Foto tomada del blog de Arsenio Rodríguez Quintana |
13 y 8 eran las calles que marcaban la esquina en la que se reunían cada sábado a descargar con sus guitarras, aunque en realidad ellos tocaban protegidos de la intemperie, en los salones de una casa vieja convertida en museo municipal. Al fundador de la peña, Vanito, lo conocía desde el preuniversitario. Uno de esos tipos de los que cada escuela incuba muy pocos ejemplares. O ninguno. De los que siempre andan inventando algo. Un día puede ser un grupo de teatro. Otro, formar un coro que parodie una canción norteamericana que súbitamente ha conseguido una popularidad inusitada. O fundar una banda que toque canciones que alguna vez estuvieron de moda con la única condición de ser lo bastante simples como para que puedan interpretarlas gente que apenas domina los instrumentos. Alguien que no te sorprende cuando te dice que hará sus estudios universitarios en una escuela de dramaturgia. Ni te asombra cuando te lo vuelves a encontrar años más tarde y te cuenta que intenta abrirse camino como cantautor, que escuches esta canción que acaba de componer y encima la canción te parece cabronamente buena.
Y entonces te invita a participar en su peña. Te dice que ya ha visto cosas tuyas en alguna revista y que podrías leer tus textos en público entre cantante y cantante. Y al principio es un grupo pequeñito compuesto casi exclusivamente por amigos, o amigos de amigos, que se aparecen por pura curiosidad o por sentirse capaces de corear estribillos que el resto de la humanidad ignora. Algunas de las canciones serán brutalmente malas, pero habrá otras bastante mejores o incluso buenas y, sobre todo ―y esto será a partir de entonces su principal atractivo y lo que empezará a atraer gente algo más diversa y no necesariamente conocida entre sí―, distintas a cualquier cosa que hayas oído hasta entonces. Y lo que comienza en una suerte de chapaleo para espantar el aburrimiento de las tardes de sábado, un alto en camino al cine o al teatro, va tomando forma. Tomará ―usemos una frase ridícula porque hay mucho de irrisorio en tomarse en serio una canción― la forma de las cosas que vendrán. Y los peores músicos empezarán a sentirse incómodos y desaparecerán de la peña, mientras otros bastante mejores van a descubrir un espacio que parece haber sido inventado para ellos. Y los que se quedan entrarán en una competencia feroz y estimulante: descubrir que el éxito de la semana pasada habrá que afianzarlo con una nueva canción. Y el de esta última semana con el de la semana siguiente, so pena de convertirse en autores de una sola pieza y ser desplazados de la atención de las muchachas, que es todo lo que está en juego en esos conciertos. Primero aparecerá el Boris, a quien ya conocía de la misma escuela en la que me había encontrado a Vanito. Y luego Barbería, Pepe del Valle, Alejandro Gutiérrez, Mario Icháustegui, José Luís Medina, Carlitos Santos y el poeta Arsenio Rodríguez. Y la peña se ampliará en público y pretensiones, más o menos en la misma medida que el repertorio colectivo. Cuando se les trate de definir aparecerá la frase insidiosa: la voz de una generación. Una definición inexacta si se considera que las voces de la mayoría de los que cantan no sobresalen por sus registros. O en un sentido menos literal: que ser “la voz de una generación” no es mucho decir en un país donde ―en lo que toca a expresar opiniones― ha producido generaciones afónicas una tras otra. Hasta entonces la máxima de las audacias era escribir notas marginales a la Partitura Oficial de la Idea: la necesidad de desviar una mínima parte del amor por la Causa hacia temas más discretos, como una chica o una flor; o de combinar ambos sentimientos en uno sólo; o describir la melancolía que produce no estar siempre a la altura de la Idea. Canciones que podían pasar por rebeldes cuando en la mayor parte de los casos era una manera sofisticada de hacer que los oídos más sensibles pudiesen tolerar las disonancias del discurso oficial. Los síntomas más decisivos de que en aquel museo estaba tomando forma una voz distinta no eran las palabras que contenían las canciones sino el tono de éstas, un tono distante de la melancolía que desde hacía tiempo se había impuesto como el único modo de darles cierto peso a las palabras. Cada uno por su lado se aparecieron dos tipos ―Raúl Ciro y Alejandro Frómeta― que eran la seriedad misma y no tardaron mucho en convertirse ―y Raúl que odia que lo definan no perdonará esta definición― en los brujos de aquella tribu de músicos. Eran los que intentaban darle forma a aquella reunión espontánea de gente con ganas de compartir algo apelando a la fórmula mágica de la “búsqueda de sentido”. Y esa búsqueda adquirió la extravagancia de conciertos furtivos en la misma escuela en la que habíamos estudiado Vanito, Boris y yo, con estudiantes y directores lanzados en nuestra persecución con intenciones radicalmente opuestas: los primeros para congraciarse con los músicos y los últimos para expulsarlos. Esa búsqueda de sentido también generó el único concierto en el que ―en una isla donde la rotura de una cuerda se consideraba una catástrofe― un músico rompiera alevosamente su guitarra estrellándola contra el piso.
Así fue hasta que por fin, no sé bien si agotados por la tensión que produce la búsqueda de sentido o la del incómodo celo de las autoridades, la peña se fue desbandando para multiplicarse en varios proyectos independientes. Ya para ese entonces, 13 y 8 era bastante más que una de las tantas esquinas de la ciudad. Era un sello que garantizaba una manera distinta de aproximarse a la música, cierta dignidad.
*Tomado de Siempre nos quedará Madrid
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