Decirle “leyenda del jazz” a Jack DeJonette es rebajarlo. Leyenda se ha convertido en vocablo compasivo que se le concede a aquellos que no han llegado a ningún sitio pero se aferran a la vida el tiempo suficiente como para que a última hora le reservemos un lugar del olimpo de que se trate. DeJonette era otra cosa y no solo por asociación aunque tocó con lo que más valía y brillaba desde su adolescencia hasta ahora mismo (desde Coltrane, Jackie Mclean, Stan Getz, Chet Baker, Miles Davis, Charles Lloyd, Keith Jarret, Bill Evans, Chick Corea hasta Gonzalito Rubalcaba). La lista de aquellos grandes músicos con los que colaboró es tan larga que se termina primero mencionando a los que no tocaron con él. No era un baterista estridente, de los que revientan los tambores para llevarse a las mujeres correspondientes al resto de la banda. Lo suyo era llevar el pulso de la música que ella demandara con sabiduría y tino perfectos. Fue así como se hizo el baterista más solicitado y respetado de su tiempo que es el mío.
La primera vez que lo vi fue justo en el primer concierto de jazz al que asistí en Nueva York, en el desaparecido The Bottom Line. Acompañaba al clarinetista Don Byron con Bill Frisell en la guitarra y Drew Gress en el bajo. La máxima estrella en aquel escenario era DeJonette pero se cuidaba mucho de no ser otra cosa que quien se ocupaba de que la música avanzara con la cadencia necesaria, sin el menor tropiezo, como un buen padre que lleva de la mano a su niño en su primer paseo por el parque. La última fue en el Carnegie Hall, esta vez acompañando al inmenso pianista Keith Jarrett con Gary Peacock en el bajo. Su presencia allí no fue muy diferente que en mi primer concierto: tan discreta como decisiva. La pieza con que cerraron, el clásico de Billie Holiday “God Bless the Child” tenía, gracias al baterista, una vitalidad y una gracia que parecía acabada de componer.
Los dejo con una de las canciones que escuché en aquel primer concierto de 1999 creo. Una versión de “I follow the Sun” de The Beatles que la sutileza rítmica de DeJonette convierte en uno de los danzones más bellos que se puedan escuchar. Como si estuviera haciendo un casting para la orquesta de Don Miguel Faílde y se ganara el puesto.
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