sábado, 30 de noviembre de 2024

El bodeguero de la calle Ocho


Uno quiere pensar que muertes como la de Juan Manuel Salvat deben doler menos. Que cuando se ha cumplido el ciclo vital a plenitud como fue su caso la muerte es menos desgracia que trámite inevitable. Porque el Gordo Salvat, como le llamaban desde joven, cumplió con todos los requisitos que se le imponían a un hombre de su tiempo. Rebelde connotado contra las tiranías que le tocaron en macabra suerte supo ser empresario exitoso, padre de familia, patriota y promotor de cultura, casi todo al mismo tiempo.

Cuando conocí a Salvat era ya una leyenda miamense. Había leído su edición de El color del verano, la arrebatada novela de Reinaldo Arenas con ese fervor que solo se puede encontrar en una Habana hambrienta, entre tantas cosas, de lecturas así. Era Salvat la tabla de salvación de libros que por aquel entonces no podían encontrar acomodo en ningún otro sitio. Libros gusanos, quiero decir. Libros que, independientemente de su valor literario, histórico o antropológico, cargaban con el estigma de que sus autores transitaban por el lado equivocado de la historia cuando el rumbo correcto de esta lo marcaban abominaciones como la llamada Revolución Cubana.

Acudí a Salvat para publicar una colección de artículos humorísticos gusanos que en principio pensaba llamar La política cómica pero que, enterado de que en aquellos tiempos existía un periodiquito en Miami de igual título cambié por el de El Comandante ya tiene quien le escriba. Salvat fue todo lo amable que se puede ser en aquellas circunstancias: yo llegaba con el que iba a ser mi primer libro en Estados Unidos, o en Miami, si es que eso es compatible. Con todo el desparpajo que cabe suponer, con toda la torpeza. Pensando que hasta algún dinero le podría sacar a aquel librillo. Pero ¿iba a sacar de paso a alguien que había tratado a Lydia Cabrera, a Carlos Montenegro, a toda la generación de Mariel?

Hasta donde sé en Universal había dos categorías de autores: los que pagaban para publicar y los que no. Nunca escuché que hubiese autores que pertenecieran a una tercera categoría, la de los que recibían dinero por los libros, aunque tampoco lo descarto. Salvat comentaba, riéndose, que Lydia Cabrera lo más cerca que tuvimos los cubanos de una aristocracia intelectual, lo llamaba El Bodeguero de la calle Ocho. Hijo de un bodeguero literal de Sagua la Grande a quien había ayudado siendo niño, el mote, lejos de ofenderlo, debía reportarle no poco orgullo. Los libros pueden ser una mercadería tan digna o tan indigna como otra cualquiera. Que otros vieran su tránsito de luchador clandestino a editor y librero como dos fases de una misma batalla contra la opresión o la insignificancia. Salvat entendía que al final lo que importaba era que cuadraran las cuentas con las cuales mantener a su familia y hacer que Universal siguiera funcionando. Cumplía con sus autores imprimiendo sus libros, poniéndolos a la venta y cumpliendo con el ritual de invitarlos a comer a Casa Juancho en donde te conminaba a que probaras el cordero, lo mejor del menú. No cabía espacio para otra misión de beneficencia que no fuera convertir en libros manuscritos que de otra manera se hubieran perdido en el reciclaje perpetuo de los basureros del exilio.


Durante años cultivamos una relación distendida, con o sin libros por medio. Nuestras familias coincidían en Miami Beach donde Salvat tenía un apartamento y nosotros usábamos el que nos prestaba otra librera y editora, Teresa Mlawer, cubana que, con tesón parecido, se había abierto camino en Nueva York principalmente con la edición y venta de literatura infantil. Una amistad de arena y sol del verano permanente de Miami y de las visitas obligadas a Universal para encontrar con libros y amigos inesperados. O encuentros en la feria del libro de la ciudad donde en las mesas correspondientes a la librería permanecía, inagotable, El comandante ya tiene quien le escriba. Entre nosotros el dinero por la venta de los libros nunca fue un problema: nunca le reclamé un centavo, ni me lo pagó.

Pero de todas las conversaciones que tuve Salvat la que mejor recuerdo fue una de las primeras. Supongo que fue el día en que acordamos que publicaría mi libro. Todavía estábamos conociéndonos. Hablamos de la historia cubana reciente que era también la de su vida. De sus misiones clandestinas bajo el ojo implacable del castrismo, del cañoneo desde una lancha del edificio Rosita (reconvertido en el Sierra Maestra) donde se suponía que un grupo de jerarcas soviéticos celebraban algo. Me mencionó las penalidades increíbles que tuvieron que pasar en los primeros años del castrismo: las prisiones, los compañeros fusilados. “Nada de lo que vino después se compara con lo que pasamos nosotros”, concluyó. Con toda mi arrogancia de aquella edad lo contradije. Le comenté que peor debió haber sido para la generación del Mariel, gente continuamente acosada por un régimen ya totalmente constituido, donde hasta la familia les retiraba el saludo. Luego, el escarnio horroroso contra los que se atrevían a irse para llegar a Estados Unidos y ser asolados por la alienación de los inadaptados y la epidemia del SIDA. Lo lógico era que en ese momento Salvat se hubiera aferrado a sus propias desventuras e imponerlas sobre las ajenas frente a uno que no había conocido de primera mano ni unas ni otras pero aquellos ojos claros en su cara redonda tuvieron un momento reflexivo para concluir:

-Sí, es posible.

En esa concesión nada trivial -Dios sabe lo celosos que somos los cubanos con la importancia de nuestros sufrimientos- Salvat me reveló una de las claves de su incansable gestión. Esa paciencia, esa falta de arrogancia, tan rara entre compatriotas, tuvo que ser decisiva para conservar ese refugio de libros clavado en una arteria -la calle 8- por la que circulaba con mucha más fluidez la yuca y la carne de puerco. Por noble que pudiera parecer su trasiego con libros no habría podido sostenerlo por tanto tiempo de faltarle su humildad y tesón de bodeguero.


Con el escritor Luis Aguilar León

Decía al principio que una muerte como la de Salvat nos debía doler menos sabiendo que faltaba a la verdad. Porque, para un ser limpio y empecinado como Salvat, todos los honores y agradecimientos que recibió en vida debieron parecerles pocos comparados con la conciencia de que el país que tantos desvelos le causó sigue asfixiado por el mismo yugo contra el que luchó desde su juventud por todos los medios a su alcance. El dolor que debió sentir hasta el último minuto ante ese fracaso esencial, más que todos sus éxitos, nos da la verdadera dimensión de valor de gente como Salvat.

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