lunes, 21 de febrero de 2022

El Nene Candelaria en "Turcos en la niebla"

Foto de Geandy Pavón
Acaba de morir Aurelio Candelaria, ex preso político con 18 años cumplidos en Cuba de los veinte de su condena original. Ignoro los detalles de la condena. Era la época en que si te echaban menos de veinte años pensabas que era un error o apenas el prólogo de una pena de muerte. Ya fuera de prisión el Nene (o el Guajiro) se volvió toda una leyenda entre la comunidad cubana de Nueva Jersey con sus más de seis pies de estatura, su sombrero tejano, las espuelas que usaba en medio de la ciudad, su sangre fría en los momentos más difíciles, pero sobre todo por su infinita bondad. Apenas lo disfracé en mi novela "Turcos en la niebla" donde reproduje algunas de las anécdotas más famosas de las tantas que se contaban sobre el increíble Nene Candelaria. Tan increíble como asumir que alguien así sea capaz de morirse. Los dejo con el fragmento de la novela que habla de él.

Eltico:
Los personajes que uno se encuentra en este barrio no se pare­cen a nada. Qué país para dar gente rara. Me refiero a Cuba, aunque los americanos no se quedan atrás, pero al menos tienen la disculpa de que su país es inmenso. En cambio, Cuba es chi­quitica y se las arregla para dar gente rarísima. Ahí está el Gua­jiro. ¿Tú te imaginas que a alguien lo llamen el Guajiro en esta zona que está llena de guajiros de Las Villas, del Escambray, de lugares bien metidos en el monte? Es como llegar al Polo Norte y encontrarte a un tipo que lo llamen el Esquimal. Es tan alto que, con todo y lo viejo que está, a mí, que soy alto, me saca sus seis buenas pulgadas. Además, tiene ese sombrero que no se quita nunca y la camisa tejana con bordados y los pantalones de vaqueros. Porque para él los jeans siguen siendo pantalones de vaqueros. Y botas de cuero y espuelas. Cuando yo lo conocí usaba espuelas con unos pinchos grandísimos. Con ellas se pa­seaba por medio del pueblo, iba a las reuniones de los presos, todo. Ahora usa unas más discretas con una púa chiquita en vez de aquellos pinchos largos. ¡Te imaginas el trabajo que pasaba para que no se le enredaran con los escalones de las guaguas cuando se bajaba! Como diciendo: «Yo voy a ser el Guajiro donde quie­ra que me pare». Meterse diecinueve años preso y salir para acá en medio del frío. Terminar abriendo una ferretería en el barrio de los negros y aguantar que te asalten a cada rato. Sobrevivir a todo eso siempre con el sueño de reunir un dinero para com­prarse una finquita idéntica a la que tenía en Cuba. O al menos una a la que pudiera ponerle el mismo nombre que la que tenía allá.

Está la vez que lo asaltaron con un shotgun, una escopeta re­cortada que si te coge de cerca te abre un hueco por el que pue­des pasar un puño cerrado. No cogió miedo. Se fue acercando despacito al asaltante mientras le hablaba. En español. Porque el Guajiro en todos estos años y con un negocio en medio de un ba­rrio donde casi nadie habla español es incapaz de decirte tres pa­labras seguidas en inglés. «Suavecito», le decía. «Muchacho, no hagas eso. Tú no ves que te vas a desgraciar.» Cosas así. Hasta que le agarró la escopeta por la punta del cañón recortado. Se la quitó de un tirón y el asaltante huyó corriendo.

O la vez que tumbó a piñazos a unos ladrones. También ar­mados. Al llegar la policía los tenía amarrados uno contra el otro con las mismas sogas que vende en la tienda. Al final, con quien se puso a pelear fue con la policía. Quería que le devol­vieran la soga con la que los había amarrado, porque si se la lle­vaban se le iba a descompaginar el inventario.

Pero el cuento que de verdad define al Guajiro no es ningu­no de ésos, sino el de la noche que le dio por recoger a una de esas putas que se paran en la 1-9. Para que te las lleves a los mo­teles de por ahí. La puta se subió al carro y él se puso a decirle: «Muchacha, ¿tú no te ves muy joven y bonita para que te metas a hacer esas cosas? Tú tienes la misma edad que mi hija y toda una vida por delante. Ponte a estudiar y haz una carrera. Dedí­cate a otra cosa». Siguió tratando de convencerla. Insistiendo en que agarrara por el buen camino. Así hasta que la puta se echa a reír y le dice en español, porque parece que era boricua o algo así: «Oiga, mi viejo, déjeme explicarle una cosa. Yo soy policía y estoy haciendo trabajo encubierto desde hace años y no había visto nada parecido. Ahora mismo los compañeros míos que están escuchando esta conversación en una camioneta allá atrás deben de estar muertos de la risa con todo lo que us­ted me dice. Déjeme aquí mismo que usted no sabe de la que se ha salvado».

Pero el Guajiro es un tipo persistente. Siguió en su cruzada de llevar a las putas por el buen camino. Una noche recogió a una que sí era puta de verdad y el Guajiro le metió la misma muela. La puta se cansó y le dijo que si no quería hacerle nada por lo menos que le diera veinte dólares. El Guajiro se negó y la tipa sacó una cuchilla y lo amenazó. Él no se dejó intimidar y si­guió hablándole hasta que la puta, furiosa, le picoteó los asien­tos del carro con la cuchilla. Creo que ése fue su último intento de convencer a las putas de que abandonaran el oficio.

1 comentario:

Miguel Iturralde dijo...

El Nene... que en paz descanse. Tipo de cubano único, ya ese molde se rompió. ¿Te imaginas? 18 años en una cárcel castrista, salir de Cuba y recalar en Union City, nada que ver con el campo donde nació y se hizo hombre, y recomponer su vida productivemente. Pa'lante como el elefante. Saludos.