jueves, 29 de enero de 2009

Otro Martí


Llama la atención que Reinaldo Arenas, un escritor satisfecho en su malditismo, quien hizo de la irreverencia centro de su carrera sintiesa sin embargo una sostenida atracción por la figura de Martí, el reverenciado, el centro de una idea de nación de la cuál Arenas siempre había estado escapando. El Martí de Arenas no es (no puede ser) el que asoma su cabeza de yeso en cada rincón o plaza de la isla. Es el otro, el eterno desterrado, el incomprendido al que la envidia empuja a la muerte. Es el Martí de los comentarios de pasillo de la Historia, nuestro secreto Pepe Ginebra, ese al que le imaginamos una pasión y traición similares a las que sufriera Jesucristo. Porque Martí, compuesto más de posibilidad que de realidades siempre tendrá la forma del sueño, el discurso o el susurro que lo contenga, ya sean colectivos o estrictamente personales. Y en ese Martí no es difícil reconocer la imagen sublimada de Arenas y en ella descubrir que el novelista tenía una idea de sí mismo más trágica y patética de lo que daba a entender en la mayoría de sus textos. Así es como describe Arenas a Martí en El color del verano, un libro por lo demás muy divertido:

El hombre era tan grande que no cabía en la isla porque hacía sentir pequeños al resto de los habitantes de la isla. (…) En el destierro, el hombre grande fue el blanco de millones de intrigas, ofensas y calumnias de todo tipo. Lo tildaron de cobarde, de capitán araña, de depravado, de elitista, de borracho, de drogadicto y hasta de amigo del dictador de la isla. (…) Pero el hombre, a pesar de toda aquella guerra contra su persona, seguía creciendo, se hacía cada vez más grande y proseguía la lucha contra el dictador. Y a medida que crecía comprendía con mayor claridad, que toda aquella grandeza no tendría ningún sentido si no iba a morir a su amada isla, donde, por otra parte, su grandeza no tenía lugar. Así, mientras era injuriado por todos los que querían mantener la isla en la tiranía absoluta y por los que querían liberarla, el hombre grande partió clandestinamente rumbo a la isla. En cuanto llegó, todos los ejércitos, tanto los amigos como los enemigos, se confabularon contra él y lo mataron. Entonces el hombre grande se disolvió en la isla alimentando aquellas tierras. Cuando ya fue sólo polvo y nadie ni siquiera podía identificar dónde había caído o dónde estaba su tumba, los nativos de la isla, tanto los amigos como los enemigos, se sintieron orgullosos de haber tenido un hombre tan grande. E inmediatamente comenzaron a erigirle estatuas. Tantas son ya las estatuas que no hay un rincón de la isla que no ostente el rostro pensativo del hombre grande. (Arenas. El color del verano, página 218)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por el aquello de que "nadie es profeta en su tierra"

...y cuánta razón tenía.

Rosa dijo...

Gracias por compartir esa visión de Arenas, no la conocía, pero me ha conmovido mucho.