La guerra de independencia cubana iniciada en 1895 fue para Nueva York una cuestión local: como una elección a la alcaldía o como una Serie Mundial entre los Yankees y los Mets. No solo porque en Nueva York vivía José Martí, el principal organizador de la guerra y estuviera la sede del Partido Revolucionario Cubano, creado para preparar la guerra y sustentarla; ni porque allí se publicara Patria, el órgano de prensa de los independentistas o porque los cubanos se la pasaran reuniéndose, dando discursos, reuniendo dinero y discutiendo los temas de la guerra por las calles de la ciudad con esa efusión de decibeles con que los caribeños declaran que algo les importa medianamente.
Si la de Cuba fue asumida como una cuestión local es porque las guerras pueden ser muy entretenidas. Sobre todo, si se observan a distancia prudencial. Esta guerra tenía todos los ingredientes para ser popular: una heroína (Cuba) enfrentada a la maldad de un poderoso (el imperio español) para alcanzar su libertad. El mismo argumento de La esclava Isaura, una de las telenovelas brasileñas más famosas. Y todo esto en el momento de oro de la prensa amarilla a la que no le llamaban así precisamente por su brillantez y valor intrínseco.
La prensa amarilla se dedicaba a vender sangre. Sangre en forma de crímenes, accidentes, suicidios, violaciones y horrores de todo tipo. Los avances alcanzados en las comunicaciones permitían la difusión de noticias a velocidades cada vez mayores. De manera que fue coincidencia feliz, o infeliz, según se vea, que estos avances coincidieran con la guerra cubana, que producía sangre a chorros y encima no quedaba demasiado lejos. Los principales competidores en el campo de la morcilla noticiosa eran Joseph Pulitzer (sí, el de los premios) con su periódico New York World y William Randolph Hearst (el que inspiró la película Citizen Kane) con su New York Journal. Ambos diarios peleaban a muerte por las noticias y como Cuba las producía a diario para allá mandaban a sus corresponsales.
Pero para que la gente no se aburra con las noticias lo mejor será armar con ellas una buena novela. Ese fue el caso de Evangelina Cossío Cisneros, joven independentista (de apenas 17 años según los periódicos de Nueva York, de 19 según el acta de nacimiento) que se encontraba presa. Según las autoridades coloniales, los insurrectos la habían empleado como carnada en una emboscada contra un coronel español. O porque se había intentado defender de que el coronel español la violara, según los periódicos neoyorquinos. El asunto es que de un momento a otro los españoles la mandarían a un penal en África.
Por meses los lectores habían seguido la historia de la pobre muchacha y no podía permitirse que no tuviera un “happy end”. Hearst primero lanzó una campaña reclamando la libertad de Evangelina que reunió más de 15 000 firmas, incluida la de la madre del presidente McKinley. Cuando la petición fracasó envió a La Habana al corresponsal Karl Decker para que proveyera el deseado happy ending. Y Decker cumplió, como si de masaje tailandés se tratara: ya fuera mediante una operación que incluyó escaleras, sogas, barrotes aserrados y escape por una azotea o porque sobornara a todo el que encontró delante. Al final Decker logró sacar a Evangelina de su prisión habanera y llevársela para Nueva York disfrazada de hombre y con un tabaco en la boca. Apagado.
El recibimiento en Manhattan fue apoteósico: con bandas de música, fuegos artificiales, y desfile y recepción por todo lo alto en el Madison Square Garden organizada por Hearst, el nuevo rey de las noticias. Durante varios días no se habló de otra cosa. Ni siquiera de la guerra que seguía arrasando el país de Evangelina pero que era como si se hubiera ganado.
Tomado de Nuestra Voz
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