Cuando visito España me reinvento la costumbre de desayunar un café con leche en alguna terraza. Una oportunidad de iniciar el día con la calma que merece un horario que -a diferencia de la rutina laboral- depende más o menos de ti mismo. En este caso se trata de una terraza a la entrada de un mercado de barrio, en una plazuela con ínfulas de parque. Lo bastante hermosa y apacible para comenzar un día deliciosamente tumultuoso, como todos los que paso en Madrid.
Entonces aparece un camarero cubano. Un blanco alto con gorra y barba. Ya lo había conocido el día anterior. Un habanero con ciudadanía española llegado hace apenas un año atrás. Atormentado por no encontrar un alquiler para cuando lleguen su mujer y su hijo, o con que su sueldo de camarero no alcance para mantenerlos. Por el futuro que lo aguarda a partir de septiembre, cuando lleguen los suyos. Al segundo día ya tratándonos como antiguos conocidos, quiere saber cuantos tiempo hace que no voy a Cuba. “30 años” le digo sin especial énfasis pero es como si le escupiera la cara. Algún punto muy sensible le he tocado. O simplemente cae en cuenta que está tratando con el enemigo. El no podría alejarse tanto tiempo de sus raíces, de su familia, de sus amigos, me dije. Por turnos, mientras me trae el café y ordena sillas y mesas a mi alrededor, le respondo que no soy un boniato, que me siento más cubano ahora que cuando vivía en Cuba (si es que eso sirve de algo), que a toda mi familia cercana me la traje hace tiempo y que dentro de poco ya todos sus amigos habrán abandonado la isla.
Mientras va y viene el camarero me dice ofendido que no entiende cómo alguien puede odiar a su país. De poco sirve que yo haga distinciones entre gobierno y país. Es entonces que me suelta lo que vendría a ser el manifiesto fundacional del inmigrante “económico” cubano:
-Que no se fue de Cuba por problemas políticos
-Que la gente emigra de todos los países
-Que en todas partes hay injusticias
-Que en Cuba vivía muy bien y hasta se sentía libre
-Que en Cuba el gobierno no se metía con él
-Que no entiende por qué lo quieren obligar a coger una escopeta y tumbar al gobierno.
Etc etc.
Le comento si no se ha dado cuenta de que por su boca habla el miedo. El miedo a que si piensa o habla de cualquier otra manera pondría en peligro la posibilidad de viajar a su país, un miedo que ignora el resto de los inmigrantes en todo el mundo. Pero el camarero no quiere atender razones. Insiste en que le estoy exigiendo que no viaje a Cuba o que si lo hace lo haga como parte de una fuerza invasora. Como si hablara con otro que no soy yo, le digo.
Renuncio a convencerlo de nada. Nuestra discusión es desvergonzadamente desigual en experiencias, años de emigración y en la relación camarero-cliente. Solo le pido que piense en esta conversación en unos años, cuando se sienta algo menos agobiado, algo más libre sabiendo que, de momento, esa cosa perversa que ha dividido a los cubanos por décadas ha ganado un round más.
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