En pocos sitios he aprendido más en menos tiempo como a bordo de los Uber de Miami. Allí los compatriotas, desdoblados en taxistas de ocasión, al menor amago de simpatía, te desembuchan su biografía tan distinta a la tuya y, sin embargo, ajustada al mismo eje esencial.
Da igual que se trate de uno que acaba de recorrer medio continente para llegar a la ciudad de la que lo separaba la misma distancia que existe entre La Habana y Santi Spíritus; o del hijo de un escritor oficialista —mediocre hasta quedarle grande el adjetivo— que te revela los privilegios asirios que su padre gozaba en la Cuba miserable de los 90; o del primo del que alguna vez fue el tercer hombre de la nomenclatura cubana, quien, al descubrir que compartía hotel con su pariente exiliado, apenas se atrevió a enviarle una nota que era todo un monumento a la cobardía.
Miserias, miedos, hastíos, peripecias diversas, anudados en un destino abrumadoramente común. A bordo de un Uber los cubanos somos historias que ruedan.
Rodar historias también puede ser sinónimo de filmarlas y, en ese sentido, las historias cubanas del exilio han tenido menos suerte en el cine que en los carros de alquiler. La razón principal es, como casi siempre que se atasca el tráfico de la idea a su concreción, el dinero. Eso, y lo difícil de recuperar la inversión —por la relativa pequeñez del mercado y por la dispersión del público potencial— hacen del cine cubano en la diáspora una empresa que emula en dificultad con la cacería de dragones. Sobre todo si se trata de largometrajes de ficción, género bastante más caro y complejo que el documental.
Existe otro obstáculo que, aunque de orden emocional y psicológico, no parece menos insuperable que la falta de fondos: hablo del imperativo de, antes de contar una buena historia, denunciar a la madre de todas las causas que nos han expulsado a los cubanos, choferes de Uber incluidos, a la variopinta geografía del destierro.
Ese deber de gritarle al mundo una verdad tan sencilla como que el castrismo es un régimen criminal, estéril e inhabitable. Una verdad que, por sencilla, es indigerible para un mundo que no quiere renunciar al polvoriento mito de la Revolución cubana.
Pero rechazar la propaganda castrista no garantiza renunciar a la idea del cine “con mensaje” propugnado por Mosfilm o el ICAIC. El resultado —aunque ideológicamente opuesto— suele compartir el mismo tono estentóreo y parecida ausencia de matices. Todo lo anterior, sospecho, explica que en la diáspora siguieran sin aparecer largometrajes que emularan con el sencillo y conmovedor drama del exiliado que contaron Orlando Jiménez Leal y León Ichaso en El Súper, a partir de la obra teatral homónima de Iván Acosta.
Por suerte, ya el cine cubano extramuros parece ir saliendo de su atasco. Una nueva generación, que dentro de la Isla hizo sus armas al margen de la raquítica industria del ICAIC, sigue contando sus historias en el exterior. Historias que rehúyen tanto el panfleto como el llamado cine experimental, que con frecuencia termina siendo refugio de la autoindulgencia y la pereza mental.
El mal llamado cine experimental, con el pretexto de la búsqueda de nuevos lenguajes, se exime de la tan humana necesidad de contar historias para entregarnos flashazos de la supuesta genialidad del autor sin interesarse en concretar ningún hallazgo. Como si Luis Buñuel no hubiera hecho ya El perro andaluz o La edad de oro, los cineastas experimentales persisten en descubrir la incoherencia. Para explicar la abundancia de cine experimental bajo el castrismo basta la advertencia del poeta Joseph Brodsky: “nada engendra más esnobismo que la tiranía”. Si de experimentos se trata, es preferible la vieja consigna de Picasso: “yo no busco, encuentro”.
Realizadores como José Luis Aparicio Ferrera, Carlos Lechuga, Carlos Quintela, Patricia Pérez y Heidi Hassán han conseguido escurrirse de las tenazas panfleto-experimento, convencidos de que para enviar mensajes están los teléfonos. Y, para experimentar, los laboratorios.
Sobrepasado el instante Lumière en que el cine era mera maravilla tecnológica, desde hace mucho es otro medio del que se valen los humanos para contar historias.
A Eliecer Jiménez Almeida se le podría ubicar, con algunas especificaciones mediante, dentro de esta generación. Autor en Cuba de cortos documentales con una mirada devastadora y a un tiempo llena de empatía como Persona y Usufructo, Jiménez Almeida ha realizado en Miami el documental Veritas, con sobrevivientes de la invasión de Bahía de Cochinos y ahora nos trae su Havana Stories.
En su primer largometraje de ficción, Jiménez Almeida parece haberse propuesto superar todas las trampas que acechan a los realizadores de la diáspora: la del dinero, la del panfleto, la de la autoindulgencia y la de la irrelevancia.
Para la primera, que es objetivamente la más complicada, Eliecer echa mano a la imaginación y la mezcla de géneros: apela a los códigos del documental —el género más feliz de la diáspora cubana— para construir una narración a partir de entrevistas a diferentes personajes.
Se trataría de las típicas historias que se escuchan a bordo de un Uber, si no fuese por la inteligencia con que las va entretejiendo, en complicidad con el escritor y guionista Francisco García González (autor de libros como Historia sexual de la Nación, Asesino en serio y Nostalgia represiva; y de los guiones de Lisanka, La cosa humana, Boleto al paraíso, Efecto dominó y Oscuros amores).
El hilo narrativo de Havana Stories se construye alrededor del personaje de Daniel Faz, objetivo central de la llamada Operación Payret. A Faz, intelectual público y homosexual de clóset, la Seguridad del Estado le tendió una trampa en un conocido cine de la capital cubana para sorprenderlo en la comisión de su pecado secreto y mortal.
La trampa, muy común en las décadas del 60 y 70 en un régimen enfermizamente preocupado por la sexualidad de sus súbditos, no solo marca toda la existencia posterior de Faz sino que sirve de pretexto para la entrada en escena del resto de los personajes de la trama: Santiago Segura, el agente que planeó la operación y desde Tampa lamenta que ya ni el castrismo es como el de antes (“¿Dónde está Fidel? ¡Nos dejó huérfanos!”); Roxana Pérez, eterna frustrada tanto dentro de Cuba como fuera: en Cuba porque envidiaba el éxito de su hermana gemela, la actriz Susana Pérez, y en Miami, por los trabajos duros y mal pagados que debe afrontar sostenida por la fe que le alimentan iglesias con nombres como “Pare de Sufrir” y “Dios te Sacude” (“El cubano es malo, malo. Es capaz de sacarse un ojo con tal de ver al otro ciego”); María Félix, hija de Roxana, pero de carácter opuesto y con diferentes ídolos: soñadora y romántica, es admiradora de Leonardo Padura, Paulo Coelho y Ricardo Arjona; Carlos Lazio, cubano-americano a quien sus padres sacaron de Cuba desde pequeño, es miembro del Club Martiano de Hialeah, profesor y cruzado del castrismo light. Para esto se asocia a los Pastores por la Paz de Lucius Walker en la tarea de enviar soga y condones reciclados a Cuba (“Para entender ese país hay que empezar por entender la sexualidad de los cubanos. Y de las cubanas, claro.”); Claudia Vigoa, jinetera con experiencias terribles y carácter indómito que rehúye de la política y al mismo tiempo admira al influencer Otaola (“Yo en política no me meto. El preso que lo ponga otra”); y Yunior Mendosa, chulo y jinetero todoterreno, el típico cabrón de la vida que se las sabe todas y actúa en consecuencia o, si es preciso, inconsecuentemente (“Hay preguntas que no se hacen y respuestas que no se dan”).
A medida que se desarrollan las entrevistas, se descubren las conexiones inmediatas entre los personajes. María Félix fue esposa de Daniel Faz; Roxana Pérez fue su suegra, a pesar de sí misma, de quien califica como “maricón”; Lazio, el luchador antiembargo, está casado a distancia con Claudia Vigoa —residente en Cuba—, quien a su vez es amante de Yunior. Y Segura, policía al fin, ha perseguido con su único ojo a varios de los anteriores.
Pero ese aire de familia que envuelve a los personajes va más allá de sus lazos familiares o dramáticos. Son ellos algunas de las más frecuentes variantes del cubano de estos tiempos. Sobre todo, tal y como los cubanos se manifiestan una vez salidos de la incubadora que es Cuba: con el recelo, la ingenuidad o el resentimiento a flor de piel. Y la inadaptación al medio exterior, resumida en la consigna “¡Es que aquí hay que trabajar!”.
Como si las colas, el forrajeo o la prostitución no costaran esfuerzo. Una vez fuera de Cuba, las frustraciones se convierten en nostalgia por un país que confunden con su régimen y viceversa.
Se ha hablado demasiado de ese Castro que todos llevamos dentro. En cambio, Havana Stories habla del castrismo que llevamos por fuera, a flor de piel y no deja salir aquello que alguna vez soñamos ser. O que ni siquiera nos atrevimos a soñar.
A pesar de esto, no creo que Havana Stories sea una película política. La política simplemente está en la parálisis que acompaña a sus protagonistas y que expresan hasta sin querer, empezando por ese “no quiero hablar de política”.
Abrumadoramente político sí es el mundo del que han surgido estas historias. Havana Stories trata de seres humanos que, como la mayoría de la especie, sucumben a una realidad que adquiere para ellos la forma de la costumbre. Ayudados por el magnífico sentido del humor del guion, los personajes se exhiben con naturalidad y gracia contando lo que en otro caso sería la materia prima de una tragedia. Y su credibilidad se complementa con el lujo tremendo de que, para dar vida a tales personajes, utilice actores de la talla de Albertico Pujol (uno de sus papeles más divertidos, que es mucho decir), Susana Pérez (sorprende su desparpajo para autoironizarse), Gerardo Riverón (un clásico de la televisión de los 70s y 80s en un papel lleno de sutilezas), Carlos Acosta Milián (poderoso, intimidante), Judith González (recupera la dulzura de Magdalena La Pelúa pero sin lo grotesco) y Laura Alemán Satorre (¿De dónde ha salido ese monstruo? Cada palabra que dice, cada pausa, es un curso de actuación.) Hasta Landy Alvero, sin experiencia alguna como actor, consigue hacer creíble su Yunior Mendosa.
La mayor virtud de Jiménez Almeida al crear su primer largo de ficción es el descaro —para no usar una palabra más altisonante como “coraje”. El de atreverse con las limitaciones de presupuesto, las sutilezas del guion y con actores legendarios, cada cual en su campo. Construir una historia que sea al mismo tiempo compleja, auténtica, fluida y divertida. Y saber complementarla con un uso inteligente de la edición y de la exquisita banda sonora compuesta por Alfredo Triff con colaboraciones de músicos de la talla de Xiomara Laugart, Horacio “El Negro” Hernández o Roberto Poveda.
Si algo echo en falta en Havana Stories es no haber jugado un poco más con los tópicos del género documental: el uso de películas de archivo, el de fotografías manipuladas a lo Ken Burns o el empleo del archivo sonoro que se anunciaba al inicio de la película con los coros de “¡Que se vayan!”; recursos que hubieran ayudado a refrescar el enfoque convencional de las entrevistas que componen la historia.
Quizás la falla del cine de denuncia no sean las denuncias en sí mismas, sino el priorizarlas por encima de las historias que cuenta, impidiendo que estas hablen por sí solas al imponerles un discurso, un “mensaje”.
En cambio, las historias de Havana Stories, minúsculas y plurales, consiguen resistirse a las obligaciones de la Historia con mayúsculas, esa tirana. De ahí que la sensación general que deja Havana Stories sea de sorpresa satisfecha. Quizás sea verdad que, como dice Yunior Mendosa, “en Miami no se singa”. Pero al menos se hace cine, que ya es algo.
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