En mi ya veterana aunque mal remunerada profesión como escritor de discursos el único remordimiento con el que cargaba mi conciencia es por uno que no había escrito. Debo confesar aquí que durante más de un año mi consciencia ha cargado con el aplastante peso de no redactar unas líneas en contra del casamiento de Sandra y Douglas.
En mi descargo,
recuerdo que durante la emotiva ceremonia que consagró la unión de ambos sentí
la insatisfacción del deber incumplido. Ante el conmovedor y lacrimógeno
espectáculo de ver a esos dos seres prometiéndose amor eterno me pregunté ¿Cómo
no se me había ocurrido escribir un discurso que echara a perder tan sublime
momento? ¿No intuía que Sandra y Douglas no iban a perdonármelo nunca?
Y es que a veces,
o casi siempre, en la cercanía y la confianza está el peligro del descuido: mis
inquilinos, mis más cercanos vecinos, los invitados en nuestra mesa una semana
sí y la otra también si fueran un milímetro más cercanos ya no sabríamos dónde
terminábamos nosotros y empezaban ellos.
Debo remontarme
al momento en que conocí a Douglas, un hombre poseedor de un alma noble, un
talento excepcional y una cabeza brillante una vez que la cabellera que la
adornaba se decidió a abandonarla. Douglas era un hombre bueno y soñador a
quien solo se le descomponía el carácter cuando se le mencionaba la palabra “estadística”,
vaya usted a saber por qué.
A Douglas no le
faltaba nada -sin contar la cabellera y una buena cuenta de ahorros, que como
todos sabemos, es un estorbo para la creatividad de todo artista que se
respete- a excepción de un alma que acompañara la suya en las alturas siderales
de su espíritu. Alguien que supiera apreciar su talento artístico, su exquisita
sensibilidad y su cocina, tan exquisita como sensibilidad, pero bastante más nutritiva.
Y entonces apareció Sandra no menos sensible ni talentosa, tan etérea como
Douglas, pero con un buen despachado fambeco que colabora con la fuerza de
gravedad para asentar los pies en la tierra.
Sandra no era una
desconocida para Douglas. Resulta que la niña Sandra tenía tremendo coco con el
artista adolescente -hablo de Douglas- cuando este sacaba a pasear su ahora
fallecida cabellera por las polvorientas calles de Fontanar. Sandra arrastró
esa pasión media vida hasta que pudo cumplir su sueño de convertir a Douglas en
su señor Titi. Fue así como transformaron mi triste sótano en un paraíso
amoroso. Pero Sandra es mujer y, desde Eva, el paraíso nunca ha sido suficiente
para las mujeres. Sandra quería casarse. Pero hay que entenderla. Tener a mano
las artes joyeras de Mairim, las decorativas de Claudia y el patio de Rubén es
una tentación muy difícil de resistir. Porque entre Claudia y Mairim se han
jurado abolir la soltería en West New York y darle casamiento a los pocos
concubinos que quedan. (¿Oyeron Armandito y Jairo?: Aclaro que no me refiero a
que celebren nupcias entre ellos sino con sus respectivas concubinas Isabel y
Meyken).
Así que Sandra y
Douglas llevan casados más de un año sin que hayan tenido más que lamentar que
la falta de un discurso mío en el día de su boda, dolor que espero haber
remediado ahora mismo. Espero que, con el pago de esta deuda, la generosidad de
Sandra disculpe al fin mi falta imperdonable y que las invitaciones a comer en
los próximos seis meses sirvan para pagar los intereses.
¡Gloria eterna
para señor y señora titi y su melao infinito!
No hay comentarios:
Publicar un comentario