lunes, 27 de octubre de 2025

Discurso póstumo por la boda de Sandra y Douglas

 



En mi ya veterana aunque mal remunerada profesión como escritor de discursos el único remordimiento con el que cargaba mi conciencia es por uno que no había escrito. Debo confesar aquí  que durante más de un año mi consciencia ha cargado con el aplastante peso de no redactar unas líneas en contra del casamiento de Sandra y Douglas.

En mi descargo, recuerdo que durante la emotiva ceremonia que consagró la unión de ambos sentí la insatisfacción del deber incumplido. Ante el conmovedor y lacrimógeno espectáculo de ver a esos dos seres prometiéndose amor eterno me pregunté ¿Cómo no se me había ocurrido escribir un discurso que echara a perder tan sublime momento? ¿No intuía que Sandra y Douglas no iban a perdonármelo nunca?

Y es que a veces, o casi siempre, en la cercanía y la confianza está el peligro del descuido: mis inquilinos, mis más cercanos vecinos, los invitados en nuestra mesa una semana sí y la otra también si fueran un milímetro más cercanos ya no sabríamos dónde terminábamos nosotros y empezaban ellos.

Debo remontarme al momento en que conocí a Douglas, un hombre poseedor de un alma noble, un talento excepcional y una cabeza brillante una vez que la cabellera que la adornaba se decidió a abandonarla. Douglas era un hombre bueno y soñador a quien solo se le descomponía el carácter cuando se le mencionaba la palabra “estadística”, vaya usted a saber por qué.

A Douglas no le faltaba nada -sin contar la cabellera y una buena cuenta de ahorros, que como todos sabemos, es un estorbo para la creatividad de todo artista que se respete- a excepción de un alma que acompañara la suya en las alturas siderales de su espíritu. Alguien que supiera apreciar su talento artístico, su exquisita sensibilidad y su cocina, tan exquisita como sensibilidad, pero bastante más nutritiva. Y entonces apareció Sandra no menos sensible ni talentosa, tan etérea como Douglas, pero con un buen despachado fambeco que colabora con la fuerza de gravedad para asentar los pies en la tierra.

Sandra no era una desconocida para Douglas. Resulta que la niña Sandra tenía tremendo coco con el artista adolescente -hablo de Douglas- cuando este sacaba a pasear su ahora fallecida cabellera por las polvorientas calles de Fontanar. Sandra arrastró esa pasión media vida hasta que pudo cumplir su sueño de convertir a Douglas en su señor Titi. Fue así como transformaron mi triste sótano en un paraíso amoroso. Pero Sandra es mujer y, desde Eva, el paraíso nunca ha sido suficiente para las mujeres. Sandra quería casarse. Pero hay que entenderla. Tener a mano las artes joyeras de Mairim, las decorativas de Claudia y el patio de Rubén es una tentación muy difícil de resistir. Porque entre Claudia y Mairim se han jurado abolir la soltería en West New York y darle casamiento a los pocos concubinos que quedan. (¿Oyeron Armandito y Jairo?: Aclaro que no me refiero a que celebren nupcias entre ellos sino con sus respectivas concubinas Isabel y Meyken).

Así que Sandra y Douglas llevan casados más de un año sin que hayan tenido más que lamentar que la falta de un discurso mío en el día de su boda, dolor que espero haber remediado ahora mismo. Espero que, con el pago de esta deuda, la generosidad de Sandra disculpe al fin mi falta imperdonable y que las invitaciones a comer en los próximos seis meses sirvan para pagar los intereses.

¡Gloria eterna para señor y señora titi y su melao infinito!


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