Disco tras disco Boris Larramendi consigue superar el durísimo reto de
madurar sin resultar aburrido. O patético. De enfrentar el doloroso y desalentador proceso
de sucesivas rendiciones que es la madurez para muchos, como una suerte de
epopeya personal, con una serenidad reservada a muy pocos. Con sabiduría de
gurú mataperro. Y lo consigue desde las primeras líneas de su nuevo álbum “Samurai”, con su
incitador “Dispara ya”. “Dispara ya” nos aconseja “que a nadie mató un
desprecio” porque “la vida pasa como un rayo y cuando te das cuenta,/ están los
niños en el cuarto y ya no puedes ni templar”. “Cuando pasen los años” nos advierte “todo
aquello que hiciste te vendrá a visitar/ en tu cama, de noche” o retumbará en
tus huesos recién levantados. Ah, pero lo que no te atreviste a hacer “te
vendrá a torturar”. De eso se trata este disco y la obra toda de Boris, de
superar el miedo a vivir. Ya sea el miedo alimentado por el Estado o por las inercias de la costumbre y la comodidad. El miedo vivir del sudor
de la frente o de ver enamorarse a tu hija adolescente. Porque Boris, como
aquel Pánfilo de la falta de jama, no te dice mentiras. Vivir con un mínimo de decencia y dignidad
conlleva grandes dosis de valor. Por algo el músico se da fuerzas en la canción que da
título al disco, guapeando, desafiando a lo que se aparezca, resistiendo a la
variante más perversa del miedo que es engañarse a uno mismo: “No me
entretengan al león, que lo suelten, toy esperándolo en el centro del ring,/ con
mi katana afiladita y sonriente/ Ta todo dicho, que se forme ya el lío./ Samurai
desde que nací, y ahora que estoy mayor/ ya no aguanto tonterías”.
Pero todo, y el Boris de “Samurai” no te lo oculta, tiene un precio.
En el caso de Boris ha tenido que pagar, entre otras muchas facturas, la del
exilio, la lejanía de lo querido, ese dolor agazapado tras cada alegría. Lo
dice en “Cuba” a la que habla con la intimidad del más antiguo y profundo amor:
“Siempre te extraño un poquito cuando me siento más rico,/ y aunque me pese,/ llevo
tu canto en el mío, tu cruz amarga mi vino,/ tu amor me duele”. Dolores que lo
sostienen tanto como sus amores, consciente de que “cada mañana en mi
habitación,/ allá donde ya no quiero vivir, / real e indomable como el amor,/ está
mi mamá rezando por mí”. Pero no se trata de un disco plañidero. Si menciona
los dolores no es para hundirse en ellos sino para darle más peso y densidad a
sus alegrías. Debe ser por eso que “Samurai” incluye alguna de las canciones
más gozosas que le haya escuchado nunca. O por lo que abraza su exilio –ese favorito
de la melancolía- con una plenitud inédita. Al exilio de Boris también se va a formar “rumba
con overtime”. De su capital el cantante dice, dándole la vuelta a la trampa infinita
de la nostalgia: “Miami tiene tremendo swing / Tó el mundo sueña venir pa aquí/
Porque el cubano quiere vivir/ sin que lo estén atrasando […] Que allá en la
Habana, quién no quisiera/ que como Miami la Habana fuera”. O nos recuerda que la
patria puede ser portátil. Que la cubana en especial fue una nación fundada en buena medida fuera de sí misma y que el exilio viene ser algo así como su condición natural, una vuelta a sus orígenes. En la canción titulada precisamente "Exilio" Boris nos instruye de que “en Nueva York/ vivió muchos
años Martí/ y el Padre Varela escribió/ más que en la Habana./ En Central
Park,/al lado de Strawberry Fields,/ se forma tremendo rumbón…/ Y no es la Habana”. Al mencionar a Celia Cruz el mismo concepto de exilio se invierte y entonces confiesa que "allá en Cuba yo nunca la oí/ Yo crecí
desterra'o de su voz,/ exilia'o de su gracia".
Pero no deben distraerse por lo dicho anteriormente: el centro de esta
grabación no son tanto sus versos magníficos como una música tan madura y
potente como estos que los conduce más allá de sí mismos. Las canciones de "Samurai" valen sobre todo por sus arreglos complejos y cuidados, por una densidad que se desentiende del hecho de ser música ejecutada casi íntegramente por su autor con puntuales
colaboraciones de Jorge Gómez (el director de Tiempo Libre, no el de Moncada,
gracias a Dios) en el piano, Kiki Ferrer en la batería e Ivette Falcón en el
violonchelo. Tanto como en las letras de sus canciones, en la música de "Samurai" resalta la
variedad del material y al mismo tiempo la consistencia del espíritu que las produjo. Pasando
de la alegría festiva de “Mayami” o “Ya cobré lo mío” a la introversión de “Para
curarte el alma”, “Ya no se acuerda de mí” o a los momentos en que esa aparente tensión se resuelve como en “Exilio” o “La conga nunca falla”. Sobre todo “La
conga nunca falla”. No solo porque lo confirma como el creador y principal
exponente de un género que merece el mejor de los destinos: el de la
conga-rock del que Boris nos ha dado temas como "Marchen bien", "Enfermera", "Lo quiero ahora" o "Libre". También porque define a Boris tan bien como otras canciones que ha
convertido en himnos irónicos, brutales y a Boris mismo como uno de los compositores
imprescindibles de su generación, de su tiempo. Con esa mezcla de Led Zeppelin
y Patato Valdés, de Pello el Afrokán y Red Hot Chilli Peppers, de rabia y
disfrute desaforado, todo modelado por la inteligencia y la exigencia ética. Una combinación
rara por la que deberíamos estar agradecidos. Como agradecidos debe estar Boris por
la carátula de Lauzán que da rostro a su “Samurai”. Lauzán y Boris, loterías
que nos han tocado en estos tiempos poco afortunados.
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