sábado, 19 de septiembre de 2009

Fábula

Había una vez un músico. Era famoso en todo el mundo. También lo era en cierta forma en una isla en la que, a pesar de su fama, su música estaba prohibida. Los jóvenes se pasaban sus grabaciones de mano en mano, clandestinamente. Mientras vivió en la isla no sólo prohibieron sus canciones sino que encarcelaban o marginaban a sus imitadores. Y a los imitadores de sus imitadores. O las que sólo se contentaban con llevar la melena del mismo largo que la suya.
Tanto fue el celo que pusieron en perseguir sus melodías que el día en que en el periódico de la isla apareció la noticia de su muerte en una nota de una pulgada cuadrada muchos se preguntaron quién era el músico más famoso del mundo. No obstante muchos años después el mismo dictador que había prohibido su música inauguró una estatua del cantante en un parque de la capital de la isla. Estaba acompañado eso sí, por uno de aquellos jóvenes que tiempo atrás escuchaban secretamente sus canciones y que ahora como ministro de cultura lucía la melena que habría querido ostentar cuando era adolescente. Y allí quedó la estatua del músico sentada en un banco del parque como monumento a la infinita tolerancia del mandatario.

Moraleja: es muy difícil no ser manipulado por una dictadura que haya descubierto la fórmula de la eternidad.

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