martes, 9 de septiembre de 2025

La lápida de Cirilo Villaverde


A Ponte, que me acompañó ese día

A Tejuca, que consiguió la foto


Era 1994, Año 4 de la Gran Hambruna de los 90, y trabajaba yo como historiador del cementerio de La Habana. Uno de los tantos puestos sin sentido creados por la maquinaria del Estado al que yo intentaba darle alguno escribiendo cuentecillos en mi horario laboral al dorso de impresos amarillentos producidos por esa misma maquinaria. Eramos mis cuentos y yo mismo un subproducto de un subproducto, en el mejor de los casos. A veces sin embargo intentaba justificar mis funciones de historiador averiguando sobre tumbas en peligro de extinción de muertos ilustres para priorizar su reparación con los escasos medios disponibles. Algo así como la fama literaria literaria como plan de retiro póstumo.

El caso de la tumba del escritor Cirilo Villaverde, el más ilustre novelista local del siglo XIX, era ligeramente distinto al de otras destrozadas por el tiempo y la desgana estatal. El panteón perteneciente a su suegro, Inocencio Casanova, uno de los hombres más ricos del país en su época, se conservaba en bastante buen estado. Solo que no había señal visible de que allí estuviera enterrado el novelista. Ni lápida, ni una pobre jardinera que indicara lo que sí constaba en los libros de enterramientos. Que en diciembre de 1894 allí había sido enterrado el cadáver momificado del escritor, muerto en Nueva York en octubre de aquel año y trasladado al cementerio Colón. Tal olvido ya había sido señalado en 1912 por el historiador Emeterio Santovenia lamentándose de que en el centenario del nacimiento del escritor pinareño no hubiera en su tumba una inscripción que lo recordara. En el cuarto año de la hambruna de los Noventa, al cumplirse un siglo de la muerte de Villaverde, este seguía siendo un muerto anónimo en su propia tumba.

Quise subsanar tantos años de abandono, pero sin acudir al Estado que me pagaba el equivalente a dos dólares en salario mensual. Apelé a los mismos métodos manigüeros con los que se conseguía todo en aquellos tiempos. Los arquitectos del equipo técnico del cementerio Rafael Artime y Marcial Díaz me ofrecieron un viejo cojín de mármol ya sin tumba. Un viejo tallador de lápidas confinado al taller de construcción de tapas de sepulcros próximo a emigrar con su familia talló en la lápida reciclada el nombre del escritor, los años y lugares de nacimiento y muerte y una breve frase que le dedicara José Martí en su panegírico. La cuestión material del asunto, esa que en esa época resultaba insuperable, fue resuelta de modo más fácil del que suponía.

La cuestión simbólica resultó algo más complicada. Porque por muy underground que fuera mi homenaje no quería que quedara en cuestión personal pero en aquellos días si quería evitar el estamento oficial de la intelectualidad cubana quedaba muy poco a lo que acudir. ¿A quién le iba a interesar celebrar un lunes a mediodía el centenario de la muerte de un escritor reverenciado por pura inercia escolar pero al que nadie leía a derechas? Fui a casa de Antonio José Ponte, siempre dispuesto a echar una mano en menesteres heterodoxos. Me advirtió, no obstante, al mencionarle al principal investigador de la obra de Cirilo Villaverde en aquellos años, que el poeta Roberto Fiol no estaría dispuesto a participar en nada que le propusiera.

Desoí a Ponte y me aparecí en el apartamento del poeta para proponerle que encabezara la inauguración de la lápida. En lugar de responderme Fiol me condujo primero a su habitación para mostrarme el colchón con la mitad totalmente hundida en el que dormía su hermana y el techo desde donde habían caído unos cascotes de concreto que estuvieron a punto de matarla. El poeta también me mostró el sillón donde él mismo dormía sentado ante la falta de colchón sano. Más desgarrador aún fue sacarme al balcón donde había una gran bolsa de plástico transparente llena hasta el tope con papeles rotos.  

-Esa era mi investigación sobre Cirilo Villaverde.

Entonces me dijo que tras tanto abandono había decidido romper con todo -literalmente- y no estaba dispuesto a participar en ningún acto oficial. De nada valió que le insistiera en que en el homenaje que le proponía no estaba involucrada ninguna organización oficial. Su “no” fue tajante, inapelable, sin ser brusco. Años después supe que Fiol se había reintegrado a los actos oficiales luego de que su amigo Cintio Vitier movilizara sus conexiones para conseguirle al desencantado poeta un apartamento oficial, bastante más que lo que yo pude ofrecerle cuando lo visité.

Finalmente, el lunes de octubre de 1994 nos reunimos Antonio José Ponte, Antón Arrufat, alguien más que creo que era Ismael González Castañer y yo para inaugurar la lápida. No fuimos muy ceremoniosos como tampoco era la lápida que se limitaba a consignar

Cirilo Villaverde  

San Diego de Núñez 1812

New York, 1894

Y más abajo:

“Aprovechó para bien de su país el don de imaginar”

La frase era, qué remedio, de José Martí, el panegirista universal de aquellos años. Me faltaba bastante para descubrir que Villaverde y Martí habían tenido una agria discusión por cuestiones organizativas en 1882 y presumiblemente no se dirigieron la palabra desde entonces. Lo cierto es que el Apóstol no escribiría sobre el novelista hasta asegurarse de que este había muerto en un texto que le aseguraba la condición de “patriota entero y escritor útil”.

Aquel soleado mediodía en que nos reunimos junto al panteón de los Casanova. No recuerdo que fueramos muy ceremoniosos. Apenas se trataba de cuatro escritores desgastados por el hambre y el sol, tratando de añadirle un mármol más a aquel barrio enchapado en mármoles. Si acaso Ponte dijo unas palabras y yo leería algo que tenía preparado pero acudo aquí más a la fuerza de la costumbre que a la de la memoria. Sí recuerdo que Arrufat soltó algún que otro sarcasmo como quien complace una vieja tradición. Luego, como para justificar el viaje hasta el cementerio algún miembro de aquella breve comitiva sugirió visitar una tumba con una lápida que anunciaba guardar los restos de una tal Cecilia Valdés tocaya del personaje creado por Villaverde. Los conduje allí no sin advertirles que por los datos que había consultado en el archivo del cementerio no parecía creíble que aquella Cecilia fuera la de la novela. Pero nada seduce más a los lectores que sorprender algo de materia en un texto imaginario. Como si eso bastara para hacer al escritor menos creador, más humano.



Hace tiempo estaba por contar esta anécdota sobre la única huella concreta que dejé a mi paso por el cementerio habanero pero no me decidí a hacerlo hasta el sábado pasado. Interrogado por una amiga sobre mi intervención en la colocación de la tarja, mencionada por Ponte en un ensayo publicado por aquellos días, me encontré este texto de un historiador local en Facebook. Allí, junto a varias fotos del panteón Casanova el historiador dice que Villaverde "tiene un monumento funerario con columna conmemorativa, con una urna cineraria en su cima, símbolo de la muerte en su frente se puede leer la inscripción, “Propiedad de Inocencio Casanova 1879” y en su parte baja una almohadilla de mármol dice Cirilo Villaverde a manera de dedicatoria y nada para Emilia la gran poetisa y patriota en un segundo plano por las prácticas machistas de la época donde no eran reconocidos los valores propios de las mujeres como escritoras".

La cita anterior me obliga a aclarar que la ausencia del nombre de Emilia Casanova no refleja el machismo de una época en que nadie se ocupó de dejar memoria en mármol: ni del nombre de ella ni el de su marido. Si acaso la ausencia de Emilia refleja el machismo de mi época y el mío propio. Solo que cualquier alarde de autocrítica debe ser atenuado por el detalle de que por entonces la única manera que tenía de asegurarme que los restos de Emilia reposaban en el panteón familiar era contrastando su fecha de muerte con los libros de enterramiento y cualquier pesquisa tuvo que arrojar resultados negativos. Al morir el 4 de marzo de 1897 en Nueva York Emilia fue enterrada en un cementerio en el Bronx. No fue hasta hace unos años que supe que medio siglo después de la muerte de la patriota su hijo Narciso Villaverde llevaría sus restos al panteón familiar en el cementerio Colón.  

  

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