Mi primer encuentro con los versos de Heberto Padilla tuvo el dulce aroma de clandestinidad con que uno debe acercarse a palabras libres en un país esclavo: en una clase de la universidad, escritos a mano en la libreta de un condiscípulo, sin indicaciones de quién era el autor. Se trataba de “En tiempos difíciles” y mi la complicidad con aquellos versos fue instantánea. Yo era un creyente de aquella tiranía a la que todavía le llamaba “Revolución” pero, bastó el guiño irónico con que el poeta hablaba de las constantes exigencias de tiempo, mano, labios, piernas, ilusiones -y sobre todo de la legua- que se le hacía a "aquel hombre" a quien luego pedían que echase a andar, para que me identificara con él. En mi vida de creyente ya había experimentado de sobra la paradoja de un régimen que hablaba en nombre de la liberación de la humanidad y al mismo tiempo te pedía que le entregaras todo lo que te hace humano. Aquellos versos escritos a lápiz bastaban para demostrar que Padilla, como Sócrates, tenía la capacidad de corromper a la juventud y, por tanto, merecía darse un buen trago de cicuta.
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Antes de seguir con el "caso Padilla" dediquémosle unos instantes al poema “En tiempos difíciles”. En pocos sitios he visto tan bien sintetizados la tragedia del creyente, cualquiera que sea la fe de que se trate. Porque toda fe conlleva continuas mutilaciones: de la racionalidad, la libertad, los instintos. Peor aun resulta la tragedia de los creyentes de una fe que se pretende racional y liberadora. Peor incluso cuando se trata de seres que poseen algún talento creativo a quienes se les exige mutilaciones continuas con tal de que sus ocurrencias encajen en el canon estrecho y oportunista de un sistema político. No puedo pensar en una sola personalidad notable que haya intentado fructificar bajo esos sistemas sin someterse a penosas mutilaciones, incluso cuando las asumiera con todo el entusiasmo del mundo. Desde el pelotero que renunciaba a mostrar su talento en el mejor beisbol del mundo al cantautor que extirpaba de sus canciones su amor por el rock.
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Una confesión: leer la transcripción de la autocrítica de Padilla pronunciada la noche del 27 de abril de 1971 en la sede de la UNEAC fue una de las razones principales de mi salida de Cuba. La leí en las páginas de la revista Casa de las Américas. Para entonces no creía ni un ápice en aquella tiranía pero, a falta de otras evidencias, fue toda una revelación comprobar qué era capaz de hacer aquel sistema con un ser humano. No se trataba de que pudiera asesinar al poeta, como había hecho con tantos cubanos, porque adelantarte la muerte, algo que va a ocurrir de cualquier manera, será un incordio y una descortesía sobre todo cuando se tienen ciertas ilusiones sobre la vida, pero hay niveles de humillación que a la mayoría de los seres humanos nos son impensables. El hecho de que alguien se pudiera rebajar a los niveles a que llegó Padilla en su autocrítica -al punto incluso de denunciar a varios de sus amigos y a su esposa- me resultó nauseabundo. ¿Cómo se puede vivir después de eso? me preguntaba. “Hay un punto desde el que no hay regreso y ese punto puede ser alcanzado” advertía Kafka y yo no quería llegar a ese punto. Porque más disuasorio aún que la autocrítica fue leer el cuestionario que respondió Padilla en 1966 a propósito de Pasión de Urbino, la noveluca de Lisandro Otero. En aquella encuesta Padilla denostaba el libro del funcionario en favor de la novela de su amigo Guillermo Cabrera Infante sin la menor reserva, sin el más leve temor. Si a alguien capaz de tanta audacia -pensaba- pueden humillarlo como lo hicieron con Padilla en 1971 ¿Qué no podrían hacer conmigo, un pobre humorista a quien ni yo mismo tomaba en serio?
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Llegué a los alrededores de Nueva York en 1997, a tiempo para asistir a la presentación de la edición del treinta aniversario de Fuera de juego al año siguiente. En aquel lanzamiento me enteré por boca del poeta que lo que ocurrió en la UNEAC aquella noche de 1971 fue una trampa que le había tendido al régimen cubano. Allí no hizo más que aparentar una reedición habanera de los juicios de Moscú de 1937. Su miedo era, si no fingido, al menos exagerado para darles sus colegas dentro y fuera del país una evidencia clara de los extremos stalinistas a los que había llegado el régimen cubano. Más adelante tendría otros encuentros con el poeta en Nueva York y Nueva Jersey en ambientes más distendidos. Hablamos de temas que ya no recuerdo. Lo que sí me queda claro es que nunca le pedí cuentas por mi decisión de irme de Cuba. Ya para entonces había acumulado suficientes razones como para hacer innecesarias aquellas que encontré en su autocrítica. Y tampoco tenía sentido atormentar a alguien que debió sufrir mucho más de lo que yo era capaz de imaginar.
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En estos tiempos se hace mayoritaria la lectura de aquella autocrítica que le escuché a Padilla en 1998. Más que una retractación forzada se trata de una brillante trampa que le tendió Padilla a sus captores. Una burla, dicen. En 1971 el periodista argentino Rodolfo Walsh, tras leer la transcripción de la autocrítica, insinuó la posibilidad de que “Padilla, conocedor de la resonancia que un texto como el suyo iba a tener, haya elegido esa vía para librar una nueva batalla contra el Gobierno de su país”. El propio ex ministro de cultura Abel Prieto, funcionario especialista en hilar fino en cuestiones donde otros funcionarios del castrismo apenas pueden lidiar con sogas de barco traspasa la responsabilidad de lo que ocurrió la noche del 27 de abril de 1971 al propio poeta diciendo: “En realidad, en una actuación minuciosamente preparada, Padilla había representado una parodia caricaturesca de los procesos de Moscú de los años 30, que contenían, como ingrediente esencial, la confesión de las culpas del acusado y la denuncia de otros «traidores»”.
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Existen buenas razones para que gente tan dispar coincida en interpretar la autocrítica de Padilla como una trampa creada por el escritor. Por una parte, a los defensores del castrismo les permite presentar al régimen como víctima ingenua de las mañas del poeta. Por otra, le permitió tanto a Padilla como a sus valedores el consuelo último de exaltar la capacidad de un poeta y de sus palabras para desnudar a cualquier régimen, por poderoso que sea, en las circunstancias más adversas. Esta versión de los hechos, no obstante, contradice lo que declaraba el poeta a su salida de la isla en 1980. Según Reinaldo Arenas en un discurso que pronunció el poeta ese año en la Universidad Internacional de la Florida (FIU) “Padilla dijo, aludiendo a su obligada retractación, que tuvo que hacerla; "porque cuando a un hombre le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede; ya que esas manos son más necesarias para seguir escribiendo”. La versión tardía del poeta que le escuché en 1998 contradice a su vez la manera terrible y devastadora con que impactó en su personalidad y conducta el hacer de Heberto Padilla en la noche que lo hizo famoso. La escritora Mabel Cuesta en su libro In your face, papi! habla de sus conversaciones con la poeta Lourdes Gil "en nuestros oscuros cubículos de Baruch College. Allí aprendí de la soledad y el llanto de Padilla, su arrepentimiento por el mea culpa entonado durante su comparecencia en la UNEAC". ¿Por qué arrepentirse de una jugada que le había salido tan bien? ¿A razón de qué llorar? Otros testimonios recogidos aquí y allá contradicen la leyenda hermosa pero falsa del poeta que consiguió burlar a sus captores.
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Hace años tuve la oportunidad de ver buena parte del metraje original de las tres horas que se filmaron de aquella noche infame. En aquella ocasión recuerdo que me impresionó la “actuación” de Padilla durante su autocrítica. La manera casi alegre y desinhibida con que se refería a ese otro Padilla que criticaba a la Revolución en privado. Me impresionó eso y el sudor copiosísimo que contradecía el entusiasmo con que se denunciaba a sí mismo y a sus amigos. Entonces entendí por qué el mismo régimen que no tuvo reparos en difundir el texto de la autoinculpación prefirió mantener bajo llave las imágenes: estas desmentían el tono apenado y contrito que le atribuiría a las palabras de Padilla cualquiera que las leyera. Si lo que quería mostrar el régimen era el arrepentimiento del poeta aquel tono jubiloso con que hablaba de sus fechorías terminaba por negarlo. Si lo que pretendía demostrar era que hacía su autocrítica con plena libertad y paz de espíritu, el sudor que le inundaba la cara y la camisa anulaba esa pretensión. (Lo otro que me impresionó de aquellas imágenes fue la declaración sosegada del poeta Manuel Díaz Martínez, miembro del jurado que premiara Fuera del juego en 1968, quien conminado por Padilla a imitarlo se atrevió a responsabilizar al régimen de haberse negado a dialogar con los intelectuales. Consolaba que en medio de tanta farsa y autodegradación alguien se atreviera a salirse aunque fuera mínimamente del guion que todos debían saberse de memoria. El guion que les había trazado el régimen desde las “Palabras a los intelectuales”: frente a la Revolución ellos no eran nada).
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En estos días la circulación extraoficial pero incontenible del documental El caso Padilla del realizador Pavel Giroud ha reabierto el caso y el debate. Son muchos los que tienen por primera vez acceso a la autocrítica del poeta, en su propia voz y animada por sus propios gestos. Muchos los que perciben en los gestos y la cadencia de la voz de Padilla una parodia descarada del mismísimo Fidel Castro. Ni el propio Padilla se atrevió a tanto cuando en 1998 quiso presentar su autohumillación como una burla al régimen. Los que ven en los gestos y la voz de Padilla en el documental una parodia del fundador del castrismo ignoran, como jóvenes que son en su mayoría, que en aquellos años todos, intelectuales o no, cuando se trataba de hablar en público con cierta autoridad, terminaban imitando a Fidel Castro. Así de invasiva era su presencia en el discurso público. Si, ya fuera de Cuba, alguien hubiera felicitado a Padilla por su imitación de Fidel durante su autocrítica sospecho que Padilla volvería a sudar tan profusamente como en aquella noche infame.
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Sobre la autoría de la puesta en escena del caso Padilla tanto la versión del poeta amenazado y torturado que repite a pie juntillas lo que le fue dictado como la de que Padilla consiguió burlarse de sus captores resultan insuficientes para explicar lo visto en las imágenes de archivo. Cierto que para mostrar un auténtico arrepentimiento hubiese convenido un Padilla menos histriónico, más apagado y dócil. Pero sospecho que si de Padilla hubiera dependido difícilmente habría escogido delatar a sus colegas, sobre todo al gran ausente en aquella cita, el poeta José Lezama Lima. Demasiado peso para llevar sobre su conciencia el resto de su vida. Todos los testimonios que existen sobre Heberto Padilla a su salida de Cuba coinciden en la profundidad de las lesiones que dejó aquella noche sobre su espíritu. En cambio, la actitud mostrada por el régimen tanto aquella noche como en las semanas siguientes lo muestran muy complacido con su resultado. Téngase en cuenta que a única muestra de descontento con lo ocurrido durante la confesión del poeta fue la del funcionario Armando Quesada -entonces director del Departamento de Artes Escénicas del Consejo Nacional de Cultura- al interrumpir la defensa de Norberto Fuentes contra la acusación de contrarrevolucionario que le habían hecho. Quesada, revelándose como el director de escena de aquella representación, solo reaccionó molesto cuando uno de sus actores decidió apartarse del sumiso papel que les había asignado a todos.
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Hay que agradecer a Giroud que -aunque contra su voluntad- la circulación de su documental haya traído de vuelta el debate sobre ese repugnante capítulo de nuestra historia. Que lo que antes fuera conversación de catacumbas sea en estos días discusión pública y viral. También es de agradecer el cuidado que puso el director en dar el contexto apropiado para que dentro y fuera de Cuba se entendiera mejor el trasfondo y la resonancia de lo que estaban viendo. Pero en esa preocupación porque el documento mostrado fuera comprensible estriba -en mi opinión- la mayor falla del documental: no confiar lo suficiente en las imágenes que mostraba por primera vez y dedicarse a sobreexplicarlas. Es entonces cuando Giroud echa mano a toda la cacharrería documental al uso: desde la llegada de los rebeldes a La Habana, al Mayo del 68, la matanza de Tlatelolco o los bombarderos de Vietnam. O cuando pone a hablar a Guillermo Cabrera Infante (“la revolución en su primer año fue un año de extraordinaria libertad”, en referencia al año en que más alegremente se fusiló en la Cabaña) y al chileno Jorge Edwards ("las revoluciones cuando se sienten atacadas tienden a desarrollar un sistema de seguridad que en principio es necesario"). O al colocar los intertítulos casi finales que dicen “Heberto Padilla muere en Alabama en el año 2000, tras verse obligado a abandonar Miami”. Giroud intenta ubicar su “caso Padilla” en el contexto de las tensiones de la Guerra Fría y el debate ideológico de izquierdas y derechas sin considerar que el stalinismo no necesitó de bombardeos en Vietnam para para llevar a cabo los procesos de Moscú. Como la Santa Inquisición lo demostró en su momento, los chivos expiatorios y los mea culpa son parte de la dinámica interna de los cultos milenaristas, sean religiosos o ateos. Casos como el de Padilla son la aplicación del viejo sistema que Mao Zedong resumía como “Matar al pollo para asustar a los monos”. Giroud quiere dejar claro que no es hombre de derechas pero al insistir en insertar el caso Padilla en el contexto de la Guerra Fría y oponer Miami a La Habana parece olvidar que aquel evento fue solo un capítulo de la guerra sorda que el régimen establecido el 8 de enero de 1959 ha llevado a cabo para instaurar y mantener el control sobre la nación: los polos del conflicto cubano no están -como lo demostraron el 27N y el 11J- entre La Habana y Miami sino entre el gobierno y el pueblo. Pero tanto si la tesis del caso Padilla como episodio histórico de la Guerra Fría o la que lo considera parte del costumbrismo totalitario están en lo correcto la mejor opción -incluso artística- que pudo tomar Giroud fue confiar en la elocuencia de las imágenes de aquella noche de abril del 71.
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Paso a contradecirme y hacer algo de historia. Si se trata de darle contexto a los hechos, falta un elemento decisivo en aquella puesta en escena. Se trata de la comprometida situación en que se encontraba el régimen cubano desde el fracaso de la Zafra de los Diez Millones del año anterior. Dicho fracaso lo había empujado a abandonar ciertos aires de autonomía respecto al bloque soviético y asumir una posición más obediente y subalterna, renunciando a ciertas alianzas que mantenía hasta entonces con el mundo occidental, especialmente con su intelectualidad. El apoyo soviético que salvó al régimen de la bancarrota tras el fracaso de la zafra exigía renunciar a ciertas muestras de liberalismo exhibidas hasta entonces. Como no haber encerrado a Padilla por presentar el poemario Fuera del juego a un concurso nacional. O al jurado que se atrevió a premiarlo. La detención de Padilla y la consiguiente reacción de la intelectualidad occidental serían el pretexto perfecto para cortar lazos con aquellos que no estuvieran dispuestos a dar su apoyo más incondicional. Y una vez descalificados los que salieron en abierta defensa de Padilla el régimen se sintió más cómodo y libre para castigar a sus intelectuales más indóciles o menos comprometidos. Las palabras de Fidel Castro en el tristemente famoso Congreso de Educación y Cultura contra los que “creen que los problemas de este país pueden ser los problemas de dos o tres ovejas descarriadas que puedan tener algunos problemas con la Revolución” muestran su alivio al desembarazarse de una alianza tan incómoda. Son esos “señores liberales burgueses” a los que califica directamente de agentes de “espionaje del imperialismo”. El "caso Padilla" fue también detonante del famoso proceso de “parametración” que a partir de entonces expulsó a miles de artistas, intelectuales, maestros y estudiantes de los espacios culturales y educativos del país.
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Hablemos entonces de ese fenómeno complejo que llamo “la trampa Padilla”. El paso inicial en esa trampa lo dio el propio poeta al creer que le bastaba el uso de la palabra, de su inteligencia y de sus conexiones con el exterior para enfrentar a una maquinaria represiva tan implacable como aceitada y minuciosa. Pero incluso cuando comprendió que todas sus mañas de enfant terrible no bastaban para mantener saludable distancia de las celdas de Villa Marista pensó que podía salirse de estas huyendo hacia adelante: esto es, mostrando más miedo incluso del que ya tenía e interpretando exageradamente el papel del arrepentido, el sumiso, el abyecto. El delator. Al hacerlo -trataría de convencerse- infamaba a sus carceleros y de paso podría encontrar una salida a su situación. Demasiada sutileza para circunstancias tan brutalmente ciegas a los matices. La fingida cobardía de Padilla solo sirvió, de momento, para atribuirle a los agentes de Villa Marista mayor poder de intimidación del que ya tenían. ¿Qué poderes terribles -se preguntarían muchos en ese momento- ocultaban sus mazmorras para convertir al más atrevido de los intelectuales de la isla en esa piltrafa humana, sudorosa y temblona? El segundo paso hacia el interior de “la trampa Padilla” fue el que dieron muchos, entonces y ahora, al suponer que el poeta tenía muchas más opciones que la de actuar como lo hizo. Al creer que Padilla tendría otra libertad que la de inmolarse secretamente en las celdas de la Seguridad del Estado donde las cámaras del ICAIC no podrían recoger su hazaña. Algo tan iluso como la creencia del poeta de que podría salir de aquella farsa con el alma ilesa.
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Hubo valientes que resistieron torturas mucho peores que las que pudieron infligirle a Padilla. Como aquellos de los que da testimonio uno de los entrevistados en el documental Nadie escuchaba de Néstor Almendros y Jorge Ulla. Hablo, por ejemplo, de los prisioneros sometidos a un sistema de tortura conocido como “la gaveta”. Según contaba uno de ellos “la gaveta” consistía en una celda no más alta ni ancha que un ser humano y de dos metros de profundidad en la introducían de cinco a ocho prisioneros durante semanas o meses mientras se orinaban y defecaban encima por carecer estas celdas de servicio sanitario. Contaba el testimoniante que los prisioneros se empeñaron en resistir para convencer a sus captores de la impotencia de esa tortura para quebrantarlos y así evitar que se la aplicaran a alguien más. El testimoniante también contaba que, compadecido por el sufrimiento de los prisioneros, uno de los guardias accedió a sacar de la prisión el testimonio escrito de los prisioneros sometidos a las "gavetas". Y, sin embargo, al llegar al exilio la denuncia fue desatendida por inverosímil.
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La trampa Padilla es inmensa y nos puede engullir a todos. La trampa que empieza por creer que de haber estado en la situación de Padilla hubiéramos reaccionado de mucho mejor manera (y hasta nos creamos valientes por puro contraste entre nuestro yo imaginario y el Padilla real). Es una trampa mortal pensar que esa reacción imaginaria podría haber tenido algún impacto en el esquema general de las cosas. Como si las prisiones castristas (o las de la KGB o las de la Stasi) no hubieran conocido muestras de heroísmo de las que, si alguna vez se enteró el mundo exterior, siempre llegaron demasiado tarde como para influir en los acontecimientos. También Padilla -y con él muchos de nosotros- cayó en la trampa de creer que se podía pasar de listo frente a un poder totalitario. Que bastaba ganarle esta o aquella partida retórica a un poder que controla los medios de producción de realidad, y es dueño del bate, el guante, la pelota, el terreno y sobre todo del marcador. Padilla fue atrapado por el espejismo de que basta el buen uso de la lengua frente a un poder que controla miles de lenguas junto a un ejército de pistolas y estacas. Una trampa avalada por la falacia martiana de las trincheras de ideas, o de que bastaba una anunciada desde el fondo de una cueva para derrotar ejércitos porque Martí desconocía la potencia de un poder que consigue apropiarse de la Historia que es lo mismo que apropiarse del Tiempo. Pero la trampa se ensancha y nos envuelve a todos cuando creemos poseer la interpretación correcta del asunto -sí, como la que trato de desplegar acá- y que basta que esta resplandezca por encima de las otras para que al fin demos con la clave que derrotará al monstruo. Una creencia tan rotunda que terminamos convirtiendo a todo el que se aparte de nuestra versión en colaborador consciente o inconsciente del régimen. La trampa se expande cuando creemos que vale la pena pelearse eternamente por esta o aquella y razón porque siempre habrá tiempo para derrocar al poder cuyo único objetivo es dejarnos a los demás fuera del terreno donde el juego se decide. La trampa continúa ahondándose cuando vemos el caso Padilla como un evento que tuvo lugar una noche de 1971 y no como la rutinaria esencia del sistema. Esa que empieza llamarle voluntario al trabajo que no deseas hacer y que te hace negarle el saludo al amigo marcado como disidente. La trampa se activa al "filtrarse" un video que nos revela un supuesto acto de debilidad de un Luis Manuel Otero Alcántara o un José Daniel Ferrer y nos hace debatir hasta el infinito su condición de traidor a la causa. También está la trampa de tomar el asunto de la autocrítica demasiado en serio -más en serio que Padilla, por ejemplo- y atribuirnos culpas que nos superan como individuos y hasta como pueblo. Cierto que somos muchos los que hemos colaborado con lo que el poeta Jorge Salcedo llama "esta inmensa obra de cobardía". Pero la mayoría de nosotros somos apenas colaboradores part time que no podemos competir con los malvados y los cobardes a tiempo completo a menos que nos domine la soberbia. La soberbia del Bien y la Razón, quiero decir, que también existe y hasta en eso se debe ser humilde, sobre todo cuando nos escondemos tras las espaldas de todo un pueblo. Pero la mayor trampa de todas es que desviemos por un segundo la atención del hecho de que ha sido ese sistema montado en Cuba -al igual que en países muy distintos del nuestro- el máximo culpable -y no Padilla o Pavel Giroud- de que tantos seres humanos se hayan visto enfrentados a opciones tan terribles como las que tuvo frente a sí aquella noche el poeta. Y distraernos del hecho de que un régimen que solo ofrece la libertad de elegir entre el martirologio o la humillación cotidiana es tan inaceptable como difícil de desmontar.
5 comentarios:
Llevas mucha razón en tus observaciones. Atacar a Padilla por su retractación pasa por alto un hecho innegable: que quien orquestó aquel show y quien ordenó que se filmara fue Fidel Castro. Tengo un único reproche, no para Heberto Padilla, sino para aquellos intelectuales, viejos y más jóvenes, que se postraron ante el poder, para luego hacernos a todos -ellos incluidos- víctimas de este.
"Hay que agradecer a Giroud que -aunque contra su voluntad- la circulación de su documental haya traído de vuelta el debate sobre ese repugnante capítulo de nuestra historia." ¿Qué nos lleva a pensar que este debate va en contra de lo deseado por Giroux? Es que acaso Giroux pretende tener la única opinión correcta sobre este tema o que se opone a que se debata el tema sí porque sí? Lo dudo. De hecho, el debate suscitado por el documental es uno de los indicios que constatan su calidad.
En relación al esfuerzo por desinfectar la gesta pusilánime de Padilla ante la UNEAC, no creo que vale la pena. Las cosas son como son. En Cuba no queda nadie como Osvaldo Ramirez García, y aquí no queda nadie como Tony Cuesta. Tanto aquí como allá quedamos muchos dispuestos a emular a Padilla, y también a Galileo Galilei, para salvar el pellejo. La multitud somos muchos Padillas a menos que se demuestre lo contrario.
No creo que esta realidad sea motivo para perder el aliento. Al contrario. Para poder salir adelante es preciso saber donde estamos parados.
Querido anónimo: como bien usted cita lo que fue contra la voluntad de Giroud fue la circulacion extraoficial del documental -algo que puede afectar su comercializacion- no el debate que seguramente le interesa generar.
Y no trato de "desinfectar" la "gesta pusilánime" (vaya oxímoron!) de Padilla. Trato de separar esa noche lo que dijo por propia voluntad (si hubo algo) de lo que le fue inducido. Trato de recorrer el camino desde la primera vez que lei el texto de la autocritica de Padilla hasta ahora que veo la película. De entender mejor.
Querido Manuel Ballagas: Me estoy leyendo con mucho interés sus memorias sobre las ediciones El Puente y la visita de Allen Ginsberg a La Habana.
Es el primer análisis profundo e iluminador que leo sobre el tema. The huge system, that's the question.
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