sábado, 19 de julio de 2025

Rumbo al aeropuerto



Rumbo al aeropuerto, el taxista con músculos de policía me pregunta por ICE. Es el latiguillo de casi todos los españoles con los que me encuentro. Los hace sentirse generosos con la inmigración, superiores espiritualmente a esos bárbaros americanos que deportan inmigrantes a punta de metralleta. El taxista se muestra ufano de casi todo: de su origen castizo, de las generaciones de madrileños que se acumulan en su ADN, de su novia venezolana que amenaza con contaminar tanta pureza, de la generosidad migratoria española en comparación con la reciente mezquindad norteamericana.

Dejo que el taxista se regodee con los argumentos previsibles: con quienes contará Trump para cosechar tomates; o quiénes trabajarán en las fábricas que pretende reabrir gracias a la guerra de aranceles. (“Aquí a los inmigrantes se les detiene pero no se les apunta con un fusil en la cabeza”, recalca). No le digo que hace décadas me marché a los Estados Unidos luego de que el país de mis bisabuelos se negara a ofrecerme cualquier viso de legalidad mientras, en cambio ese donde ahora impera ICE me acogió con la generosidad de la que ahora reniega. Aquella época que terminó apenas hace unos meses parece tan lejana que no tiene sentido evocarla ahora que Trump ha convertido a la nación que preside en símbolo de mezquindad migratoria. En cambio los castizos taxistas madrileños le agradecerán al presidente estadounidense el poder ufanarse sobre la superioridad moral española como no lo hacían desde que la flota del almirante Cervera fuera hundida a la salida de la bahía de Santiago de Cuba.

Dentro de la revolución, nada*



Llamémosle Perestrunka

Un libro como El túnel al final de la luz: los años cubanos de la perestroika existe para tratar de explicar una época y un proceso que ni siquiera hoy tiene nombre.

Títulos como “la plástica de los ochenta” o “el movimiento (teatral, humorístico, universitario, cinematográfico, danzario, musical) de los ochenta” tienen el defecto de referirse a un solo aspecto de un proceso que no debe reducirse a ninguna de sus manifestaciones.

Sin conciencia de sí, la simultaneidad y empuje con que transcurrió, su condición sorda pero profundamente política, merece que se le nombre en torno al proceso que, aunque lejano, permitió su existencia. Perestroika a la cubana, interrupta, trunca.

Para ser consecuente con el estilo desenfadado e irreverente que acompañó este movimiento en casi todas sus variantes, llamémosle perestrunka.

Las etiquetas existen en el tiempo para convertirlo en relato. Por ejemplo, el término Quinquenio Gris,[1] tal y como se utiliza hasta ahora, convierte la década más oscura en cuanto a asfixia ideológica y política en breve parpadeo entre el Congreso de Educación y Cultura (1971) y la fundación del Ministerio de Cultura (1976).

Cambiemos los colores y el relato para que se acerque algo más a lo que en verdad ocurrió. Llamémosle Década Negra a la que comienza con la desastrosa zafra azucarera de 1970 y termina con el acoso brutal a los que intentaron emigrar durante el éxodo del Mariel.

Desplacemos el Quinquenio Gris al tramo que va del fin de la Década Negra a 1985, pues de eso se trató: de una grisura bastante espesa atravesada por puntos luminosos, leve aumento en los índices de consumo, la apertura del llamado mercado paralelo, del mercado campesino y el de productos artesanales, algo de relajación del control ideológico, lento despertar de las artes visuales, mayor presencia de música y películas occidentales en la programación televisiva, detalles en los que se puede apreciar un leve resplandor cuando se sale de la oscuridad norcoreana de los setenta o luego, retrospectivamente, cuando se ha pasado por la vuelta al paleolítico que fue el Período Especial.

A los años que van desde 1986 al inicio del Período Especial podríamos denominarlos renacimiento interruptusperestrunka o como se prefiera, porque fue entonces que se conjugaron circunstancias que permitieron a una generación cuestionar la entusiasta resignación de sus padres.

Bautismos aparte, el estudio de este breve pero intenso período de historia cubana sirve para entender mucho de lo que vino después. Este fugaz deshielo involuntario del sistema nos cambió a todos los que participamos en él, tanto a los representantes del régimen como a sus súbditos.

A los primeros, porque pese a sus esfuerzos posteriores por hacer retroceder la sociedad al punto anterior, estaban conscientes de lo impracticable de tal propósito. En lo adelante, deberían ejercer el poder de manera más cínica, pero también más astuta.

El sistema de movilizaciones, campañas y lemas plomizos fue sustituido por uno en que, copiando mal el espíritu de la aplastada revuelta cultural, promovió actividades y consignas que pretendían ser festivas y desenfadadas, y cuyo paradigma fue la campaña de la Unión de Jóvenes Comunistas (Ujotacé a partir de entonces) emprendida en 1990 bajo el lema de “31 [años de Revolución] y pa’lante”, bajo la dirección del ahora políticamente difunto Roberto Robaina.

En el campo de la cultura propiamente dicha, el encargado de implementar un sistema más sofisticado de dirección y control fue Abel Prieto, presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba desde enero de 1988. Fue él quien se encargó de facilitar la emigración de muchos creadores mediante una liberal política de permisos de salida y de eliminar la estricta exclusión de los creadores residentes en el extranjero vigente hasta entonces.

Bajo la consigna de que “la cultura cubana es una sola”, se permitiría la presencia en Cuba, ya fuera mediante publicaciones o en persona, de los artistas que observaran un mínimo de discreción política en el exterior, cuando no un apoyo abierto al régimen.

Bajo esa misma consigna se aceleraría el reciclaje de figuras defenestradas en purgas anteriores, como la famosa parametración de 1971, vivas o muertas. De hecho, a partir de los noventa, muchos de los ideólogos del régimen fueron quienes, tras ser marginados y escarmentados anteriormente, habían aprendido a apreciar las virtudes del sistema desde una perspectiva algo más flexible que la de los viejos comisarios del Partido.

A Abel Prieto se le debe hace tiempo una estatua como el funcionario más útil que ha tenido el castrismo. O no. Puede que la estatua develada por Fidel Castro en el 2000 que representa a John Lennon sentado en un banco —el mismo Lennon cuya música había prohibido durante años— deba considerarse en realidad un monumento al más eficaz de sus servidores en el campo de la cultura.

En un plano más amplio, las experiencias adquiridas durante la perestrunka le sirvieron al Estado cubano para rearticularse frente a la nueva realidad poscomunista. Desprovistas de subvenciones soviéticas, muchas instituciones culturales oficiales se reconvirtieron en falsas ONG, dispuestas al intercambio con el extranjero que les permitiera captar subvenciones públicas y privadas.

Incluso, la Seguridad del Estado y las diferentes instancias de control político e ideológico aprendieron a dar un trato menos torpe a las diferentes manifestaciones culturales. Aprendieron que no toda experimentación artística era un signo de disidencia política y el apoliticismo pasó, de variante disimulada del anticomunismo, a ser considerado un aliado táctico.[2]

Fue en los noventa que se retomaron los esfuerzos, abandonados desde los años sesenta, para dotar al castrismo —sobre todo, de cara al exterior— de un halo heterodoxo que había despreciado hasta entonces. Fue así, por ejemplo, que tuvo luz verde un proyecto controversial como Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, en un país que todavía se recuperaba de su pertinaz homofobia de Estado.

Así se le pudo disculpar a Gutiérrez Alea el lado cuestionador de Fresa y chocolate, al presentarse como una respuesta a las denuncias vertidas por el documental Conducta impropia, de los cineastas exiliados Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, y como manera de restaurar la imagen del Icaic, dañada tras el affaire Alicia en el pueblo de Maravillas.

Lección de los vencidos

Para los que vivimos la perestrunka de este lado de la esperanza y la ingenuidad injustificadas, la experiencia también nos marcó de por vida. Comprobar que el régimen cubano era irreformable, que su prioridad última era la leninista conservación del poder por encima de los intereses y necesidades de sus ciudadanos, fue una lección que nos definió como generación.

La promesa del comunismo, el más allá de los creyentes del marxismo-leninismo, dejó de tener sentido hasta como ilusión. En el mismo discurso oficial se pospuso la meta de alcanzar el comunismo por la de “preservar la utopía”.

Tanto si decidíamos seguir sirviendo al sistema o no, no nos quedaba otro remedio que ser cínicos. Un régimen que se negaba a escuchar y tener en cuenta a las mismas generaciones en cuyo nombre se había instaurado y les había exigido tantos sacrificios a sus padres, estaba renunciando a su propia lógica redentora.

La canción Guillermo Tell de Carlos Varela, convertida en himno de finales de los ochenta, mostraba, con el pretexto del relevo generacional, la circunstancia terrible de que el héroe muestre su destreza a costa de la angustia y la inmovilidad del hijo, al que le ha vendado los ojos. Y lo lógico que sería que intercambiaran los papeles.

“Los hijos de Guillermo Tell” era el título de una exposición con que se exportó a Venezuela en 1991 la imagen de la nueva generación de artistas, sugiriendo una continuidad entre el régimen y sus artistas, en la que ya ni el primero ni los segundos creían.

Si algo había dejado claro la experiencia de la perestrunka era lo incompatible del empeño del castrismo por retener el poder con la urgencia de la sociedad de reformarse y crecer.

Frente a estas circunstancias, solo quedaban tres opciones: el sometimiento, la resistencia o la fuga. En lo adelante, quienes optaran por la resistencia en las durísimas condiciones de mera supervivencia que impuso el Período Especial, estuvieron conscientes de sus fuerzas, pero aún más de su debilidad.

Debían empezar por no hacerse ilusiones sobre la posible coincidencia, aunque fuera parcial, entre el régimen y ellos. El famoso dictum de Fidel Castro de 1961, usado en adelante como regla de juego básica del régimen —“Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”— debía invertirse. Si lo que se buscaba era producir una cultura viva bajo un sistema que propugnaba la inmovilidad, el principio a seguir sería “dentro de la Revolución, nada”.

Entre las principales lecciones que la perestrunka enseñó a nuestra generación fue la de contar exclusivamente con las fuerzas propias, por menguadas que fueran. Y crear espacios sin esperar a que el Estado nos los concediera. Aprendimos a separar acción pública y vida íntima de la ubicua costra totalitaria.

Parecería una lección derivada de los intentos de Art-De y Arte Calle de conquistar el espacio público, de la decisión de Víctor Varela de hacer teatro en su propia casa, de los esfuerzos de Paideia de organizarse al margen de las instituciones estatales, del empeño de tantos curadores y artistas por resignificar los espacios estatales de exhibición (que en aquel momento lo eran todos) y devolvérselos a la gente común, excluida del mundo de la cultura.

Puede afirmarse sin exagerar que la lenta reconstrucción de la sociedad civil a partir de los noventa —sociedad civil inexistente tras décadas de ejercicio totalitario— hunde sus raíces en los confusos años de la perestrunka.

Otros aprendizajes se derivaron del reconocimiento de las debilidades inherentes a ese movimiento. La primera de estas —y que este libro intenta remediar— es la de la falta de conciencia de sí mismo. Porque a pesar de la simultaneidad con que transcurrieron todos estos procesos y de compartir muchos intereses comunes, solían marchar en paralelo sin converger más que puntualmente.

También el elitismo de este movimiento lastró su capacidad de impacto en la realidad social y política, por mucho que una de sus principales preocupaciones fuera romper con las barreras que lo separaba del resto de la sociedad. También lo debilitaba la ingenuidad de pretender reformar un sistema que, por su propio diseño, se negaba a ser cambiado más allá de las modificaciones que necesitaba para conservar la máxima cantidad de poder.

El ejemplo más obvio de los procedimientos tácticos del poder lo son quizás las medidas económicas rechazadas por el peligro capitalista que representaban para el alma pura del socialismo —como lo fue la eliminación del mercado libre campesino en 1986— y luego recuperadas en momentos extremos —como ocurrió con la reapertura de ese mismo mercado en 1994—, pero siempre expuestas a una nueva cancelación cuando el poder se sentía con fuerza suficiente para hacerlo.

Después de todo, no es nada nueva esta dinámica de distensión y aplastamiento desde que Lenin transigió en adoptar la NEP en 1922, hasta ser reemplazada por el Primer Plan Quinquenal de Stalin en 1928.

Notas

[1] Término acuñado por el crítico literario Ambrosio Fornet que ha gozado más suerte que la que merecía. Lo usó para designar la etapa más oscura del totalitarismo cubano, pero se quedó corta en el tono y en la extensión. Por eso mismo ha sido aceptado a larga por el relato oficial sobre la cultura.

[2] “Es necesario conocer este proceso de despolitización, sus rasgos y sus tendencias, para actuar con eficiencia respecto a él. Por el componente reactivo que ha tenido, en relación con la politización extremada que rigió durante un largo período la vida del país —que podía llegar a ser agobiadora—, prefiero distinguir el apoliticismo respecto a otro proceso que en las últimas dos décadas ha registrado una expansión y un afianzamiento crecientes: la conservatización social”. Martínez Heredia, Fernando, “Revolución, cultura y marxismo”. Rebelión, 12 diciembre 2014.

*Tomado de Hypermedia Magazine

Enrique del Risco: 'El túnel al final de la luz'*


Por César Pérez

Tuve la inmensa suerte de conocer a Enrique del Risco (La Habana, 1967) en el primer día de mi primera visita a Nueva York, hace poco más de 20 años. Nos encontramos en un pasillo de New York University (NYU) mientras él iba apurado de una clase a otra, y allí mismo me invitó a su casa al día siguiente. Todavía no sabía que es el mejor anfitrión, el mejor cocinero, el mejor guía de la Gran Manzana, uno de nuestros mejores escritores vivos o muertos, uno de nuestros mejores comentaristas políticos, activista incansable, historiador riguroso, melómano entusiasta que crea grupos de WhatsApp con sus amigos para compartir joyas y rarezas sonoras, centro de una comunidad de cubanos y artistas del otro lado del Hudson (en West New York, no muy lejos de donde vivió Celia Cruz y donde vive Paquito D'Rivera) que por su insistencia está a punto de inaugurar su propio centro cultural.

La lista podría seguir, porque siempre he sospechado que los días de Enrique tienen mucho más de 24 horas, pero lo importante es el hilo conductor de todas esas facetas suyas: la generosidad, cualidad más bien rara en los intelectuales. Enrique del Risco dedica casi tanto tiempo a promover a los demás como a su propia obra, en presentaciones, reseñas, ediciones, artículos o simples comentarios de Facebook. Y últimamente le ha dado por dedicarse a la ingrata, pero necesaria tarea de crear antologías que congreguen voces múltiples sobre temas poco explorados de la historia cubana reciente.

El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017) reunía textos de 57 autores sobre la omnipresencia del MININT, la vigilancia, la chivatería y el miedo en la vida cultural postrevolucionaria, y ahora El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika (Hypermedia, 2025) junta a más de 60 voces para recuperar ese breve periodo de efervescencia sociocultural que ocurrió entre el inicio de la perestroika en la Unión Soviética, alrededor de 1986, y el catastrófico comienzo del (mal) llamado Periodo Especial. Las preguntas que siguen son para mí parte de una conversación continua que se inició en los pasillos de NYU hace más de dos décadas.

Es tu segundo libro/antología monográfica de textos sobre un tema histórico/político. Es un trabajo enorme, desde contactar a los autores, coordinar con los editores, editar y corregir los textos, ordenarlos, discutir correcciones y cambios, escribir el extenso y documentado prólogo. Un trabajo enorme y, en muchos casos, ingrato. ¿Tú no escarmientas? O más en serio, ¿qué te hizo embarcarte otra vez en semejante aventura?

Alguien que me conoce como tú sabrá lo refractario que soy al aprendizaje. Al final yo soy, como mi mujer no se cansa de decir, un pionerito. No repito "Seremos como el Che" pero creo, con fervor infantil, en el poder de la memoria. El olvido es una de las herramientas favoritas del totalitarismo, y más que el olvido, el borrado de la memoria. ¿Cómo si no, la mayor revuelta cultural ocurrida bajo el castrismo apenas se recuerda y si acaso, de manera parcial y segmentada? De ahí que uno vea a las nuevas generaciones repitiendo los mismos errores que cometimos nosotros, como si nada hubiera pasado antes que ellos. Como si no fuéramos capaces de acumular experiencia.

El túnel al final de la luz es un libro que puede serle útil a nuestra generación en la medida en que nos hace conscientes del significado de aquella experiencia. Este libro se hizo para eso: para que una parte importante de los protagonistas y testigos de aquellos años diéramos testimonio de lo que vivimos, para asumir esa experiencia —aprender de ella, quiero decir— y para que la compartamos con las nuevas generaciones. También queríamos hacer una contribución inicial a la recuperación de un momento clave en el proceso de resistencia al totalitarismo del que no se habla. Porque, aunque no nos atreviéramos a hablar en esos términos, sí sentíamos la urgencia de democratizar el sistema.

El túnel al final de la luz es, por otra parte, un libro mucho más complicado que El compañero que me atiende. Mientras en El compañero… lo hicimos entre escritores, especialistas en la palabra escrita, en El túnel… tenía que contar con testimonios de mucha gente que usualmente no se dedica a escribir y que debió hacer un esfuerzo tremendo para articular su experiencia personal. En ese sentido se puede decir que, una vez que les propuse el proyecto de El compañero… a los autores que convoqué, el libro se escribió prácticamente solo. Con El túnel…, en cambio, fue mucho más laborioso el proceso de hacerle entender a los colaboradores qué quería y qué no quería con el libro. El esfuerzo que hicieron fue formidable, esfuerzo que les agradeceré eternamente y los resultados en la mayoría de los casos son notables.

Tu libro Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, 2022) es una crónica personal de los primeros años del "Periodo Especial", el túnel que llegó después de la lucecita de fines de los 80, y del que no hemos salido todavía. Fueron años tan brutales que casi borraron de la memoria colectiva los pequeños fermentos de esperanza democrática que exploras aquí. ¿Es esa la principal razón de que te lanzaras en este proyecto, o hubo otras de más peso?

Sin duda una de ellas. En algún momento comprendí que todo lo que se ha escrito sobre el Periodo Especial, y no solo Nuestra hambre en La Habana, requería de una precuela que explicara mejor quiénes éramos y en qué punto estábamos cuando entramos en aquella debacle. Porque el Periodo Especial fue tan demoledor en su momento que borró todo a su alrededor. Y, de acuerdo con la historia oficial del castrismo, todo en Cuba iba sobre ruedas en los 80 hasta que apareció la perestroika, a la que se culpa de la monstruosa crisis cubana de la década siguiente. En cambio, para muchos en los 80, los cambios que se dieron en la Unión Soviética nos alentaron a tratar de ser más libres y luchar por una sociedad más democrática incluso antes de cuestionarnos el dogma comunista.

Creo que un libro como El túnel al final de la luz sirve para contrarrestar la versión oficial de los hechos y para entender el Periodo Especial no como consecuencia de las reformas soviéticas sino por la incapacidad del régimen cubano de reformarse y por su represión sistemática contra las capacidades productivas y creativas del país. Tanto es así que cada vez que la situación social del país se ha vuelto insostenible el régimen siempre echa mano al recurso de conceder algo de libertad económica, aunque siempre en dosis homeopáticas.

Si acaso, la crisis económica de los 90 ayudó a encubrir la represión política que ya se había recrudecido a finales de los 80, cuando quedó claro que el régimen cubano no replicaría las reformas soviéticas.

Hablas en el prólogo de "revolución cultural". ¿No te parece un término demasiado ambicioso para algo que, para la inmensa mayoría de la población, pasó sin dejar rastros?

Uso el término "revolución cultural" como sinónimo de revuelta cultural, pero te agradezco que me obligues a hacer una precisión. Porque ocurrieron ambas cosas. Fue una revuelta en tanto se empezó a retar el orden cultural y social impuesto hasta entonces: lo primero que me viene a la mente son las performances callejeras de Artecalle o de Art-De liderado por Juan-Sí. Que se dice fácil pero, sabotear eventos culturales, encerrar con candado a la directiva de la UNEAC en la Sala Martínez Villena, escapar de las garras de Alicia Alonso y del Ballet Nacional de Cuba y crear una compañía aparte, cuestionar los proyectos faraónicos de Fidel Castro en su propia cara o el culto a su personalidad como hicieron los estudiantes de Periodismo, cuestionar la validez del marxismo o la sacralidad de la parafernalia simbólica del régimen, pasar la realidad cubana por la cuchilla afilada del humor, representar una obra de teatro experimental como fue La Cuarta Pared durante meses en un espacio privado, sostener durante años el fantástico El Programa de Ramón en la radio, todo eso era completamente impensable unos años atrás y lleva todas las marcas de una revuelta, cultural o de otro tipo.

Fue una revolución en cuanto a cambiar definitivamente la manera de concebir la creación en todas las disciplinas artísticas y el modo en que el arte debía relacionarse con el público y con la sociedad en general. Después de aquellos años nunca más se volvió a concebir lo mejor de la cultura cubana de la misma manera en que se entendía en el ambiente hierático y asfixiante de los años previos. Las performances de Luis Manuel Otero Alcántara, las propuestas escénicas de Danielito Tri Tri o el humor de Capitán Diez son los hijos o nietos de aquella revolución sin que ese linaje cuestione la evidente originalidad de los más jóvenes.  

En varios momentos del prólogo usas la primera persona del singular: tú también fuiste parte del movimiento que describe el libro. ¿Cómo ves al que eras entonces, a la distancia de cuatro décadas, y qué partes de lo que eres hoy tuvieron su génesis en aquellos años?

Mi participación fue de segunda o tercera fila. No pretendo ser protagonista de ese movimiento ni nada parecido. Mi parte más activa fue dentro del movimiento estudiantil. Fui dirigente de la FEU de la Facultad de Filosofía e Historia en ese tiempo y nos cupo el honor que nos acusaran de ocupar el segundo lugar de problemas ideológicos de la universidad (el primer lugar fue para la Facultad de Matemáticas, donde se había creado una especie de partido socialdemócrata en el que todos cayeron presos. Y fui parte de un grupo que abogó por la autonomía estudiantil y la asistencia libre.

También fui parte del movimiento humorístico que se gestó en aquellos años (aparte de publicar textos humorísticos colaboré con Nos Y Otros, El Programa de Ramón, en la Peña de 13 y 8 y en cuanto espacio o grupo me lo pidiera). Pero lo que sí fui a tiempo completo fue espectador, testigo y beneficiario de esa revuelta. Hablo en primera persona cuando tengo que referirme a mi experiencia como farandulero habanero en una época en que vivía bajo la impresión —seguramente falsa pero muy vívida— de que toda la ciudad estaba implicada en esa revuelta: pasar de leer Novedades de Moscú a hacer colas para la Semana de Cine Soviético, ver una exposición a punto de ser censurada, asistir a un espectáculo de Ballet Teatro, o de Teatro Irrumpe, a la puesta en escena de la obra rumana La opinión pública de Teatro Estudio, ir a conciertos de los novísimos o de mis amigos de 13 y 8 que terminaron formando proyectos como Habana Oculta o Habana Abierta.

Desde esa posición de espectador impenitente de casi cualquier cosa que se estaba produciendo hablo en primera persona, y de la experiencia continua de respirar un ambiente de libertad creativa, aunque fuera en medio del acecho policial. Pero los protagonistas fueron otros, muchos de los cuales son parte del libro como Víctor Varela, Ramón Fernández Larrea, Jorge Fernández Era, Reina María Rodríguez, Juan-Sí González, Reinaldo Escobar, Lázaro Saavedra, Marta Limia, Maldito Menéndez, Pepe Pelayo y un larguísimo etcétera.

Para mí fue un momento definitorio por varias cosas. Una de las más importantes es que, por la confusión de aquellos tiempos en que los órganos represivos estaban algo más contenidos que unos años antes, no tuve que hacer ese doctorado en simulación en que se titularon generaciones de cubanos. Fui razonablemente libre en aquellos años y cuando intentaron inducirme el miedo ya era demasiado tarde.

Pero insisto: no es mérito mío sino de una época muy confusa en que el sistema no se atrevía a imitar las reformas soviéticas pero tampoco a exhibir su lado más salvaje. La censura persistía, pero durante esos años la autocensura, ese censor interior con que fabricaban al hombre nuevo parecía haber desaparecido, al menos entre la gente que iba a la vanguardia de la cultura. Parecían decir: si nos van a censurar, que sean ellos.

En ese ambiente me formé y salí de mi marco estrecho de estudiante de una carrera (Historia) en alguien interesado en todas las disciplinas artísticas, aunque no tuviera el talento para ejercerlas. Fueron apenas tres o cuatro años pero, al tocarme en una etapa decisiva de mi formación, son responsables en buena medida de quién soy, de mis instintos culturales y sociales. Queríamos cambiar la sociedad, mejorarla y aunque no lo conseguimos la conciencia de que ese cambio era imprescindible nunca me ha abandonado.

Luego de aquella experiencia, que la viví sin entender bien lo que estaba pasando (¡Imagínate que pensaba que el régimen se vería precisado a cambiar por sí mismo!), me comporté en Cuba, hasta que me fui en 1995, bajo la inercia de aquellos años 80. A pesar de toda la miseria y la represión no me resignaba a ese repliegue táctico que muchos se vieron obligados a dar, incluso cuando ya tenía perfectamente clara la incapacidad de ese sistema para regenerarse. De esa época me queda el candor —o si prefieres, llámale testarudez— que me impulsa a armar un libro como El túnel al final de la luz. La esperanza de —a pesar de todo y del título del libro— ver la luz alguna vez. 

*Entrevista aparecida en Diario de Cuba

Discusión de café con leche


Cuando visito España me reinvento la costumbre de desayunar un café con leche en alguna terraza. Una oportunidad de iniciar el día con la calma que merece un horario que -a diferencia de la rutina laboral- depende más o menos de ti mismo. En este caso se trata de una terraza a la entrada de un mercado de barrio, en una plazuela con ínfulas de parque. Lo bastante hermosa y apacible para comenzar un día deliciosamente tumultuoso, como todos los que paso en Madrid.

Entonces aparece un camarero cubano. Un blanco alto con gorra y barba. Ya lo había conocido el día anterior. Un habanero con ciudadanía española llegado hace apenas un año atrás. Atormentado por no encontrar un alquiler para cuando lleguen su mujer y su hijo, o con que su sueldo de camarero no alcance para mantenerlos. Por el futuro que lo aguarda a partir de septiembre, cuando lleguen los suyos. Al segundo día ya tratándonos como antiguos conocidos, quiere saber cuantos tiempo hace que no voy a Cuba. “30 años” le digo sin especial énfasis pero es como si le escupiera la cara. Algún punto muy sensible le he tocado. O simplemente cae en cuenta que está tratando con el enemigo. El no podría alejarse tanto tiempo de sus raíces, de su familia, de sus amigos, me dije. Por turnos, mientras me trae el café y ordena sillas y mesas a mi alrededor, le respondo que no soy un boniato, que me siento más cubano ahora que cuando vivía en Cuba (si es que eso sirve de algo), que a toda mi familia cercana me la traje hace tiempo y que dentro de poco ya todos sus amigos habrán abandonado la isla.

Mientras va y viene el camarero me dice ofendido que no entiende cómo alguien puede odiar a su país. De poco sirve que yo haga distinciones entre gobierno y país. Es entonces que me suelta lo que vendría a ser el manifiesto fundacional del inmigrante “económico” cubano:

-Que no se fue de Cuba por problemas políticos
-Que la gente emigra de todos los países
-Que en todas partes hay injusticias
-Que en Cuba vivía muy bien y hasta se sentía libre
-Que en Cuba el gobierno no se metía con él
-Que no entiende por qué lo quieren obligar a coger una escopeta y tumbar al gobierno.
Etc etc.

Le comento si no se ha dado cuenta de que por su boca habla el miedo. El miedo a que si piensa o habla de cualquier otra manera pondría en peligro la posibilidad de viajar a su país, un miedo que ignora el resto de los inmigrantes en todo el mundo. Pero el camarero no quiere atender razones. Insiste en que le estoy exigiendo que no viaje a Cuba o que si lo hace lo haga como parte de una fuerza invasora. Como si hablara con otro que no soy yo, le digo.

Renuncio a convencerlo de nada. Nuestra discusión es desvergonzadamente desigual en experiencias, años de emigración y en la relación camarero-cliente. Solo le pido que piense en esta conversación en unos años, cuando se sienta algo menos agobiado, algo más libre sabiendo que, de momento, esa cosa perversa que ha dividido a los cubanos por décadas ha ganado un round más.

Cuestionario Jonathan Edax: Enrique Del Risco*



¿Qué libro arruinó para siempre tu capacidad de disfrutar literatura «ligera»?

No entiendo bien lo de literatura ligera. Si se refiere a la mala, comercial, el único best seller  que me he leído fue El código Da Vinci  y bastó para no volver a intentarlo. Cuando te has leído Las mil y una noches y el Decamerón con diez años es difícil conformarse luego con algo que pretenda ser entretenido y apenas pase de pretencioso y fofo.

¿Qué autor/a te gustaría invitar a cenar, solo para llevarle la contraria durante tres horas?

A Foucault, por querer convertir cualquier escuela en un Gulag. ¡Y mira que no soporto las escuelas! O a Cioran, un cascarrabias que sospecho divertido. Me habría encantado buscarle la lengua por tres horas. (De hecho, lo hago cada vez que puedo con José Abreu Felippe, gran novelista y cascarrabias de cuidado. ¡Y vaya si me divierto!)

¿Qué libro fingiste haber leído con más convicción?

Soy pésimo fingiendo.

¿Qué personaje literario matarías tú mismo?

Cualquier personaje cubano de Padura. Siento que les estaría haciendo un favor. Pero son tan poco creíbles que no sé si considerarlos personajes.

¿Qué libro «clásico» consideras un castigo de lectura y aun así lo defiendes en público?

Defendería Paradiso, supongo, que rara vez te enteras de lo que está pasando, pero a la que hay que leer si quieres enterarte de lo que ha pasado con la literatura cubana desde entonces. O la Ética de Baruch Spinoza, con sus continuas demostraciones geométricas. Cualquiera comprende que son grandes libros, aunque se dejen disfrutar solo a ratos, pero lo cierto es que no he sentido la necesidad de defenderlos públicamente.

¿Cuál es tu placer culpable literario, ese que escondes detrás de una falsa copia de Proust?

Leo por placer, no por culpa.

¿Qué libro tratas como objeto sagrado, pero cuya primera página sigue más virgen que tu Kindle nuevo?

Tengo una relación rara con los libros: solo considero sagrados los que manoseo. Y diré algo que sonará a herejía en este cuestionario: mi Kindle es más promiscuo que el Conde de Casanova.

¿Con qué autor intercambiarías vidas, aunque sea solo para tener una beca en la Sorbona?

Diría que la de Hemingway, que de fuera parece divertida y variada, pero luego recuerdo que termino suicidándome y se me pasa. Pero si pienso en decencia, elegancia y coraje intelectual me quedo con la de Albert Camus, con accidente final y todo y sin necesidad de Nobel.

¿Cuál es la librería que más dinero te ha robado con tu consentimiento?

La extinta Altamira, en Coral Gables. En cada visita me dejaba un pastón. En menor medida Laberinto en San Juan. Eso pensando en gastos por visitas. Pero si pienso en la acumulación a lo largo del tiempo sería Strand, la famosa librería de New York.

¿Qué libros has empezado más de tres veces sin pasar de la página 40?

Por el camino de Swann. He pasado de la 40 más de una vez, pero no lo he terminado. No es que renuncie a leerla, pero supongo que no me ha llegado el momento de disfrutarla como merece. En cambio, hay una novela de un paisano que no me ha dejado pasar de la página sesenta tres veces, pero, estando vivo el autor, prefiero callarme. Pero en ese caso sí me siento derrotado.

¿Qué frase en latín usas para sonar profundo, aunque ni sepas bien qué significa?

Evito sonar profundo. Con bastante éxito, por cierto.

¿A qué personaje literario querrías como terapeuta, sabiendo que te arruinaría emocionalmente?

Joseph K. obviamente. Un tipo así, tan maleable, pero que se cree durísimo debería entender a cualquiera. Y al mismo tiempo no te serviría de mucho que te entienda.

¿Cuál es la edición más absurda que compraste solo por estética?

No compro los libros por la carátula. Empiezo a sospechar que este cuestionario no se hizo para mí.

¿Qué género literario finges despreciar porque tus amigos intelectuales lo hacen?

Mis desprecios suelen ser auténticos, aunque no estén justificados. Nunca leí a Tolkien el rey de la fantasía heroica cuando todo el mundo lo leía. Supongo que no lo hice por puro esnobismo personal. Y ahora me parece demasiado tarde para meterme en ese mundo. Y lo lamento.

¿Por qué autor contemporáneo finges desinterés, pero desearías secretamente haber escrito sus libros?

Este cuestionario me ha hecho caer en cuenta de lo sanas que son mis relaciones literarias. De literatura solo hablo intensamente con mi mujer, bastante mejor lectora que yo y que la mayoría de la gente que conozco. Y en ese caso, ¿qué sentido tiene fingir frente a tu mujer? Y ya me gustaría que mis libros le gustaran tanto como los de Paul Auster que a mí solo me atrapan a ratos, sobre todo en las primeras páginas.

¿Cuántos libros tienes pendientes de leer y cuántos sigues comprando igual al mes?

Seguramente tengo muchos más libros pendientes que los que he leído. Ahora compro muy pocos libros. Apenas me caben en la casa, que no es pequeña. Pero pirateo una veintena de libros digitales al mes, si no más.

¿Qué escena literaria te hizo cerrar el libro y mirar al techo como si hubieras vivido algo?

Ahora no recuerdo ninguna. Las que sí recuerdo son escenas que te hicieron cambiar el modo en que miras el mundo. El tambor de hojalata  está lleno de escenas memorables, de las que te retuercen la percepción, empezando por la pesca de anguilas con una cabeza de caballo que termina repugnando tanto a la madre de Oskar que esta se enferma y muere. Los cuentos de Carver están llenos de escenas tremendas. Como aquella en que el narrador trata de explicarle a un ciego lo que es una catedral. O en la que unos padres encuentran consuelo por la muerte de su hijo con el repostero que le había hecho el pastel de cumpleaños. O el camarero presuntuoso que en medio de la agonía de Chéjov se queda pensando si sería conveniente recoger el corcho de la botella de champán que ha caído al piso. Y de los Nueve cuentos de Salinger te puedo referir un montón de escenas. A la edad a la que los leí era muy impresionable.

¿Qué libro regalarías solo para poner a prueba si alguien es digno de ti?

Conozco a unas cuantas personas que son mucho más dignos que yo y al mismo tiempo son perfectamente iletrados. ¿Para qué arruinar una buena amistad? Pero si se trata de iniciar a alguien en el evangelio de la lectura, le daría cualquier cosa de Borges o Pessoa. Le abren el apetito a cualquiera.

¿Cuál es el crimen literario más atroz? ¿Doblar las páginas, subrayar los libros, o no leer?

No leer y encima opinar.

¿Lees la solapa del autor antes de empezar un libro, o prefieres arruinarte la experiencia después?

Antes, pero solo a veces.

¿Qué biblioteca ficticia mereces según tu nivel de neurosis literaria?

Hubo una biblioteca real, la que le entregó Abraham Moritz Warburg a Ernst Cassirer que, en lugar de la distribución habitual, se clasificaba en cuatro secciones (Orientación, Imagen, Palabra, Acción). La mía se clasificaría en Libertad (o la falta profunda de ella, que es literariamente lo mismo como lo demuestra Archipiélago Gulag), Historia, Risa y Música (para melómanos como yo, de los que no saben leer música, pero la adoran).

¿Has robado un libro alguna vez? ¿Cuál(es)?

Unos cuantos, pero todos en la feria del libro de La Habana, en la época en que solo exhibían libros, no los vendían y uno se babeaba por llevárselos a casa. Uno de esos libros era de Emir Rodríguez Monegal, publicado por Monte Ávila Editores. Allí descubrí que había un escritor llamado Reinaldo Arenas.

¿Cuál es tu mayor logro como lector: sobrevivir a Ulises o terminar El Quijote?

No he sobrevivido al Ulises, pero El Quijote sí lo he leído varias veces y con gusto. Moby Dick es muy desigual, pero afuera estaba la pandemia y lo leí sin mayores dificultades.

¿Qué libro te habría gustado escribir solo para poder firmarlo y presumirlo?

Menos que uno, de Joseph Brodsky.

¿A qué edad te diste cuenta de que leer no te hacía mejor persona, solo más insoportable?

Todavía soy muy joven: sigo creyendo que a la gente como yo gente física y socialmente torpe pero intelectualmente curiosa— leer los mejora.

¿Qué personaje secundario merecía más protagonismo que el principal?

Todos los personajes secundarios de la saga de Sandokán  son más interesantes que el propio Sandokán, empezando por Yáñez de Gomera. Julia de 1984 es más sólida que Winston Smith. El cinismo de ella es bastante más creíble que la ingenuidad de él. Y, en La montaña mágica, Settembrini es más atractivo que Hans Castorp. De lejos. Muchas veces los protagonistas son personajes que hacen cosas o les pasan cosas para sostener la trama, pero esos acontecimientos no definen mejor su personalidad o esta simplemente nos resulta un poco repelente. Los personajes secundarios en cambio, se asoman a las páginas cuando quieren, tienen más libertad, por así decirlo, y para enamorarnos les basta con una frase o un gesto.

¿Cuántos marcapáginas posees, y cuántos usas realmente (más allá del ticket de lotería que, por supuesto, no ganaste)?

Tengo montones de marcapáginas, pero al final lo que más uso son pedazos de papel sanitario. Eso te da una idea de mis hábitos de lectura.

¿Qué autor te parece brillante, pero preferirías no tener cerca en una cena?

Son legión, aunque luego de intimar con ellos lectura mediante uno piense que, en condiciones ideales, podría intimar con ellos a un nivel muy personal, como solo lo hacen sus mejores amigos. Pero, puesto a escoger, no invitaría a León Tolstói, un tipo dado a pontificar y, encima, vegano. Para mí Ana Karenina es la novela más completa que existe (junto a Los hermanos Karamázov  y El Quijote), pero a la hora de comer no me gustaría tener cerca a alguien que me arruine la digestión. Tampoco Nabokov sería un gran compañero de cena, sospecho.

¿Qué frase usas para justificar que no terminas los libros que empiezas?

Creo que la dije antes: leo por placer, no para presumir.

Si tu vida fuera un libro, ¿en qué estante de la librería la encontraríamos: «drama innecesario», «ficción pretenciosa», o «ensayo sobre la decepción»?

Mi vida la pondría en el estante de literatura infantil, sin dudas. Al lado de Tom Sawyer, cuyo protagonista vivió en su infancia lo que yo he tratado de emular toda mi vida. Lo que no entiendo es por qué me empeño en escribir libros que pertenecen a un estante totalmente distinto.


*Aparecido en Bookish & Co.

martes, 1 de julio de 2025

Una prueba moral

Danilo Kis

Hace unas semanas un periodista me preguntaba qué pensaba del recién fallecido expresidente uruguayo José Mujica. No sé hasta qué punto esa pregunta era una especie de prueba de carácter como lo es opinar sobre cualquiera a quien se le suponga maldad o bondad universalmente reconocidas. Le respondí que, como representante de la izquierda latinoamericana, Mujica me parecía un tipo particularmente decente pero que había suspendido la prueba moral elemental que debía pasar todo hispanoamericano. "Para los intelectuales de esta época nuestra, -decía el escritor yugoslavo Danilo Kis- hay un solo examen de conciencia, hay solo dos asignaturas por las que uno suspende y pierde no un curso, sino el derecho (moral) de la palabra definitivamente: el fascismo y el estalinismo". Kis, por supuesto lo decía pensando en los intelectuales europeos. Para los latinoamericanos valdría decir lo mismo: hay un solo examen de conciencia, hay solo dos asignaturas por las que uno debería perder el derecho (moral) de la palabra definitivamente: la dictadura de Pinochet y la de los Castro.

No se trata de creerse que Cuba es el centro del mundo (como tampoco lo es Chile). Se trata de responder ante dos casos extremos que por ello mismo son modélicos y de superar la tentación de perdonar a una tiranía porque comparte tu mismo espectro ideológico, tus mismos enemigos. Y esa es una prueba que poquísimos latinoamericanos superan. Quien se inclina a la derecha aplaude discretamente a Pinochet por meter en cintura -que en dialecto político es el equivalente de matar, encarcelar- a los comunistas (esa tribu en que, cuando te pones poético, cabe la humanidad entera) y abrir el camino a la economía de mercado. En cambio, quien se ladea a la izquierda perdona a Castro sus muertos y presos por haberse enfrentado a Estados Unidos aunque todos los muertos y presos hayan sido locales.

Respecto a esta prueba Cuba o Chile no son países sino metáforas del poder y de lo que se puede hacer con el poder cuando se lo tiene en exclusiva. Y uno de los pocos famosos latinoamericanos que pasó la prueba con éxito es el denostado Mario Vargas Llosa cuando al pedírsele que escogiera entre la dictadura de Pinochet y la de Castro rechazó caer en ese juego. “Las dictaduras son todas malas” respondió “el precio que se paga por cualquier dictadura es inaceptable, intolerable”.

Pero hoy Mujica es un santón cuya sabiduría es casi tan citada como la de Paulo Coelho mientras la supuesta condición reaccionaria de Vargas Llosa se antepone a la consideración de sus mejores novelas. Pero nada de eso resulta contradictorio en un continente en el que los intelectuales y políticos han suspendido en masa su examen de conciencia y no por ello han perdido el derecho (moral) a la palabra.