El pasado jueves se cumplían 24 años de la mañana en que vi elevarse sobre la punta de Manhattan una nube de humo, pétrea, oscura, inmóvil donde antes se alzaban las llamadas Torres Gemelas. Pero, por supuesto, nadie hablaba de ello. Preferían comentar, por supuesto, la muerte el día anterior del activista Charlie Kirk, asesinado de un balazo en el cuello en el campus de una universidad de Utah. Los comentaristas, por supuesto, no se ponían de acuerdo. Cada cual buscaba en el hecho la confirmación de sus ideas previas: “¡La izquierda es asesina!” tronaban desde la derecha. “¡La asesina es la Segunda Enmienda!” respondían desde la izquierda. Como si el asesino de la representante demócrata de Minnesota Melissa Hortman y de su esposo fuera precisamente de izquierda. Como si al atacante de la casa de Nancy Pelosi no le hubiera bastado un martillo. O si para asesinar a la inmigrante ucraniana Iryna Zarutska un cuchillo no hubiera sido suficiente. La memoria, usualmente selectiva, cuando se trata de conformar, confirmar nuestra idea (política) del mundo, lo es todavía más.
¿Por qué
mencionar en el mismo párrafo la tragedia del 2001 y el asesinato de Charlie
Kirk? ¿Acaso no se trata de muertes distintas, motivaciones distintas, efectos
distintos, países distintos? Porque habrá que reconocer que los Estados Unidos
del 2001 son muy diferentes de este del 2025. Y que si el ataque ejecutado por
Al Qaeda tendió a cohesionarnos como nación el que acabó con la vida de Kirk es
un ejemplo extremo del cotidiano antagonismo que vive hoy el país. Esa por
supuesto es una imagen sesgada. La misma noche del 11 de septiembre del 2001
escuché decir al que atendía la parrilla de un restaurante del barrio que los
Estados Unidos se merecían semejante ataque. Y estoy convencido que no era el
único que pensaba así. Pero eran definitivamente otros tiempos.
Hace veinticuatro
años el debate interno estaba menos crispado. Si antes los epítetos de fascista
y comunista se dispensaban con cierto cuidado ahora es difícil encontrar a
alguien que alguna vez haya participado en un debate público al que no se le haya
dirigido uno de ellos. Cuando no los dos. Etiquetas para odiarse mejor. El
país, dividido en supuestos fascistas y comunistas está más cerca de una Guerra
Civil de lo que quiere reconocer. De hecho, de un tiempo a esta parte podría
decirse que venimos viviendo una Guerra Fría Civil que acontecimientos como el
asesinato de Charlie Kirk solo contribuyen a calentarla cada vez más.
El antagonismo
rebasa la política aunque se afinque en ella. Aventuro dos motivos para este
quiebre social social. De un lado la ampliación de la brecha económica,
educativa y cultural entre urbanitas con títulos universitarios y la clase
trabajadora y rural, brecha que es resultado de un proceso dual: por un lado el
mayor acceso a la enseñanza universitaria de parte de la población
norteamericana y al empobrecimiento y desfase de la otra parte como
efecto secundario de la globalización. Del otro está el surgimiento de las
redes sociales que han llevado a un máximo de exposición las opiniones de todos
y con ello la vulnerabilidad a las opiniones contrarias. Ahora las
diferencias educativas y de clases se hacen cada vez más visibles y
contrastables. Nunca el snob y el plebeyo la han tenido tan fácil para decirse
sus verdades a la cara.
No ayuda el
ambiente de terror intelectual que hoy se vive en las universidades. No es una impresión
personal. En una investigación realizada entre 2023 y 2025 a través de 1,452 entrevistas
confidenciales entre estudiantes de la Northwestern University y la University
of Michigan a la pregunta de si alguna vez habían fingido puntos de vista más
progresistas que los que realmente tenían para tener éxito social y académico
en la universidad un sorprendente 88% de los entrevistados dijo que sí. Menos
ayuda aún que el presidente del país, sea un multimillonario que ha convencido a la
clase obrera y campesina -digámoslo en términos marxistas para que se aprecie
mejor la ironía- que es el representante que esta necesita. Y que este, apropiándose
del discurso victimista y racializado de la izquierda, haya convencido a los
blancos pobres de ser víctimas de las élites culturales y atice el fuego del
enfrentamiento cultural e ideológico para reforzar su visión autoritaria del
poder. La reacción de Trump al asesinato de Charlie Kirk antes de tener idea de
la identidad y las motivaciones de su asesino se aviene a su práctica habitual:
culpó a la izquierda de causar la muerte del activista y prometió castigarla.
Juzgar y condenar antes de conocer los detalles, (y los detalles, como sabemos, son el escondrijo predilecto del
diablo) parece ser la marca de la época, sin distinción de ideologías.
Dividida en
bandos antagónicos los norteamericanos parecemos más interesados en el
triunfo dialéctico -o literal- sobre el bando contrario que en la convivencia
democrática. El impulso de tener la razón a toda costa que ha arruinado tantas
fiestas familiares prima sobre cualquier noción de tolerancia. Pero lo que en
una familia se remedia -o no- con una conversación íntima y un abrazo, en una
sociedad que cada vez descree más de los procedimientos democráticos en
instancias que van de la cultura de la cancelación al no reconocimiento del
resultado de las elecciones lleva al imperio de la violencia y la destrucción
de la coexistencia. Querer tener la razón a toda costa antes de ponerla en
funcionamiento es hacerle muy poco favor a la razón y convertirla en una forma
de violencia. Porque la tentación de creerse en el lado correcto de la Historia
-esa señora que se contorsiona todo el tiempo- abre el camino a negarle todo,
incluso la condición humana a quien esté en el lado contrario.
Charlie Kirk era
un provocador, sin dudas, algo que debería ser bienvenido en los
centros de enseñanza si el instrumento de la provocación es el debate público. Sospecho
que, como los woke, Kirk no estaba especialmente interesado en buscar la verdad
que emana de una discusión libre como no lo está ningún apóstol de cualquier
religión: se sentaba en esa pose de gurú en que lo sorprendió la muerte para
convencer al resto de su verdad. Pero el método elegido, el del debate público
debería ser sagrado en cualquier sociedad democrática. Sean cuales quieran las
motivaciones de su asesino la muerte de Kirk debe ser un evento alarmante para toda la
sociedad estadounidense y para todo el que todavía crea en la viabilidad de la
democracia en el mundo.
Debe guiarnos el
ejemplo de Trump, aunque sea por inversión. En su breve discurso por la muerte
de su aliado el presidente, con su habitual falta de nobleza, se ocupó de
enumerar los nombres de las víctimas de la violencia política de su propio
partido, ignorando las del partido opositor en estos mismos años y haciendo evidente
una vez más que es el presidente solo de los que lo apoyan y reverencian. A
Voltaire se atribuye una frase esencial para el pacto democrático: “No estoy de
acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a
decirlo". En tiempos de tanta frivolidad y tan poca empatía hacia el que
piense distinto quizás sea exagerado pedirle a nadie defender hasta la muerte
nada, menos a un contrario ideológico. Pero si lo que nos interesa es este país
y nuestra mera convivencia en un espacio común debería preocuparnos por igual
cada instancia en que la violencia sustituye al libre intercambio de ideas y lamentar
a todas las víctimas de la barbarie por igual. Como con aquellos muertos del 11
de septiembre del 2001: no nos preguntamos cuál era su ideología o sus
opiniones sobre el aborto o las armas a la hora de lamentar su muerte. Al final todos de una forma u otra nos
corresponden.
1 comentario:
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