sábado, 15 de febrero de 2020

El hambre socialista

Fragmento de un libro que acabo de terminar: "Nuestra hambre en La Habana"


El hambre no era un hambre Knut Hamsun, ese noruego al que le dieron el Premio Nobel por contar, entre otras cosas, sus relaciones con el hambre. La nuestra no era hambre de andar por la ciudad rodeado de gente más o menos satisfecha, viendo embutidos a través del cristal de las carnicerías o pasteles de crema a través del cristal de las dulcerías. No era una asquerosa hambre capitalista. No señor.

Era la pulcra, organizada e igualitaria hambre socialista. Te ahorraban el espectáculo de los embutidos, de los señores sentados en un café, tomando chocolate caliente con bizcochos mientras se te cae la baba de puro anhelo. Todos pasábamos hambre por igual. Donde único veíamos manjares suculentos era en el cine o la televisión en alguna película que habían programado por descuido o alevosía. O en la mesa de algún restaurante para turistas pero en ese caso debíamos entenderlo: los turistas venían de otro mundo, un mundo con mucha menos capacidad para el sacrificio y sin principios que defender a golpe de ascetismo. Los turistas venían —como nos explicara el gran líder— a dejarnos las divisas con la que comprábamos la leche en polvo de los niños ahora que nuestras vacas ya no tenían pienso socialista que consumir.

La palabra “socialista” andaba por todos lados. Como una plancha de metal con la que tapar las goteras que iban apareciendo.

Se hablaba de la democracia socialista, de la economía socialista, de la cultura socialista pero —curiosamente— ningún dirigente habló nunca del hambre socialista aunque eso es lo que era.

Ayunar sincronizadamente para luego comer la misma mierda. Papas si eran papas lo que tocaba. Coles si coles. Nabos. Una o dos cosas a la vez. Más de dos sería incurrir en un despilfarro inadmisible.

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