domingo, 22 de marzo de 2020

Una recogida

Ahora que se han puesto de moda las detenciones en Cuba -como si no lo estuvieran siempre- pensé que valía la pena reproducir aquí un fragmento de la magnífica y poco comentada novela El instante de José Abreu Felippe, uno de los principales representantes de la generación de Mariel y uno de los mejores novelistas cubanos vivos. En El instante, cuarta parte de la pentalogía El olvido y la calma Abreu intenta resumir la experiencia de jovenes inconformistas en la Cuba de finales de la década del sesenta hasta el éxodo del Mariel en 1980. El fragmento en cuestión trata sobre una de las famosas recogidas de jóvenes por parte de la policía. La recogida en cuestión tuvo lugar durante un amago de protesta ante la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968. Al pedirle permiso al autor este me comentó: 

Releer ese texto ahora me produjo escalofríos. Así fue en realidad, la única diferencia es que aquí yo lo reduzco por intereses de la novela a lo esencial, pero el confinamiento duró más de una semana. Después supe que mi madre me buscó por morgues y hospitales, que cuando se enteró de la inmensa recogida -más tarde salió un artículo de una página en Juventud Rebelde- fue a Villa Marista y allí le dijeron que yo no estaba. Así que estuve desaparecido oficialmente.


Sin más, los dejo con este fragmento de un capítulo mucho más largo que podría titularse -el fragmento- "Una recogida":

"Hacía unos días me habían cargado cuando salía de la Cinemateca. Ese día acabaron con media Habana. Los hippies ha­bían organizado una manifestación frente a la embajada de Checos­lovaquia para protestar por la invasión rusa y, como era de supo­ner, cargaron con todos. Igual había pasado cuando les dio por interrumpir el tráfico en pleno Galiano acostándose en la calle; lo mismo cuando se reunían en el Capri, en La Rampa. Un hippie para la policía era cualquier joven que estuviera peludo, o lle­vara camisa ancha y pantalones estrechos; cualquiera que anduvie­ra con un radio portátil o que usara gafas oscuras; sin hablar de las sandalias sin medias. De ahí se desprende que la recogida fue inmensa.
Esa tarde yo me tomé un helado en el Ten Cent del Vedado. Había ido a visitar a mi abuela y después me metí en el cine a ver una película americana de gangsters que estaba de lo más buena. A la salida, cuando me encaminaba a la parada de la guagua, un tipo se me arrimó, me tiró un brazo de hierro por arriba y me dijo:
—¿Y qué mi socio?
Ya casi llegaba a 12 y 23 cuando me alcanzó, me hizo doblar, y junto a la pared de un garaje me registró para ver si llevaba armas. Yo lo miraba asombrado.
—Lo que tienes es un mundo atrás –me dijo.
En el acto parqueó una máquina junto a nosotros  y me montaron. Dentro iban tres tipos. Me sentaron en la parte trasera, entre dos de ellos.
—¿Se puede saber por qué me llevan y adónde? –pregunté.
Incomprensiblemente no estaba nervioso. Casi siempre en los momentos de mayor tensión es cuando más tranquilo me siento.
—Vamos a Villa Marista –me contestó el que iba junto al chofer y ese mismo me preguntó:
—¿Qué tú haces, estudias o qué?
—Me desmovilicé el mes pasado. Estudio en el Pre de La Víbora.


—¿Y tú conoces la historia de los mártires del Pre de La Víbora? –me gritó el que parecía el jefe.
Me quedé callado. No volví a hablar en todo el viaje.
Villa Marista estaba atestada de muchachos. Cuando llegamos me metieron en un salón. Los que habían traído antes, unos veinte, esperaban sentados en unos bancos que había pegados a la pared. Cada cierto tiempo entraba un policía y se llevaba a uno. Conti­nuaban llegando máquinas atestadas. Allí, junto a un mostrador me volvieron a registrar y me vaciaron los bolsillos, me zafaron el cinto y me halaron el pantalón por la cintura. Después me hicie­ron quitar las medias y revisaron el interior de mis zapatos. Los objetos personales los iban guardando en un sobre. A algunos muchachos los retrataban a otros no. Cuando acabaron conmigo me llevaron a otro recinto que estaba lleno de unas celdas donde só­lo cabía una persona. En la pared había un saliente que servía de asiento y que no estaba completamente horizontal, sino algo in­clinado hacia adelante, lo que obligaba a mantenerse atento, pues uno se resbalaba constantemente. La pared del fondo y las latera­les estaban repelladas de forma tal que hincaban, lo cual impedía recostarse a ninguna de ellas. De cualquier manera, estaba prohi­bido dormir y un policía vigilaba para que nadie cerrara los ojos.
—Ciudadano –decía–, abra los ojos.
Dije que quería orinar y me sacaron. En mi recorrido pude obser­var las otras celdas, los rostros de los muchachos que me miraban al pasar. En una esquina había una pila.
—Orina ahí –me gritó el policía como si estuviera a cien kilóme­tros de él.


Me llamaron varias veces en la noche. Me conducían por largos pasillos hasta un cuartico donde un oficial me interrogaba. Nunca estuve seguro que fuera el mismo sitio, pues siempre me llevaban haciendo un recorrido diferente. Había que andar rápido, escolta­do por dos policías.
—No mire hacia los lados, ciudadano –ordenaban.


La primera vez me condujeron a una minúscula habitación de paredes blancas. Los perros salieron y me dejaron solo. Me quedé parado junto a la puerta sin saber qué hacer. Sentía mucho frío. El cuarto no tenía ventanas ni ningún tipo de decoración en las paredes. Sólo había un pequeño buró con una silla. Al rato, se abrió una puerta medio disimulada en la pared del fondo y entró un oficial. Su uniforme era diferente a los del ejército. Era un híbrido entre overol y uniforme de gala de las FAR. El hombre me miró sin decir palabra y después se sen­tó y se puso a estudiar un file que había sobre la mesa. Yo lle­vaba un camisón de seda cerrado hasta el cuello que era un escándalo, anchísimo y tan largo que me daba por las rodillas –yo adoraba aquella camisa enorme que había heredado del padre de La Lechuza–, y un pantalón de mecánico virado al revés, para que pareciera mezclilla, tan estrecho, que sufría y sudaba cada vez que me lo ponía. En los pies portaba unas botas cañeras estupendas. No estaba muy peludo, eso sí. Hacía poco que me había desmovilizado del servicio y el pelo no había tenido tiempo de crecer. Yo seguía parado junto a la puerta, el corazón se me que­ría botar y temía que cuando hablara la voz me saliera en false­te. El oficial me preguntó que si no me daba vergüenza andar con aquella ropa, tan indecente, y de clara filiación capitalista. Yo le di la razón y le prometí que en cuanto llegara a la casa la iba a quemar en el patio. Él me dijo que bastaba con anchar el pantalón un poco y estrechar la camisa. Después indagó sobre la película que había visto en la cinemateca, de qué trataba, si es­taba buena, a qué hora se acabó. Luego cambió el tono y me pre­guntó si yo sabía quién había organizado la manifestación y a qué banda de hippies yo pertenecía.
Siempre me hacían las mismas preguntas y me llenaban las mismas tarjetas. Después me devolvían a la capilla. En una de las veces que me llevaron a interrogar lo único que me obligaron a hacer fue llenar una hoja desde el principio hasta el fin con mi firma. Me dio la impresión de que me estaban castigando, como cuando en la escuela la maestra me mandaba a escribir 500 veces "debo por­tarme bien en clase". En otras insistían en que confesara, que ya "mi amigo" lo había dicho todo. "Mi amigo" era un muchacho que me había encontrado a la salida del cine, nos saludamos, conversamos unos segundos, y él siguió su camino. En aquella época yo iba mu­cho a la cinemateca y nos conocíamos de allí. Algunas veces ha­bíamos caminado juntos hasta el malecón. Tenía unos 16 años y un pelo lacio, rubio, muy lindo.
A un muchacho de 14 o 15 años, le dio un ataque de nervios, y se formó un escándalo en las capillas. El muchacho se daba con la cabeza contra el cemento corrugado y el policía frente a él, lo incitaba.
—Date más, aún no te has sacado sangre.


Después se apareció otro policía con un vaso con agua y una pas­tilla. Los golpes resonaban como bombazos. No hacía mucho, un mu­chacho que yo conocía me había contado que cuando lo detuvieron, en los interrogatorios, lo habían obligado a subir y bajar conti­nuamente una escalera calzando unas botas de plomo para que con­fesara no sabía qué. También conocía de la existencia en los só­tanos de los cubículos herméticamente cerrados, donde te encuera­ban y después hacían bajar y subir la temperatura alternativamen­te. Yo estaba que me cagaba. Había perdido la noción del tiempo; me habían quitado el reloj y los cigarros. Hacía frío allá aden­tro. De pronto dijeron que podíamos salir de las capillas y ti­rarnos en el suelo a dormir hasta nueva orden. La cantidad de mu­chachos allí reunidos nos acomodamos como pudimos entre la pared y los bordes de las celdas, y al oído, nos hacíamos preguntas.
—¿Dónde te cogieron a ti?
—En la cinemateca.
—¿Y a ti?
—En Coppelia.
—A mí me cargaron en La Rampa –dijo el que estaba a mis pies.
Empezó a circular un cabo de cigarro. Cuando me estaba embelesan­do mandaron a regresar a las celdas; nuevos interrogatorios. Vo­ceaban los nombres. No sé cuántas horas llevábamos ya allí. Re­partieron unas bandejas con una bola de espaguetis empegotados y blancuzcos que no había quién se los metiera, un verdadero vomi­tivo. La gente protestaba. Alguien  tiró una bandeja y lo desapa­recieron. Uno de los policías nos advirtió.
—Ustedes no conocen nada todavía. Esténse quietos que les con­viene.
Hasta ese momento yo no había pensado en mi casa,  ni en ella. Me habían preguntado si tenía novia y yo había dado, un poco por im­bécil, un poco por miedo, la dirección de C. Qué estaría pasando en mi casa. No sabían nada de mí y yo no podía avisarles. Comencé a desesperarme. Durante mucho tiempo  –¿cuatro, cinco horas?–, no me volvieron a llamar. Pasó el tiempo. De pronto, me sobresalté cuando oí mi nombre.


—Aquí –dije, y me levanté.
Me llevaron a otro salón donde había un grupo grande de mucha­chos. Me preguntaron mi nombre una vez más, y sacaron un sobre con mis pertenencias, entre ellas, ahora lo recordaba, un libro de poemas míos y una revista de la Universidad de La Habana; tam­bién el periódico de la tarde anterior o de la otra, o de la otra. Un oficial hojeó el libro durante varios minutos sin hacer ningún comentario. Me producía una desagradable sensación que aquel tipejo leyera mis cosas; me sonrojé. Al fin tiró el libro sobre el mostrador. Me hicieron firmar, recogí mis pertenencias y me llevaron a otro salón. Allí me hicieron esperar de nuevo. Lle­gaban nuevos muchachos.
—Yo creo que nos vamos –dijo uno.
Lo mandaron a callar. Cuando al parecer estaba el grupo completo, un policía empezó a hablar. Entre otras cosas dijo que ya todos nosotros estábamos fichados y que al que volvieran a coger por ahí lo iban a mandar para una granja en Camagüey, por dos años como mínimo, a trabajar en la agricultura.
Nos sacaron de Villa Marista en máquinas, por pequeños grupos, y nos fueron dejando regados por distintos lugares de La Habana. Era casi de noche"

1 comentario:

Anónimo dijo...

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