Pedrito me habla
de su amigo Osmani. Un muchacho de Placetas a quien conoció en una de las
cárceles de Inmigración y a quien han deportado a Cuba. Osmani es la vanguardia
del medio millón que el Gobierno de Trump tiene planeado deportar en los
próximos meses, como quien dice. Ha tenido que regresar a Cuba dejando acá, en
Nueva Jersey, a su mujer y sus dos hijos. Mientras habla, Pedrito trata de
tranquilizarme, de tranquilizarse, diciendo que él no está en el caso del medio
millón amenazado con las recientes medidas. En octubre tiene cita para un
juicio de Inmigración y ya eso le da un estatus legal, me asegura.
Conozco a Pedrito
desde que salió de la cárcel de Inmigración en septiembre de 2019. Me lo
presentó su primo, amigo entrañable, y mientras hablábamos miraba alrededor con
reserva, como calculando si daría pie en la nueva realidad a la que acababa de
llegar. Vaya si pudo. En cuestión de meses, el muchachito consentido que era en
Cuba se convirtió en reparador de cualquier desperfecto que puede tener una
casa, desde plomería hasta los equipos de ventilación, y en dueño de su propia
compañía de construcción, que es como decir, de su destino.
Decir que gracias
a él mi casa no me ha caído en la cabeza casi no es una metáfora. Pero Pedrito
es mucho más que eso. Pedrito es una fuerza de la naturaleza. Pese a la
diferencia de edad —yo puedo ser perfectamente su padre— hemos desarrollado una
amistad intensa, pero asimétrica: yo necesito mucho más de él que él de mí.
Hablamos en mi
cocina, la misma a la que entre Pedrito y Osmani le pusieron piso nuevo hará un
par de años. Recuerdo a Osmani bajito, delgado, correoso, la piel machacada por
el sol: el cuerpo del que no ha hecho más en la vida que trabajar. Cuando mencioné
su caso en Facebook, las huestes diligentes del trumpismo me explicaron que
algo habría hecho Osmani para que lo deportaran. Eso me recordó una vieja
caricatura de la revista Sátira 12. Eran los tiempos en que se
cuestionaba la complicidad de la iglesia con la última dictadura argentina. Su
sostenido silencio ante los casos de personas desaparecidas por el régimen
militar. «Este es uno de los que no se quedó callado sobre los desaparecidos»,
dice un personaje señalando a un cura. «¿Y qué decía?». Preguntaba otro. «Por
algo será», responde el primero.
Tampoco muchos de
nuestros compatriotas se quedan callados ante quienes ahora deportan a un país
cada vez más inhabitable. Responden «por algo será» porque no hay frase más
apropiada para calmar la conciencia propia ante la desgracia ajena. Como si el
régimen en cuestión se limitara a impartir justicia de una manera algo
heterodoxa pero justificada al fin.
No trato de
comparar la situación de los desaparecidos en Argentina con los deportados de
ahora, pero la insensibilidad de muchos es de un parecido preocupante. Las
historias sobre la temible pandilla del Tren de Aragua llegada de Venezuela
sirven para condimentar las actuales deportaciones, hacerlas más digeribles,
por mucho que convertir a medio millón de personas de todas las edades en
miembros de pandillas sea un acto supremo de
prestidigitación.
«Ni una luz roja
se ha llevado Osmani desde que vive aquí», me dice Pedrito. «Trabajar es lo
único que ha hecho». Y tener un hijo con su mujer que llegó tiempo después de
que lo soltaran. Ni siquiera la manera de entrar en el país fue especialmente
irregular. Atravesó el puente de Reinosa a pie y se entregó a las autoridades.
Lo mismo que han hecho durante décadas generaciones de cubanos. Solo que al
Obama revocar en 2017 la conocida como ley pies secos, pies
mojados (que
permitía que los cubanos fueran admitidos a trámites una vez estuvieran en
territorio norteamericano) ya no bastaba con llegar a la frontera y entregarse.
Pero el «regalo» de despedida de Obama para Raúl Castro, a una semana de
terminar su mandato, no fue anulado por Trump. Esta aceptación tácita de Trump
de la decisión de su odiado predecesor muestra que, más allá de sus diferencias
políticas e ideológicas, republicanos y demócratas pasaban a considerar a los
cubanos tan indignos de emigrar a Estados Unidos como al resto de los
hispanoamericanos. Ahora el desprecio era más parejo y
democrático.
Osmani, como
tantos otros, fue víctima de aquella jugada de alta política. Dos años pasó en
prisión en condiciones no especialmente cómodas. Sobre todo, durante los
primeros días en las celdas provisionales conocidas como «hieleras», donde la
mezcla de frialdad y humedad constituía de por sí una tortura. Osmani habrá
soportado aquellos dos años en la cárcel sostenido por la esperanza de rehacer
su vida una vez que pudiera salir en libertad y reunirse con su familia. En su
caso, la esperanza se cumplió a medias. Porque en 2021, cuando el apogeo de la
COVID-19 obligó a vaciar las cárceles, Osmani salió de prisión con una orden de
deportación pendiente, la misma que ha ejecutado con diligencia el nuevo
Gobierno de Trump.
Justificadores de
esas medidas no han faltado, incluso entre los compatriotas de Osmani y míos;
un grupo que, hasta ahora, se había beneficiado de una interpretación más laxa
de las leyes migratorias estadounidenses. Empezando por el abuelo materno del actual
secretario de Estado, Marco Rubio, quien en 1962 entró en Estados Unidos
sin visa y contra quien un juez de Inmigración dictó una orden de deportación
que nunca fue aplicada. A esa negligencia le debe, entre otras cosas, su
existencia el actual secretario de Estado.
De mi
conversación con Pedrito es testigo otro amigo que intenta explicar las
deportaciones masivas por razones de alta política. «Además» —y aquí introduce
el mantra con que los trumpistas suelen justificar las deportaciones de su
líder—, «Obama deportó más que ningún otro presidente». Mi amigo no ve la
ironía de justificar las acciones de Trump con las de un contrario al que este
considera el anticristo. Pero el trumpismo no es un sistema de pensamiento
inclinado a captar ironías, aunque las produzca continuamente, casi siempre sin
pretenderlo.
Le explico al
amigo que trata de justificar las deportaciones actuales con las de hace una
década que la diferencia entre las deportaciones de Obama —ejecutadas al más
puro estilo ladino del demócrata— y las de Trump no son solo mera cuestión
formal. Como se sabe, en política la forma es también fondo. El desprecio de
Trump por las formas democráticas implica, de hecho, un rechazo por su sentido
profundo. Convertir una medida administrativa en cruzada política
antiinmigrante inevitablemente moviliza los peores instintos de la gente al
tiempo que la divide.
El nacionalismo
burdo que genera este tipo de cruzadas —que en el resto del planeta ha solido
traer resultados terribles—, al aplicarse en uno de los pocos países que basa
su relato nacional en la apertura a la inmigración supone un profundo cambio de
naturaleza de la nación y un factor de agitación permanente. Desde el momento
en que no solo se persigue a los indocumentados, sino que incluso los
residentes legales dejan de sentirse seguros ¿quién puede asegurar que los
ciudadanos naturalizados no empiecen a ser considerados a partir de ahora
ciudadanos de segunda?
A mi amigo no
parecen preocuparle mis consideraciones. Se aferra a la esperanza de que de
aquí a un par de años las medidas aplicadas por Trump sin mucho sentido
aparente consigan, de modo mágico, hacer florecer la economía. Sospecho que mis
consideraciones formales de cómo se van implementando las medidas
presidenciales le parezcan pura majadería intelectual. Que la tierra de
abundancia prometida bien vale uno que otro sacrificio. Como el de Osmani. Pero
no se trata solo de que a alguien conocido le destruyan la vida que ya empezaba
a disfrutar. Preocupa a un nivel mucho más vasto que bajo el pretexto de
aplicar la ley se estén socavando los principios mismos que han fundado la
democracia estadounidense como modo de convivencia. «Los nacidos aquí [homegrowns]
son los siguientes. Hay que construir unos cinco lugares [prisiones] más»,
comentó exultante Trump ante la disposición de su colega Bukele a aceptar
indocumentados en sus cárceles ejemplarmente rigurosas.
Se alega que solo
se trata de criminales, pero una vez que se acepta el principio de que a los
supuestos criminales no les asiste ningún derecho, son los derechos de todos
los ciudadanos los que están expuestos a ser vulnerados. Cuando se criminaliza
a un grupo por su origen étnico más que por sus acciones y cuando la lealtad a
los principios constitucionales importa menos que ser leal al presidente se
daña la misma idea de convivencia democrática de un modo que temo irreversible.
Mientras tanto,
Pedrito no se detiene en consideraciones constitucionales. Bastante tiene con
ganarse la vida honradamente. O con la posibilidad de que algún día sea
considerado deportable. Esto último lo llevó a casarse a la carrera con su
novia, con la esperanza de que la residencia legal de ella lo beneficie de
algún modo. Sus amigos, por supuesto, no permitimos que su boda fuera un mero
trámite burocrático y el talento organizativo de varias amigas convirtió la
operación de emergencia en una de las ceremonias más bonitas y divertidas a las
que haya asistido.
Pero Pedrito
sigue preocupado. Por la deportación de su amigo, por lo que percibe como una
caída en los negocios, por su futuro en este país que ya empieza a sentir como
suyo. «A Cuba no regreso ni muerto», dice y uno se pregunta si se trata de una
metáfora —esa palabra que tanta gracia le hace— o no. Y la preocupación de
Pedrito debería ser nuestra, en el sentido más amplio y en el más personal.
Porque ¿qué sería de esta nación sin el empuje y la energía que le traen los
nuevos inmigrantes? ¿Qué sería de mi familia y de mí si ponemos cualquier
promesa de prosperidad por encima de nuestra propia humanidad?
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