jueves, 9 de octubre de 2025

Minúscula historia del anexionismo en Cuba

 


           A Jorge Ignacio Domínguez, a quien mucho le debe este artículo. Pronto sabrán por qué


El anexionismo, (a los Estados Unidos, por supuesto aunque alguna vez se mencionó en relación con México o la Colombia bolivariana) sigue siendo un estigma para la historiografía cubana actual. Señalar a una personalidad como anexionista es sacarla definitivamente del juego patriótico del pasado cubano. O del presente. Se expulsa a Narciso López (de quien Cirilo Villaverde, una vez su secretario personal insistía en que no era anexionista) pero se acepta la bandera diseñada por él, aunque esta fuera, en casi cada uno de sus detalles, empezando por la estrella, una solicitud simbólica de anexión. Y sin embargo José Martí, el gran fustigador de la idea de la anexión en su tiempo, trataba con deferencia y admiración a José Ignacio Rodríguez, el gran defensor de la idea de la anexión a finales del siglo XIX. Y es que esa línea fronteriza que hoy se traza entre independencia y anexión era en aquellos días mucho más tenue de lo que hoy se pretende.

Un ejemplo señalado sería el del propio novelista Cirilo Villaverde, partidario de las expediciones de Narciso López en 1850 y 1851, polemista de José Antonio Saco a favor de la idea de anexión en esos mismos años y defensor franco de la independencia a partir del estallido de la Demajagua en 1868. ¿Qué hacer con el novelista, aparentemente tan voluble en cuestiones patrióticas? Porque cuando la disyuntiva oscila entre lo sagrado y lo sacrílego no caben las medias tintas ni las sutilezas evolutivas. No obstante, siendo Villaverde el autor de Cecilia Valdés, la novela cubana más importante del siglo XIX, se le perdonan esos pecados de juventud (en sus años de partidario de López se acercaba a los cuarenta) o preferiblemente se olvidan, como a la bandera.

Más complicado, pero más ilustrativo es el caso de Carlos Manuel de Céspedes y el resto de los revolucionarios de 1868. Porque apenas iniciado el alzamiento ya se habían solicitado el apoyo del gobierno norteamericano ofreciendo como moneda de cambio la anexión. ¿Era totalmente sincero el ofrecimiento de Céspedes o apenas un amago táctico para atraer la ayuda que tan desesperadamente necesitaba? Quizás se trataba de lo segundo pero igual disculpa podría extenderse a Narciso López, que en su momento emplearon desde Cirilo Villaverde al historiador Herminio Portell Vilá. Pero esas no son preguntas admisibles en el estricto campo de la historiografía oficial cubana. Las opciones son tan elementales como las de un plebiscito: independencia o anexión. Patriota o traidor.

Pero sucede que en el 2009 la Universidad de Camagüey publica el libro Guáimaro Alborada en la historia constitucional cubana, de Andry Matilla Correa y Carlos Manuel Villabella Armengol. Sucede que en Camagüey, donde Joaquín de Agüero y Agüero se alzara el 4 de julio de 1851, o Ignacio Agramonte muriera con una camiseta con el diseño de la bandera estadounidense (Moreno Fraginals dixit), el anexionismo es asunto menos ortodoxo que para los señores del Instituto de Historia en La Habana. Y si hay que hablar de la constitución de la república en armas celebrada en Guáimaro, ciudad todavía dentro de los actuales límites provinciales de Camagüey el tema del anexionismo es inevitable. Porque por mucho que les incomode a los empleados de la Oficina de Asuntos históricos del Consejo de Estado actual el asunto de la anexión está estrechamente entretejido con la primera constitución de la república en armas. Cualquier historia, por oficial que sea, reside en los detalles y el detalle fundamental de aquella asamblea era la necesidad de constituirse en gobierno al que le fuera reconocida la beligerancia por el de Washington. Y ofrecerle algo a cambio. Y ahí está el acuerdo de la Cámara d el 29 de abril de 1869:


1o. Comunicar al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que ha recibido una petición suscrita por un gran número de ciudadanos en que se suplica a la Cámara manifieste a la Gran República los vivos deseos que animan a nuestro pueblo de ver colocada esta Isla entre todos los Estados de la Federación Norteamericana.

2o. Hacer presente al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos que éste es realmente, en su entender, el voto casi unánime de los cubanos, y que si la guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión legítimamente se verificaría, ésta se reali zaría sin demora.

3o. Al gobierno y al pueblo de los Estados Unidos, para que no retarde la realización de las bellas esperanzas que acerca de la suerte de Cuba este anhelo de sus hijos hace concebir. Y en cumplimiento del acuerdo, la Cámara de Representantes de la Isla de Cuba, dirige la presente manifestación al Presidente de la Gran República de los Estados Unidos. Guáimaro, Abril 30 de 1869.

El Presidente.—Salvador Cisneros y B.— Lucas Castillo.—Miguel C. Gutiérrez.—José Mª Izaguirre.—Arcadio J. García.—F. Fornaris y Céspedes.—Tranquilino Valdés.—Miguel Betancourt.—Dr. A. Lorda.—Pedro M. A. Agüero.—Tomás Estrada.— Manuel de J. de Peña.—Pío Rosado.—Francisco Sánchez Betancourt.— Eduardo Machado.—El Secretario. Antonio Zambrana. Sancionó el presente acuerdo.—El Presidente de la República.—C. M. de Céspedes.


Tan importante como el texto del mensaje son las firmas que lo calzan, que incluyen la del todavía sacrosanto Padre de la Patria. Y convencido o no en su momento de la anexión, lo que sí debió tener claro Céspedes era la imposibilidad de derrotar al ejército colonial español sin ayuda externa. ¿Acaso los rebeldes de las Trece Colonias no habían solicitado ayuda de Francia y España en su guerra contra Inglaterra? Y ninguna ayuda le resultaría más afín que la que le pudiera dar la primera república surgida en el continente y la más poderosa de todas. Curiosamente, quien con más claridad se manifestó contra estos ofrecimientos fue Cirilo Villaverde. Aleccionado por la falta de ayuda a los proyectos emancipadores de la década anterior Villaverde -uno de los que había defendido contra José Antonio Saco sobre la necesidad de la anexión a los Estados Unidos- quiso alertar a los revolucionarios del 68. 

En su artículo “La revolución de Cuba vista desde Nueva York” Villaverde les advierte sobre el peligro que entraña confiar en aliado tan voluble y contingente como el gobierno y el pueblo norteamericanos pues estos “siempre ha subordinado nuestros deseos a su conveniencia, sacrificando nuestras más caras y legítimas esperanzas a sus miras egoístas e inhumanas”. Y añade -complementando las ideas de su antiguo antagonista, Saco- que “a la satisfacción de ese deseo [el de “poseer la isla de Cuba”] no tendrá el gobierno americano el menor escrúpulo en todos tiempos [sic] de prescindir de la personalidad y aun de la existencia del pueblo cubano”. El Villaverde de 1869 dice entender los impulsos anexionistas de los generales del ejército independentista pero no los comparte. Al pragmatismo norteamericano deberá anteponérsele un mínimo de realismo criollo:

No se nos esconde que la mayor parte de los caudillos cubanos, en sus horas de melancolía, vuelven los ojos hacia la gran República, esperan refuerzos de todas clases, y hablan de anexión como para mejor congraciarse con ella, e interesar las simpatías del pueblo americano. Eso se comprende fácilmente; lo que no comprendemos es que los cubanos hoy en los Estados Unidos abriguen la esperanza de que halagada la codicia de los americanos por la adquisición de Cuba […] se logrará no solo interesar las simpatías, sino obtener la ayuda del pueblo y cuando menos la aquiescencia del gobierno de Washington.

La apatía oficial del gobierno de Washington hacia los independentistas cubanos durante los meses siguientes a la incauta declaración de Guáimaro fue suficiente para conseguir entender los consejos de Villaverde. Ya en la correspondencia posterior de Céspedes con las autoridades norteamericanas hay claras señales de su aprendizaje. Como en la carta que le envía al entonces presidente Grant el 12 de enero de 1872 en la que apela, más que al sentimentalismo ético del mandatario norteamericano, al cálculo económico de cuánto le estaba costando a su país la guerra en Cuba, sin mencionar el ya inoperante asunto de la anexión:

El gasto en que incurre Estados Unidos debido a la actual situación anormal quizás, a la larga, equivalga al gasto de una guerra. Además, estos desembolsos no aportan ningún beneficio al país y, en cierta medida, comprometen su honor y dignidad.

Usted sabe, señor Presidente, por experiencia, que los cubanos nada pueden esperar de la promesa de España, y que es en vano esperar que ese país se convenza de las ventajas que obtendría al reconocer nuestra independencia. Nuestra lucha, como todas las de su tipo, será larga, pero el acto que la justicia le exige, señor Presidente, es decir, el reconocimiento de nuestra beligerancia e independencia, la acortaría considerablemente.


Ya parecía haberse comprendido en el campo insurrecto la inutilidad de apelar al cebo de la anexión para atraer la necesitada ayuda norteamericana. Resignados a que poca o ninguna ayuda recibirían de la potencia del norte el independentismo cubano alcanzó su forma definitiva gracias a las decepciones que sufriera su inicial impulso anexionista. No pienso que ese impulso fuera ni profundo ni convencido sino algo así como “Salgamos primero de España con la ayuda que podamos conseguir y luego ya veremos” sin considerar que el “ya veremos” ha sido la perdición de naciones completas. Lo cierto es que ninguna ayuda efectiva consiguieron los insurrectos durante la guerra de 1868 y al final de esta, diez años después, apenas aparecería alguien que la invocara… a excepción del propio régimen colonial español que se ofrecía como salvaguarda de la isla y sus habitantes frente a los voraces intereses del vecino norteño.

Pocas manifestaciones concretas tuvo la idea de la anexión desde entonces. Cierto que a principios de la última década del siglo XIX algunas voces en el exilio norteamericano se levantaron para defenderla como el escritor, abogado y diplomático José Ignacio Rodríguez, quien en 1900 publicaría su interesantisimo Estudio histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la anexión de la isla de Cuba á los Estados Unidos de América. O Juan Bellido de Luna, quien sostuviera una larguísima aunque respetuosa polémica con el periodista independentista Enrique Trujillo.



Sin embargo, las más de las veces el anexionismo se manifestaba menos como corriente política que como recurso estratégico para conseguir el apoyo a terceras partes tanto al mantenimiento del orden colonial como a su destrucción. Como amenaza o como señuelo. Ese es el caso de la famosa carta de José Martí al mexicano Manuel Mercado quien -no debe olvidarse- más que su “hermano queridísimo” era por entonces Ministro de Gobernación del gobierno de Porfirio Díaz: era el apoyo de este último lo que buscaba Martí azuzando el temor -perfectamente justificado- a la expansión estadounidense por el continente. Advertirle que con el apoyo a los insurrectos cubanos podría contribuir a “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. No se entiende del todo la famosa carta inconclusa a Mercado si se ignora que en esos mismos días Martí notificaba al New York Herald que el objetivo de la guerra que entonces los cubanos libraban contra España era “la conquista de la libertad que ha de abrir a los Estados Unidos la Isla que hoy le cierra el interés español”. La aparente contradicción entre ambos documentos la salva el sentido político, táctico y contingente de ambos.

En 1898, cuando estuvo más cerca que nunca la posibilidad de la anexión tras la intervención de Estados Unidos en Cuba contra España el gobierno norteamericano ya fuera por sentimentalismo, demagogia o cálculo evitó aprovecharla. Pese a la rapacidad de unos cuantos políticos norteños la famosa Resolución Conjunta con la el gobierno justificaba su entrada en la guerra reconocía que “pueblo de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente”, resolución aprobada con la abrumadora mayoría de 324 votos a favor y 19 en contra. Que este gesto fuera empañado por el Tratado de París primero -al no darle cabida a una delegación que representara los intereses cubanos- y la Enmienda Platt después -al reservarse Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba cuando lo estimara conveniente hasta su derogación en 1934-, confirmaría las advertencias de Villaverde pero no los deseos de los nunca abundantes anexionistas cubanos.

En la actualidad no hay mayor valedor del anexionismo en Cuba -aparte de los cubanos que, desprovistos de todo, verían con buenos ojos la anexión al imperio Mongol- es el propio gobierno de la isla. Como el régimen colonial español en el siglo XIX busca su justificación última en ser el único obstáculo existente entre las ansias de conquista norteamericanas y la sobrevivencia de la nación cubana. De ahí su insistencia en borrar de la historia nacional tanto a aquellas figuras sobre las que recayera la sombra del anexionismo o expurgar esta de aquellas a las que no puede renunciar. Reinventarse el peligro de la anexión es un recurso extremo para darse alguna verosimilitud y sentido como régimen. Y si acaso, halagar al patrioterismo local que se ufana de ser pretendido por la todavía nación más poderosa del mundo.

Contra la insostenible amenaza de anexión no vale ningún contraejemplo. Como los casos de Filipinas y Puerto Rico, ocupadas al mismo tiempo que Cuba y con mucho menos respetos por su soberanía: ambos proyectos coloniales han constituido de una manera o de otra un fracaso. Si Filipinas alcanzó su independencia en 1946 Puerto Rico ha mantenido, desde ese oxímoron que es el Estado Libre Asociado, una distintiva y heroica autonomía cultural y social mientras la integración económica y política completa le es negada tras cada plebiscito en que se ha votado mayoritariamente por la estadidad (2012, 2017, 2020 y 2024). Si eso ocurre con una isla de algo más de tres millones de habitantes infinitamente más próspera que Cuba ¿en qué mundo cabría que a Estados Unidos le interese asumir de golpe nueve millones viviendo en pobreza extrema a los que habría que añadir de inmediato a las nóminas de la seguridad social norteamericana? No en este mundo ciertamente, donde Estados Unidos sigue siendo tan calculador como en tiempos de Villaverde. Si acaso esa necesidad de sentirse pretendido, de justificar un régimen inexcusable es el único asidero que le queda a lo que fue una vieja corriente histórica y hoy es apenas el recuerdo de un tibio romance que nunca fructificó. Es por eso que, pasados dos siglos de su momento de mayor intensidad valdría la pena hacer un recuento mesurado y preciso de este.

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