domingo, 28 de septiembre de 2025

Casi una leve historia de otro Francisco



Por Luis Leonel León

 

Dentro del fragmentado cuerpo de la literatura cubana, la escritura de Francisco García González es como el patio de muy pocas casas: realmente particular. Comparte constantes, sí, pero no se moja ni se seca igual que los demás. Tras resistir impúdicos aguaceros, ahora soporta el bombardeo de toneladas de nieve y su árbol principal –marcado por inclemencias de todo tipo– conserva la elegancia natural del trópico. Eso, además de un raro elogio, es también una maldita circunstancia, y hasta un estigma que no deja de quebrar, a veces con sutileza, a veces saltando a un vacío (que ya conoce). No sé si es consciente de ello. No sé si comparte estas interpretaciones. 

 

Recuerdo o creo recordar que hace más de treinta años nos presentó levemente en Cuba nuestro amigo común José Ramón Fajardo Atanes, más conocido como Pepe Fajardo, autor del clásico Nosotros vivimos en el submarino amarillo, muerto de alcoholes, contraesperanzas, esquinamientos y autoabandono en 2016. Otro cuentista y lector voraz, como Francisco, que también creía en la confluencia –oportuna y a veces ebria– de la historia y la literatura, siempre, claro, que el plato se cocine bien (hay cosas que, al decir de Pepe, terminan siendo una bazofia quemada). Luego de aquel breve “encuentro literario”, en el que escuchamos leer –algunos atentos, otros no tanto– leves invenciones de escritores levemente talleriados y donde no faltaron alcoholes baratos como elemento unificador, nuestros destinos no volvieron a confluir (o al menos no lo recuerdo), ni en la maltrecha Habana ni en el exilio, que al final es como el mar Caribe: irregular, desmesurado y con orillas muy distintas. 


El escritor José Ramón Fajardo, fallecido en 2016

Recuerdo varios de sus textos, leídos con largos intervalos. Su nombre no lo olvido porque lleva los dos apellidos de mi madre, aunque invertidos. Tengo la impresión de que es un buen tipo. No hemos sido amigos. Entre autores –aunque no sea esa la regla– a veces lo mejor es ser lectores. También soy un consumidor de cuentos. ¿A qué cubano (lector, que aún algunos conservamos ese arcano aprendizaje) no le gustan los cuentos? Venimos de una isla donde hasta los cuentos (la historia, ya sabemos) han sido racionados, pero, a pesar de todo, la fábrica de cuentos –aparte de los long seller del viejo Pepito– no ha sido cerrada. Los cuentos de Francisco, por alguna extraña razón o sinrazón, aunque se desarrollen en otros escenarios y otras épocas, siempre me transportan al espíritu de aquellos años finiseculares, al gran y casi olvidado Pepe y sus relatos, sobre todo por el tratamiento de la soledad, el descubrimiento de lo real maravilloso cotidiano y el humor negro (da igual si lo reclama la idiotez del lenguaje “inclusivo” pues aquí es imposible decir “humor afrocubano”). Sus cuentos se leen como chistes –muy– serios que, para suerte suya y de sus lectores, se le han ido de las manos. 



Más que un inventor de personajes, es un creador de situaciones. “Escribo sobre personas cuyas vidas transcurren en una aparente falta de conflictos o, por lo menos, están atrapados en situaciones pedestres, muy poco memorables, apegados a la supervivencia. Desde luego, son humanos: develan el drama que puede rodear a cualquier persona, tanto en Cuba como en cualquier otro lugar”, le dijo al periódico Granma en 2010. Sigue haciendo –casi– lo mismo en Canadá. La ironía política asoma en títulos como Historia sexual de la nación y Leve historia de Cuba, guiños burlones a la “historia” –con el perdón de la historia– oficial: grandes relatos nacionales parodiados en clave doméstica, íntima y a veces absurda. En ellos, lo trivial, asfixiante y sarcástico del día a día del cubano de a pie (las absurdas y cansonas colas, discusiones de barrio, parejas que implosionan al compás de la isla, el individuo en el laberinto social) se vierte en tragicomedia intelectual sin demasiadas pretensiones. Una mesurada comedia del absurdo donde lo cotidiano revela lo insoportable y viceversa. 

 

Con distintos matices e intensidades, ocurre igual en sus guiones de cine. Cada autor es una isla, con vientos propios e inevitables accidentes, más aún si es isleño. El director Daniel Díaz Torres —para quien Francisco escribió el largometraje de ficción Lisanka— asegura en mi documental Memorias para desarmar que los creadores tienen cuatro o cinco ideas cardinales y las demás son variaciones. Y de manera general, tiene razón. La mayoría de los autores cubanos lo confirman. Francisco entre ellos. 

 

Revisando el conjunto de su obra, escrita dentro de la isla y luego al partir “lo más lejos posible”, veo que ha levantado en el horizonte otro collage cubano. Otro palimpsesto histórico y existencial donde una orquesta sinfónica –encantada de hacer covers de sones– toca Juegos permitidos sobre una Leve historia de Cuba, que parodia una Historia sexual de la nación contada entre rones ya no tan baratos y ráfagas de apagones que nunca se fueron, aunque a veces, por la trampa de los intermedios, dejamos de notar ese cadáver que jamás ha sido enterrado. 

 


Sobre The Walking Immigrant, dice Del Risco: “Que exista este libro es una suerte de milagro. Milagro que, ante la magnitud de la historia a contar –eso que podríamos llamar “la épica del desarraigo”– se renuncie al patetismo tan usual en esos casos para contarlo con la convicción del que lo ha sufrido todo en carne propia y la gracia que solo pueden dar los años, la distancia o un talento descomunal”. Para el emigrante convertido en zombi tragicómico, el desarraigo se manifiesta en metáforas al final tan arduas como risibles. En Qué quieren las mujeres y Todos los cuentos de amor, lo solemne se desarma con guiños socarrones, como si el amor y la pregunta fueran coartadas de un sándwich cubano de risa y lágrimas interiores.

 

¿Qué quieren las mujeres?, sigue preguntando Francisco, sabiendo que no tenemos la respuesta. Y no es su única aventura imposible: sus relatos están poblados de desencuentros y de escenas que más de un lector –no cubano– catalogaría como pura irrealidad, cuando en realidad son pasajes y paisajes del realismo cubano intrínsecamente surrealista, y no por un erudito apego al concepto, sino porque no nos ha quedado otro remedio o no lo hemos todavía encontrado (a no ser el arte de nuestra fuga). Al fin y al cabo, Francisco, ha intentado contar un país, un abismo rumbero y panóptico donde “el Estado también se mete en tu cama y a veces hasta en tus sueños” y donde lo íntimo termina siendo político, y lo “político” una comedia de barrio. A veces no más que un sketch. 

 

En las historias de amor de Francisco hay menos flores que desfiles para conseguir el pan, si es que se consigue. En sus historias de emigrantes, el rumbo nunca es épico, sino tragicómico, con muertos vivientes que arrastran pasaportes, en ocasiones adulterados, como si se tratara, más que de salvoconductos, de amuletos y reminiscencias anheladas. Una épica a contramano. Una serie de diégesis que parece girar todo el tiempo en torno a la cosa humana, repetida, variable, siempre paródica. De ahí que En la aurora, novela en la que parece amanecer, termina siendo “un alba a medio apagar, un país que despierta con resaca”. 



Como guionista, ha dejado su huella en
Boleto al paraíso y –no podía ser de otro modo– La cosa humana. Y en el cortometraje Efecto dominó, donde la metáfora se vuelve literal: una ficha empuja a la otra hasta dejar la nación atrapada en la hipérbole de una caída libre que no termina de caer.

En entrevistas y textos propios, Francisco ha hablado de su trabajo como portero de un viejo rascacielos canadiense de su misma edad, donde “delante de 32 cámaras de seguridad, pendiente de la llamada telefónica de algún anciano doliente o quejumbroso”, ha escrito varios libros.

“En las noches, al filo de las diez, me dirijo hacia el downtown en metro. A esa hora solo lo abordan trabajadores nocturnos, homeless y alguna pareja de policías. En mi mochila llevo un salvoconducto por si los agentes indagan. A veces los guardias me preguntan. A los homeless, jamás. Han llegado adonde están luego de enloquecidos eventos. Tocaron fondo, y no hay nada que hacer. Una vez que llego al edificio, comienza el viaje: el libro de turno, el cuento sin acabar y que no convence, la llamada del residente más calamitoso o desamparado, música de fondo, el amanecer que asoma desde el Saint-Laurent”, ha relatado así parte de su vida como si fuera un cuento. Y sé que eso no es fortuito. 

Cada escritor, además de una isla, es también un mundo. Conozco menos al autor que a sus personajes. No sé si Francisco milita en algún partido político canadiense (o si lo hizo en la isla). No sé si vota a la izquierda o la derecha o si baila en la cuerda floja del centro. No sé si –en estos tiempos cada vez más politizados e ideologizados– se ha vuelto trumpista o antitrumpista (tal es la moda de los polos opuestos) o si, como en un buen cuento, observa incrédulo a la multitud entretenida en una larga y tortuosa cola para comprar su ración de realidad o teatro transmitida en tiempo real, sin es que es real, por las redes sociales, si es que son sociales (socialistas o capitalistas). Imagino que en el cuento –si es escrito por él– no falte un personaje al que todo esto, muy a pesar de las corrientes del contexto, simplemente le dé igual.

Sé, sin embargo, que su literatura viaja –como sus ojos e imaginación en el metro–, muta, se reinventa, resiste y no deja de ser la misma irreverente y afable de siempre. Al final, es escritor y reescritor de lo cubano, de la isla y sus exilios (él prefiere para sí la condición de “emigrante”), del deseo, de la vasta comedia y condición humana. Sus títulos pudieran ser capítulos de un mismo libro inacabable: Historia sexual de la nación, Leve historia de Cuba, El año del cerdo, entre otros. Una literatura en capas, escrita sobre otra, como un palimpsesto grávido de la isla en peso, productora de elocuentes ahogos y boleros. Él mismo dijo: “No escribo literatura, escribo tachaduras. Lo cubano está siempre debajo, aunque lo tapes con tinta extranjera”. Y esa marca de agua, otra vez, salta desde Caimito a las Cataratas del Niágara y, sonriendo en el metro del que se ha hecho parte, parece que no se detiene. O lo que es mejor –o quizás peor– no pretende hacerlo. O al menos eso me parece.

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