Una de las consecuencias más evidentes de la corporativización de las universidades es la conversión de los estudiantes en clientes.
Y si, como afirma ese principio básico de las relaciones comerciales, el cliente siempre tiene la razón, habrá que adaptarse a sus necesidades y exigencias con el derecho que le dan las decenas de miles de dólares que paga cada año para adquirir un producto que, en principio, ni él mismo entiende del todo. De eso trata la educación convertida en negocio: de vender un producto que el propio cliente no sabe bien para qué sirve.
Habrá materias cuya utilidad se hace menos cuestionable, como la biología para los que aspiren a convertirse en médicos o las matemáticas en un mundo regido por algoritmos. Hay otras que, en cambio, necesitan de justificaciones constantes. Cuyo sentido, más allá de inercia de los programas escolares, es tan difuso como el de la vida misma. ¿Cómo responder de manera breve y terminante para qué se estudia la literatura, la filosofía, el arte, o incluso las diferentes lenguas, ahora que hay aplicaciones al alcance del teléfono que pueden traducir instantáneamente desde y hacia cualquier idioma? La indefensión de tales materias en un mundo de un pragmatismo cada vez más soberbio lleva a respuestas desesperadas como aquella que Jorge Luis Borges, fecundo en ardides, dio en una entrevista: “Dos personas me han hecho la misma pregunta: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte? ¿para qué sirve el sabor del café? ¿para qué sirve el universo? ¿para qué sirvo yo? ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?”.
La utilidad imprecisa de la vida, nuestro siempre cuestionado lugar en el universo, hace que tales preguntas sean, al mismo tiempo, perturbadoras e imprescindibles. Un cirujano, para mencionar una de esas profesiones cuya utilidad estamos lejos de discutir, nos puede conceder con una operación exitosa, diez, veinte, treinta años más de vida. Queda, en cambio, fuera del alcance de su profesión cómo rellenar de sustancia aquella vida que nos ha regalado. Un vacío insondable, de esos que pueden conducir al suicidio y arruinarle la obra al mejor cirujano.
De ahí la importancia de las humanidades no como antídoto contra el suicidio, pero sí como manera de entendernos con el universo, por grandilocuente que suene. Dicho de otra manera, las humanidades nos ofrecen un idioma universal para comunicarnos con la realidad o, si se prefiere, para apaciguar la insoportable extrañeza del mundo. La heterofobia, el rechazo a lo que consideramos extraño, no es más que la contraparte de la necesidad de los humanos de pertenecer a algo, ese impulso que el psicólogo social Eric Fromm describía como esencial para nuestra existencia en su obra El miedo a la libertad. El debilitamiento de las estructuras comunitarias, rituales y religiosas que ha sobrevenido con la modernidad requiere una renovación racionalizada de esos puentes comunicativos que proporcionan las humanidades y las hacen todavía más importantes que en la época en que fueron fundados los primeros centros universitarios.
Justo en esta época en que la sociedad va asumiendo niveles de especialización antes desconocidos, en que los canales de información y conocimiento se multiplican, segmentando el espacio público en múltiples tribus extrañas entre sí, la tradición humanística de ofrecer sentido donde solo se alcanza a ver caos y hostilidades se hace más necesaria que nunca. Eso es algo que noto no solo en mis estudiantes más idealistas y fantaseadores sino precisamente en aquellos que vienen de carreras técnicas, desde la cibernética a la bioquímica. Estudiantes que en materias ajenas en apariencia a sus prioridades académicas encuentran resueltas necesidades que ni siquiera sospechaban, maneras de completarse a sí mismos.
Pero, para que eso ocurra, para que las humanidades recobren su sentido literal de hacernos más humanos, es necesario esquivar las trampas de la inercia. Es vital que las humanidades sean algo más que aquellas materias que necesitan menos esfuerzo para sacar mejores notas, en que casi cualquier respuesta valga si está decentemente argumentada. Para que las humanidades sean algo más que la clase que sirve como descanso en medios de otras más exigentes, deben ayudar a los estudiantes a completar su ser conectando sus experiencias de un modo coherente. Pero para convencerlos del valor de las humanidades los primeros que debemos estar convencidos somos nosotros, los profesores. Persuadidos de la utilidad de las materias que impartimos para atar los flecos del mundo, pero a la vez evitando cualquier engreimiento. Entender nuestro trabajo como vehículo para incitar la curiosidad incesante y dispersa por lo desconocido de manera tranquila, discreta. Como para que parezca que ser humano —entendido en su sentido más profundo y universal— es algo tan natural como la respiración, aunque no lo sea. Y con la naturalidad debe venir la humildad de reconocer “la mutabilidad y el misterio del mundo” al decir del checo Ivan Klíma. Y hacerlo con la convicción de que, por importante que sea la materia que impartimos, no somos sacerdotes consagrados a la única explicación verdadera del universo sino meros instigadores de la curiosidad y la duda. Desde esa elemental humildad deberemos animar a nuestros estudiantes, más que a asumir certezas, a hacerse nuevas preguntas. Porque, como dice el propio Klíma, “la persona que deja de hacer preguntas deja de pensar, porque pensar es, al fin y al cabo, formular preguntas y responderlas”.
*Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine
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