«El humor no tumba ningún sistema», ha dicho en estos días el actor y humorista Osvaldo Doimeadiós y no seré yo quien lo contradiga. No conozco ningún régimen que haya sido derrocado por un chiste aunque existan evidencias de caricaturas que iniciaron el declive de algunos políticos.
Está el caso del corrupto William «Boss» Tweed, al mando de la maquinaria electoral demócrata en Nueva York a mediados del siglo XIX, a quien las caricaturas de Thomas Nast terminaron sacándolo de sus cabales y de su aparentemente inamovible puesto. A Tweed, las sátiras de Nast lo hicieron exclamar: «¡Paren esas malditas caricaturas! Me da igual lo que digan los periódicos sobre mí. Mis electores no saben leer, pero no pueden evitar ver esas malditas caricaturas».
Entiendo lo que intenta hacer Doimeadiós: tratar de disipar la permanente sospecha de peligrosidad social que recae sobre los humoristas cubanos apelando al sentido común. ¿Qué pueden hacer los humoristas frente a un régimen armado hasta los dientes que, encima, controla los principales medios de difusión, la prensa, el sistema educativo y un infinito etcétera? Pero al régimen cubano, especialmente paranoico en cuanto a todo lo que pueda amenazar su poder, no se le puede hacer entrar en razones.
Puede que el totalitarismo cubano haya retrocedido un tanto con respecto a cuando monopolizaba toda la vida social, económica y política del país; pero su lógica de funcionamiento sigue siendo estrictamente totalitaria. Según esa lógica, incluso cuando el régimen no controle todo, hará lo posible por aparentarlo. Por hacerle creer a sus súbditos que todo lo sabe, todo lo ve, todo lo controla, de manera que aquello que lo contradiga también parezca obra suya.
Cierto que el humor nunca podrá derribar un sistema como el cubano, pero puede —aun si no se lo propone— ayudar a desinflarlo, a hacerlo aparecer menos poderoso y temible de lo que aparenta. La risa siempre ha sido un moderado instrumento de subversión, aunque sea como indicador de que le tememos menos a un régimen de lo que este pretende. Cuando un Estado totalitario no tiene más esperanzas que ofrecer, no cuenta con más sistema operativo que el miedo: ya sea el miedo directo y elemental a ser castigado por disentir o aquel bastante más difuso —pero eficaz— que lleva a los súbditos a justificar al sistema por pura inercia o por el recelo que le impone la posibilidad de cambios.
El humor, cuya mejor versión se dedica a desnudar los automatismos mentales y sociales, puede ser un instrumento para sacudirnos la herrumbre mental. No derriba ningún sistema, pero —y que Doimeadiós me perdone— aceita la mente oxidada por tantos años de automatismo totalitario.
No obstante lo anterior, la agresión que sufriera en días pasados el escritor humorístico Jorge Fernández Era excede el asunto de las relaciones entre el humor y el poder. Si en un principio el escritor fue perseguido y castigado exclusivamente por burlarse del régimen por escrito, desde el momento en que Fernández Era pasó a la protesta cívica exigiendo de manera pacífica y casi siempre en solitario «la liberación de todos los presos políticos, el cese del acoso contra los que disienten de las políticas oficiales, la convocatoria a una Asamblea Constituyente, y el no olvido por parte del Estado de aquellos que con los anunciados aumentos de pensión solo serán un tin menos pobres que ahora», se excedió en sus deberes como humorista aunque no en sus derechos como ciudadano.
Fernández Era posee el suficiente coraje intelectual para ver en la censura que trataba de coartarlo el mismo mecanismo que suprime los derechos de todos sus conciudadanos, envía cientos a prisión por expresar su opinión libremente y mantiene al país en una miseria espantosa —empezando por los menos favorecidos por las dádivas del poder—. Un pequeño paso para el humorista y un gran salto para la sociedad.
Conozco a Fernández Era hace casi cuatro décadas y me sorprendió que diera ese paso que lo convertía en enemigo predilecto del Estado y en paria social al punto de ser expulsado por la publicación —dizque independiente— en la que colaboró durante años. En cambio, no me sorprendió en absoluto la tranquila y risueña firmeza con que ha hecho frente desde entonces a la sistemática persecución a la que lo ha sometido la Seguridad del Estado y la persistencia con que cumple su promesa —junto con la profesora matancera Alina Bárbara López— de manifestarse el 18 de cada mes en defensa de los derechos de sus compatriotas. Un gesto, que por quijotesco y desesperado que parezca, tiene una resonancia inusual en calles desoladas por años de exilios, represión y miseria.
La que sufrió Fernández Era el pasado 18 de julio de 2025 no es una agresión más. Que un teniente coronel con la ayuda de un acólito golpeara a una figura pública en el interior de una estación de Policía y que lo amenazara con asesinarlo con métodos subrepticios indica un salto en la escala represiva. Más, sabiendo que la víctima iba a ser liberada poco después y que —con su habitual osadía — no tardaría en difundir las agresiones de que fuera objeto.
En un país donde la violencia de Estado obedece a una calculada estrategia de amedrentamiento de la población, agresiones como la que sufrió Fernández Era no son asunto de rutina ni debe atribuirse a la iniciativa personal de un esbirro especialmente entusiasta. Si no cumplía instrucciones superiores, el oficial que agredió al escritor lo hizo con la firme convicción de que sería respaldado. Esta agresión no es una prueba más de la maldad intrínseca del régimen sino, sospecho, síntoma de que este ha alcanzado un estado de desesperación tal como para necesitar de esos actos públicos de intimidación. De que se siente débil y de que esa debilidad lo ha vuelto mucho más agresivo y peligroso.
La desproporción entre la amenaza que podría representar Fernández Era y el dispositivo represivo montado a su alrededor invita a considerar lo absurdo del asunto. Pero cuando sucede que un poder ha sido montado y sostenido con base en esas desproporciones, difícil será convencer a los represores de renunciar a lo que les ha dado tan buenos resultados; 66 años seguidos en el poder son la mejor publicidad de los métodos de un régimen cuya única prioridad es esa: controlar un país aun al precio de su misma existencia.
Se llega al punto vergonzoso y fatal, siendo cubano, de citar a Martí: «Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana». Porque de eso se trata, de dignidad.
No creo que Fernández Era se haga ilusiones sobre las posibilidades de que un sexagenario armado solo de la palabra —inteligente y cáustica, es cierto— pueda derrocar a una dictadura no menos sexagenaria. Si ha resistido el acoso, las detenciones, las golpizas, las amenazas contra él y el resto de su familia, no es porque crea que sus continuos actos de valor apacible alcancen resultados concretos. Simplemente, intenta defender su dignidad, ese pacto que ciertos humanos establecen consigo para respetarse mejor, para no ser instrumentos más que de sí mismos.
Ese es un lenguaje incomprensible para un régimen acostumbrado a usar a sus súbditos como medio para algo: carne de cañón, fuente de ingresos, combustible y hasta como mera escenografía. Contra ese señor físicamente endeble que persiste cada semana en escribir su columna de humor, en salir a protestar en silencio cada 18 y en contar por escrito y a detalle los maltratos y amenazas que recibe sin que lo abandone la sonrisa ni la inteligencia, el todopoderoso Estado totalitario se siente extrañamente indefenso, frágil, fuera de sí, incapaz de comprender la extraña lógica de un ser humano decidido a defender su dignidad hasta las últimas consecuencias.
Entiendo la desesperación de los represores que acosan a Fernández Era. Bastante más incluso que el tozudo coraje del escritor. Una desesperación que los puede llevar a cumplir las amenazas de muerte que le hicieron el pasado 18. De cualquier cosa que le pueda suceder a Fernández Era —por accidental que parezca— habrá que culpar en primerísimo lugar al Estado cubano que ha dirigido la represión contra él y al mismo tiempo desatendido sus meticulosos reclamos legales. Y en segundo lugar, deberá culparse a quienes siendo testigos de este circo represivo hemos sido incapaces de asociar la heroica defensa de su dignidad a nuestro propio decoro.
*Publicado en El Toque
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