Mi relación con Néstor Díaz de Villegas comenzó por un elogio envenenado. Cuando todavía no habíamos intercambiado palabra alguna, dije de él que era “el Martí de estos tiempos”. Incómodo será siempre para un cubano, si tiene un mínimo sentido de las proporciones, que se le compare con nuestro superhéroe local más socorrido. Sea poeta o no, la aplastante comparación suele hundir en el ridículo a su objeto como si de una piedra atada al cuello se tratara. Tuve, no obstante, cuidado de aclarar en qué consistía el parecido entre ellos. Escribí que los textos de Néstor “contienen esa intensidad pasada de moda, anacrónica pero no obsoleta, en su intento desesperanzado por inscribir la ligereza cubana en la pesadez del mundo” que caracterizaba al supermán de la calle Paula.
Una vez que conocí a Néstor, lejos de desdecir la comparación, insistí en ella. Porque –le remaché con alevosía– el parecido entre ellos iba mucho más allá del impulso redentor de su poesía. Estaba también la cuestión de sus biografías. Tanto Martí como Néstor fueron enviados a prisión en plena adolescencia por la tiranía correspondiente. En ambos casos el pretexto del encierro había sido un escrito privado. En el de Martí, la carta a un condiscípulo reprochándole haberse enrolado en la milicia proespañola. En el de Néstor, un poema inédito en que se disculpaba con un monarca español porque una calle consagrada a su nombre la hubiesen rebautizado con el de un mártir reciente del panteón latinoamericano. Tanto Martí como Néstor arrostraron su presidio con entereza y salieron de este (Martí después de unos meses, Néstor tras cinco años) más aferrados a sus convicciones que cuando entraron. Y salieron sin escalas hacia el exilio donde transcurriría prácticamente el resto de sus vidas.
Tales simetrías invitaban a buscar otras entre el autor de Ismaelillo y el de Confesiones del estrangulador de Flagler Street. También los acercaba el modo en que ambos se habían servido de la modernidad norteamericana para entender los asuntos cubanos. O en cómo se valieron de su calvario personal para entender el universo. Las reseñas de cine de Néstor eran, siguiendo esta lógica, el equivalente de las crónicas de la vida norteamericana de Martí, tanto unas como otras empeñadas en “trenzar nuestra desflecada nacionalidad con la trama del mundo”. Mientras se lo decía, Néstor, que a diferencia de Martí tiene un formidable sentido del humor, soportaba a pie firme la comparación, sabiendo que era lo bastante irónica para que no se la tomara con literalidad y lo bastante seria para que no la desdeñara del todo.
Porque si algo delataba mi seriedad al compararlos era la conciencia de que en todo lo demás Martí y Néstor divergen profundamente. Cuando decía que Néstor era “el Martí de estos tiempos” tenía en cuenta que tiempos tan distintos debían producir Martíes igualmente distantes. Para empezar por lo más obvio, Martí tuvo la suerte de no haber vivido en “la patria que Martí soñó”. Néstor, en cambio, nació en un país en el que los mandatarios se proclamaban seguidores de Martí, encarnaciones de su prédica. En la Cuba de Néstor se educaba martianamente, se reprimía martianamente, se chivateaba martianamente, (¿recuerdan En silencio ha tenido que ser?) martianamente se fusilaba. La excentricidad martiana, una excentricidad heroica, patriótica y revolucionaria en tiempos en que el heroísmo ya era incivilizado, el patriotismo anticuado y la revolución descortés, tuvo que ser replicada por la excentricidad de Néstor, antiheroica, apátrida y contrarrevolucionaria. El Martí de estos tiempos no se empeña en fundar partidos, conducir pueblos, ni sacrificarse en el campo de batalla, sino que se amuralla en su extrañeza, atento a desinflar cada una de las idolatrías a las que su pueblo se entrega. Malos tiempos, lo sé, pero es lo que hay. Si Martí se ofrecía en sus Versos Sencillos como sencillo Mesías para que los Pete Segeers del futuro lo cantaran con la melodía de la “Guantanamera”, Néstor, en sus Palabras a la tribu, increpa y escarmienta a los suyos sobre los peligros del mesianismo.
Cuando Néstor Díaz de Villegas decidió regresar a Cuba treinta y siete años después sin que el motivo de su destierro se hubiese tomado siquiera un respiro, muchos lo vimos como una suerte de traición. Néstor era, más que ciudadano o poeta, un símbolo y los símbolos no pueden permitirse ciertos lujos. Lujos como el de confiar en la bondad de sus antiguos verdugos. Si regresaba el poeta al que en su adolescencia le habían hecho cumplir cinco años de cárcel, qué hacíamos el resto jugando todavía el juego del exilio, negándonos a regresar a donde nos habían maltratado bastante menos que a él. Eso pensé hasta que Néstor comenzó a publicar aquellas crónicas bellas y demoledoras en su blog. Porque en ellas, lejos de justificar su presencia allí, analizaba todo lo que veía y sentía con la mayor honestidad de que es capaz un escritor, casi con sadismo, sin negarse siquiera las inesperadas alegrías que encontraba a su paso, sus encuentros breves pero reveladores con “lo noble y verdaderamente humano” de la isla.
Cuando aparecieron aquellas crónicas cubanas se lo dije: el Martí de estos tiempos estaba dando a la luz su “Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos”. Ciertamente no acababa de iniciar una guerra ni describía una deslumbrada marcha por los montes patrios hacia su muerte. El reencuentro de Néstor con Cuba treinta y siete años después, más que a guerra, suena a capitulación. Más que a muerte, a nuevos planes de vida. No se oculta allí que el motivo principal del viaje, más allá de lo sentimental, es reparar la casa de la familia de su esposa para ponerla en condiciones de alquilarla a turistas alebrestados tras el pacto entre la dictadura cubana y el Gobierno de Obama.
En De donde son los gusanos, libro en que recoge sus crónicas de viaje, el intento de Néstor Díaz de Villegas de auscultar a Cuba deriva en autopsia. No disecciona la isla para determinar la causa de su muerte, bastante obvia, sino para definir su estado de putrefacción y estudiar la fauna que anida en sus restos. Porque, ya lo advierte el título, este es un libro sobre gusanos. Allí se revive la vieja ofensa que identificaba el rechazo a la revolución con el animalejo blando, rastrero y parásito que anida en la podredumbre. Ante esa Cuba putrefacta que describe Néstor, todos son un poco gusanos. Téngase en cuenta que Néstor habla de los gusanos con amor y que si un sentimiento predomina en este libro es justo el amor. Amor, en primer lugar, por lo que queda de una Nación: por las ruinas excelsas de La Habana y por las más humildes de pueblos y ciudades de provincia. Amor por su naturaleza, por sus maltratados animales. Si Martí marchaba decidido a construir la libertad de la Nación, Néstor pugna por resucitarla, por reconstruirla a partir de lo mejor del ADN patrio que busca y recupera como si fuera uno de los científicos fundadores de Parque Jurásico.
Ya a esta altura todo nos devuelve al modelo mencionado, el del diario de campaña de Martí. De donde son los gusanos no comienza con algo que remede al célebre “Lola jolongo. Llorando en el balcón. Nos embarcamos”. A la entrada del libro no están la poesía, la síntesis y el misterio de aquellas frases. En su lugar está el propio Martí en su avatar de aeropuerto: “Tras media horita de vuelo, el Estrecho, la Isla, el verdor y el aeropuerto José Martí (aquel verso martiano de «pasó un águila por el mar…» podría ser hoy el lema de American Airlines).” Pero ya al siguiente párrafo irrumpe la poesía desastrada y sin misterio, del gusano. “Pistas primitivas, cuarteadas y remendadas. Burdas escalerillas, cubiertas de pintura de óxido. Un tono rosado socialista prevalece en las paredes de estructuras terminalmente dilapidadas […] y los fuselajes abandonados en terraplenes recuerdan las antiguas escenas bélicas de Bahía de Cochinos.”
Pero, por debajo del espanto descrito, a Néstor lo traiciona la exaltación que le produce el encuentro. En medio de la podredumbre descubre cosas vivas, disfrutables. Por el camino hacia su provincia natal encuentra “puestos de comida, y se nos acercan vendedores de fruta. Compro mamoncillos gordos, carnosos. Los mangos tienen un sabor fuerte y un perfume exquisito”. Una descripción que nos recuerda esta otra: “[llega] Cada cual con su ofrenda-buniato, salchichón, licor de rosa, caldo de plátano.–Al mediodía, marcha loma arriba, río al muslo, bello y ligero bosque de pomarrosas; naranjas y caimitos. Por abras tupidas y mangales sin fruta llegamos a un rincón de palmas, y al fondo de dos montes bellísimos”. Néstor y Martí, deslumbrados por la maravilla del reencuentro con aquello a lo que han dedicado su vida. Porque así lo dicta hasta la propia necesidad de respirar los aires patrios. Martí ha convocado toda la violencia que cabe en sus compatriotas para liberar su isla. Néstor no consigue, a pesar de la distancia que interpone (“el primer mecanismo de defensa del cubano es olvidar, olvidar a Cuba”, nos dice al final de su libro), disuadirnos de que no le importa Cuba, de que conserva, al menos durante buena parte del libro, la esperanza de alguna redención. Y para ello invita incluso a las voces que lo antagonizan, ya sea la de un guevarista zen (como llama a un descendiente furtivo del Rey de las Camisetas), la de turistas externos e internos que celebran la ausencia bucólica de McDonald’s o Google, o hasta a la propia Razón de Estado. Aunque ninguna, por previsible o por frívola, consiga convencernos.
Al final, su diagnóstico resulta tan desalentador como para cuestionar el propio sentido del viaje. “Regresar a la patria, para un expatriado, es un proceso antinatural y contraproducente –concluye– y no lo recomiendo, a no ser que usted sea escritor y se deba a sus lectores”. Néstor se presenta así como una suerte de Cristo que va a Cuba para que no tengamos que hacerlo los demás. Pero el desencanto de esta antiguía de turismo es engañoso. Su persistencia en reparar la casa de la familia de su esposa, en salvar perros moribundos en medio de la más radical desidia, es –pese a sus desoladoras moralejas– una admisión de fe en algún tipo de redención. Escribir y publicar este libro, otra. Un libro que viene a decirnos que cuando la isla ya no produzca ni siquiera ilusiones seguirá procreando gusanos. A decirnos que, –parafraseando el viejo lema partidista– la Nación muere pero el gusano es inmortal.
*Versión revisada y extendida del texto que leí la semana pasada en NYU para presentar "De donde son los gusanos" de Néstor Díaz de Villegas, tal como la acaba de publicar Rialta Magazine.
1 comentario:
Por muy desagradable y ajeno que me resulte el “hombre nuevo,” tiene cierta lógica o cierta razón de ser, y por lo tanto cierta excusa. Me resulta mucho más odioso y despreciable el “hombre viejo” que hizo posible, entronizó y se entregó al desastre castrista. Ese hombre viejo escasamente tiene excusa, si la tiene, salvo la del pecado original.
Bien se puede alegar que los cubanos no son ni peores ni mejores que nadie, y que todo fue principalmente cuestión de circunstancias y hasta de “mala suerte.” Mi problema con tal argumento es que lo puedo contemplar (con cierto consuelo) intelectualmente, pero no visceralmente. Mi desprecio por los “viejos” responsables siempre gana, no solamente por sentirme defraudado, estafado y desheredado, sino por la sensación de humillación y bochorno.
Claro, no ayuda que casi todo el resto del mundo se haya portado tan miserablemente mal, lo cual aumenta el sentido de fracaso y de insondable estupidez y desatino. Si algo enseña nuestra desgracia es que no se puede contar con "the kindness of strangers" como la infeliz Blanche DuBois, y que meter la pata de tal manera (por decirlo de forma piadosa) resulta ser, en efecto, imperdonable.
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