sábado, 24 de abril de 2021

Leyendo A Homero En La Habana



Por Enrisco

En mi juventud habanera casi todo estaba racionado: la comida, la ropa, los zapatos. Pero, sobre todo, las lecturas. Cierto que había muchos libros disponibles, pero la gran mayoría de ellos, al igual que la música y el cine, respondían al mismo sesgo ideológico o, como se decía en aquellas circunstancias, a la misma concepción científica y revolucionaria del mundo. Imposible tropezarse en las librerías con George Orwell, Mijail Bulgakov o Milan Kundera en los estantes de literatura europea, con Mario Vargas Llosa, Octavio Paz o Jorge Luis Borges en los de latinoamericana o Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Reinaldo Arenas, Lydia Cabrera o Guillermo Cabrera Infante en la cubana. Incluso los marxistas menos ortodoxos como Gramsci, León Trotski, Althuser o Adorno estaban prácticamente vetados de librerías y aulas. Toda la literatura contemporánea había sido sometida a una minuciosa criba enfocada en excluir los libros que cuestionaran el catecismo marxista. Incluso se censuraba a los “compañeros de viaje” que, en medio de su entusiasmo por la Revolución Cubana, mostraran algún aspecto de la realidad que la propaganda oficial prefería silenciar. Lo mismo se vetaban los libros de Eduardo Galeano que el entusiasta recuento que hiciera el poeta Ernesto Cardenal de su viaje a Cuba.

A los clásicos, en cambio, esa inercia de los programas de estudio, se les consideraba inofensivos. Al modo en que la Iglesia ejercía de perdonavidas con los autores precristianos, a los autores anteriores al Manifiesto comunista se les disculpaba el haber nacido antes de las fundamentales revelaciones del marxismo. En las escuelas se los leía, eso sí, en la clave del materialismo histórico: se hacían todas las acrobacias interpretativas necesarias para que los clásicos anticiparan las epifanías del marxismo. En la Ilíada, por ejemplo, no había personaje más importante que Tersites, aunque apenas se asomara en una breve escena de sus 24 libros para salir bastante mal parado. Tersites era, según la interpretación oficial que se nos impartía, el representante de los plebeyos y, quien dice plebeyos, dice los desposeídos, los proletarios, la clase revolucionaria. Pero al margen de aquellas lecturas tuteladas, la épica de griegos contra troyanos quedaba allí, con sus espléndidos misterios, dispuesta a entregarnos el sentido que pudiéramos atribuirle.

Lo mismo valía para Platón, Dante, Cervantes, Shakespeare, Balzac o Tolstoi. (La Biblia, en cambio, se excluía de librerías y programas de estudio: la religión era el opio del pueblo y en el socialismo el consumo de estupefacientes está severamente penado). Sus libros nos permitían fascinarnos por mundos y héroes lejanísimos y cercanos al mismo tiempo. Personajes que funcionaban con una lógica muy poco marxista, pero igual de humana que la nuestra. En medio de la vida milimétricamente racionada del totalitarismo aquellos clásicos nos permitían vivir vicariamente la experiencia de la libertad. Y entendernos con seres muertos hacía tanto tiempo, nos convertía en más sutiles, mejores, lectores.

Ahora, como profesor de la democrática academia norteamericana asisto no sin asombro a la creciente ofensiva contra los textos clásicos, los mismos que hasta la celosa censura totalitaria solía respetar. Cierto que no se les arrincona por clásicos sino por ser la obra de hombres blancos. Pero ni Platón, que alguna vez fue esclavo, Dante, exiliado, Cervantes, mutilado, esclavo y preso por deudas, Shakespeare plebeyo y Balzac, escribiendo bajo el acoso de sus acreedores, pudieron disfrutar a plenitud los supuestos privilegios que venían con su género y color de piel. Para no hablar de Homero quien, según la tradición, era ciego.

Hoy se pretende escoger las lecturas como se elige un traje de bodas: hechas estrictamente a las medidas identitarias de cada cual. De ser posible el autor deberá compartir raza, género, preferencia sexual e ideología con los lectores. Pero exagero. El rechazo más radical contra los autores blancos se lo escuché a un estudiante rubio y de ojos azules. Puede que él, como otros, intente cuestionar la veneración hueca que siempre ha existido hacia la literatura de épocas pasadas. (De manera no muy diferente el sistema educativo de Occidente alguna vez superó la superstición del latín). Puede que se haya roto el consenso sobre la necesidad de leer libros con previo fervor y misteriosa lealtad, al decir de Borges. Puede que lo que me predispone hacia la actual ojeriza contra los clásicos sea mi nostalgia por aquellas lecturas libérrimas en medio del más estricto racionamiento intelectual. Preferible que sea así y no que lo que persuada a los estudiantes de dialogar con algunos de los muertos más ilustres del pasado no sea la molicie o el miedo. El miedo, se sobreentiende, a atreverse a ver el mundo más allá de la perspectiva estricta que nos pautan nuestro tiempo y nuestras circunstancias. El miedo a ser, modestamente, libres.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuidado con lo que dice Enrisco, que por menos siguen “cancelando” a mucha gente y hoy en día, el mundo académico en el que usted se desenvuelve es un campo minado más aún con el pedigrí suyo de haber abandonado la “progresista” Cuba Socialista que para estos borregos de aquí eso implica una especie de “pecado original”.
(Increíble que después de haber escapado de aquello, hoy aquí nos quieran meter en la misma jaula ideológica)