Ser pionero es difícil. Se puede ser
el primero en el tiempo pero luego viene la cuestión del espacio. Como con los
exiliados cubanos en Nueva York. Pongamos el caso del poeta José María Heredia.
Llegó antes que ninguno de sus compatriotas exiliados a Estados Unidos. Más
exactamente al puerto de Boston, el 4 de diciembre de 1823. Pero cuando, días
más tarde, decidió mudarse a Nueva York, ciudad a la que llegó el 22 de diciembre,
ya estaba allí Félix Varela, el venerable presbítero que venía huyendo de
España y había llegado una semana antes. Heredia debió alegrarse al encontrarse
en la ciudad al ídolo de la intelectualidad habanera pero si se mira bien es un
poco frustrante. Como si Edmund Hillary y Tenzing Norgay al trepar el Everest
se encontraran un comité de recepción nepalí con bocaditos y champán.
Pero a su llegada a Nueva York Heredia
no andaba pensando en la Historia. Era demasiado joven para eso. Joven pero
precoz. No había cumplido los 20 años y ya iba a publicar su primer libro de
poesía cuando el gobierno español lo condenó a muerte. No por las poesías —que
los gobernantes españoles no eran tan exigentes en cuestiones literarias—, sino
por ser parte de una conspiración independentista llamada de Soles y Rayos de
Bolívar. Por eso, y por la tendencia del gobierno a perseguir a todo nativo
cuyo IQ sobrepasara los 120 puntos, curiosa tradición conservada en la isla
hasta el día de hoy.
Quien lo recibió en Nueva York fue
Cristóbal Mádam, joven cubano que vivía en la ciudad empleado por una compañía
exportadora. Este lo ayudó a instalarse en una casa de huéspedes en el número
44 de Broadway, donde Heredia viviría hasta febrero del año siguiente para
entonces mudarse a otra casa de huéspedes, en 88 Maiden Lane.
En los primeros meses de su estancia
en Nueva York el joven Heredia se dedicaría a lo mismo que generaciones de
exiliados tropicales que lo sucedieron: pasar más frío que un pingüino
desplumado y maltratar y ser maltratado por el inglés. “Idioma horrible” dijo
de este, luego de que, sospechamos, pidiera huevos fritos en una cafetería y le
trajeran una limonada. Bien fría.
Pero Heredia no solo se dedicó a pasar
frío y machucar la lengua del criado tartamudo de Shakespeare. También usó su
tiempo para conocer todo lo que tenía que ofrecer la ciudad. Nueva York todavía
se disputaba con Filadelfia el título de metrópoli más importante del país pero
ya daba pasos definitivos para confirmar su primacía. Aquí Heredia vio obras de
teatro, asistió a conciertos y vio al Marqués de Lafayette, héroe francés de la
independencia norteamericana que visitaba el país después de mucho tiempo. Pero de lejitos.
Heredia también visitó otras ciudades.
En abril de 1824 pasó por Filadelfia, Baltimore, Washington y se llegó hasta
Mount Vernon para conocer la finca de George Washington a quien le dedicó una
oda. Dos meses después viajó a las cataratas del Niágara. El 15 de junio estaba
frente a ella. Y adivinen: escribió otra oda. Una que lo inmortalizaría. Todo
porque en medio del espectáculo majestuoso de la catarata el poeta fue incapaz
de encontrar una palma. Desde entonces los cubanos sin palmas se sienten como
si el GPS estuviera fuera de servicio.
En noviembre de 1824 por fin Heredia
se vio obligado a hacer algo que hasta entonces había evitado con éxito:
trabajar. Debutó como profesor de español y francés en un colegio para niños
ricos ubicado en el 14-21 de la calle Provost. Lo otro que hizo de importancia
en la ciudad —además de sufrir su primer ataque de tuberculosis, la enfermedad
que lo mataría once años después—, fue publicar al fin su primer libro de
poesías bajo el original título de Poesías. Eso fue en mayo de
1825. El 22 de agosto de ese mismo año dio otro paso decisivo: justo en la
cubierta del barco que lo llevó a México, país en el que lo recibiría su
presidente, Guadalupe Victoria. El poeta nunca regresó a Nueva York. No me
sorprende.
*Tomado de Nuestra Voz
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