Mi amiga los
llama tamagotchis, por esos animalitos electrónicos a los que uno los tenía que
alimentar y cuidar constantemente porque si no se te morían. Estuvieron de moda
a finales de los 90 y principios de los 2000. Le digo que tengo alguna idea
aunque nunca vi ninguno. Para ella los compatriotas que acaban de cruzar por la
frontera de México son tamagotchis. Ella tiene uno en la casa, como casi todo el
mundo en Miami en estos tiempos, parece, intentando mantenerlo con vida en esta
nueva realidad.
Su tamagotchi come
constantemente, vacía el refrigerador en minutos, me dice, pero eso no es
problema. “Ya nadie en mi casa come con esas ganas y a mí hasta me alegra verlo
tragándose todo con ese entusiasmo”. Lo que le hace la vida difícil a ella y al
propio tamagotchi es esa mezcla de ignorancia y arrogancia que le impide
aprender, entender el terreno que pisa, adaptarse a él. “Hasta simpático es” me
confiesa mi amiga, pero lo que la frustra es la actitud insufrible del que
viene de vuelta de todo sin enterarse de nada.
Como mismo ella
hace cuando le cuento mis propias frustraciones, trato de quitarle hierro al
asunto. Le recuerdo cuando ella era una tamagotchi. O yo mismo. Y la paciencia
que tuvieron entonces con nosotros, con nuestra desfachatada barbarie. Me dice
que el mejor consejo lo ha recibido de otro aspirante a tamagotchi que ha
sabido adaptarse bastante más rápido que el otro: si aceptaste recibirlo ten paciencia para
atenderlo hasta las últimas consecuencias de manera que al final te sientas
bien contigo misma. Eso le da fuerzas, me dice.
Mi amiga insiste
en el daño que le ha hecho el sistema cubano a nuestros compatriotas. Mientras
más tiempo permanecen en la isla más desubicados se encuentran a la hora de
entender el mundo exterior, de encontrar su acomodo. Traen para acá los vicios
de allá y hasta las expectativas enloquecidas que genera un mundo tan
desprovisto de todo. Si en restaurante falta algo anunciado en el menú de
inmediato salta: “¿Pero este no es el mundo perfecto donde no falta nada?”.
Le cuento que
hace poco tuve en casa durante meses mi propio tamagotchi, con la particularidad
que no era cubano: nacido en Estados Unidos y criado en Europa trataba la vida
a la que trataba de adaptarse con la misma arrogancia, con la misma incapacidad
para entenderla que si hubiera nacido en Cuba. “Debe de ser también una
cuestión generacional”, concluye mi amiga.
Mi amiga,
generosísima por naturaleza, más que quejarse se desahoga, buscando paciencia y
fuerzas para pasar esta prueba. Le recomiendo buena memoria, la que se necesita
para recordar cuando fuimos tamagotchis. Y empatía, para entender lo difícil
que nos era entender a nuestros anfitriones de antaño, lo difícil que nos es
todavía. A mi amiga le preocupa sobre todo el futuro de su tamagotchi,
deslumbrado por el brillo alquilado de las posesiones de algunos de sus amigos
que llegaron antes, en lugar de atenerse a la vida sencilla del que se atiene a
su esfuerzo al contado, un dólar sobre otro. Ese es otro problema, le digo. Bastante más complicado.
Porque el que no tuvo nunca mucho adentro se apurará en echarse encima todo lo
que pueda para disimular sus vacíos, su miedo a no dar pie en esta nueva
realidad.
Al final colgamos
sabiendo que la conversación puede dar mucho más de sí. Mi amiga, además de
compartir sus angustias y delinearme un paisaje, el que deja tras sí este éxodo
tan monstruoso como discreto, me he regalado una imagen que describe a toda la tribu que fuimos, que seguimos siendo: animalitos artificiales luchando por
sobrevivir y, si tenemos suerte, por hacernos alguna vez reales. Tamagotchis.
2 comentarios:
Tema difícil.
Cada oleada de exiliados o inmigrantes, según se prefiera, carga con un bagaje distinto. Los "históricos" de los 60's y principios de los 70's no se quejaban, en cuanto tocaban tierra ya estaban buscando trabajo en lo que fuera. Conocí abogados prominentes sirviendo de choferes. Mi misma suegra, QEPD, una dama de cierto nivel social allá, se compró una mini-van VW de uso y se dedicó a transportar escolares de la casa a la escuela y viceversa. Los marielitos en Puerto Rico poblaron la Isla de guagüitas de "tripletas" (súper sandwiches de variedades casi infinitas), arrendaron terrenos agrícolas en desuso y los pusieron a producir, plantaron bandera como trabajadores técnicos buenos y responsables. Muchos compraron con sus ganacias propiedades para alquiler. Esos grupos tenían algo en común, la certeza de que, bajo las circunstancias de la partida, quemaron las naves a lo Hernán Cortés. Cuba quedó atrás. Vieron morir con estoicismo desde la distancia a padres, abuelos, hermanos, etc.
Después cambió el panorama. No digo que unos son mejores que otros, son diferentes porque unos estuvieron más tiempo expuestos que otros a la desnaturalización de ese experimento que ha sido la Revolución Cubana. A la mayoría se les hace difícil el proceso de adaptación. He conocido un cardiólogo cuya esposa se sacrificó trabajando como una bestia, para pagar los repasos profesionales del marido, con miras al exámen que lo revalidaría como médico en PR y varios de estados de EE.UU. Y también gente preparada académicamente trabajando de meseros o busboys, guardando lo que se ganan sin gastar un centavo, para regresar en cuanta oportunidad se les presenta. En Cuba tienen un hogar de ensueño con enseres, ropa y zapatos para disfrutar unas semanas al año. Sin raíces allá ni en el punto geográfico donde han recalado.
"To each his own". Tu amiga está haciendo lo que su conciencia de buen humano le dicta. Solo queda ver cómo responderá eventualmente su "tamagotchi".
Saludos
En Cuba, los daños al tejido social y al individuo son antropológicos. Su concepto de lo que es normal, legal y aceptable está enajenado de la realidad que encuentran al emigrar. Muchos reclaman con arrogancia derechos que no tienen, y creen merecer tratos preferenciales que no les corresponde. Pasan enormes trabajos para adaptarse al nuevo medio, y no pocos fracasan en ese intento.
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