22 meses separan la condena del Granma de la deserción de los hermanos Gurriel “en franca actitud de
entrega a los mercaderes del béisbol rentado y profesional” del elogio en esemismo periódico por su actuación en grandes ligas (circuito al que ahora
comparan con la escala de Milán). 22 meses de pasar de condenarlos en público a
transmitir -con 24 horas de diferencia que el resto del mundo beisbolero- la
final de las grandes ligas. Un gran paso para el castrismo, un pequeño paso
para la humanidad. No soportan la competencia del “paquete” que también trafica
con los partidos diferidos, pensarán algunos. O que es el aperitivo de lo que
se veía venir desde la sospechosa fuga de los Gurriel: la venta de peloteros
cubanos a las Grandes Ligas con Tony Castro como principal empresario. 22 meses
parecen mucho comparados con las 24 horas que demora un cubano de la isla en
ver cada partido de la final por televisión. O poco comparado con los 62 años que
separan a los cubanos de la primera vez que pudieron una serie mundial en
televisión… en vivo. Sí, aquella Serie Mundial de 1955 que enfrentó a Los
Dodgers con los Yankees. Esa que consiguió llevarse instantáneamente a la isla
mediante el legendario vuelo del DC-3 que dio vueltas durante tres horas sobre el estrecho de la Florida
haciendo de torre de retransmisión y adelantándose a la comunicación satelital.
Pero ninguna de esas cifras alcanza para determinar el anacronismo que es Cuba en este mundo.
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