Hace diez años murió el escritor Carlos Victoria. A raíz de su muerte escribí esta nota:
El escritor Carlos Victoria (Camaguey, 1950- Miami, 2007) acaba de morir. Creo que fue el último de la nunca abundante especie de los monjes literarios cubanos: aquellos para los que la escritura fue un deber sagrado y no un medio para adquirir relevancia social. Se consagraba a ella con la misma convicción y entereza con la que sospecho que ahora se entregó a la muerte, con el gesto resignado y tranquilo con que parecía hacerlo todo. Pero hablar de eso ahora mismo me parece una digresión porque Carlos Victoria fue ante todo una gran persona, de esas a las que da gusto haber conocido aunque sólo sea para comprobar que todavía existen tipos así. No nos habremos visto más de diez veces: una por cada vez que yo visitaba a Miami y él conseguía descubrir que tenía un par de horas disponibles entre el momento en que venía alguien a relevarlo en el cuidado de su madre y su hora de entrada en El Nuevo Herald. Cada uno de esos encuentros con ese ser bueno y sombrío supe disfrutarlo como un regalo especial, como un goce tranquilo que sólo se puede sentir en ocasiones muy contadas y casi siempre solitarias. La muerte de su madre, quien toda la vida había arrastrado una devastadora enfermedad mental y de quien Carlos se había encargado siempre sin considerar ninguna otra alternativa no fue una liberación para Carlos como sospechábamos sus amigos. Fue un golpe durísimo para él, y le dejó un vacío sobre el que gravitó el último tramo de su vida. Nos vimos como un mes después del fallecimiento de su madre y me confesó que era la primera vez que salía de su casa a otra cosa que no fuera a trabajar. Este verano no pudimos vernos. Cuando lo llamé me dijo que al día siguiente sería operado de un cáncer. Si no salía bien –me dejó entrever como quien habla de algo perfectamente natural e inevitable- no estaba dispuesto a soportar la larga agonía que ya había presenciado en algunos familiares. Su vida, tal como la cuentan las notas biográficas que circulan ahora mismo o como se puede derivar de todo lo que he dicho más arriba no fue feliz o ni siquiera, para los parámetros de la mayor parte de nosotros, medianamente tolerable. Sin embargo supo vivirla con la plenitud estoica con que sólo la pueden vivir aquellos hechos de ese material noble y resistente de que Carlos estaba compuesto. Uno de sus primeros textos que leí fue una nota sobre Reinaldo Arenas, compañero de la más trágica de las generaciones cubanas, la generación del Mariel. En ella decía que Arenas era como una catarata y que uno podía admirar una catarata pero no podía ser amigo de ella. Siguiendo una metáfora por contagio podría comparar a Carlos con un río tranquilo -como ese que pasaba por el pueblo de Pessoa- y decir que lo quise –lo quiso cualquiera que lo conoció- todo lo que se puede querer a un río tranquilo.
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