En Hypermedia Magazine aparece la entrevista que le hice a José Abreu Felippe. Por cierto, fe de erratas. El título debe ser el original que le puse "José Abreu Felippe: 'Arenas es el único genio que ha dado esa debacle'” y no el que está que me atribuye una afirmacion que corresponde a Abreu, no a mí. Aquí un fragmento del intercambio:
¿Cómo se fue desarrollando posteriormente la relación entre ustedes?Yo diría que con normalidad. Como nos conocíamos de tantos años y ya habíamos pasado por tantas aventuras juntos, incluyendo las lecturas del Parque Lenin y la creación de la revista literaria, obviamente clandestina, Ah la marea —de la cual hicimos dos números—, él nunca desconfió de mí, ni de mis hermanos, pero Reinaldo era un paranoico profesional. Todo el mundo era policía y todo el mundo lo estaba vigilando.
Cuando se enfermó de meningitis, la medicina que le mandaron de Francia se la decomisaron. Yo se la conseguí en el Hospital Nacional, donde tenía muchas amistades, ya que trabajaba entonces dando clases en la Escuela de Enfermeras de dicho hospital. Reinaldo no permitía —al menos eso juraba— que nadie que no fuera mi madre, lo inyectara, y así iba tres veces por semana a mi casa, durante el tiempo que duró el tratamiento, con ese fin. Temía que se aprovecharan de esa circunstancia para matarlo.
De vez en cuando también nos peleábamos por cualquier idiotez, pero luego nos reconciliábamos. En cierta ocasión, viviendo yo en Madrid y él en Nueva York se molestó porque yo no le contesté una inquietud que tenía sobre algo relacionado con la revista Mariel, ahora no recuerdo qué.
Él nunca tuvo un sentido claro de la realidad, todo era un juego. Le daba la vuelta al asunto más trágico para encontrarle su parte cómica, sin importarle en lo más mínimo si así molestaba o hería a alguien, muchas veces a los propios amigos. No creo que lo hiciera por maldad —aunque podía ser muy cruel—, pienso que no podía vivir sin convertirlo todo en literatura. Reinaldo, aparte de un mitómano contumaz, era en gran medida un personaje de ficción. Y todas las personas no eran para él personas: eran personajes.
Pues bien, como ya me tenía harto, cuando me escribió, yo cogí la carta sin abrir, la metí en un sobre y se la devolví. Parece que aquel gesto le encantó. Hizo lo mismo, y así estuvimos varios meses, mandando y devolviendo, hasta que el sobre original se convirtió en un paquete de varias libras de peso, costaba mucho el franqueo, y dejé de hacerlo.
Como sabía que yo no iba a abrir la carta me escribía cosas por fuera firmándolas como Eugenia Grandet, La Condesa de Merlín, Gina Cabrera o lo que se le ocurriera y yo hacía lo mismo. Años después me reprochó no haber seguido el juego. Él aspiraba a que se convirtiera en una carga monstruosa que estuviese viajando en el tiempo mientras crecía infinitamente.
Otras veces, cuando yo no le contestaba con la rapidez que él requería —no tenía en cuenta que yo acababa de llegar a otro país, no tenía dinero y recién comenzaba a trabajar sin permiso de trabajo y con mucha gente dependiendo de mí—, me escribía reprochándomelo, cartas “cuñadas y recuncuñadas” para ver si yo reaccionaba al hacerlas “oficiales” por los cuños que él mismo inventaba. Conservo un par de ellas.
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