El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika es pura arqueología de la memoria. Recuerdos desenterrados para explicar un momento de la evolución cubana y evitar que confundamos los huesos del cuello de una jirafa con los de una serpiente. No intenta ser un libro reflexivo sobre un fenómeno que apenas se reconoce como tal, aunque el mero acto de recordar constituya una reflexión en sí misma. La intención primaria de El túnel al final de la luz es señalar la existencia de ese momento que la desmemoria propia o los esfuerzos ajenos casi han conseguido borrar. El momento en que, tras un breve pestañazo del poder totalitario, el arte y la sociedad cubanas pudieron exhibir sus potencialidades. Ya vendrán otros a sacar sus propias conclusiones.
En la elaboración de este libro descubrí que uno de los momentos más luminosos en la historia cultural cubana apenas era recordado por muchos de sus protagonistas. O peor aún, lo confundían con los años que lo sucedieron, esa debacle que hoy se conoce como Periodo Especial. En la mente de muchos, la llegada de Gorbachov a La Habana en abril de 1989 convive con esos camiones ensamblados a la buena de Dios como transporte urbano que circulaban por las calles apocalípticas de los 90 con el sobrenombre de camellos. Y tiene su lógica. La cotidianidad ocupa demasiada atención como para estar conscientes del periodo en que un futuro historiador la enmarque. Por otra parte, la brevísima extensión de este periodo (no más de cuatro años) no contribuye a hacerle un espacio distintivo en la memoria de cada cual. No obstante, si se observa la cronología que acompaña a este libro, la fundación de grupos teatrales y humorísticos, de compañías de baile, la inauguración de exposiciones que terminaron en escándalo y censura, las intervenciones callejeras, el estreno de películas perturbadoramente críticas y la celebración de debates públicos ocurrieron a una escala desconocida hasta entonces y nunca vuelta a repetir.
Sin embargo, no debería a sorprender la falta de autoconciencia de aquel proceso. Al hablar de los 80 cubanos, los estudiosos apenas se detienen en las artes visuales cuando, como se verá en las páginas que siguen, ese súbito despertar trajo cambios permanentes en todos los ámbitos de la creación. Que luego ese impulso pareciera desaparecer con la catástrofe que llaman Periodo Especial no le quita significación ni importancia. Sí noté, a medida que recababa testimonios, que para muchos las reformas soviéticas eran, si acaso, mero ruido de fondo, que poco incidieron en lo que hicieron en aquellos días. Porque para sentir la necesidad de expresarse, de revolverse contra el estado de cosas existente, no era necesario acudir a las páginas de Novedades de Moscú o de Sputnik. Todos concuerdan, en cambio, en que tanto la perestroika como la ambigua respuesta del régimen cubano en la forma del llamado "Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas" sirvieron para crear las condiciones que nos permitieron expresarnos con una libertad que antes ni siquiera sospechábamos. Que lo hiciéramos principalmente a través del vago lenguaje del arte en lugar del más diáfano de la política sirve para hacerse una idea de los límites más bien estrechos de lo que podía ser dicho entonces.
No obstante, la poca autoconciencia de este proceso no se debe solo a la naturaleza tramposa del acto de recordar. No debemos subvalorar la manipulación consciente de la memoria colectiva por parte del castrismo. Una vez que desde el poder se identificaran las reformas en Europa del Este como "actividad enemiga", le resultaría contraproducente relacionar los efectos de la perestroika en Cuba con el momento de mayor libertad creativa en la ya larga existencia del totalitarismo cubano. En el discurso oficial a la perestroika se le asocia con el "desmerengamiento" del bloque soviético y el hambre cubana posterior, sin detenerse en el detalle de cuánto dependió el precario bienestar castrista de las subvenciones soviéticas y cuán poco le importaron al régimen las penurias subsiguientes en comparación con su supervivencia.
Perdonen que insista: los espacios de relativa autonomía aparecidos en la sociedad cubana a partir de los 90 no se deben ni a la natural evolución del sistema —como propugna el discurso oficial—, ni siquiera a ciertas medidas de emergencia, como afirman ciertos críticos. De hecho, la crisis de los 90 fue la coartada perfecta para reducir o eliminar instituciones y proyectos conflictivos en nombre de la política de austeridad redoblada que se impuso. Más allá de medidas estrictamente económicas adoptadas por el régimen —como la despenalización del dólar en 1993 o la reapertura del mercado libre campesino al año siguiente—, lo que continuó animando los proyectos más creativos y audaces de los 90 fue el impulso y las posibilidades abiertas en la década anterior. Ni las artes visuales, el teatro, la música, la danza, el humor o la literatura, aunque inmersos en una dinámica de mera subsistencia, pudieron ser devueltos al manso sosiego —desde la perspectiva del régimen— anterior a la "perestrunka".
Puesto a organizar el material de este libro deseché el orden cronológico, impracticable en periodo de tiempo tan reducido. También el narrativo —introducción, nudo y desenlace de la "perestrunka", por ejemplo— porque muchos de los relatos reunidos mezclan esas tres fases al mismo tiempo. De ahí que optara por agrupar las contribuciones en atención de las principales manifestaciones artísticas, los espacios sociales (la universidad, la iglesia, la calle) o los puntos de vista. Esto último me ha permitido presentar visiones tanto de extranjeros en Cuba como de cubanos en el bloque comunista.
En la sección "La lógica del aparato" se ofrecen atisbos de la mentalidad de un poder que, si bien contuvo levemente su habitual impulso represivo, nunca relajó su vigilancia sobre los elementos más díscolos de la sociedad. Una ausencia notable que lamento por razones ajenas a mi voluntad es la de testimonios de los fundadores del movimiento disidente. Por otro lado, sin querer convertir el libro en una colección de ensayos, incluyo al final los textos de Rafael Almanza, Habey Hechavarría y Jorge Brioso que, desde visiones muy distintas, repiensan la "perestrunka".
Se encontrará el lector a autores ubicados en manifestaciones diferentes a aquellas por las que son mejor conocidos y es que, más que su biografía, he considerado el tema central sobre el que giran sus textos. Para los que por los temas abordados cabrían en más de un sitio creé la sección "En el aire", que busca resumir la atmósfera social y personal de aquellos días. El túnel al final de la luz es, después de todo, un libro de acceso múltiple, donde ningún texto es necesario para entender los otros. Tampoco este prólogo. No obstante, todos ellos se entrelazan de las maneras más sutiles e insospechadas.
Mi tesis al concebir El túnel al final de la luz —con la que no necesariamente concuerdan los autores convocados— es que este movimiento se derivó, como otros, de una falla del sistema: como en el bienio 1959-1960, cuando el régimen recién se implantaba y no podía controlar todas las fuerzas e impulsos que había desatado; como en los años 1967-1968 en el que un enfriamiento en las relaciones con la URSS permitió una tímida aproximación a Occidente; o incluso en el bienio 2015-2016, durante el breve romance americano propiciado por la política de Obama. En cada una de esas instancias se produjeron tímidas primaveras o deshielos —según la metáfora climática que se prefirió—, inducidos por coyunturas ajenas a la voluntad expresa del poder imperante en la Isla, que luego fueron clausurados de manera explícita y tajante por Fidel Castro: en 1961 con las "Palabras a los intelectuales"; en 1968 con el apoyo de este a la invasión de Checoslovaquia y la condena de la primavera de Praga (y para rematar el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971); en 1991 con los famosos discursos sobre el "desmerengamiento soviético"; y tras la visita de Obama a Cuba con un artículo socarronamente titulado "El hermano Obama". Eso no ha impedido a los ideólogos oficiales y a no pocos estudiosos foráneos tomar las excepciones como regla y convertir la historia cultural de la Revolución cubana en un océano de tolerancia interrumpido por coyunturales islotes represivos.
Con El túnel al final de la luz no pretendo, como los manuales marxistas con los que nos enseñaban Historia del Arte, que el arte y la cultura sean meros subproductos de la economía y la política. Apenas me resigno a reconocer que un orden totalitario como el de Cuba termina consiguiendo que la realidad sea modelada en buena medida por la capacidad de control de este y de una manera torcida se termine confirmando lo estipulado por el manual (marxista) de instrucciones.
Antes hablé de la escultura de John Lennon en La Habana como monumento a la habilidad de un funcionario. Pero aquel Lennon de bronce, sentado distendidamente en el banco de un parque de El Vedado como si su música y su melena nunca hubieran sido perseguidas en ese mismo barrio, puede verse también como un monumento a todo lo que el totalitarismo cubano acosó para luego hacerlo parte de su fachada liberal. Ya se achacarán las persecuciones a algún funcionario intermedio que terminó sus días en Miami.
La Revolución o el castrismo, como quiera llamársele, ha durado lo suficiente como para ir reciclando sus víctimas de entonces en partidarios, reales o simbólicos. En parte por su naturaleza voraz y sus digestiones lentas. En parte porque la revuelta de los 80 ni se propuso ni intentó disputar el poder político vigente ni pretendió contrariarlo en exceso. Fue su mera presencia lo que el régimen cubano vio como un peligro existencial. Por eso lo desarticuló cuando apenas empezaba a tener conciencia de sí mismo en proyectos como Paideia.
El túnel al final de la luz trata de articular en un solo fenómeno otros muchos que, aun transcurriendo en el mismo tiempo y espacio y compartiendo origen, experiencias y destinos comunes, nunca llegaron a hacerse la típica foto de conjunto. Sirva este volumen como primera gran foto colectiva de un movimiento que, a pesar de su escasa conciencia de sí mismo, regeneró totalmente la vida cultural cubana y consiguió al menos que el totalitarismo local fuera en lo adelante algo menos opresivo, menos total. Y como conjuro contra los que son, junto al miedo y la estupidez, los mejores aliados de toda opresión: la desmemoria, la dispersión y el silencio.
*Publicado en Diario de Cuba
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