sábado, 12 de diciembre de 2020

«El espíritu que animaba nuestro empeño de construir un mundo nuevo se ha esfumado»


Por Melissa C. Novo 

La deformación del público lector en Cuba, tras la Revolución, se produjo como parte de un proceso mucho más complejo de reescritura y emergencia de nuevas configuraciones de la vida pública. Surgió, en su lugar, una especie de público-masa. Aunque algunos consideren que la visión de Jürgen Habermas (y otros representantes de la Escuela de Frankfurt) es elitista, varios de sus juicios no solo son ciertos, sino que ofrecen una perspectiva crítica al respecto, siempre saludable para reflexionar y debatir. Para el filósofo alemán «el contacto con la cultura forma, mientras que el consumo de la cultura de masas no deja huella alguna, proporciona un tipo de experiencia que no es acumulativa, sino regresiva».[1] Y un panorama similar se ha dado en la isla a partir de 1959.

La ausencia, aún hoy, en el país, de una legislación definida —única— de la «política cultural» es problemática. La regencia (y vigilancia) ideológica sobre las artes ha colocado en jaque la vitalidad de la literatura (ahondando en este ámbito de manera específica), pero también ha inducido peligrosas consecuencias para el autor como individuo privado que es despojado de sus derechos.

El control gubernamental de las artes no es un fenómeno social nuevo; la denuncia de la censura y del ocultamiento deliberado de la historia, tampoco. Pero la polémica en torno a Cuba semeja una herida condenada a no sanar; sobre todo porque en las instancias gubernamentales no se reconoce, como debiera, este problema que ocurre desde el propio 1959 (demarcado en 1961) y que continúa.

Enrique del Risco Arrocha (La Habana, 1967) es una de esas voces (exiliadas, silenciadas, excluidas como autor cubano dentro de Cuba), de esos escritores que nos recuerdan la irreverencia de David y la ilusoria, aunque verdadera, fortaleza de Goliat. Es un hombre muy simpático, diestro en hacer reír ante situaciones dolorosas, lo cual te provoca más llanto y más risa. Y es un hombre serio, consecuente. Su historia, como bien él ha dicho, no constituye una excepción, sino una punzante y triste norma de la realidad cubana. La obligación de institucionalizarse para poder ser un autor en Cuba ha provocado episodios como en los que excava Enrique.

Puede ser este otro viaje tormentoso hacia un pasado que no toda persona suele enfrentar con tranquilidad, con distancia, con comprensión y, hasta cierto punto, con perdón. Y tienen toda razón para no hacerlo, porque no se trata de un acto sencillo. Sin embargo, puede Enrique, ante preguntas molestas, enseñar y denunciar y regresar a un sitio de diálogo necesario para construir un espacio verdadero o, al menos, uno más sincero.

Esta conversación con Enrique del Risco, aunque a distancia, ha sido, en derroche, cercana. Su amabilidad, y disposición para compartir sus vivencias, ayudan a contar la otra Cuba: la de la censura, la de las prohibiciones, la de la persecución y la del acoso a los escritores.   

¿Cómo ocurrió su inserción en el panorama editorial cubano y cuál era su visibilidad en el ámbito literario?

Cuando di a conocer mis escritos, primero en publicaciones periódicas como DedetéLa Hiena TristeBohemiaAlma Mater, era bastante joven. Cuando esas publicaciones desaparecieron a inicios del Período Especial seguí leyendo mis textos en diferentes lugares. Había estado entre los fundadores de la peña de 13 y 8, en el museo del municipio Plaza —de donde salieron los futuros integrantes de Habana Abierta— y seguí leyendo textos míos donde quiera que me invitaran: bibliotecas, peñas en cines (como la del Mara y la del Acapulco), teatros, galerías, museos, casas de cultura, etcétera. Fue una época muy fecunda en peñas, dirigidas en su mayoría por gente joven con la que compartía intereses comunes y diverso grado de complicidad.



No obstante, en algunas peñas, como la de mi antigua Facultad de Historia en la Universidad de La Habana, me prohibieron la entrada o sufrí algún tipo de acoso o conatos de actos de repudio. En 1993, junto con un par de humoristas más, Pedro Lorenzo y Eduardo del Llano, fundé la peña Esperando por Gutenberg, en La Madriguera de la Quinta de los Molinos, la cual mantuvimos con una frecuencia mensual durante un año. Y en 1994 un grupo de humoristas conseguimos publicar, con el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), la revista Aquelarre. Sin embargo, semanas después nos enteramos de que la edición había sido secuestrada (aunque el eufemismo oficial en Cuba creo que es «recogida»), con intenciones de convertirla en pulpa de papel. Cuando le exigimos a la AHS una explicación nos citaron a una reunión donde se apareció la plana mayor de la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] (nadábamos en siglas en aquella isla: la maldita circunstancia de las siglas por todas partes). Allí, el jefe de la UJC nacional mandó a callar al presidente de la AHS de entonces, Fernando Rojas —él mismo un censor muy entusiasta que con el tiempo ha llegado a ser viceministro de Cultura—, y dejó claro que no querían ver publicada una revista satírica con textos titulados «La historia nos absorberá» o «El humor entre la libertad y el poder». O con una nota que explicaba que uno de los textos incluidos inicialmente había sido censurado por el propio presidente de la AHS. Intentamos llevar el mismo proyecto a la UNEAC [Unión de Escritores y Artistas de Cuba], pero allí también lo rechazaron.

Usted dijo en una ocasión que no creía que la Seguridad del Estado comenzara a vigilarlo por lo que escribía, ¿por qué cree que lo comenzó a hacer entonces?

Tengo la impresión de que en aquella época la Seguridad del Estado nos vigilaba a todos. O al menos a todos los que le pareciéramos mínimamente sospechosos de tener alguna independencia de criterio. Era una labor preventiva la que hacían. Para devolverte al «buen camino». De lo contrario tomarían otras medidas más serias, por supuesto.

Cuando hablo de vigilancia generalmente la pienso a partir de los años universitarios, pero, ahora que lo dices, ya desde antes la había notado. Cuando aparecieron en uno de los baños del edificio docente de mi preuniversitario unos carteles diminutos de «Abajo Fidel», en apenas una hora todos los que estábamos cerca en el momento en que descubrieron los carteles ya estábamos siendo interrogados por agentes de la Seguridad. No mucho después escribí una obra de teatro satírica sobre cuestiones internas de la escuela, la vocacional Lenin, sobre la calidad de la merienda y problemas por el estilo. «Galileo y el masarreal» se llamaba. Pues, aunque apenas se la mencioné a algunos amigos, un día vino a verme un estudiante con quien apenas tenía trato a hacerme preguntas sobre la obra. Evidentemente alguien había dado el chivatazo sobre lo que estaba escribiendo, y habían enviado a este estudiante, un tipo brillante pero manipulable, para que me hiciera un interrogatorio discreto sobre mis escritos. Él estaba a punto de entrar en la UJC y supongo que se trataba de un encargo para demostrar su lealtad. Y eso que en aquella época yo era un creyente casi absoluto en la «Revolución» y mi obra era una tontería de muchachos. Yo creo que en eso estriba el éxito de un régimen así, y la sensación de ahogo que produce: en que se toman todo, hasta lo más insignificante, absolutamente en serio.   

Llegado a la Facultad de Historia y Filosofía fui el jefe de propaganda de la FEU [Federación Estudiantil Universitaria] durante tres o cuatro años consecutivos. Y me creía cosas. Seguía siendo un creyente en la Revolución, pero, al mismo tiempo, pensaba que estaba en nuestras manos la responsabilidad de reencauzarla «por el camino correcto», como se decía entonces. Un camino diferente, no necesariamente opuesto a la dirigencia de entonces, aunque muy pronto comprobamos que el choque con ellos era inevitable. Pensábamos, por ejemplo, que podíamos recuperar la autonomía universitaria que hubo en tiempos de la República, y en una reunión llegamos a pelearnos a gritos con el ministro de Educación Superior y con el presidente nacional de la FEU, Felipe Pérez Roque, quienes nos insultaron por defender la reimplantación de la autonomía.

En la universidad todo el tiempo nos enfrentábamos a la UJC y las elecciones eran peleadas porque los de la UJC no querían que saliéramos los de la Federación, pero nuestros compañeros insistían en votar por nosotros. El mural de la FEU que yo hacía era un antecedente de mi muro de Facebook y a cada rato lo secuestraban los del Partido, los del decanato, la UJC o hasta del rectorado. Creamos un mural especial al que le pusimos «El Ágora», donde los estudiantes podían colocar sus opiniones, pero los choques que tuvimos con las autoridades universitarias y políticas por ese minúsculo espacio de libertad fueron constantes. En una reunión de la universidad se llegó a decir que nuestra facultad estaba en segundo lugar en problemas ideológicos. Al día siguiente de enterarme, y con todo el orgullo del mundo, puse en un cartel del mural: «Por fin nuestra facultad se destaca en algo: alcanzamos el segundo lugar en problemas ideológicos». En aquellos días solo se nos adelantaba la Facultad de Matemáticas, donde se acababa de crear un partido político socialdemócrata que terminó con unos cuantos presos. En otra ocasión, en medio de la campaña oficial defendiendo el unipartidismo del Partido Comunista, dibujé a un personaje con un cartel que decía: «Queremos un solo partido: Argentina-RFA», y los de la UJC volvieron a cargar con el pobre mural. Pero cuando vino la contraofensiva ideológica tras la caída del muro de Berlín, ya yo estaba alejado de mi activismo en la FEU, inmerso en la investigación de mi tesis, que versaba, precisamente, sobre el movimiento universitario de los años cincuenta.

Enrique del Risco (gafas y camisa verde). La Habana, 1993. Cortesía del entrevistado.

Cuando sus vigilantes le pidieron colaborar con ellos, ¿en qué sentido lo solicitaron? ¿Qué debía hacer? ¿Se trataba de una petición para fungir como centinela de otros escritores con los que usted se relacionaba, o algo más?

Un día se aparecieron en la esquina de mi casa; esperaron a que llegara de la universidad. Al entrar yo en la casa llamaron por teléfono diciéndome que fuera hasta la esquina: allí estaban ellos, en un Moskvitch verde, sonriendo y diciendo que montara, que aquello no era Argentina. Todavía estaba reciente el tema de los desaparecidos, así que en el acto capté la insinuación. Me informaron que al día siguiente en mi clase de Cultura Cubana aparecería un estudiante belga, de raza negra, que era en realidad un agente de la CIA con la misión de crear disturbios raciales en Cuba. Que debía hacerme amigo de él y sacarle toda la información posible. Incluso me ofrecieron dinero para que lo invitara a salir, oferta que rechacé. «¿Cómo iban a ofrecerme dinero del pueblo para que yo sacara a pasear a un agente de la CIA?», decía el comunista creyente que todavía quedaba dentro de mí.

Dije que aceptaba la «misión» para que me dejaran salir de una vez de aquel carro en el que me estaban dando vueltas. Eso sí, les advertí que nunca me pidieran información sobre ningún amigo. «Tú verás cómo te vamos a hacer un agentazo», me dijo uno de los segurosos como despedida, a lo que respondí, supongo que aterrado, pero intentando algún aplomo, que yo solo quería ser historiador. Al día siguiente estaba allí el belga, tal y como me habían dicho, pero no pasé de darle los buenos días. No tengo madera de espía. Para ningún bando. La próxima vez que me vieron me preguntaron por dos compañeros de estudios: Rafael Rojas, y Ramfis Ayús (quien murió hace años, en México), ambos estudiantes de Filosofía en aquel entonces. Les respondí que eran amigos míos y, encima, primeros expedientes en sus carreras respectivas, y les pregunté si tenían algún problema con la gente inteligente. Posteriormente me volvieron a citar, no acudí, pero no volvieron a insistir. Cuando reuní los textos de El compañero que me atiende no incluí mi experiencia en parte porque no quería ser de esos antologadores que aprovechan las antologías para incluirse en ellas y en parte porque ya en el libro había una historia muy parecida a la mía, incluso con el mismo seguroso, contada por el escritor Francisco García González, condiscípulo mío entonces y amigo de toda la vida.

No me molestaron más. Al menos no de modo visible. Sospecho que su cálculo era que, si no me podían captar, al menos hacerme saber que me vigilaban, que conocían mi dirección, mi teléfono, mi familia, con quiénes me reunía, a qué fiestas iba. Cosas así. Por supuesto esas experiencias, especialmente humillantes a esa edad, uno se las callaba de pura vergüenza, hasta que muchos años después dos de mis compañeros de grupo me confesaron que habían pasado por lo mismo. O sea, de un grupo de veintitantos estudiantes de mi curso hubo al menos tres intentos de captación más aquellos a los que sí captaron, más los miembros del llamado «Batallón UJC-MININT», estudiantes que abiertamente trabajaban para la Seguridad: te puedes llevar una idea del nivel de vigilancia al que estábamos sometidos y de la paranoia reinante. Pero de alguna manera uno se las arreglaba para actuar como si eso no existiera… hasta que las cosas se empezaban a poner serias. Y a los estudiantes extranjeros, todos de izquierda y con un pedigrí revolucionario demostrado, eran a los que más vigilaban.

Por cierto, cuando gané el Premio de Cuento 13 de Marzo, tres años después de graduarme de la universidad, en 1993, uno de aquellos segurosos estuvo presente en la premiación. Por cuestiones que son largas de contar comprendí que el jurado, al ver que mis cuentos eran un tanto heterodoxos políticamente, se había puesto en contacto con la Seguridad del Estado para que diera el visto bueno a mi premio. Querían dármelo, pero al mismo tiempo, evitar meterse en problemas. Eso explica la presencia durante la premiación del agente que me había «atendido» en la universidad, alguien que para entonces trabajaba en la Academia de Ciencias. (Porque nosotros teníamos también nuestras propias fuentes de información y de alguna manera sabíamos, por ejemplo, que antes de pasar a vigilarnos en la universidad aquel agente, «Rubén», estuvo encargado de vigilar al equipo de baloncesto en sus giras por el extranjero y que al escapársele uno de los basquetbolistas el castigo fue ponerlo a vigilarnos a nosotros).

Sus únicos dos libros publicados en Cuba son Obras encogidas (1992, Ed. Abril) y Pérdida y recuperación de la inocencia (1994, Ed. Pinos Nuevos). ¿Puede comentar cómo se produjo la publicación del primero de ellos?

Gracias a mi amigo Luis Felipe Calvo Bolaños, miembro del grupo humorístico Nos-Y-Otros, quien era corrector primero de El Caimán Barbudo y, luego, de la Editorial Abril, publiqué allí un pequeño plaquetteObras encogidas. Puro sociolismo que todavía le agradezco. Me cuenta Luis Felipe: «no hubo complicación porque fue la época de la escasez de papel (y de todo) y el plaquette vino a ser a nivel editorial ejemplo de la consigna de hacer más con menos. Lo imprimía la Editorial Abril, pero salía bajo el sello (y el filtro) del Banco de Ideas y Ediciones Poramor donde, entre otros, estaban Alex Pausides, director entonces del Caimán [Barbudo], con quien tenía buenas relaciones, y Jacqueline Teillagorry, que había sido la editora del Caballero del Miembro Encogido de Nos y Otros. Una amiga cercana».

Y la publicación de un libro en Cuba por una editorial estatal (que eran las únicas existentes) tenía un efecto curioso. Porque no importaba cuán subversivo pareciera algo. Si una instancia superior lo aprobaba, las instancias inferiores no se atrevían a cuestionarlo. Al menos en La Habana. En provincias tengo la impresión de que ocurría lo contrario: reprimían primero y después preguntaban quién lo había autorizado.

¿Cuál era la temática de los cuentos que le pidieron excluir de Pérdida y recuperación de la inocencia? ¿Cómo y quién le comunicó esa petición? ¿Qué alegaron al respecto?


Recuerdo que uno de los cuentos eliminados era una fábula sobre una zorra que daba un discurso. La zorra podía tomarse como una alegoría de Fidel Castro, pero tampoco le puse barba ni mucho menos. También eliminaron un breve test «patriótico» sobre lo que haría uno en caso de que el enemigo le tomara preso a un hijo, como le había ocurrido a Carlos Manuel de Céspedes, el «Padre de la Patria». Y creo que el otro cuento excluido era «Sin inercia», que todavía me gusta bastante y era una suerte de homenaje a «El guardagujas» de Arreola: hablaba de un país en el que los trenes llegaban siempre tarde. Luego, les dio por marchar hacia atrás, pero resultó ser que los trenes empezaron a llegar a tiempo a su destino. La solución del enigma era que el país marchaba hacia atrás a mucha más velocidad que los trenes. No obstante, cuando alguien propone hacer marchar el país hacia adelante terminan fusilándolo. Eso era demasiado para la censura de la época. También me hicieron sustituir el comienzo del cuento «Postépica» por sinónimos. De: «Nadie negará que el espíritu que animaba nuestro empeño de construir un mundo nuevo se ha esfumado», quedó así: «Ciertamente puede afirmarse que el impulso vital que antaño conducía cada uno de nuestros pasos ha sufrido algunas modificaciones». En ediciones posteriores del cuento he restituido el comienzo original, pero debo reconocer que esa retahíla de eufemismos a que me obligó la censura no deja de tener gracia.

Fue traumático que me pusieran a decidir entre eliminar esos textos y renunciar por completo al libro. Por suerte me había preparado para esa situación. Antes de la primera reunión hice mi propia lista de cuentos. La de los intocables y la de aquellos con los que me permitiría negociar. Fue como prepararme para negociar mi alma con el diablo. O más bien, para negociar con el diablo y de algún modo conseguir que mi alma saliera intacta. Así de tremendo uno se toma las cosas a esa edad, que es el único modo en que uno puede conservar cierta dignidad en tales circunstancias. Por suerte el representante del «diablo» solo mencionó cuentos de mi lista de cuentos «negociables», no de la otra.

Francisco López Sacha, jefe de la sección literaria de la UNEAC, fue quien fungió como intermediario entre el jurado y yo. El jurado nunca quiso dar la cara. Era ridículo porque López Sacha todavía no se había leído los cuentos y tramitaba aquella censura de oídas. De cualquier manera, me asombraba que Sacha consiguiera retener tantos detalles de un cuento que solo conocía de oídas. En algún momento me cansé de aquellos trámites absurdos y me aparecí en el apartamento del jefe del jurado, Ambrosio Fornet. Con esa mezcla de miedo y rabia, frecuente en cierta especie de funcionarios, me sacó de allí diciendo que no podía permitir que mi libro se convirtiera en el «pararrayos» de la colección Pinos Nuevos. Supongo que los rayos a los que aludía eran la furia del Poder, pero no lo dijo. Eso se sobreentendía. También me advirtió que por un cuento como el de Carlos Manuel de Céspedes me tocaban de dos meses a dos años de cárcel por «desacato» contra héroes nacionales y mártires. De ahí salió mi idea de escribir todo un libro con cuentos sobre la historia cubana. Una idea que a la larga se convirtió en Leve historia de Cuba.

Enrique del Risco / Foto: Cortesía del entrevistado

Usted dijo que se marchó de Cuba en 1995, entre otros motivos, por cansancio de la censura y la represión. Además de lo anterior, ¿qué otros episodios específicos de censura a su obra o castigo a su persona vivió en Cuba?

Aunque no era suicida tenía menos precauciones que otros escritores para evitar la censura. Eso explica que chocara con ella constantemente. Debo aclarar que mis años formativos en la universidad fueron, en cierta medida, excepcionales. El proceso de la perestroika en la Unión Soviética, que a Cuba llegó muy atenuado, dio paso a una permisividad como no se había conocido antes y sospecho que tampoco después. Los represores nunca dejaron de vigilar, pero ya no estaban tan seguros de qué era lo que debían reprimir. ¿Acaso lo que pedíamos en Cuba —mayor transparencia informativa, mayor libertad de expresión, apertura política y creativa— no era ya política oficial en la Unión Soviética? Trataban de intimidarnos, pero al mismo tiempo veían lo que pasaba en otros países comunistas y temían que la historia les pasara la cuenta. Debido a eso estaban un tanto más contenidos que en épocas anteriores. Por las mismas cosas que hacíamos en la universidad a finales de los ochenta habríamos sido expulsados sin contemplaciones unos años antes. O después.

Por eso fueron tan importantes los fusilamientos de Ochoa y Tony de la Guardia para nuestra generación: fue la señal, tanto para los que buscaban un cambio como para los represores, de que ya no habría espacio para ninguna veleidad reformista. En el juicio se habló todo el tiempo de narcotráfico y corrupción, pero de lo que se trataba era de restablecer las reglas del totalitarismo. A sangre y fuego. Y dejar claro que nadie estaba exento de represalias. Ni siquiera los Héroes de la República de Cuba. O los Ministros del Interior.

Pero ya a principios de los noventa era imposible retroceder a la sociedad hipercontrolada anterior a la perestroika. En parte por lo que acabábamos de vivir. En parte porque el Estado no tenía los medios con que contaba antes para imponer su control. La censura, al menos en La Habana, se hizo algo más sutil. Cosas inaceptables en televisión podían permitirse en teatro. Por ejemplo, mi monólogo «Plegaria a San Zumbado» lo pude colar en un festival en el Mella como homenaje al humorista Héctor Zumbado, y a partir de ahí lo representaron en teatro algunos de los mejores actores del país (Osvaldo Doimeadiós, Luis Alberto García, Carlos Ruiz de la Tejera, etc.). Sin embargo, cuando Carlos Ruiz de la Tejera grabó el monólogo para televisión, lo sacaron del aire a última hora, sustituyéndolo por un monólogo de otro autor. Esa misma noche el propio Carlos me llamó para disculparse.

Con el grupo 30 de febrero, que integré junto a Armando Tejuca y Jesús Castillo, hice varias exposiciones que combinaban la gráfica, la instalación, el chiste textual y el performance («Tarequex 91» en la sala Juan David, «Del Bobo un pelo» en el Museo 9 de abril y varios periódicos murales que bautizamos como «aquelarres» —en la Universidad de La Habana, en la CUJAE, en el teatro Mella) que terminaron (o empezaron) censuradas. Un día teníamos programada una expo en el Museo del Humor sobre juegos infantiles, pero con trasfondo satírico, y Tejuca, el pobre, se negaba a salir para San Antonio de los Baños porque estaba cansado de que nos censuraran todas las exposiciones. A duras penas pude convencerlo de que fuéramos, y esa vez, por variar, no hubo censura. En otra ocasión Castillo, Tejuca (que eran ingenieros civiles) y yo llevábamos una maqueta de arquitectura reconvertida en parodia de un campo de entrenamiento para las milicias al teatro Mella, para presentarla a un festival de humor. Ni siquiera conseguimos entrar en el teatro. El presidente de la AHS, Fernando Rojas, decidió en la misma entrada que nuestra maqueta no podría ser parte de la expo del festival.

Al graduarme, opté por un puesto de historiador en el cementerio Colón, como una especie de autocastigo preventivo: busqué un puesto más bien indeseable para no exponerme a que me estuvieran amenazando con despedirme. ¡Más bajo no podía caer! Trabajo en el cementerio era precisamente lo que les ofrecían a muchos de los que salían de prisión. Eso me dio bastante libertad para hacer lo que hacía. Porque lo difícil es encontrar un momento en aquellos años en que no sufriera algún tipo de amenaza o censura. Pero ¿con qué me iban a amenazar? ¿Con privarme de mi sueldo de dos dólares al mes? A veces la censura era discreta como cuando vendieron la edición de Pérdida y recuperación de la inocencia a ocho dólares el ejemplar —eso era cuatro veces el salario mensual promedio de cualquier trabajador. El libro no lo censuraron oficialmente, pero solo estaba al alcance de turistas que se irían pensando que en Cuba había libertad de expresión.

A veces las amenazas eran indirectas como cuando presenté Obras encogidas en una galería de Isla de la Juventud y, luego de la presentación, estuvieron a punto de despedir a la galerista. Por suerte, ella no se dejó intimidar y sus superiores renunciaron a expulsarla. De cualquier manera —insisto—, mi caso no era especial. Lo hacían con todo el mundo, todo el tiempo. Hasta doblegar a la gente o convertirla en paria. La única manera de escapar a esa disyuntiva fue yéndome de Cuba.

Una vez que sale usted de Cuba era previsible —por cómo ha actuado tradicionalmente el poder gubernamental— que dejara de figurar o de ser visibilizado como un escritor cubano. Pero, ¿ha conocido, además del silencio y el borrado de memoria, alguna acción concreta para demeritarlo dentro de la isla? 

Antes de salir de Cuba trabajaba en el guion de una película más bien horrenda a la que había aportado el protagonista y una buena cantidad de ideas, pero lo cierto es que mi nombre nunca apareció en los créditos, algo que agradezco, y que es esa una de las tantas muestras de borrado automático que se practica allá. En ese sentido he tenido suerte: dos editores de provincias desafiaron a su cuenta y riesgo ese ninguneo automático para incluir textos míos en dos diferentes antologías dentro de la isla. Ambos editores me prometieron tratar mis textos con respeto y que no los harían parte de ninguna maniobra de blanqueo de memoria, y así lo hicieron. Porque si triste es que te borren de la memoria cultural de ese país, más triste es que te usen para maquillar esa misma máquina de exclusión que es la cultura oficial en la isla.

En cambio, cuando Cuba fue invitada de honor a la feria de Guadalajara en el 2002, la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica quiso crear una antología de cuentos cubanos con independencia del lugar de residencia de los autores o sus opiniones políticas. Cuando ya se habían seleccionado los textos, el régimen cubano aprovechó la muerte de uno de los antologadores, el escritor Jesús Díaz, para conseguir que un grupo de autores, entre ellos yo, fuéramos excluidos de la antología. Si eso lo consiguieron con una editorial mexicana, ¿qué no podrán conseguir dentro del país?

No hace mucho el poeta Oscar Cruz me pidió un texto para el número 12 de La Noria, la revista que publica en Santiago de Cuba y, luego, me enteré de que toda la edición había sido secuestrada. No creo que mi texto haya sido el motivo principal: en el índice de ese número aparecen varios autores que vivíamos fuera del país y ninguno era muy complaciente con Aquello. Por otra parte, si en el Diccionario de la Literatura Cubana de 1980 ignoraron la existencia de un autor como Guillermo Cabrera Infante, y en el de la música cubana de Helio Orovio sacaron la ficha de Celia Cruz, no sorprende que EcuRed, la Wikipedia local, haya heredado ese espíritu de exclusividad. En EcuRed me tratan con bastante consideración, pero a otros autores o los ignoran o los maltratan inmisericordemente. (Saliéndonos del campo literario, debo recordar que Roberto Robaina, siete años presidente de la UJC y seis años ministro de Relaciones Exteriores y, luego, defenestrado del puesto de canciller, no tiene ficha en la citada EcuRed). Mientras los que pretenden dirigir la cultura cubana mantengan esa actitud matona y rencorosa, mientras sigan pensando que la cultura existe para alabar al poder o disimular sus desmanes, lo más vivo y activo de la cultura nacional, que suele ser siempre lo más crítico, va a seguir quedando fuera.

Notas:

[1]: Habermas, J. (1994). Historia y crítica de la opinión pública (A. Doménech, Trad.; Cuarta edición). Editorial Gustavo Gili, S. A.


Tomado de El Estornudo

lunes, 30 de noviembre de 2020

Diálogo del diálogo



-¿Y ahora qué? ¿Dialogamos?

-¿Dialogar de qué? ¡No hay nada que dialogar!

-¿No decían que…?

-Eso era el viernes, eran otras las condiciones objetivas y subjetivas.

-Sí la verdad. Todos esos tipos frente al MINCULT.

-Ni porque los distrajimos el jueves con una ambulancia del MINSAP. Cualquier cosa pudo haber pasado.

-Pudo aparecerse la prensa extranjera.

-Sí, y ni siquiera golpes le podemos dar, solo escupidas.

-Extranjeros al fin y al cabo.

-Hay que tratarlos bien o si no…

-¿No regresan? ¿Cómo los turistas?

-Peor, se quedan y se ponen a contar lo que ven.

-Con lo bonito que es contar lo que no se ve. Como decía El Principito…

-“El fin justifica los medios…”

-No “lo importante no se ve con los ojos sino con el corazón”.

-Qué bonito, parece el lema del Granma. O una canción de Buena Fe.

-Hablando de Buena Fe. Vi a uno de ellos en el MINCULT ¿No estaría pensando en virarse?

-¡Qué va! ¿Te imaginas a esos ganándose la vida allá afuera?  ¡Ni que cantaran reguetón! A ese le dimos instrucciones de que se incorporara al grupo, a analizar la situación. Como al otro, al de la yuca.

-¿El Bobo?

-No, al de la canción del taíno que tenía que lucharla. Hay que reconocer que ha hecho un trabajo impresionante.

-Pero ¿a ese no le hicimos un seguimiento hace unos años?

-La gente tiene derecho a rectificar. La Revolución es generosa. Ahora lo tratamos diferente.

-¿Cómo a la prensa extranjera?

-No, mejor. Sin saliva. En el MINCULT nos estaba haciendo un favor. Apoyando el diálogo.

-¿Tú no dices que el diálogo es malo?

-Depende. El viernes era bueno.

-Me tienes confundido.

-A ver. El diálogo es bueno entre gente como nosotros, que nos entendemos. Tú me preguntas y yo te respondo. Es hasta democrático.

-Ok…

-Pero con los otros, con el enemigo, no hay diálogo que valga. Al enemigo ni un tantico así.

-Nunca.

-Bueno, a veces hay que aceptarlo como último recurso.

-Como el viernes.

-Como el viernes. Para ganar tiempo. Pero en general con el enemigo no hay que gastar saliva.

-Excepto si es la prensa extranjera.

-Claro. Los escupes y el MINREX se encarga del resto.


-Ahora que lo veo, entre el MINSAP, el MINCULT y el MINREX haciéndonos el trabajo no nos va a quedar nada que hacer.

-No te hagas el gracioso. ¡Con el rato que llevamos haciendo horas extras!

La táctica del fuera de juego aplicada a San Isidro


Entre los tantos tabúes que rompió el pacífico asedio del viernes al Ministerio de Cultura en La Habana por parte de cientos de artistas no es el menor el haberse solidarizado con un grupo -el Movimiento San Isidro- ya marcado como enemigo del régimen. Los manifestantes de la calle 2 pasaron por encima de toda diferencia -política o de cualquier otro tipo- que pudiera haber entre ellos y los represaliados para exigir su libertad y defender su derecho a expresarse, independientemente de que estuvieran o no de acuerdo con lo que hicieran con esa libertad. Los que protestaban el viernes parecían descubrir y ejercer al mismo tiempo ese principio básico de la libertad de que su ejercicio implica muchas veces contradecir la inercia y las expectativas de la mayoría pero por eso mismo debe ser defendido entre todos.

La respuesta del régimen (¿podemos llamarle de otra manera a algo que es gobierno, Estado, policía, aparato de propaganda y represivo al mismo tiempo?) ha sido, como de costumbre, aplicar una vez más la regla del fuera de juego. O sea, la redefinición, en pleno juego político, de los campos “amigo” y “enemigo”. Luego de no reportar los sucesos del viernes la prensa se ha volcado a satanizar el Movimiento San Isidro. Las acusaciones son las de siempre: agentes de la CIA, mercenarios, cabeza de playa de una invasión extranjera etc. Lo de menos es lo ridículas que luzcan tales acusaciones sino la advertencia que lanzan a los que el viernes expresaron su solidaridad con los perseguidos: quien cruce la retrazada línea que divide ambos campos -un tanto borrosa en estos días de solidaridad espontánea- pertenece al bando enemigo y será tratado como tal. Quedarán -una vez más- fuera del juego. En cambio, los que den el discreto paso atrás para desmarcarse del MSI serán tratados como los nuevos rebeldes oficiales que no buscan otra cosa que el necesario mejoramiento del régimen actual de cosas. ¿Cuántas exitosas carreras actuales no fueron erigidas sobre rebeldías abandonadas a tiempo?
Suelen ser pocos los que persisten en cruzar la línea ahora redefinida por los máximos árbitros. Porque, a fin de cuentas, quedar en fuera de juego es una situación muy delicada. Pregúntenselo a Heberto Padilla.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Sobre la imposibilidad del diálogo en dictadura


Se habla de la imperiosa necesidad del diálogo en estos días. No cuando un pequeño grupo de artistas es acosado en su sede ni cuando esta es asaltada por la policía. Se habla de diálogo cuando un grupo mucho mayor de artistas protesta frente a la sede del Ministerio de Cultura y el diálogo es una alternativa más limpia y ecológica que lanzar gases lacrimógemos.


Pero no podía haber diálogo real cuando los artistas que hablaban en nombre de todos sabían que si no aceptaban las condiciones de los funcionarios los manifestantes que habían dejado en la calle serían aplastados por la policía apostada por los alrededores, esperando la señal de ataque. Una cosa es creer en el dialogo como instrumento básico del entendimiento humano y otro es pensar que todos están dispuestos a establecerlo con solo proponérselo. En 60 años el MINCULT no había estado dispuesto a conversar con sus críticos y solo lo hicieron cuando le ocuparon la calle por sorpresa. Pero si aceptaron el diálogo no fue para saber lo que querían los manifestantes: de sobra los funcionarios del MINCULT saben lo que quieren los artistas. Quieren la libertad que les han negado con cada uno de los decretos represivos que ha respaldado. Los artistas quieren que su ministerio los respalde, no que colabore con sus represores. Pero los funcionarios del MINCULT se limitaron a usar el diálogo como una manera de manipular y confundir a los manifestantes, de ganar tiempo. De demostrarle a sus jefes reales que son más eficaces en disolver una manifestación que la propia policía.

No, mientras siga la lógica que quienes único se atreven a disentir son delincuentes, mercenarios y traidores -y tal es la lógica de un sistema totalitario tan bien resumida en la frase "dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada"- no hay forma de dialogar. Uno puede hablar con una pistola apuntándole a la cabeza. Físicamente no es inviable. Sin embargo, no me negarán que a la conversación resultante le faltará algo de naturalidad.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Hoy sábado, llevamos San Isidro a Nueva York

 


San Isidro en todas partes

En La Habana, frente al Ministerio de Cultura. Siguen concentrados esta noche. Pidiendo la libertad de los presos del Movimiento San Isidro


En Nueva York


En Buenos Aires

Barcelona

Montreal


Madrid


Miami





miércoles, 4 de noviembre de 2020

Diálogo



-¡Qué pena!

-¿Pena con qué?

- ¿Con qué va a ser? Con los americanos.

-¿Por qué? ¿Por la falta de comida?

-Por eso también. Hablo de la falta de presidente.

-Trump todavía está ahí.

-Sí pero las elecciones fueron hace días y mira la hora que es y todavía no han decidido quién salió.

-En eso aquí le damos ciento y raya. Sabemos quién va a ser el presidente mucho antes de que se hagan las elecciones. Eso es planificación.

-En cambio allá solo en hacer campañas se gastan miles de millones de dólares. En vez de darle el dinero a los pobres americanos.

-O a nosotros, que nos vendría muy bien.

-Si no lo digo por el dinero. Tú sabes que yo soy un tipo espiritual.

-¿Por qué lo dices entonces?

-Por el tiempo y las energías que gastan en decidir quién va a ser el presidente.

-Es verdad. Como nos decían en las clases de economía política. Que en el capitalismo no se planifican. Que siempre están compitiendo, lo cual produce un gasto innecesario de fuerza de trabajo y materia prima.

-Claro. Y en vez de fabricar, por ejemplo, un producto para satisfacer las necesidades siempre crecientes de la población, producen un montón de marcas que ni siquiera las llegan a venderlas todas. Y luego hasta hay que botarlas.

-Sí ¡qué despilfarro! En lugar de mandarlas para acá, que buena falta que hacen.

-¿Qué falta qué?

-No sé. Cualquier cosa. No vamos a ponernos con remilgos pequeño burgueses.

-Lo que digo es que las elecciones en el capitalismo son un despilfarro de energía y tiempo que se podrían emplear en cosas más útiles.

-¿Como qué?

-No sé. Cualquier cosa. Como esta misma cola que estamos haciendo.

-¡La cantidad de colas que podemos hacer en lugar de andar contando votos!

-Tanto capitalismo, tanta tecnologia y no se saben planificar. Nosotros en cambio...

-La verdad. ¿te imaginas si además de la cola del pollo tuviéramos que hacer colas para votar y luego gastar más tiempo contando y recontando votos?

-No. No me lo imagino. La verdad es que no sé cómo hay tanta gente que se quiere ir para allá.

-Yo tampoco, la verdad.


viernes, 23 de octubre de 2020

Guerra civil fría


 Fue en el 2018. Nada más llegar a Barcelona el viejo amigo que me recibió tenía todos los síntomas del tormento interior. Entre tantos temas posibles solo podía hablar de Aquello. Ese Aquello era en este caso el independentismo catalán y la fractura que se había creado en toda la sociedad a raíz de su última eclosión. Mi amigo no era especialmente antiindependentista pero -decía- a partir de determinado momento ya se había hecho casi imposible celebrar reuniones familiares, cenas entre amigos, fiestas, conversaciones civilizadas. Aquello tenía la capacidad de rajar la sociedad de lado a lado y colarse en cada conversación como si en realidad fuera el único tema posible por mucho esfuerzo que se hiciera en esquivarlo. Yo trataba de consolar a mi amigo como mejor podía, tratando de comparar la crispación norteamericana de los últimos tiempos con la catalana pero, debía reconocerlo, todavía no habíamos alcanzado esos extremos.

Ahora acá ya hemos llegado a ese punto. O casi. (Soy un tipo optimista. Todo el que me conoce lo sabe.) El punto en que todas las conversaciones conducen a la misma. Esa que nos pone a gritar con las venas hinchadas a la menor contradicción. La urgencia del tema, su gravedad, nos obliga a dejar a un lado las buenas maneras, frustrados ante lo evidente que debería resultar aquello que defendemos. Como si las formas sobraran. Como si no fueran precisamente ellas las que nos permiten convivir pese a nuestras interminables diferencias, esas que tan bien simplifica el Tema del momento. Como si de nuestra incivilidad actual se pudiera sacar algo bueno. Y nos insultamos como si no hubiera mañana en el que responder a los insultos que soltamos hoy como quien se disculpa de una mala borrachera. Como si para vivir nos bastara con nosotros mismos, con nuestros cómplices más cercanos, con nuestra secta. Quizás -pensamos- mañana todo se resolverá a nuestro favor y no habrá necesidad de responder por nada. (Nos engañamos, por supuesto: la vida nunca le ha dado toda la razón a nadie). Pero en pos de aquella victoria definitiva olvidamos precisamente lo que hace el mundo habitable que no es otra cosa que la capacidad de convivir pese a nuestras minuciosas asimetrías.
No busquemos a los culpables de esta situación. Son demasiado obvios: los culpables siempre son los otros. Pensemos en la vida como es. No se acabará en dos semanas, pero tampoco será eterna. Nuestra capacidad de equivocarnos podrá ser infinita pero no nuestra existencia, una existencia que deberíamos emplear del mejor modo posible. Y recordarnos siempre la limitadísima capacidad que tenemos para mejorar el mundo y, en cambio, nuestro inagotable talento para joderlo.

jueves, 22 de octubre de 2020

La suerte de Archer Milton Huntington

Hay quien nace con suerte, hay quien se la busca y hay a quien la madre sale a buscársela. Ese último fue el caso de Archer Milton Huntington. Su madre fue Catherine Arabella Duval Yarrington, nacida en 1850 o en 1852 en Virginia o Alabama, según el momento del día en que le preguntaran. Acabándose la guerra civil en que el Norte derrotó al Sur, Arabella, todavía adolescente, se mudó al Norte, a Nueva York. A ver si mejoraba la suerte. Para cuando nació Archer (1870), su madre vivía con un tal John Archer Worsham, jugador de cartas profesional, casado y con hijos y del que no cabía esperar mucho aparte de disgustos. Pero al mismo tiempo que Arabella compartía apartamento con el jugador de cartas, salía con el potentado ferrocarrilero Collis Potter Huntington. Collis llamaba “sobrina” a Arabella quien a su vez lo llamaba si necesitaba algo.

Archer nació cerca de Galveston, Texas, a donde Arabella fue a pasar los últimos meses de embarazo, lejos del apostador, de su “tío” y de los chismes que circulaban sobre ellos. Ya para entonces la policía había tenido la delicadeza de encerrar a John Archer Worsham y Arabella pudo estrechar aún más sus relaciones con tío Collis. Tan estrechas eran estas que Arabella terminó cuidando de la esposa del tío. Esta finalmente murió en 1883 y al año siguiente el desconsolado viudo se casó con su “sobrina” Arabella 29 o 31 años más joven que él.

A Archer la suerte le mejoró al punto que su antiguo tío lo adoptó como hijo. Pretendía que al llegar a la mayoría de edad Archer manejara sus negocios ferrocarrileros. Para algo, incluso antes de casarse con su madre, lo había enviado a las mejores escuelas privadas del país y pagado viajes a Europa. Pero cuando el muchacho tuvo edad suficiente para encargarse de los negocios ya había sido contagiado fatalmente con el virus de la cultura hispana. En parte por oír hablar español a los peones mexicanos de la finca de una tía en Texas y en parte por leer libros sobre un país misterioso, donde los gitanos practicaban el canibalismo y robaban niños, aunque no necesariamente para comérselos. De tal manera se enamoró de tan peculiar cultura que Archer contrató una profesora de español. A los 19 años, Archer viajó a México junto a mamá Arabella y tío/papá Collis y hasta cenó con el mismísimo Porfirio Díaz, quien ya andaba por su cuarto mandato presidencial (de un total de siete). Ya para entonces su español debió ser lo bastante fluido como para poder comentarle a Porfirio lo picante que estaba la comida.

No mucho después, y sin relación con la cena anterior, el tío-padre-adoptivo-posiblemente- biológico de Archer le dijo que era hora de que asumiera sus negocios en los astilleros de Newport. Archer le confesó que lo suyo no era hacer dinero sino gastarlo en obras de arte y viajes a Europa y el sueño de su vida era crear un museo dedicado a la cultura española. Collis debió acoger el proyecto de su hijastro biológico si no con entusiasmo al menos con resignación. Si su nueva esposa insistía en ser una de las coleccionistas de arte más importantes del país que Archer quisiera fundar un museo no debió sorprenderlo.

Archer, que nunca fue a la universidad, sino que prefería estudiar lo que le apetecía, prosiguió con sus planes de dedicarle un museo a la cultura española. Un día, al visitar el Museo de Historia Natural en compañía de su padre le contó sus planes al presidente de la institución, Morris Ketchum Jesup. A Ketchum le pareció ridículo que alguien perdiera su tiempo con una civilización “muerta y desaparecida” pero fue tal el ímpetu y los conocimientos con que Archer defendió su proyecto que su padre reconoció que era mejor que siguiera adelante con este (y de paso se mantuviera alejado de sus ferrocarriles y astilleros). 

[Continuará]

lunes, 21 de septiembre de 2020

Todo es bueno

 


Autor: Pedro Lorenzo

Texto original de 1992, corregido y aumentado en 2020, porque, como dijera Julio Iglesias: La Vida Sigue Igual… y lo sabes…






Todo es bueno.

Todo es bueno.

Todo es bueno.

El enemigo acecha.

Todo es bueno.

Todo es bueno.

El enemigo acecha buscando un resquicio.

Una brecha

Todo es bueno.

El enemigo no es bueno, claro está.

El enemigo es malo.

Maaaalo.

Hablo de nosotros, de lo nuestro.

El enemigo es malo.

Nosotros somos buenos.

Somos un bloque.

Somos un bloque monolítico.                                       

Somos un bloque monolítico contra el que se ha estrellado, se estrella y se estrellará el enemigo.

El malvado enemigo.

Con su garra asesina, su lengua traidora y su oreja peluda.                                  

Todo es bueno.

Aunque pensándolo bien, todo, absolutamente todo lo nuestro no es todo lo absolutamente bueno que debiera ser.

Y todo lo del enemigo…

¡No, por el amor de Dios ©, qué estoy diciendo!

© Fundado en 1994, todos los derechos a hablar en Su Nombre reservados por el CC del PCC y el Gobierno de la República de Cuba.

¡Todo lo del enemigo es malo!

¡Todo lo del enemigo es malo!

Y todo lo nuestro es bueno.

Bastante bueno.

Suficientemente bueno.

No tan bueno como desearíamos, pero, bueno, aceptablemente bueno.

Tan bueno como ha sido humanamente posible.

Aunque todo es perfectible.

Todo excepto Corea del Norte y El Jardín del Edén, pero a saber cuál de los dos estará más lejos.

Así que vamos a ver cómo lo hacemos.

Como enfrentamos esta batalla.

Este reto.

Me encanta esa palabra.

Reto.

Reeeeeeto… eeeto …eto…

Me encanta.

El reto de decir que algo de lo que ya es bueno puede aún ser más bueno sin que el enemigo se ponga contento.

Sin hacerle el juego al enemigo.

Con su garra traidora, su lengua asesina y su oreja peluda.

Se me ocurre, se me ocurre… decir que no vivo en una sociedad perfecta.

Muy bien, suena bien, cualquier día de estos va y hasta música le pongo…

Pero si no vivo en una sociedad perfecta, entonces tengo imperfecciones.

Mencionemos una imperfección.

Una solita.

Shhhh… que se entera el enemigo.

¡Eh, y qué! Si no vivo en una sociedad perfecta… que se entere, eh…

El enemigo, como siempre, tan imperfecto…

Allá va una… las guaguas, como ustedes saben, no son perfectas, pero se trabaja en esa dirección con la ayuda del Gigante Asiático, que es como se le llama ahora para no confundirse con la China aquella de Mao y los gorriones…

Allá va otra: La cadena puerto-transporte-economía interna tampoco es perfecta, pero ya se van dando pasos en ese sentido… sin pausa, pero sin prisa y con la ayuda de Rusia, que es como se le dice ahora para no confundirla con la Ex – Unión Soviética de Yeltsin, ni con la URSS de Lenin-Stalin- Jrushchov – Brézhnev – Andrópov – Chernenko – Gromyko – y el de la manchita en la calva cuyo nombre no debe mencionarse.

 Y allá les va la tercera: Lamentablemente, El Hombre del Siglo XXI no nos quedó tan bueno como esperábamos, pero dejen que vean como nos va quedando el del Siglo XXII… y La Mujer, claro, que las redes sociales están que cortan…

Y ya, que el enemigo se va a poner contento.

Y si se pone contento es porque piensa que encontró su resquicio.

Su brecha.

Ese tantico así que jamás debe dársele al enemigo.

Y se van a pensar los que me escuchan que soy un francotirador, que sea lo que sea que signifique, por los contextos y los tonos en que se dice no parece ser nada bueno.

Y eso no es bueno.

Porque el enemigo es el malo, no yo.

Yo soy bueno, se los juro que yo soy bueno.

Me puedo haber dejado llevar por mi celo de combatir al enemigo, pero se los juro que soy bueno.

Y me autocritico y esto no es autocensura porque la censura no existe, mi amor.

El enemigo es el malo.

Con su garra traidora, su lengua peluda y su oreja asesina.

Y les vuelvo a pedir disculpas, porque yo soy bueno.

Y lo nuestro es bueno.

Todo lo nuestro es bueno.

Todo es bueno.

Todo es bueno.

Todo es bueno.

FIN

viernes, 18 de septiembre de 2020

Castrocomunismo: una mala palabra


Aunque la conocida anécdota del califa Omar al justificar la quema de la biblioteca de Alejandría (arguyendo que si sus libros contradecían el Corán eran blasfemos y si lo confirmaban eran innecesarios) parece ser falsa su lógica se mantiene impecable. La misma lógica que podría aplicarse al concepto “castrocomunismo”, tan alegremente utilizada por el exilio y la disidencia: si el castrismo es idéntico al comunismo sería un concepto a evitar por redundante; si no lo es debería ser evitado por impreciso y falso. Soy de los que se decanta por lo segundo. O sea, de los que piensa que el castrismo y el comunismo no son fenómenos idénticos entre sí. El comunismo, con todo y su perversidad intrínseca, (la que emana de justificar cualquier crimen en nombre del bien de la humanidad) es una ideología bien definida, con una clara concepción de sus objetivos (la eliminación de la propiedad privada y la creación de una sociedad sin clases) y sus medios (la lucha de clases) y con un repertorio de enemistades concretas: el capitalismo, la burguesía, la nación y la religión (al punto que el giro nacionalista de Stalin en los años treinta se percibió por muchos teóricos marxistas como una traición a sus principios originales).

El castrismo en cambio, que fue comunista cuando le convino, renunció a cada uno de los principios y objetivos del comunismo cuando lo creyó necesario. A lo que nunca ha renunciado es a ejercer el poder absoluto sobre la sociedad cubana y a reducir a esta a ser una sombra de lo que podría ser con tal de mantenerla bajo su control. La ideología del régimen cubano pasó de ser comunista, anticapitalista, internacionalista y atea entre 1961 y 1990 a mutar en un capitalismo militarizado de estado con una ideología ferozmente nacionalista auxiliado por los sectores religiosos más dóciles.

De esta manera el ejercito se ha convertido en el mayor capitalista del pais, sus dirigentes han devenido en buena parte buena prósperos empresarios -o le han encargado sdicha a tarea a parientes cercanos- y la “ayuda” que el régimen exportaba a mayor gloria del comunismo mundial (léase el Buró Político del PCUS) en nombre del “internacionalismo proletario” ahora se traduce en pura transacción de dinero por servicios prestados. Y lo mismo una representante de la familia real se erige en representante de la Virgen de la Caridad en la tierra que los periódicos oficialistas anuncian las predicciones anuales de babalaos no menos oficialistas con mayor énfasis que con el que informan sobre los plenos nacionales del Partido Comunista.

Luego está la cuestión estética. “Castrocomunismo” es una palabra fea, una fealdad que tanto puede provenir de su falsedad como de lo feo que suena. Y, para rematar, su uso denota menos una realidad que el énfasis excesivo de quien la emplea, ese énfasis que asociamos con los fanáticos o los farsantes. Conozco a muchos de los que lo usan que no son lo uno ni lo otro pero podrían preguntarse si la frustración o la inercia no han terminado por decidir lo que su razón desaprobaría. Luego está el asunto elemental de la comunicación. Porque más que designar una realidad el término "castrocomunismo" parecería definir la actitud en quien lo emplea. Una mala palabra, en fin, en sentido elemental que deben tener todas las palabras que es ayudar a comunicarnos.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Entrevista*

 El escritor Enrique del Risco responde las cuatro preguntas esenciales de nuestra página. Una manera práctica de profundizar, con el creador, en su obra y sus experiencias:

Cuéntenos sobre sus inicios en la literatura. ¿Qué le impulsó a escribir y cuáles fueron sus primeros textos?

El espíritu de competencia, el ego, supongo. Eso fue lo que me haría escribir unos poemas horrendos para un concurso escolar con los que de alguna manera llegué a nivel provincial. Allí terminó mi carrera de poeta, con la suerte añadida que de aquello no queda rastro. Ningún manuscrito. Nada. Al mismo tiempo, o quizás antes, empecé a escribir sátiras, algo que considero mi verdadero inicio como escritor. Lo primero que recuerdo es una sátira de aquella escuela donde estudiaba que se llamaba “Galileo y el masarreal” y otra en la que Gregorio Samsa se despertaba en aquel internado. Tampoco de aquello quedó rastro escrito, pero al menos mantuve la actitud. Al llegar a la universidad seguí escribiendo pero no empecé a publicar hasta un par de años después. Mi primer texto publicado —ya con el seudónimo de Enrisco— fue humorístico. Allí me burlaba de la tendencia de los oradores locales a usar el plural para disimular su ego. El principal modelo que conocía de ese tipo de orador era Fidel Castro pero tuve el cuidado de no mencionarlo. Todavía no había cumplido 20 años y no es nada que me avergüence en especial. Para cuando se extinguieron todas aquellas publicaciones donde aparecían mis textos, en pleno Período Especial, ya sabía que no podía parar de escribir, publicara o no.

Defina o mencione brevemente, por favor, aquello que los lectores descubrirán, o conocerán, a través de sus libros.

Iba a decir “la necesidad de darle sentido a la realidad y lo ridículo que resulta intentarlo” pero eso más bien suena como definición de toda literatura. La literatura es como una religión —por aquello de la aspiración al sentido absoluto de las cosas— que secretamente se burla de tales pretensiones. Al menos en mi obra esas son las dos fuerzas que siempre han estado en tensión: la búsqueda de sentido y la burla de esa misma pretensión. Ya se trate de la historia cubana (Leve Historia de CubaElogio de la levedad), la Cuba actual (Pérdida y recuperación de la inocenciaEl Comandante ya tiene quien le escribaEnrisco para presidente) o la emigración (¿Qué pensarán de nosotros en Japón?Siempre nos quedará MadridTurcos en la niebla). Más que enseñarle algo a los lectores les recuerdo lo mismo que le han dicho los humoristas de todas las épocas: que no hay nada que no luzca ridículo visto a suficiente distancia.

Mencione tres autores o libros que considere fundamentales o que le hayan inspirado o influido durante su trayectoria creativa.

Cometería una traición si no comenzara con los autores que llenaron mi infancia: Jules Vernes, Emilio Salgari y los narradores que crearon las historias maravillosas de Las mil y una noches. O el Decamerón de Boccaccio, que se desarrolla justo en medio de una de las peores pandemias que asoló Europa pero que se lee como el libro más divertido del mundo. O con Arreola o Monterroso con su compromiso con la belleza, la inteligencia y la concisión. Todos esos autores me impactaron desde muy temprano. O el polaco Slawomir Mrozek, que con El elefante me enseñó muy temprano que el comunismo funcionaba igual de mal en todas partes. O Mark Twain, Bulgakov, Platonov, Nadiezhna Mandelstam, Orwell, Brodsky, Faulkner, Piñera, Vonnegut. O Cervantes y su Quijote, ese libro infinito. Me pides traicionar a demasiada gente. Mejor te respondo con los libros que metí en el maletín cuando salí de Cuba sospechando que me marchaba para siempre: una antología de Borges, otra de cuentos de Kafka y el poemario El encanto perdido de la fidelidad, de Emilio García Montiel. Supongo que los veía como libros mágicos llenos de claves que me iban a servir para toda la vida. El hecho es que a cada rato vuelvo a ellos con el mismo fervor de siempre.

A partir de las nuevas teorías cuánticas según las cuales la esencia del universo no es la materia ni la energía, sino la información, ¿estamos a punto de descubrir que la vida es literatura?

Como dije antes, el truco de la literatura es hablar de todo lo humano y lo divino sin, en el fondo, tomarse demasiado en serio. Intentar las mismas operaciones que la magia, la religión o la ciencia —interrogar el universo, extraerle sentido— pero como si fuera un juego. Un juego lleno de intuiciones pero que no pierde de vista sus limitaciones, su fragilidad. Eso lo entendieron Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes (si no metí El Quijote en aquel maletín fue porque ya lo había leído), Dostoievski, Pessoa o Kundera. Dejemos que la ciencia descubra lo que quiera que la literatura, si quiere seguir siendo ese juego maravilloso, mantendrá esa relación íntima y a la vez distante, irónica, con la vida. Para la literatura, como para los humanos, es mejor no andarse creyendo lo que no es.


*Aparecida en Puente a la Vista

sábado, 12 de septiembre de 2020

Mis diez películas cubanas*

 
Primera aclaración: el cine cubano no es el ICAIC. De hecho, el ICAIC muy pocas veces se permitió ser cine y, además, cubano. La mayor parte del tiempo se la pasaba haciendo pura propaganda con gracejo local incorporado. No era que la Cuba en la que vivíamos estuviera ausente del celuloide producido por el ICAIC, sino que tampoco aquella Cuba que se inventaba era especialmente atractiva, excepto para alguien cuya edad mental no rebasara la adolescencia.

El ICAIC, por otra parte, creó una sintaxis, una manera de decir excepcionalmente afectada, que a muchos cineastas cubanos les sigue pareciendo inevitable. Y encima, a pesar de producir apenas tres o cuatro películas al año, el ICAIC se daba el lujo de ser autorreferencial, como si fuera Hollywood. (Viví un ratico en el monstruo y creo saber de lo que hablo. Estuve a punto de hacer mi modesta contribución a aquella fábrica de lugares comunes, pero afortunadamente me fui a tiempo y el ICAIC me hizo el favor de negarme el crédito por lo poco que hice.)

Todo eso para explicar por qué en mi lista hay tan pocas películas engendradas en cautiverio. Por otra parte, reconozco una limitación propia: luego de tantos chascos dejé de ver cine cubano durante años y seguramente me perdí más de una película valiosa. Sin embargo, películas como Conducta me han devuelto algo de fe en el cine nacional. Al punto, incluso, de revisitar los clásicos venerados para comprobar que muchos han envejecido muy mal (Un ejemplo: Lucía, sobre todo los dos primeros cuentos. Un día de noviembre, con todo y lo fallida que es, me resultó más interesante). O llevarme la sorpresa de que la gracia de La muerte de un burócrata sigue intacta.

Lo que haré entonces es reunir películas de las que tenga un recuerdo fresco y homogéneamente feliz. Películas a las que no haya nada que perdonarles, quiero decir. No está Memorias del subdesarrollo de Tomás Gutiérrez Alea porque la última vez que la vi le sobraban unos cuantos minutos –los más “experimentales”– que parecían un pegote en medio de una historia bien contada. Ni La última cena o Los sobrevivientes del propio Titón, o De cierta manera de Sara Gómez, o Plaff El elefante y la bicicleta, ambas de Juan Carlos Tabío, cuyos recuerdos están demasiado alejados en el tiempo como para compararlos con justicia con otros más cercanos.

Incluyo, en cambio, un par de películas rodadas por directores extranjeros que consiguen atrapar Cuba con una precisión y una agudeza que les falta a casi todos los directores locales. Y de no estar limitado a diez me habría gustado incluir algunas otras como El ojo del canario de Fernando Pérez que, pese a lo irregular de las actuaciones, parece dar con las claves del más grande de entre los cubanos: inteligencia y sensibilidad en medio de la opresión familiar, incluso antes de sufrir la opresión política.

Juan de los Muertos que se anuncia –faltando a la verdad o ¿qué cosa es PM?– como la primera película independiente del cine cubano cuando en realidad reproduce muchos de los manierismos del ICAIC, pero al mismo tiempo es una comedia mucho más eficaz de lo que cabría esperarse con tales presupuestos. Seres extravagantes de Manuel Zayas, sin dudas, es una gran candidata para formar parte de la lista, como lo es Persona de Eliecer Jiménez o Rumba clave, blen blen blen de Arístides Falcón, pero no quiero que mi cercanía personal a sus realizadores enturbie mi juicio.

Esta es, en fin, más que la lista del mejor cine cubano, una selección de películas sobre esa materia huidiza que es Cuba, que he visto con placer y, en algunos casos, estremecimiento, y que recomendaría sin la menor reserva o pudor. El orden no es de preferencias sino cronológico.

–La muerte de un burócrata (1966, dir. Tomás Gutiérrez Alea)

La volví a ver empezando la cuarentena. Maravillosa. La Revolución, principio activo del absurdo que genera su comicidad, está allí como Dios en el mundo: en todas partes y en ninguna. Pero a diferencia de Él, no sale bien parada.

–El súper (1979, dir. León Ichaso & Orlando Jiménez Leal)

La mejor película de ficción hecha en el exilio. Sobre el exilio. Escrita a partir de una exitosa obra teatral del dramaturgo Iván Acosta. Su fórmula: una buena historia con personajes sólidos, actuaciones creíbles, mucha humanidad, cero panfleto.

Conducta impropia (1984, dir. Néstor Almendros & Orlando Jiménez Leal)

Esta indagación sobre la homofobia de Estado en Cuba estremeció el cine cubano, de manera poco visible, subterránea, pero el estremecimiento no ha dejado de generar respuestas: desde Fresa y chocolate hasta Seres extravagantes Santa y Andrés.

–Vampiros en La Habana (1985, dir. Juan Padrón)

Rescató para mi generación una gracia republicana que se creía perdida y contiene la mayor cantidad de frases memorables que puedan caber en una película. En ese sentido, el de la acumulación de frases memorables, es nuestra Casablanca. La he vuelto a ver hace poco. Sigue viva.

–Nadie escuchaba (1987, dir. Néstor Almendros & Jorge Ulla)

Lo que podría ser un panfleto en toda regla (y con toda justificación, tratándose de las violaciones a los derechos humanos en Cuba) es uno de los documentos más humanos que pueda engendrar el horror. Y con mucha contención. Almendros comentó que cuando sus entrevistados empezaban a llorar dejaba de filmarlos. No puede verse sin que algo cambie en uno.

Utopía (2004, dir. Arturo Infante)

Apenas trece minutos le bastaron a Infante para resumir la idea aún vigente de la cultura en Cuba: una tenue capa de instrucción artística que no consigue cubrir la barbarie subyacente. Pocas veces se ha dicho tanto con tan poco.

–Habana: arte nuevo de hacer ruinas (2006, dir. Florian Borchmeyer)

Rompió (al menos para mí) el maleficio que hacía inapresable la realidad de la isla para los extranjeros. El alemán, ayudado por el verbo de Antonio José Ponte, ensarta cuatro historias como quien pesca un país.

–Efecto dominó (2010, dir. Gabriel Gauchet)

Una breve obra maestra sobre la violencia cubana desde sus expresiones más cotidianas e invisibles hasta las más brutales, que la mirada de Gauchet supo conectar sin esfuerzo aparente. Con actuación magistral de Alina Rodríguez, acompañada de los infaltables Enrique Molina y Luis Alberto García.

–Conducta (2014, dir. Ernesto Daranas)

Humana, tremendamente humana, en su conmovedora sencillez. Vehículo mayor de la inmensa actriz Alina Rodríguez que tan poco cine llegó a hacer. Para mí el mejor largometraje cubano de ficción en lo que va de siglo.

–Santa y Andrés (2016, dir. Carlos Lechuga)

Suerte de spin off de una escena del documental Seres extravagantes: esa en que el poeta Delfín Prats es detenido por la policía en su humildísima residencia en plena filmación del documental. Santa y Andrés convierte a Prats en Andrés y cuenta una historia similar a Fresa y chocolate –la de cómo un país de vigilados y vigilantes, víctimas y verdugos, puede humanizarse a muy pequeña escala–, pero sin la ñoñería ni la falsedad de esta.

*Publicado originalmente en Rialta Magazine.