viernes, 24 de febrero de 2023

El caso y el ocaso de Padilla

Pedro Yanes, Heberto Padilla y Reinaldo Arenas en la librería Lectorum de Nueva York. | Imagen: Archivo de Pedro Yanes


Por Reinaldo Arenas

     Una de las grandezas del pueblo cubano es que se desprende más fácil de la vida que del sentido del humor. Sentido del humor que contiene casi siempre un profundo sentido crítico e irónico.
     El castrismo, con su secuela de represiones, crímenes y escaseces, no ha podido sin embargo, disminuir nuestro sentido del humor. Muy a pesar suyo (del castrismo) el sentido del humor se ha vuelto aún más mordaz; aunque los chistes ahora tengan que decirse en voz apagada y en forma cautelosa. Recuerdo uno de ellos, muy popular en Cuba: Pregunta -- ¿Cuál es el colmo de un dictador? Respuesta --. Matar a un pueblo de hambre y no cobrarle el entierro --.
     Ese sentido del humor -- esa ironía -- es también un arma que han sabido esgrimir (a veces muy sutilmente) los escritores cubanos. Recuerdo el trabajo de Virgilio Piñera publicado en 1969 en la revista UNIÓN, con motivo de la muerte de Witold Gombrowicz; ya que "aunque los escritores cubanos no tenemos derechos, sí tenemos deberes" -- aludiendo irónicamente a la supresión de la propiedad intelectual por Fidel Castro en discurso recientemente pronunciado en Pinar del Río, con motivo de la inauguración de varias cochiqueras.
     Ese astuto sentido de la ironía (y hasta de la burla); esa habilidad para decir entre líneas, fue también un arma que utilizó Heberto Padilla en el momento dramático y caricaturesco de su retractación.
     El 20 de marzo de 1971, el poeta Heberto Padilla (junto con su esposa Belkis Cuza Malé) fue arrestado y conducido a una de las celdas del Departamento de Seguridad del Estado. Estas celdas son unos espacios de dos metros cuadrados, herméticamente cerrados, con un bombillo y una escotilla en la puerta de hierro, por la que a veces suele asomarse el carcelero de turno. En las mismas se aplican diversos grados de tortura que van, desde los golpes hasta el suministro de incesantes baños de vapor y luego baños congelados (las celdas están equipadas para estas y otras eventualidades).
     El propósito de Fidel Castro al enviar a Padilla a este sitio espeluznantemente célebre en toda Cuba, era lograr que el poeta, que había mantenido una actitud crítica ante el sistema, se retractara y quedara de ese modo desmoralizado, tanto ante los jóvenes escritores cubanos que ya comenzaban a admirarlo, como ante las editoriales extranjeras que comenzaban a publicarlo, y ante todos sus lectores. Para lograr esa humillación o retractación se acudió al no por antiguo menos eficaz método inquisitorial, puesto en práctica con tanta pasión por los monjes medievales: la tortura. Por treinta y siete días Padilla fue sometido a sus diferentes grados, entre los que se incluyeron el ingreso en un hospital de dementes, golpes en la cabeza, torturas psicológicas, amenazas de exterminio o una condena infinita. Al cabo de los treinta y siete días los diligentes oficiales obtuvieron lo pedido por Castro: la flamante retractación firmada por Heberto Padilla, en la cual se contemplaba la mención a sus amigos íntimos, incluyendo, también a Lezama Lima quien había premiado el libro Fuera del juego y a la propia esposa de Padilla.
     El método, que de tan burdo hubiese causado quizás la repugnancia de Torquemada, no podía ser más práctico.
     Castro, pródigo en ignominias y abruptas sorpresas, creó el "caso Padilla" con el propósito de provocar su ocaso, desmoralizándolo y neutralizándolo, aterrorizando de paso al resto de los intelectuales cubanos que tenían las mismas inquietudes. Pero no lo logró. Como en el caso del llamado "Cordón de La Habana", como en el caso de la cacareada industrialización nacional, como en el caso de la Zafra de los Diez Millones, como en el caso de las innumerables y delirantes leyes creadas con el fin de adoctrinar y estupidizar a todo el pueblo, además de aterrorizarlo, el tiro le salió por la culata: no fue Heberto Padilla el que quedó manchado ante la Historia, sino el propio Fidel Castro, por haber obligado a un escritor, a un ser humano (a través del chantaje y la tortura) a retractarse públicamente de su propia condición humana, de lo que más profundamente justificaba y enaltecía: su página querida.
     Si el arresto y prisión de Padilla provocó urticaria en los intelectuales del mundo entero, la obligada (y filmada) retractación que tuvo que representar al salir de la celda de Seguridad del Estado, puso al descubierto el verdadero rostro de la tiranía cubana. Sus llagas se abrieron de tal forma que hoy en día sólo los mediocres útiles y los inescrupulosos bien remunerados (entre los que hay que incluir naturalmente a los agentes disfrazados de intelectuales) se atreven a visitar ese cadáver blindado al estilo soviético, que hace muchos años se llamó revolución cubana.
     La astuta ironía de Padilla (su sentido del humor aún en circunstancias tétricas) ayudó a mostrar, a quien tuviese alguna duda, lo aberrante de aquella detractación.
     Fui uno de los cien escritores "invitados" a presenciar la confesión de Padilla aquella noche del 27 de abril, en los salones de la UNEAC. Allí estaban también Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Miguel Barnet, José Yánez, Roberto Fernández Retamar y muchos más. Milicianos armados cuidaban afanosos la puerta de la entrada de la antigua mansión del Vedado, ocupados en constatar que todo el que llegase estuviese en la lista de "invitados". Hombres vestidos de civiles, pero de ademanes y rostros ostensiblemente policiales, preparaban diligentes la función. Allí estaba también Edmundo Desnoes. Se encendieron las luces, las cámaras cinematográficas del Ministerio del Interior comenzaron a funcionar. Padilla representó su Galileo. Sabía que no le quedaba otra alternativa, como en otro tiempo lo supo el Galileo original, como en otro tiempo lo supieron tantos hombres, quienes, mientras las llamas los devoraban, tenían que dar gracias al cielo por ese "bondadoso" acto de purificación... Pero esta vez el espectáculo era además filmado; lo cual de paso nos enseña que el avance de la técnica no tiene por qué disminuir el de la infamia.
     Fue entonces cuando Padilla, en medio de aquella aparatosa confesión filmada y ante numeroso público oficialmente invitado, puso a funcionar su ironía, su hábil sentido del humor, su burla. Entre lágrimas y golpes de pecho dijo "que las numerosas sesiones que había mantenido por espacio de más de un mes con los oficiales del Ministerio del Interior, había aprendido finalmente a admirarlos y a amarlos".
     Para cualquiera someramente versado en literatura y represión, era evidente que Padilla estaba aludiendo aquí a los numerosos interrogatorios y torturas que había padecido a manos de esos oficiales de la Seguridad del Estado. Y en cuanto a la expresión "admirar y amar", no por azar Padilla la empleaba, sino por tétrica coincidencia. Dicha expresión traía a la memoria el terrible momento final de la obra 1984 de George Orwell, donde el protagonista, luego de haber sido sometido a todo tipo de torturas, luego de haber sido "vaporizado" al igual que lo estaba siendo Heberto Padilla en ese momento, terminaba diciendo que "amaba al Gran Hermano".
     Durante diez años, Padilla, al igual que el Winston de Orwell, vivió vaporizado en Cuba, hasta que en 1980 logra trasladarse a Estados Unidos. Recuerdo sus palabras en el discurso pronunciado en la Universidad Internacional de la Florida en 1980. Allí Padilla dijo, aludiendo a su obligada retractación, que tuvo que hacerla; "porque cuando a un hombre le ponen cuatro ametralladoras y lo amenazan con cortarle las manos si no se retracta, generalmente accede; ya que esas manos son más necesarias para seguir escribiendo".
     Los que hemos padecido los eficaces métodos implantados, para lograr sus propósitos, por los que en Cuba manejan las ametralladoras, no tenemos nada que objetar a Heberto Padilla; quien debe avergonzarse es el inquisidor, no el confeso; el amo, no el esclavo.
     Lo que resulta realmente inconcebible es que Edmundo Desnoes, para neutralizar la efectividad del mensaje en la poesía de Padilla contra el castrismo anteponga, como introducción a esos poemas, fragmentos de la obligada detractación obtenida por la Seguridad del Estado. Esta "coincidencia" entre el aparato inquisitorial de la Seguridad del Estado cubana y Edmundo Desnoes, no se puede pasar por alto.
     "Hay clichés del desencanto" -- dijo Padilla durante su autocrítica dictada por la policía cubana y vuelta a utilizar por Desnoes --, "y esos clichés yo los he dominado siempre. Aquí hay muchos amigos míos que yo estoy mirando ahora, que lo saben. César Leante lo sabe. César sabe que yo he sido un tipo escéptico toda mi vida, que yo siempre me he inspirado en el desencanto".
     La visión desgarrada y real que nos da Heberto Padilla en sus poemas sobre la represión, los crímenes, y el fracaso del castrismo y del comunismo en general. Desnoes (y naturalmente las autoridades cubanas) quieren neutralizarla, presentándonos al poeta como un ente pesimista y escéptico... Al parecer, ante los campos de trabajos forzados, las prisiones repletas, el hambre crónica y los jóvenes ametrallados en el mar, el poeta debe entonar loas optimistas y agradecidas al Estado, que impone tal situación. En este caso, al propio Fidel Castro.
     Si quisiéramos establecer una comparación entre la represión padecida bajo la lamentable tiranía batistiana y la actual, bastaría trazar un paralelo entre la forma burda e ilegal en que fue arrestado y tratado Padilla hasta obtener su retractación, en la cual se llamaba a sí mismo un criminal por el simple hecho de haber escrito un libro de poemas, y la manera en que se llevó a cabo el juicio contral el propio Fidel Castro por haber atacado, minuciosamente armado, al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, donde murieron decenas de hombres. Para demostrar esas diferencias vamos a citar textualmente a un testigo excepcional y jefe del asalto armado, a quien ni siquiera Desnoes ni Fidel Castro podrían poner en tela de juicio. Se trata del mismo Fidel Castro: "A los señores magistrados mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente, sin mezquinas coacciones, no os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido humanos, y sé que el presidente del tribunal, hombre de limpia vida, no puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinante, que lo obliga a dictar un fallo injusto".
     Esas "mezquinas coacciones" que no padeció Fidel Castro en la prisión y que por lo tanto no le impidieron hablar libremente en su defensa, se convirtieron en "el caso Padilla" (dirigido por el mismo Fidel Castro) no sólo en mezquinas, sino en sórdidasineludibles e inhumanas, a tal extremo que Padilla tuvo que aprender a "admirar y amar" a sus carceleros y torturadores.

1 comentario:

Miguel Iturralde dijo...

¡Ay, Fidel! la historia te absolverá pero no dejas de ser un grandísimo HP, vamos, defines el término. Saludos.