades cada vez mayores. De manera que fue coincidencia feliz, o infeliz, según se vea, que estos avances coincidieran con la guerra cubana, que producía sangre a chorros y encima no quedaba demasiado lejos. Los principales competidores en el campo de la morcilla noticiosa eran Joseph Pulitzer (sí, el de los premios) con su periódico New York World y William Randolph Hearst (el que inspiró la película Citizen Kane) con su New York Journal. Ambos diarios peleaban a muerte por las noticias y como Cuba las producía a diario para allá mandaban a sus corresponsales.
Pero para que la gente no se aburra con las noticias lo mejor será armar con ellas una buena novela. Ese fue el caso de Evangelina Cossío Cisneros, joven independentista (de apenas 17 años según los periódicos de Nueva York, de 19 según el acta de nacimiento) que se encontraba presa. Según las autoridades coloniales, los insurrectos la habían empleado como carnada en una emboscada contra un coronel español. O porque se había intentado defender de que el coronel español la violara, según los periódicos neoyorquinos. El asunto es que de un momento a otro los españoles la mandarían a un penal en África.
Por meses los lectores habían seguido la historia de la pobre muchacha y no podía permitirse que no tuviera un “happy end”. Hearst primero lanzó una campaña reclamando la libertad de Evangelina que reunió más de 15 000 firmas, incluida la de la madre del presidente McKinley. Cuando la petición fracasó envió a La Habana al corresponsal Karl Decker para que proveyera el deseado happy ending. Y Decker cumplió, como si de masaje tailandés se tratara: ya fuera mediante una operación que incluyó escaleras, sogas, barrotes aserrados y escape por una azotea o porque sobornara a todo el que encontró delante. Al final Decker logró sacar a Evangelina de su prisión habanera y llevársela para Nueva York disfrazada de hombre y con un tabaco en la boca. Apagado.
El recibimiento en Manhattan fue apoteósico: con bandas de música, fuegos artificiales, y desfile y recepción por todo lo alto en el Madison Square Garden organizada por Hearst, el nuevo rey de las noticias. Durante varios días no se habló de otra cosa. Ni siquiera de la guerra que seguía arrasando el país de Evangelina pero que era como si se hubiera ganado.

Tomado de Nuestra Voz

Jabón


Por Clara Astiasarán

Cuando pienso que no hay jabón, me da igual que te llames David o Daniel. Esa manera en que pasamos de Arquímedes a los nombres bíblicos me deja claro lo maltrecha que está la policía política. Es como cambiar la penicilina por el culto del domingo. Y eso es exactamente lo que hemos hecho: abandonar el jabón por la fe. Aunque él nos había abandonado antes. Nuestra orfandad es sistémica, pero la costumbre no es suficiente escudo ante el terror, Dios tampoco. Así que cuando pienso que no hay jabón, ni vitamina C, ni alcohol, tampoco pienso mucho en Luis Manuel. Es más, leí que Claudia le llevó jabón y como está aislado puede que se salve de este nuevo fin del mundo. Ay, Dios. ¡Está aislado! ¿Tendrá coronavirus?

Eso no me quita el sueño. El jabón si. No en pompas, los poetas pueden abstenerse. Pienso en barras de 500 gramos, en papeles de colores, en dibujos botánicos, en nombres franceses e italianos. Esos jabones que huelen a paredes de cerámicas azules, a tardes soleadas bajo un bergamoto de Calabria, a rosa, a lavanda. En eso pensaba hace unas semanas, hasta que llegó el coronavirus a Italia. Me pregunto de qué les habrá servido tener tantos y tantos sapones. Eso es lo que yo llamo un pueblo malagradecido. Un pueblo que valora sus libertades individuales, pero no valora sus jabones, pierde el derecho a la protesta. El contagio se ha hecho inmanejable tras la falta de control y supervisión estatal, la movilidad constante y el turismo avasallador y desorganizado. Seguro nos cambiarían todo su jabón por los protocolos diseñados por los CDR. Y hablando de protestar, no puedo pensar en Luis Manuel, porque cancelé mi vuelo a Sicilia, y esa pequeña y privilegiada desgracia, ocupa ahora todo lo que mi encefalograma plano puede permitirse. Eso y el jabón.

¿Qué pasa cuando un pueblo enérgico y viral llora sin jabón? No lo sé, nadie habla del jabón. Es tan insignificante, tan cotidiano, tan sólido, tan básico, tan no básico, tan dirigido. Los cubanos estamos resignados a lo dirigido, ese juguete, esa limosna de mínimas garantías que constituye la base psicológica de nuestra infantilización. En ese intercambio simbólico con el estado nos comportamos más como un círculo infantil, que como ciudadanos de un país. Lo que si nos interesa es la épica. No hay épica en el jabón. Lo que sí hay en el jabón es eficacia, lo dice la OMS todos los días, desde hace dos semanas. Si te lavas las manos continuamente con agua y jabón es muy probable que disminuyan las probabilidades de contraer bacterias y virus como el COVID-19. Tienes que lavarlas entre 45 y 60 segundos, la medida es que puedas cantar dos veces feliz cumpleaños. Menos de lo que inviertes en un post en redes sociales. ¿Qué son 45 o 60 segundos lavándote las manos, si con eso te garantizas la vida? Por cierto: ¿cuántas ‘pastillas’ de jabón gasta una persona en dos años? ¿Y en cinco? Definitivamente son más jabones que cumpleaños.

Los cubanos sabemos poco de eficacia, porque sabemos muy poco de jabones. La eficacia implica un alto nivel de coherencia y responsabilidad, pero sobre todo implica decisión, radicalidad. Las materias primas con las que se hacen los jabones son radicales. La sosa cáustica, por ejemplo, no hay que explicarla. Hay tanta literatura contenida en su solo nombre. Sin embargo, el jabón como producto es anodino, lo interesante en él es la materia y sus protocolos. Por tanto, cuando se vuelve objeto de análisis, la conversación constantemente se desvía y terminamos por confundir el compromiso higiénico con el ideológico, como si la política supiera algo de asepsia. Nadie escribe una carta pública para exigir jabón, al gobierno quiero decir, porque hacia Miami hay una gran tradición en ese tipo de correspondencia. Como la del arte cubano de trabajar con la bandera, que es larguísima; por eso Luis Manuel hizo de todo con ella. Espero que haya tenido jabón para lavarla después, para mi eso zanjaría la discusión. Ahí tienen su bandera limpia y doblada en triángulo. Como nueva. ¿No es ese, acaso, el poder redentor del jabón? Somos un pueblo tan lleno de odio y tan falto de jabones.

Desde hace tres meses se viene registrando el desabastecimiento de productos de primera necesidad, y el jabón ha sacado a relucir su talante diplomático, pues medios oficiales e independientes han lamentado por igual su ausencia. Y ahora llegó el coronavirus y, con él, la aplastante certeza de estar huérfanos de jabón. Seamos honestos, ante esta pandemia esa es la única prioridad: lavarse y lavarse las manos. Los artistas en la isla viajan mucho, deben tener muchos jabones, lavarse bien las manos es lo de ellos. Me gusta la gente que entiende de prioridades. Y son muchos: Arquímedes, David, Daniel e incluso Luis Manuel. Pero no todos se bañan seguido, se les nota, hay gente francamente antihigiénica. En ese país que hay que bañarse mínimo dos veces al día, no hay espacio para más churre. Y que quede claro que a nadie aquí le interesan las metáforas. Para eso están las cosas grandes: los derechos humanos o la libertad (a secas, tan seca) sin agua y sin jabón.

Antes del jabón a mi lo único que me interesaba era el aguacate. Siempre digo que es un derecho humano: comer y comer aguacate hasta el hartazgo. Para comer aguacate hay que ser libre. Y el aguacate también: libre y democrático. No hay un jabón por la libre en Cuba ahora. Ni siquiera hay jabón ¿A Luis Manuel le gustará el aguacate? ¿Y el jabón, le gustará el jabón?

Lilliam Moro fallece en el exilio

Por Felipe Lázaro 
Lamentamos comunicar el fallecimiento de la poeta y escritora cubana Lilliam Moro Núñez, el pasado sábado 14 de marzo, en su casa de Miami.
En 1965,  siendo una joven estudiante habanera, Lilliam irrumpió en la poesía cubana al ganar el Primer Premio del Concurso “13 de Marzo” al que concurrían los alumnos de las Escuelas de Letras de las universidades cubanas, con su poemario El extranjero. Libro que no fue publicado por considerase contestatario … En esos años universitarios,  se vinculó al grupo de escritores reunidos alrededor de las Ediciones El Puente (1961-1965) que dirigía el poeta José Mario.
En su patria, realizó estudios de Magisterio en el Instituto Pedagógico Makarenko y se licenció en la Escuela de Letras y de Artes de la Universidad de La Habana. Trabajó como profesora de Literatura en un preuniversitario y publicó críticas y poemas en revistas cubanas de la época, como La Gaceta de Cuba, Unión, Bohemia  y Casa de las Américas.
En 1970, tomó el duro camino del exilio: Primero, residió cuarenta años en España y, posteriormente,  unos años en Puerto Rico hasta terminar una década en Miami.
En España, trabajó durante años en la editorial Playor, que dirigía Carlos Alberto Montaner en Madrid y con posterioridad  en la casa editora Plaza Mayor de Patricia Gutiérrez (Hija de Eloy Gutiérrez Menoyo) en Puerto Rico.
Su extensa bibliografía se puede sintetizar en estos títulos,  escritos y publicados todos en el destierro: Poemarios: La cara de la guerra (Madrid,1972), Poemas del 42 (Madrid: Playor, 1989), Cuaderno de La Habana (Madrid: Fundación Cultural Olivar de Castillejo, 2005), Obra poética casi completa    , Contracorriente (Salamanca: Premio Internacional de Poesía “Pilar Fernández Labrador, 2017),  El silencio y la furia (Miami, 2017 ), Tabla de salvación (Madrid: Betania, 2018) , Viaje hacia el horror (Madrid: Betania, 2018)  y Ese olor a después (Miami: Ediciones Furtivas, 2020). Novelas: En la boca del lobo (Madrid: Verbum, 2004), I Premio de Novela Corta “Villanueva del Pardillo” y Las reencarnaciones de Mamá Inés (Miami: Ediciones Furtivas, 2020).
Además de poeta y narradora, realizó ediciones críticas-didácticas de clásicos de la literatura española,  como: Novelas ejemplares Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes , El Lazarillo de Tormes, Poema del Cid, La verdad sospechosa de Juan Ruis de Alarcón, Peribánez y el Comendador de Ocaña de Lope de Vega,
La Celestina de Fernando de Rojas, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, La vida es sueño de Calderón de la Barca, entre otras.
Una selección inicial de poemas de Lilliam Moro apareció en la antología  Segunda novísima de poesía cubana  (La Habana,: Ediciones El Puente, 1964) del poeta cubano José Mario. Sin embargo, esta edición fue censurada y no llegó a publicarse en Cuba. Esta obra se puede leer en el libro Ediciones El Puente en La Habana de los años 60: lecturas críticas y libros de poesía (México: Ediciones del Azar, 2011)  de Jesús J. Barquet.
Otras selecciones de su poesía pueden leerse en: Poesía Cubana Contemporánea (Madrid: Catoblepas, 1986), en Poetas Cubanos en España (Madrid: Betania, 1988) de Felipe Lázaro, en  La poesía de las dos orillas. Cuba, 1959-1993) de León de la Hoz (Madrid: Libertarias / Prodhufi, 1994 y Madrid: Betania, 2018), en la Poesía Cubana: La Isla Entera (Madrid: Betania, 1995) de Felipe Lázaro y Bladimir Zamora, en la Antología de la poesía cubana. Tomo IV (Madrid: Verbum, 2002) de Ángel Esteban y Álvaro Salvador, en la Antología de la poesía cubana del exilio (Valencia: Aduana Vieja, 2011) de Odette Alonso y  en Otra Cuba secreta. Antología de poetas cubanas del XIX y del  XX (Madrid: Verbum, 2011) de Milena Rodríguez Gutiérrez,  entre otras.
También, como poeta,  fue invitada y participó en los Congresos de poetas iberoamericanos celebrados en la ciudad de Salamanca (2009 y 2017).
Como homenaje a la trayectoria poética de Lilliam Moro (La Habana, 1946 – Miami, 2020), ofrecemos a nuestros lectores una breve selección de  cuatro poemas:


Ofelia flota sobre las aguas verdes
 A Sir John Everett Millais
Ofelia flota sobre las aguas verdes,
su cabello enredado entre nenúfares,
los juncos de la orilla.
Los pececillos de colores entran en sus oídos
Con su batir de aletas diminutas
Reproduciendo el perenne murmullo de la alucinación.
Ofelia flota y está inmóvil.
Bajo sus párpados conserva la imagen última:
el fugaz pajarillo, la abeja sobre el lirio,
las ojeras del príncipe de Dinamarca.
La conciencia se desvanece lentamente con su cerebro
que ya de descompone.
Pero no habrá descanso para la dulce Ofelia:
la locura no es alimento de la muerte
y flotará –como ella ahora-
sobre los ruidos del cuerpo reventándose,
sobre el hedor de sus emanaciones
y aun cuando todo esto haya pasado
persistirá en los órdenes desconocidos,
en los recuerdos que en los demás pervivan,
en el remordimiento del ojeroso príncipe.

Elogio del danzón
 En recuerdo del primer danzón,
Las alturas de Simpson, 1879.
Para Ana Riutort
          
Inquieta abre la puerta llenando aquel salón
la herencia afrancesada,
el experto compás que intenta una cadencia
más colonial si cabe. Son las luces
que blanquean la piel como es debido.
La contradanza está sonando.
No obstante la levita y el cuello almidonado.
las largas y acampanadas faldas,
se cuela entre los pies un ritmo abrupto,
melancólico suena en aire y percusión:
toque negro insolente pese a las muchas luces.
Y el cochero allá afuera sonríe picaresco
y el que lleva las copas de ponche se estremece:
el flautita mulato se ha estado congraciando.
Han nacido el danzón y muchas cosas:
Las alturas de Simpson están tomadas ya.

Precauciones
Cuando amanezco, a veces,
una mirada en derredor me dice
que vivir es muy fácil:
-tengo todo mi cuerpo en buen estado,
trabajo, como recibo a veces cartas.,
y tengo compañía-
Cuando amanezco, a veces,
una mirada en derredor me dice
que no abra la puerta si me llaman,
que no coja el teléfono
y que ningún periódico se escurra
de puertas para adentro:
porque afuera está aullando la fiera de la desesperanza
porque allí está de guardia el hecho imprevisible
porque un montón de cosas se me vienen encima
sin que yo las comprenda.

En memoria de ellos
Los poetas poetas
mueren en vida o se suicidan
o se entregan al virus de las tres iniciales
o abren las puertas al cangrejo que camina de lado
y los devora internamente como si fuera un gran amor.
Los poetas poetas,
los que desprecian las certezas,
los aguafiestas, lo que visten tan mal,
son los que eligen arder como en la alquimia
para crear los mundos imposibles
que sustituyan la sonrisa forzada,
la mediocre metáfora,
el premiecito que los compra,
la otra mejilla puesta para la bofetada
del que administra las medallas y el hambre.
Los poetas poetas se arriesgan al olvido,
la peor de las muertes.
*    *     *
Desgraciadamente, otro poeta cubano muere en el exilio… Pero estas recurrentes muertes -lejos de la patria- representan un gran  testimonio y  una denuncia contundente contra uno de los mayores crímenes del régimen del 59, responsable de este masivo destierro vitalicio que ya dura más de 60 años…
Por esta tragedia exiliar cubana, hoy más que nunca, hay que recordar que estos “muertos de la Patria” (Virgilio Piñera, dixit) jamás fueron emigrantes, sino sucesivos  exiliados políticos y, entre esos millones de ciudadanos cubanos, nuestra admirada Lilliam Moro -como poeta y escritora cubana- mantuvo una dignidad  de disidente ejemplar y su postura radical contra el castrismo estalinista siempre fue una constante en su vida de desterrada.
Al  menos, solo nos conforta saber que la obra literaria de nuestros ilustres muertos exiliados se recordará para siempre en cada rincón de nuestra Isla, como  señalaba Lilliam al final de su poema  “Meditaciones de Odiseo”: “Para ti todo ha terminado. / Ya sólo eres un hombre que muy pocos recuerdan. / Ha sonado el portazo de Dios / y estás del otro lado”.
¡Descanse en paz nuestra amiga Lilliam!
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Para completar este recuerdo-homenaje, ofrecemos la versión digital  (PDF) de los dos títulos publicados por Lilliam Moro en Betania (2018)  para su lectura  y descarga GRATUITA. Son su poemario Tabla de salvación y la separata Nº 12 con el poema Viaje hacia al horror.